jueves, 15 de septiembre de 2011

LA CERA QUE ARDE





Martínez Sarrión, A. La cera que arde. Albacete. Ediciones de la Diputación.




Escritos con esa erudición que sabe situarse en los antípodas de lo plúmbeo y lo meramente libresco, con encomiable sentido del humor y en ocasiones con alguna mala leche, amén de con voluntad de estilo y acierto con la metáfora --- Balzac y Hugo fueron "dos galeotes atiborrados de tesoros" (p. 32), la vida de Musset se resumió "en dar tumbos de los amores contrariados a los mostradores de la absenta" (p- 53)---, no me parece que estos ensayos del poeta, memorialista y traductor Martínez Sarrión hayan perdido, pese al tiempo transcurrido desde su publicación, un ápice de su frecura y valía, más que nada porque se trata de un ejemplo de crítica subjetiva en el mejor sentido de la palabra, esto es, propia de un lector informado e inteligente que aplica sus propios criterios, sin rémora ni anteojeras de escuela alguna. No deja de ser una lástima que la edición, por lo demás muy hermosa en cuanto a diseño, venga afeada por algunas erratas y por la a veces caprichosa puntuación del autor.




Los textos, casi todos ellos ya publicados antes como prólogos o artículos de revista, aparecen fechados entre 1962 y 1990, se han agrupado en cinco apartados y son de muy variada extensión. La primera de las secciones, Letras extranjeras, se abre con el breve, lírico y celebratorio Réquiem para William Faulkner, una pequeña pieza maestra de concreción poética y capacidad de síntesis redactada con ocasión de la muerte del novelista norteamericano, uno de los maestros confesos de Sarrión, que condensa el mundo de Faulkner ( la conciencia de culpa como indeleble mancha en el alma y la desintegración y la ruina como único destino en los blancos del Sur) en una bella y sugerente imagen: acaba evocando, tras afirmar haber pasado la noche "oyendo alucinado, mágicámente lejano, el rumor del viento solano en las plantaciones de algodón, bajo una pantalla de luz fuerte y rodeado de insectos", los tristes y fatalistas cánticos de los braceros negros, agobiados por la tristeza y la conformidad, a las puertas de la cárcel del condado de Jefferson, donde un compañero de raza espera la hora de su ejecución.




Baudelaire: textos confesionales en prosa abunda, tras un rápido apunte biográfico centrado en el cerrado reaccionarismo político --- "Hermosa conspiración que podría organizarse para el exterminio de la raza judía", "Los japoneses son simios" etc. ---y los complejos edípicos del poeta, en lo fecundo y prefigurador de algunos de los fragmentos del francés, frente a otros intrascendentes y triviales. Ejemplo de aquellos serían la ecuación Belleza=Desgracia o "Todo lo que no es ligeramente disforme tiene un aire insensible", que para Sarrión anticipa la estética de las vanguardias expresionistas y deja muy atrás las proclamas del Romanticismo galo más ramplón, previsible y declamatorio del XIX. Aprovecha también Sarrión para ridiculizar la beatería de cierta crítica literaria empeñada en justificar lo injustificable en cuanto a las posiciones ideológicas del autor estudiado, y así cita los trabajos de A. Crespo sobre Pessoa o el de Vallejo-Nájera sobre Yukio Mishima.




La poesía de Jean Genet trasluce bien a las claras la poca simpatía que le merece el autor, por entonces muy popular en ciertos medios, al que adjetiva de " hospiciano, ladrón, homosexual y suntuoso histrión" (p. 23) y al que reprocha haber intentado, sin conseguirlo nunca, transformar lo más sórdido y obsceno en litúrgico y ceremonioso. Por lo demás su poesía, que bebe en Villon y en Rimbaud y que trata de imitar de éste el estilo alusivo y elíptico, adolece de demasiado desorden y descuido formales.




Si Sobre Michel Leiris ensalza la tetralogía Edad de Hombre y hace un recorrido por las estéticas y fidelidades políticas del poeta y novelista francés, del Surrealismo a las simpatías últimas por el Mayo del 68, para concluir que su prosa más tersa y perdurable es sin duda la contenida en aquella obra, el breve ensayo sobre Musset se centra más bien en reconstruir, con notable retranca, los amoríos de éste y de la novelista George Sand, enfatizando la inmadurez anímica del poeta. En las Confesiones de un hijo del siglo, libro que puede considerarse clásico por el vigor de su prosa y la maestría en el tempo narrativo, se notan con claridad sus desventuras amorosas, según Sarrión, pues no es difícil ver en el personaje de Brigitte la filigrana de George Sand y en el de Octave los rasgos del propio Musset. Al final de la lectura, como ocurre quizá con toda obra literaria que valga la pena, tras "prendernos en la historia como mariposas en la llama y concluir insinuando un inteligente guiño burlón (...) la fantasmagoría estalla como pompa de jabón depositándonos en las playas de esta ahora nuestra, como entonces suya, miseria cotidiana".




El ensayo sobre Chamfort (pp.37-51) remite al principio al trágico destino del moralista francés, devorado, como otros, por el monstruo de la Revolución, destaca su componente ético y su saludable escepticismo respecto a toda creencia en la perfectibilidad del hombre y se extiende un poco al final acerca de las virtudes de su estilo, seco, acerado, oblicuo, en la mejor tradición de los moralistas del paísvecino, y del influjo que sin duda ha tenido en escritores posteriores. Chamfortianos ilustres han sido Nietzsche y Camus, Beckett y Cioran y, entre nosotros, Baroja y Pla. Este solía citar una pretendida frase de Chamfort que, si no aparece en ninguna de sus obras desde luego merecería hacerlo: "Soy tan imbécil que ni siquiera he conseguido suicidarme". Victor Hugo y los veladores sugiere la necesidad de una poda y antologización profundas en la obra del francés, sobre todo en La leyenda de los siglos, esa " síntesis lírico- pedagógico-religiosa de espesa, indigesta y del todo prescindible elocuencia" (p. 54) para rescatar lo de verdad clásico y cercano a la sensibilidad actual, según Sarrión algunas composiciones de Las contemplaciones y Las orientales.




La segunda sección, Letras españolas, se inicia con Revisiones del 98 : Madrid y Azorín, donde se atiende a las razones, no solo acomodaticias porque afectaban a la fijación definitiva de su estilo y la peculiaridad de su escritura, del abandono del célebre radicalismo juvenil del alicantino. Continúa con La piedra en la charca, uno de los textos más literaturizados, personales e irónicos de la complilación, donde se reconstruye con no poco distanciamiento desmitificador y retranca el ambiente intelectual madrileño de la primera postguerra, la mala conciencia de muchos de los falangistas triunfadores en la contienda y el acomodatismo de otros como Eugenio D´Ors, las tribulaciones y ruptura de Ridruejo, la eclosión de los "celestiales" de García Nieto y compañía y --- lo mejor del texto--- las melancólicas ensoñaciones de Dámaso Alonso refugiado en su cátedra mientras añora en secreto a sus amigos exiliados. La poesía de Alejandro Carriedo reivindica con buenas razones la valía de este poeta, que supuso un cierto aire fresco en su tiempo y que hoy está bastante olvidado. La poesía, un género fantasmal es el más extenso (pp- 103-150) de los textos incluidos en el volumen y constituye una bien ponderada síntesis de las tendencias de la poesía hecha en España entre 1939 y 1990, pese a no apartarse apenas de los cánones y taxonomía habituales. Lo más reseñable aquí es la radicalidad con que se enfatiza lo que de epocal, fungible y caedizo ---sin obviar la dimensión de pura maniobra editorial--- tuvo la estética "novísima" y el prestar alguna atención a poetas como García Calvo o Gamoneda que a la altura de 1990 no solían aparecer ni siquiera citados en este tipo de textos.




De los tres fragmentos incluidos en la sección Lugares y músicas ( 165-185) el primero es una evocación de los pueblos, ciudades y parajes de su tierra natal que, como Atienza o Sigüenza, dejaron huella en su alma y su sensibilidad , a través de " recuerdos de lecturas, posos de niñez y adolescencia, puro y descolorido impresionismo." Destacan los párrafos que dedica a Toledo, pródigos en cascadas metafóricas, que no es propiamente una ciudad ( tiene detras de sí demasiado mito y literatura, como Sarrión reconoce) sino " un mito universal, un ensueño de estrelleros girovagantes, un emblema cabalístico, una carcasa ocre e insepulta, soldada más que empinada a ese cerro de igual tono, al que circunda hoy un río ominosamente podrido" (p. 172). A la Mancha hay que viajar en las estaciones intermedias, "cuando los ababoles de la primavera y en el fasto de los pámpanos ferruginosos de la otoñada". Los otros dos dan cuenta de su pasión por el jazz , que sigue en parte conservando de su juventud aunque mantiene sus reservas frente a su posible desnaturalización por la moda, ya visible en los años ochenta, de las experiencias de fusión.




Los tres textos agrupados bajo la rúbrica Poética en nueve novísimos revelan algunos secretos y modos de su taller de poeta, de las fuentes de su inspiración y ante todo de los límites que pone a la aplicación práctica de la llamada escritura automática y muestra a la vez cómo, en su caso, funcionan las adherencias culturalistas. Le gustaría evitar siempre tanto el rebuscamiento y hermetismo gratuitos ---de los que se le ha acusado--- como la sequedad y mineralización sentimentales, y lo que más le molesta en mucha de la poesía de los más jóvenes es el mimetismo torpe e infantiloide, ese "género de esmeril, tallado con los más infralorquianos espejitos y entredoses, cuya ridiculez y trivialidad no obsta para que una legión de jóvenes y delicuescentes poetitas" se apliquen a ello. Acaba concluyendo que ni siquiera " la peor poesía social llegó jamás a tales grados de inepcia y camelo" (p.202).




Los tres textos últimos, en fin, son la republicación de otras tantas entrevistas que en su día se le hicieron en algunas publicaciones. En ellas, sobre todo en la primera, la que concedió a Federico Campbell para su muy celebrado libro Infame turba, se explaya de manera muy lúcida Sarrión sobre sus lecturas y aficiones intelectuales, sus humores y pareceres políticos y sobre cómo se toma el oficio y la práctica de la poesía.


lunes, 12 de septiembre de 2011

EL PESO DE LOS INSTINTOS


Gabriel y Galán, José Antonio. La memoria cautiva. Madrid. Alfaguara Bolsillo. 1997 . 2ª ed.




Aunque por el título y la fecha de publicación ---la primera edición data de 1981---cabría quizá pensar en un relato más acerca de la Transición y de eso que se motejó como recuperación de la memoria secuestrada por el franquismo, lo cierto es que esta novela breve trata de otra cosa bien distinta. Nada hay aquí, en primer lugar, de memoria colectiva y nada tiene que ver tampoco con fábula o alegoría política de ningún género. La memoria a que se alude resulta ser exclusivamente individual y los fantasmas que se convocan arraigan en fondos de muy otra índole, sin duda mucho más turbia e inquietante y sin concesión alguna, más bien todo lo contrario, a la edificación moral y a la conciencia ética. El relato planteará, por lo demás, a algunos lectores demasiado escrupulosos el viejo problema --- moral, no literario--- de si se puede hacer buena literatura con materiales tan poco recomendables, pero bien mirado la cuestión se responde por sí sola y hay, desde La Ilíada hasta Santuario de Faulkner para abajo, sobrados ejemplos al respecto. Si lo que de sustantivo juega ---¿qué si no?-- en la literatura es la manipulación y el tratamiento lingüístico, vaya por delante, pues, que a mi juicio vale la pena leer esta Memoria cautiva, así por la excelencia de su lenguaje como por lo relativamente insólito de su asunto.

A la manera de Tiempo de silencio o de algunas novelas de Juan Benet, el texto se estructura en 22 fragmentos sin puntos y aparte y sin numerar, separados por dobles espacios en blanco, y consiste en un largo, fluctuante y sinuoso monólogo interior en que un anciano innominado, en el espacio de unas pocas horas de un 31 de diciembre, al borde ya de la extinción y aquejado de múltiples males, entre los que no figura como el menor una dolorosa y humillante cojera en la pierna derecha, levanta acta de su existencia o, para decirlo con sus palabras y con una metáfora que no da lugar a equívocos, abre "el absceso de la vejez irremediable" (pág.17)

El monólogo parece adaptarse además a la perfección en cuanto la materia narrada, por cuanto incluye bien meditados cambios de ritmo sintáctico en función de aquella, y así se vuelca de modo más rápido y sincopado, como para resaltar el nerviosismo y el peligro, con frase corta y ausencia de nexos, en las partes en que la voz y el sujeto que ahí hablan parecen sentirse más inseguros o agredidos por las circunstancias externas --- pp- 60-61, donde se cuentan las bromas crueles y las sevicias a que somete al narrador un grupo de jovenzuelos borrachos--- y de manera más lenta, con el tono más abstracto y raciocinante que brinda la abundancia de cláusulas subordinadas, en aquellos fragmentos en que el anciano se diría que intenta justificar sus obsesiones --- pp. 30-31, donde describe con pormenor el rito matutino de la defecación, las consoladoras ensoñaciones que para él lleva aparejadas y el placer que le provoca el olor de las propias heces---. Hay varios motivos que comparecen de manera recurrente, el agudo llanto de niño que el narrador siente casi de continuo y que le rompe las meninges, la metáfora de la vida como una partida de ajedrez en la que se pierde o se gana ---"el tablero de ajedrez está ya sentenciado" (pág.110)--- y la visión del mundo como mentira necesaria, que el narrador compara repetidas veces con los relatos de los descubrimientos africanos de Stanley y Livingstone.

Con la frialdad analítica de un héroe sadiano y con un profuso recurso a la escatología y el humor negro, el viejo evoca las psicopatías, perversiones y desarreglos que han constituido su vida, desde las torturas y maltratos que ha infligido a su mujer (a la que, por supuesto, dice querer apasionadamente), a la que ha mantenido encerrada en casa largas temporadas, la sombra tiránica de la madre, que le impidió ser un niño normal y le ha hecho odiar a todas las mujeres, su voyeurismo exhibicionista (espía a los vecinos, sobre todo al notario que vive enfrente y que resulta no ser tampoco moralmente ejemplar) y su cultivo, sin importarle la situación y los convencionalismos sociales, de lo que califica de "pequeños placeres de la vida" (pág. 26) como meterse el dedo en la nariz o tirarse pedos, "pequeños goces que en bloque no eran en absoluto despreciables y que llegaron a obsesionarme como la más sublime manifestación de la libertad" (ibid.) . Nada deja al margen de su rencor y su misantropía, como si con este "ejercicio de vagabundeo senil" (pág. 83), este "feto que flota en mi cabeza" (pág. 98) devolviera al mundo el horror y la miseria que, paradójica y ambiguamente, y esto es lo que más sorprende , esta olímpica gratuidad en la catadura del personaje, reconoce y no reconoceno haber recibido él: hay "un orden carcelario que me avasalla", hay también "un pánico que avanza como una división Panzer" , sí, pero "yo jamás sufrí persecución por la justicia ni por la injusticia" (pág. 31).

martes, 6 de septiembre de 2011

EL VÉRTIGO DE LA MELANCOLÍA



Sebald, G.W. Vértigo. Barcelona. Anagrama. 2010.



Ya se los quiera calificar de relatos-ensayos, divagaciones narrativas, reflexiones filosófico-autobiográficas o prosas de autoficción (si es que tiene algún sentido hablar todavía, para los mejores productos de la literatura moderna, de delimitación de géneros) los cuatro admirables textos agrupados por Sebald bajo el título que figura más arriba reúnen a mi juicio los suficientes méritos como para aconsejar que se los lea con pasión y detenimiento. Autor sin duda influyente y considerado poco menos que como de culto (por cierto, es muy probable que libros como Negra espalda del tiempo, de J. Marías, o algunas zonas de la literatura de Vila –Matas no hubieran sido del todo posibles entre nosotros sin el magisterio del autor alemán, en este libro que comentamos y en otros suyos como Austerlitz o Los anillos de Saturno) al que habría que contar, con Bernhard y Handke, como uno de los más innovadores de los escritores centroeuropeos de estas últimas décadas.

Se trata de una escritura densa, apretada, como en penumbra, gobernada por un narrador entregado a una especie de viaje interior, una voz narrativa que no es exactamente la del autor sino el testimonio de los abismos de la conciencia y de la huella que el paso del tiempo y los mecanismos de la memoria han ido dejando en él. Prosa además a menudo de sinuosa y arborescente sintaxis--- que ha debido de poner a prueba la paciencia y capacidad de la traductora---, y tan centrada y fija en su asunto como sabiamente divagatoria y tentacular, tan diestra en manejarse por los perdederos y meandros de la memoria y de la imaginación como atenta a la vida que atesoran, si se sabe verlas, las cosas y los hechos.

Un narrador ubicuo y sin embargo se diría que casi invisible acierta con una escritura, en fin, en grado sumo hábil para atisbar la secreta relación entre muchas de esas cosas y hechos aparentemente inconexos, bien sea por contigüidad metafórica, bien por libres asociaciones de ideas , tal como ----pp.45-46, entre otros muchos lugares que podrían citarse—ocurre con la visita que el narrador hace a su viejo amigo Herbeck, enfermo mental encerrado en su mutismo (que solo romperá en una ocasión cuando, al escuchar el canto de unas niñas en la escuela, dice “Suena hermoso en la brisa y a uno le ensalza el ánimo”, en lo que parece una frase, aprendida de memoria, de una pieza teatral vista mucho tiempo atrás) y el llanto, que acto seguido se evoca, en el que cayó Olga al entrar por curiosidad en la escuela a la que había acudido de niña o ---pág. 56, en una metáfora fulgurante que acaso sea una reminiscencia del mito de la nave de los locos---el pasaje del asilo en el que está recluida la abuela de Olga, enferma de Alzheimer al igual que otros viejos allí aparcados, asilo que provoca en el fabular del que narra la imagen ominosa de un enorme barco que surca en la noche un mar embravecido. En unas ocasiones, la precisión, sutileza y minuciosidad de las descripciones ---contrapunto y complemento de las estupendas y a menudo inquietantes fotografías en blanco y negro que se incluyen en el texto--- dan tanta fuerza a los objetos que casi los hace hablar (pág.13: esos grabados de hermosos panoramas y paisajes que arruinan el recuerdo que se pudiera tener de lo que representan ---de los parajes “reales”--- cuando se vuelve a verlos, según creía Sthendal y sin duda piensa también Sebald, o, más adelante, donde se apunta que aquel novelista no acertaba a reconocer el escenario de las batallas napoleónicas que presenció de adolescente porque el recuerdo que tenía había quedado ya de modo irremediable marcado por el filtro o cedazo de los dibujos y croquis que él mismo había trazado y que ahora, en el presente del relato, al tiempo que le hacen abominar de la guerra y sus ejércitos, le permiten prefigurar de algún modo todas las batallas que vendrán en el futuro. Otras veces, por el contrario, la elegante brevedad y la economía narrativa misma vuelve mucho más plausible la explicación de la anécdota: pág.27, la rama muerta de la mina, revestida por los mil cristales de sal, que sugirió al autor francés la espléndida metáfora que ilustra la pasión amorosa, “una alegoría del crecimiento del amor en las minas de sal de nuestras almas”, hermosa analogía, dice el narrador, con la que Beyle intentó, en vano, minar las resistencias de su acompañante de entonces, Madame Gherardi, a la que pretendía convertir en su amante, toda vez que ella “ no estaba dispuesta a desistir de la felicidad infantil que aquellos días la impulsaban para deliberar con Beyle el sentido más profundo, observó irónicamente, de la sin duda muy bella alegoría”.

Los cuatro textos están comunicados por un bien pensado entramado de espejos y repeticiones ----se juega de continuo con la idea de la casualidad, quizá como trasunto de la probable inexplicabilidad del mundo--- y parecen imbuidos, pero sin sobrecarga alguna de patetismo, de una especie de sombría melancolía, la que va fraguando del doloroso aprendizaje del vivir y del reconocimiento de la omnipresencia de la muerte. El primero de ellos y el más breve, Beyle o el extraño hecho del amor, viene a ser una glosa y comentario de los escritos autobiográficos de Sthendal, sobre todo de sus tribulaciones amorosas, la mala conciencia de sus amoríos venales y el sentido de culpa que le provocó su enfermedad venérea, de su punzante melancolía y del nacimiento de su vocación de escritor, que hizo brotar, a partir de aquellas, con la redacción de su primera obra importante, el memorial De l´amour .En el segundo, All ´estero, se cuentan los dos viajes a Viena e Italia que Sebald hiciera en 1980 y 1987, viajes donde el narrador recapitula y en cierto modo revive en todos sus detalles, en una especie de diálogo con el fantasma del escritor ---y hay que resaltar los logradísimos párrafos (pp. 84 y ss.) casi de puro humor negro, en los que el narrador encuentra en un autobús, acompañados por sus padres, a dos gemelos adolescentes que resultan ser iguales que el Kafka de aproximadamente esa edad que conocemos por las fotografías--- el deambular de éste por esos mismos lugares en 1913, que se consigna con cierto pormenor en el tercero, Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva, a la vez que se aprovecha para avanzar una aguda interpretación del mundo moral del praguense, de sus terrores e inseguridades y de su doliente lucidez .El cuarto, en fin, Il ritorno in patria, el más extenso y el más formalmente autobiográfico, se refiere a la visita que el narrador hace, muchos años después de haberlo abandonado en su infancia, a su pueblo natal, y supone, además de una rememoración de la propia niñez, marcada por lo implacable del clima y la constatación de las devastaciones de la guerra, un reencuentro con los fantasmas del pasado, donde hace comparecer a una serie de personajes, muertos y vivos, una galería de vidas grises y opacas, intrahistóricas en el sentido unamuniano, existencias casi todas poseídas por la angustia, la desazón o los desarreglos psíquicos, como la familia de los Ambroser, sobre todo de las tres lánguidas hermanas solteronas, estragadas por el aburrimiento y la infelicidad, el doctor Rambousek, morfinómano y misántropo, o los viejos campesinos, embrutecidos por la rutina y el alcohol.

Ya digo que hay un buen número de motivos que se repiten reenvían unos a otros, como el del transporte del cadáver bajo una tela de seda, que aparece, como mostración del horror de la muerte, en los cuatro fragmentos, (así como la aparición de muertos en circunstancias extrañas) la recurrencia de las ensoñaciones diurnas y pesadillas, que sufren tanto el narrador como no pocos de los personajes evocados y actuantes ( la que se refiere de aquel en la pág. 51, cuando va en el tren : “Masas de piedras de un negro azulado alcanzaban el tren en forma de cuñas empinadas. Me asomé buscando inútilmente sus cumbres. Valles oscuros, estrechos y desgarrados en dos partes se abrieron ante mí, arroyos de montaña y cascadas, pulverizando espuma blanca en la noche apenas caída, tan cerca, que el hálito de su frescor hacía estremecer mi rostro”, no difiere mucho de la que tiene Kafka tendido en la cama de su habitación de hotel en Venecia, pág. 130 ), la descripción de ambientes opresivos y tristes, como el edificio abandonado que aparece en la pág. 45 o la pintura de la cárcel veneciana donde Casanova estuvo preso en 1788 (y que el narrador hace coincidir en las fechas con la llegada de él mismo a la ciudad muchos años después), las inseguridades y perplejidades de Kafka ante las mujeres son más o menos las mismas que las que siente Sthendal, el ruido y la hormigueante multitud de Viena y otras ciudades ---la algazara y el ambiente festivo de los habitantes de Verona cuando van a la ópera le parecen a Kafka “una representación teatral expresamente escenificada para remitirle a su aislamiento y a su condición de ser anómalo” (pág.134)--- que no hacen sino acentuar el sentimiento de soledad y desamparo, la atmósfera espectral y como de ultratumba que se desprende de Venecia, que ya antes que el narrador percibieron el viajero romántico Grillparzer y el judío praguense y que se refieren en términos muy parecidos, el cuadro de Pisanello al que se alude en los dos últimos fragmentos, la ya citada visión que del geriátrico se da como un mar de embravecido recuerda el insomne soliloquio que el narrador tiene mientras oye, la noche de Todos los Santos, las olas en Venecia y un largo etcétera. Sistema de referencias y reflejos que a mi juicio constituye otro de los atractivos, y no el menor, del libro.

lunes, 5 de septiembre de 2011

DOS NUEVOS POEMAS DE JOSE PALAZUELO

Incluyo aquí otras dos composiciones de mi malogrado amigo Palazuelo, dos suertes de soliloquios, en los que la voz poética aparece desdoblada dramáticamente hacia la 2ª persona gramatical. Ya se ve también cómo ambos poemas son series de endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos asonantados en los pares y con un moderado uso de los encabalgamientos. Vienen a insistir, en su lenguaje e imaginería, en el peculiar mundo moral del poeta. Tanto el uno como la otra se me antojan demasiado abstractos y conceptuosos, aparte de incidir de nuevo en su costumbre de, mediante esa disposición de como círculos concéntricos en las comparaciones y el juego metafórico, intentar aislar el objeto del poema, que en ambos textos no es sino el desconsuelo y el cansancio que le provocan los amoríos y sus casi inevitables dersengaños. Hay quizá un exceso de patetismo, sobre todo en el símil final del segundo poema, en el tratamiento del asunto, que a mi juicio no alcanza a deslucir del todo la de todos modos más que presentable factura técnica de los poemas. En cualquier caso el lector dirá.



I




Son solo las atronaduras



y los defectos indisimulables



de tus vetas lo que a ellas las consagra



como acreedoras de muy turbias claridades,



diluidas si tal en una aguada



desmañada y muy torpe



y maceradas por la amable impertinencia



de esa luz excesiva que a su imagen



en falso siempre otorgaste





y de ahí, congruentemente,



ese remusgo que en todostus lances



queda, sus resonancias



de no poco hastío y postración,



las secas tarascadas del vinagre



del rencor, en ya viejo y consabido



juego cuyos modismos y ademanes



te dejan siempre en medio



a mitad de camino



--y con la sensación de un mutuo fraude--,



entre una voluptuosidad forzada

y una espera pendiente



de no sé qué calambres



embriagadores, en esta desidia



espesa y sin fisuras, sin ambages:



destellos de un sol sucio



que en renegridas hebras se deshace.



II




De entre todas tus harto habituales



maneras de pecar, no es la más leve



---y mucho más aún,



pues que es seguramente



la más insidïosa y aberrante,



y no sé si también



la más delicuescente---



esa por la que, y del todo a sabiendas,



te dejas tú arrastrar, tan sólo inerme



hasta un cierto punto,



como a algún mandado dispuesto y obediente,



como aherrojado a un placer reactivo,



y como tal lastrado



ya antes de nacer, tan indecente



y algo pueril al tiempo,



que viene al fin y al cabo a resolverse



---pero de esto también



tan sólo a posteriori eres consciente--



en el morboso y hosco cosquilleo



del arrepentimiento, por mal nombre,



o en su complementario, el muy pedestre



y aún más turbulento



engolfarse y perderse



por las inacabables galerías



de algún desaguadero adolescente



---inevitablemente algo patético---;



y así, por todo esto,



pues no puedes tú menos de hacer que te avergüence



un poco más, y no por el pecado



en sí, no, porque este,



como bien saben los jueces y curas,



siempre dispone sus grados y leyes



de manera objetiva, como externa,



en tanto a aquel no sabes qué freno tú oponerle,



y te dejas llevar



entre desesperado e indolente,



tal como algún semivarado esquife



entre isla y corriente,



como sucio y abarquillado harapo



de papel de periódico, tirado en una esquina,



por ahí, a la intemperie.

miércoles, 31 de agosto de 2011

LA TRASTIENDA DEL SIGLO DE ORO


Luján, Néstor. La vida cotidiana en la España del siglo de oro. Planeta. Barcelona. 1988

Pese a no suponer en absoluto ninguna novedad de fondo en relación a lo que del periodo considerado conocemos a través de la historiografía más solvente --- con todo, Luján parece haber leído y tenido muy en cuenta a los historiadores modernos que se han ocupado de esa época, de Sarrailh a Bataillon, Benassar o Márquez Villanueva---,
este breve ensayo de apenas doscientas páginas, de muy entretenida y bien dosificada erudición, viene a resultar una muy amena lectura, realzada además por la prosa amable y suavemente irónica del autor. Se trata en de una sintética y bien documentada exposición de ese inmenso baile de máscaras y castillo de naipes que fue la España de los siglos XVI y XVII.

Basándose en fuentes esencialmente literarias ---Luján demuestra ser un excelente conocedor de la literatura clásica castellana del llamado Siglo de Oro---el libro es además valioso por su nada desdeñable labor lexicográfica, toda vez que se ha tenido el buen criterio de incluir al final de algunos capítulos un glosario de términos (del Juego, gastronómico, de la Prostitución, de los Pícaros y Delincuentes) en gran parte incomprensibles para el hispanoparlante actual, aunque haya palabras y expresiones todavía vivas, si bien con otro sentido o aplicables a un contexto diferente.

Tras resumir muy bien en el prólogo los principales problemas que atenazaba a aquella España, todos ellos bien conocidos por la investigación corriente (la sobreexplotación y miseria del campesino, el boato y despilfarro de la Corte, la férrea ideología del honor, la castidad y la limpieza de sangre, la ineptitud y corrupción de buena parte de la aristocracia, un ejército ineficaz y mal pagado que tenía que atender a múltiples guerras y , en general, la pesadísima carga que para las energías del país suponía el subordinarlo todo a la obsesión de levantar un Imperio absoluto y ultracatólico), el autor, en los nueve capítulos o apartados de que consta el libro, hace un recorrido por la selva de miles de documentos disponibles, no solo , como se ha dicho, literarios, sino también judiciales, protocolarios, notariales, moralistas, religiosos .Hay pues, en este sentido, además del corpus del teatro clásico español, la novela picaresca y la poesía galante o amatoria, también los sermonarios de severos moralistas, los recetarios de ascética, la literatura puramente hagiográfica, los cronistas castrenses, las premáticas o disposiciones, los escritos de la multitud de arbitristas, la música, la danza y la canción, la pintura, la liturgia sacra y otras muchas manifestaciones que han dejado testimonio de la época.

En el primer capítulo se historía y describe lo que comían aquellos que podían comer, el mundo de la gastronomía y de los placeres de la mesa, los mesones y posadas, los figones y bodegones, los oficios relacionados con la comida –pasteleros y taberneros, sobre todo, así como la mitología popular asociada a ellos---, los platos y condimentos, el origen y popularización del chocolate y el tabaco y otros asuntos colindantes. Así se habla por ejemplo de las diferencias entre “mesón” y “posada”, palabras que aparecen como casi intercambiables para el lector de hoy. Mientras aquellos eran tristes, ruidosos y miserables, con gente plebeya y estudiantes capigorrones, casi pordioseros, estas estaban reservadas para gente pudiente e incluso para viajeros extranjeros distinguidos. En las grandes ciudades, como Madrid y Sevilla, las había públicas y privadas, y en la capital se solían concentrar en las calles Silva y Cava Baja de San Francisco; en ellas los huéspedes podían gozar de algunas comodidades, pero los mesones ya se ha dicho que eran vocingleros y saturados, poco seguros, y en sus catres pululaban chinches y piojos, de lo que ha quedado bastante testimonio en la literatura de la época. Por esos testimonios sabemos que los más conocidos eran los del Caballero, sito en la calle Caballero de Gracia, el de la Herradura, en la calle de la Montera, o el de Paredes, que acabaría dando nombre a la calle . Había aún establecimientos de inferior categoría, los albergues nocturnos, a los que se aludía con la hoy enigmática expresión de “Media con limpio”, que acogían a mendigos y pordioseros. Lo de “Media con limpio” se refería, según recoge el Diccionario de autoridades, a que en cada cama dormían dos personas y se pretendía --- pero no siempre se cumplía--- que el compañero estuviera libre de piojos, tiña o sarna. La denominación fue muy popular y aparece en numerosísimos pasajes literarios; así, en una comedia de Rojas Zorrilla el gracioso le dice a su amo Don Pedro: “A las dos de la noche que ya han dado/ de mi media con limpio me has sacado”. Bodegones y Figones eran ambos casas de comidas, un poco más cuidados y de clientela algo más selecta los primeros. Los bodegones eran numerosos y la parroquia heterogénea, ruidosa y hambrienta. Ni que decir tiene que la suciedad era proverbial, aunque los debía haber ---pocos--- más presentables. Tenían una numerosa clientela flotante, además de la estable, pues se podía adquirir porciones de platos guisados para llevar, ya que se improvisaban banquetes y comilonas en las casa particulares. No obstante, en ellos, como en todos los establecimientos de comida, se observaban más o menos celosamente ayunos y abstinencias. Los platos más populares eran la olla podrida, los pies de puerco con garbanzos, la uña de ternera y otros como la “carne del sábado”, para los comensales menos adinerados, que consistía en sesos, lenguas, pies, bofes y asaduras que recibían el nombre genérico de “grosura”. Los pasteleros y taberneros gozaban de pésima fama pues había la tendencia generalizada a considerarlos adulteradores y farsantes. Las tabernas eran numerosísimas: en 1600 había en Madrid nada menos que 391 contabilizadas y la gente, haciéndose eco de su número, recitaba el epigrama “Es Madrid ciudad bravía/ que entre antiguas y modernas/ tiene trescientas tabernas/ y una sola librería”. En lo de bautizar el vino, todos los escritores parecen estar de acuerdo. Dice un personaje de Tirso “ Cuando pido de beber, agua me traen en la copa y vino me echan encima”, y Lope, en la justa poética de la beatificación de San Isidro, escribe “Porque en vinos de Madrid/ lo mismo es agua que vino/Por más fuentes que labréis/ más tenéis en las tabernas”. Por lo demás, los mismos escritores que deploraban el vino aguado no se privaban, naturalmente, de elogiar los caldos prestigiosos y de renombre. Casi todos los grandes clásicos castellanos tuvieron fama de no hacer ascos al buen vino, y algunos se reprocharon entre ellos, con ingeniosas puyas, tal afición: cuando Quevedo recibió la Encomienda de Santiago, escribió Góngora: A San Trago se debe y no a Santiago”, y en otro lugar el cordobés atacó a sus dos grandes enemigos literarios con estos ingeniosos versos. “Hoy hacen amistad nueva/ más por Baco que por Febo/ Don Francisco de Que-bebo/ y Félix Lope de Beba.

En el capítulo siguiente se hace alusión a la cocina palaciega y a la “sopa boba”, la comida de ínfima calidad que se repartía en los conventos a menesterosos y pobres de solemnidad. Para los banquetes de la Corte y de la aristocracia el autor sigue las recomendaciones del, entre otros textos, muy populares en aquel tiempo,” Libro de cocina compuesto por el maestro Ruperto de Nola, cocinero que fue del Serenísimo Señor Rey Fernando de Nápoles”, que se publicó en 1525 y que conoció un éxito editorial solo comparable al del Quijote, y del “Arte de cocina, pastelería, bizcochería u conservería” de Francisco Martínez Motiño, cocinero de Su Majestad. Ambos son especies de prontuarios, muy minuciosos, con la descripción de todo tipo de platos y manjares y su modo de prepararlos. El de Motiño constituye además un tesoro filológico y lexicográfico (el origen del dicho “El que asó la manteca” está en una de las recetas del libro) y los académicos que redactaron el Diccionario de Autoridades lo consideraron un texto de referencia. La otra cara de esta opulencia y empaque protocolario estaba naturalmente en la miseria y la hambruna padecidas por gran parte del pueblo, de lo cual aduce Luján numerosos testimonios, del teatro y de la picaresca sobre todo, así, las bromas y sarcasmos que en muchos escritores suscitaba el mísero ceremonial del palillo en los dientes para hacer creer que se ha comido, sobre todo en los hidalgos hambrientos, muy celosos de su honra. De Polo de Medina es el mordaz epigrama dedicado a un pobre diablo que se limpiaba los dientes sin haber probado bocado: “Tú piensas que nos desmientes/ con el palillo pulido/ con que sin haber comido/ Tristán, te limpias los dientes,/ pero el hambre cruel/ da en comerte y en picarte/ de suerte que no es limpiarte/ sino rascarte con él”.

Particular interés tiene el capítulo (pp. 59-79) consagrado a los ceremoniales y usos de la moda, masculina y femenina. La moda barroca significa en general el triunfo del pudor y la mojigatería, de la ocultación del cuerpo y, pese a las escandalizadas premáticas de los moralistas, de la complicación y el rebuscamiento ornamentales, y más en una sociedad tan obsesionada con las apariencias como la española del XVII. La indumentaria masculina se desdobla en la lúgubre solemnidad del color negro para las gentes “respetables” (el Rey en primer lugar), la alta aristocracia y los actos oficiales de la Corte por un lado, y, por el otro, en el recargo ornamental y el colorido en los “lindos”, que a base de guedejas, copetes y afeites llevaban un rostro tan pintarrajeado como el de las damas. Entre esos dos extremos, el traje habitual de los españoles en el siglo XVII consistía en un jubón que ceñía el cuerpo desde la cabeza a la cintura o bien en un coleto sin mangas cerrado hasta le cuello que solía hacerse de gamuza y a veces de piel de búfalo y llevaba un forro guateado y una armadura de ballenas que hacía de coraza defensiva contra un posible ataque con arma blanca. Los greguescos o gregüescos eran pantalones cortos, altos y tan holgados como bolsas. Las medias solían ser de algodón, lana o estambre. Prenda esencial en el vestir eran también los guantes, omnipresentes en la indumentaria masculina considerada elegante. La gente del común los usaba de piel de perro y la clase alta solía llevarlos de gamuza, perfumados con ámbar y bordados con hilos de oro y plata. La importancia y relieve que aquella sociedad otorgó a la moda, sobre todo a la femenina, está masivamenre documentada en el teatro y en la pintura de la época. Destaca por encima de los demás atavíos el célebre guardainfante. La palabra aparece por primera vez en un soneto de Quevedo y nació como una transformación del verdugado, una falda de origen francés algo ahuecada pero no tan exagerada. Una nota anónima de 1637 ya avisa de su abuso y denota lo que escandalizaba a los moralistas: “ El traje de los guardainfantes se usa con tanto desatino y exceso que apenas caben las mujeres de anchas por las puertas de las iglesias. Este contagio ha pasado también a los estudiantes y licenciados, que los traen debajo de sus lobas y sin duda serán presto imitados por los frailes si de una vez el mal no se ataja en sus principios” (cit. en pág.69). El Diccionario de Autoridades lo define como “ un artificio muy hueco hecho con alambres, con cintas que se ceñían las mujeres en la cintura y sobre él se ponían la basquiña”. Mereció los ataques y burlas de la mayoría de escritores, desde Rojas Zorrilla, que en uno de sus dramas se descuelga con una tirada satírica que principia: “ ¿Qué es guardainfante?/Un enredo para ajustar a las gordas” hasta Quevedo mismo, que le dedicó el soneto que empieza “Si eres campana, ¿dónde está el badajo?/ Si pirámide andante, vete a Egipto,/ si peonza al revés, trae sobre escrito, si pan de azúcar, en Motril te encajo”.No menos importancia adquirió en la época el calzado femenino, destinado a ocultar y a la vez sugerir un elemento corporal tan erotizado y fetichizado entonces como los pies. Era moda tenerlos lo más pequeños posibles y las manos, en cambio, lo más largas y afinadas que cupiera. Las españolas tuvieron siempre fama de poseer pies pequeños y las damas de condición alta los tuvieron entre otras cosas porque apenas se movían. Se impuso como habitual el “chapín”, que era un calzado artificioso sobrepuesto al zapato e imaginado para, según la pintoresca observación del Diccionario de Autoridades “levantar el cuerpo del suelo”, de ahí la elevación de los tacones, que hacía parecer más altas a las mujeres, normalmente de estatura no muy elevada. Tal circunstancia hizo decir a Tirso de Molina en una de sus comedias : “Chapines he visto yo/ de corcho y altura tanta/que a una enana hacen giganta”. Había, y se seguía con fidelidad, todo un ideal de belleza femenina que se refería por ejemplo al color de los ojos, en los que los verdes y los azules se tenían por exquisitos, o a la nariz, que debía ser más bien afilada, o a la boca, de la que se proponía como preferible la pequeña, de todo lo cual quedan abundantísimos testimonios literarios, así como de la recomendación referida a los andares femeninos, que debían ser suaves y sin apenas hacer ruido, como se refleja en la maravillosa canción de Lope, de las años de sus amores valencianos: “Si os levantáis de mañana/ de los brazos que os desean/ porque en los brazos no os vean/y alguna afrenta liviana,/ pisad con planta de lana/ quedito pasito, amor,/no espantéis al ruiseñor.” Casi huelga decir, en fin, que la española ante el espejo mereció los más afilados dicterios de los poetas satíricos y los moralistas, más aún en el caso de las “lindezas” masculinas, cuestión harto peligrosa porque connotaba la homosexualidad, verdadera bestia negra en los ceñudos textos de los jesuitas y de arbitristas y reformadores de toda laya, aunque entre estos se mezclaba lo iracundo y lo burlón. Aparecen entonces en múltiples textos los denostados “mariones” porque la palabra “marica” se reservaba más bien para las prostitutas. La voz “maricón” figura ya en El Buscón de Quevedo, y otras palabras para referirse despectivamente a los homosexuales son “puto” y “bujarrón”.

Los capítulos V y VI, respectivamente titulados “Del amor platónico al adulterio” y “Usos y costumbres del amor venal”, muestran cómo, por encima del tópico de la pudibundez, el rigor ultracatólico, la idealización de la mujer en la poesía galante y el férreo control de las costumbres, que de todos modos eran considerables, el XVII se podría considerar, a la vez que siglo del honor, también del adulterio y el libertinaje. A pesar de que las damas honestas solían vivir bajo la férula de guardianes adustos y vesánicos (esposos, padres o hermanos), no es menos cierto que el teatro, la novela cortesana y picaresca y los moralistas ofrecen un panorama bien diferente: los hombres suelen tener mancebas o mantenidas o visitan los burdeles (la prostitución alcanzó grandísimo predicamento) y por otro lado muchas de las mujeres por merecer, solteras o casadas, se las ingenian para llevar una vida relativamente licenciosa e hipócrita, de tal modo que la palabra “soltera” llegó a tener una connotación equívoca. Parece incontestable que si por un lado el llamado “código del honor “ se trataba de imponer de manera brutal, por otro también se conculcaba siempre que se podía--- Lope, que no fue precisamente un ejemplo en este terreno, llegó a escribir aquello de “que el honor es cristal puro/ que con un soplo se quiebra”--- ,hasta el extremo de que abundaban los maridos cornudos y consentidores, y así Quevedo pudo llamar “siglo del cuerno” a aquel tiempo. Cornudos, venados, cabrones, mansos, sufridos, pacientes, cornicantanos, cornifactores y cornimercaderes son solo algunas de las denominaciones que se les dedican en la literatura satírica. Los cornudos más o menos contentos con su situación constituyeron, como se sabe, uno de los blancos predilectos de la diatriba quevediana y de otros poetas (recordemos, entre otras composiciones célebres, el soneto de Don Francisco que arranca con los versos “Cornudo eres, Fulano, hasta los codos/y puedes rastrillar con las dos sienes;/ tan largos y tendidos cuernos tienes/ que, si no los enfaldas, harás lodos.” Se ha dicho más arriba que la prostitución fue un recurso y un negocio muy nutrido en aquella sociedad, tan sensual como hipócrita. Llegó a haber en Madrid al parecer no menos de tres mil mujeres públicas controladas, que oficialmente se dividían en mancebas, que vivían con un hombre sin estar casadas, cortesanas, asalariadas de una cierta categoría, y rameras, cantoneras o busconas, que esperaban al cliente en casas, esquinas o cantones. A las prostitutas se las llamaba también “mozas de partido” y “niñas del agarro” y a las empleadas en las mancebías de más ínfimo nivel izas, rabizas, colipoterras, hurgamanderas, golfas, mulas de alquiler, engüeradas. Los burdeles, que eran inspeccionados de manera periódica, aunque el examen se solía hacer sin ningún celo o rigor, se conocían, en fin, con infinitos eufemismos: cambios, cercos, cortijos, dehesas, manflas, guantas, montes, vulgos, aduana, berreadero y otros muchos.

Los capítulos VII y VIII se dedican a las diversiones: el teatro, el baile y las danzas, los toros, el juego y las competiciones festivas del tipo de las cañas. A todos estos apartados dedica el autor su erudición historiando asuntos como sus orígenes, uso social y modalidades, así la disposición de un corral de comedias y el desarrollo de una representación dramática, o los distintos tipos de baile, el zapateado, el dongolondrón, el zambapalo y el Antón colorado, o la primera reglamentación de los juegos de azar en tiempos de Alfonso X ,aunque quizá en lo que respecta al teatro –verdadera institución nacional en la España barroca---no se insista lo que se debiera en lo que aquel tuvo de mecanismo de control social y adoctrinamiento político e ideológico, con su machacona insistencia en la Monarquía de origen divino y los dogmas del catolicismo tridentino, como han mostrado las investigaciones de Maravall y otros historiadores. Particularmente ricos en información son los párrafos que se dedican a los ambientes del juego, y así nos enteramos, por ejemplo, de que se llamaba nada menos que “casas de conversación” a los círculos distinguidos, generalmente mantenidos por un notable, donde se jugaba a menudo cantidades considerables de dinero. Los garitos de más o menos mala nota se llamaban coimas, mandrachos, palomares o leoneras, entre otras denominaciones, “enganchador” era el encargado de atraer a los incautos y “apuntadores” se decía de los que andaban alerta de las cartas de un jugador y se las señalaban al tahúr por señas o guiños.

El breve capítulo IX y último se consagra al mundo de los delincuentes, pícaros y valentones, y ahí explica Luján a propósito de los tipos y modalidades de robo--- por el instrumento utilizado, por el lugar donde se comente el robo y por la especie de lo robado-- y otros delitos, con gran aportación lexicográfica, siguiendo ante todo a Alonso Hernández en su Lenguaje de los maleantes españoles del siglo XVI y XVII (1979) y de los condicionantes sociales de la mendicidad, dada la extrema pobreza en la que vivía una parte muy significativa del país. Se calcula que “a mediados del XVI, de una población total de unos cinco millones de habitantes, había al menos 150.000 pícaros declarados y muchos miles más sin declarar” (pág. 179)





domingo, 21 de agosto de 2011

entrevista la opinión de zamora 17-8-2011

Poeta y profesor de Lengua y Literatura




Luis Alfonso Díez




«En el mundo moderno la poesía no tiene buena prensa»





«Mi género es una especie de desahogo, una manera de aclararme a mí mismo»


























































ESTHER B. M. Luis Alfonso Díez ofreció en Benavente un recital de sus poemas. Realizó una pequeña selección de sus versos e hizo disfrutar a las pocas personas que se pararon a escucharle, ya que, según dice, «la poesía no mueve masas». La Asociación Juvenil «El Arroyo» de la ciudad invitó a Luis y a su arte a las calles de la localidad. Esta actividad se enmarca dentro de la programación cultural que este colectivo tiene organizada para este verano. Después de su actuación, el poeta dedicó parte de su tiempo a saciar la curiosidad de este periódico.


-Su profesión es profesor de lengua y literatura en secundaria, pero ¿qué significa para usted escribir poesía?


-Significa muchas cosas a la vez. En primer lugar, es una especie de desahogo, una manera de aclararme a mí mismo; y en segundo lugar, un juego con la lengua, con los fonemas, con las palabras, con las imágenes y metáforas. Éste es un ejercicio muy placentero para mí. Intento alejarme y que hable la lengua misma. Aunque bien es cierto, que la intención del poeta puede sesgar el significado.


-¿Cómo explica a sus alumnos qué es la poesía?


-Trato de abrirles los oídos. Intento que se liberen de todas las ideas preconcebidas que tienen acerca de la poesía y que aprendan a escuchar. En nuestro mundo moderno la poesía no tiene muy buena prensa, resulta una cosa un tanto extemporánea e inútil y, por esta razón, los chicos jóvenes tienen el oído muy deteriorado. Están muy influidos por buena parte de la música moderna, horrible a mi parecer, y les cuesta habituar el oído a la palabra poética. Con mis alumnos intento apartarme de los programas oficiales del Bachillerato para que aprendan a recitar y a escucharse recitando.


-¿Cuándo empezó a escribir?


-En la remota adolescencia. Conservo manuscritos de aquella época. Pero, cuando a los casi treinta años me planteé la posibilidad de publicar algún libro la mayor parte de esos intentos quedaron arrumbados porque no tenían mucha calidad. De esta forma, los siete libros publicados hasta el momento son prácticamente nuevos, es decir, que no recuperan mucho de aquellos intentos iniciales de mi adolescencia. Mi primer libro se publicó en el año 2005, pero mi labor poética ocupa los últimos veinte años de mi vida.


-¿Ha escrito solamente poesía?


-Sí, de momento. He hecho algunos intentos con la prosa como el relato breve, pero los resultados no me han parecido totalmente satisfactorios y lo he dejado. También he escrito algunos pequeños trabajos de crítica literaria para algunas revistas. Esto último ha sido bastante gratificante y no dudo volverlo a hacer.


-Su obra, ¿dispone de una temática global?


-Si se juzga a grandes rasgos podría decirse que es una poesía amorosa, erótica, aunque también hay otros asuntos que andan mariposeando. Por otro lado, la poesía si está bien hecha y es honrada no puede hacer más que denunciar las injusticias del mundo. De esta forma, mi poesía habla del mundo y va en contra del mundo y contra la institución del individuo mismo.


-¿Cómo describiría su última obra «Alrededor de tu clara sombra»?


-Es un libro que se ha publicado muy recientemente, hace a penas tres meses. Temáticamente es más unitario que los anteriores. Trata de ser un cancionero estrictamente amoroso. Es una obra bastante legible para todos los públicos. He intentado utilizar versos con una carpintería distinta tratando de hacer estrofas que suenen bien al oído que creo que es esencial en poesía.


-Su pueblo de infancia, Tábara, ¿le ha inspirado alguno de sus poemas?


-Sin duda, la vida de las gentes del pueblo, sobre todo en los tres primeros libros, está de alguna forma muy presente. Los paisajes, los campos por un lado, y por otro, el abandono de las tierras, de los pueblos. La pena que me invade pensar que un pueblo como el mío se está convirtiendo en un geriátrico y que actualmente hay menos de 1.000 habitantes.


-¿Cuál es su poeta favorito?


-Es una pregunta muy complicada. Me gustan mucho los clásicos castellanos como Lope de Vega, Quevedo, Garcilaso. También algunos extranjeros como Paul Celan, Bertolt Brecht. De poetas actuales citaría a Agustín García Calvo, Antonio Gamoneda y Claudio Rodríguez.


Luis Alfonso Díez


1956, Zamora


Luís Alfonso es profesor de Lengua y Literatura en un Instituto de la periferia sur de Madrid (Fuenlabrada) desde hace más de veinte años. Vivió hasta los once años en la localidad zamorana de Tábara. Este pueblo, que aún sigue visitando, ha inspirado al poeta a escribir muchos de sus versos, sobre todo, de sus tres primeros libros. Lleva publicados siete libros marcados por la denuncia social, el amor y el desamor. Intenta transmitir su amor hacia la poesía a sus alumnos, abrirles los oídos a la rítmica del lenguaje y que aprendan a sentir la sonoridad de las palabras. Dice que es difícil que la velocidad que invade el mundo moderno impide detenernos a escuchar y a razonar toda la información que nos llega desde el exterior.