Como me parece que de otro modo estaba condenado a dormir el sueño de los justos y enmohecerse indefinidamente en algún cajón, me decido a copiar, con solo algunas pequeñas correcciones de detalle y la supresión de un par de párrafos, aquí este texto ---seguramente un tanto desmesurado para una entrada, y comprendo que no solo por su extensión acaso no resulte modo demasiado ortodoxo de retomar este blog, que tenía abandonado hace meses, llevado, más que por otras urgencias, que en parte también, por la pereza y la vagancia---, texto que hace nada menos que 15 ó 16 años pergeñé acerca del todavía entonces muy en el candelero escritor rumano, pese a haber pasado ya por aquellas calendas más de una década de su muerte. Ahí va, si es que alguien ---eso espero---tiene la paciencia de leerlo, y valga él lo que valiere.
CIORAN O LA NEGACIÓN VIVIFICANTE
“(…), yo no tengo demasiados lectores, pero podría citarle casos y casos de personas que han confesado a algún conocido mío: yo me habría suicidado si no hubiera leído a Cioran.(…) Creo que la causa de esto es la pasión: yo no soy pesimista sino violento…Esto es lo que hace vivificante a mi negación”
(E. M. Cioran)
1. El enemigo de sí mismo
Ahora que Cioran al parecer va dejando de
estar tan de moda, pienso que la cita que encabeza este
texto viene a resumir, en su
rotundidad, lo que se me antoja como verdad
más
definitoria de su espíritu, por encima de las etiquetas vulgarizadoras
–y mediáticamente muy llamativas—de “filósofo del pesimismo”, “maestro del
escepticismo” u otras de ese tenor que a menudo se le han dedicado. A mí al
menos su frecuentada lectura no sólo no
me ha dejado ningún regusto amargo, sino que me provoca invariablemente efectos
balsámicos y tonificantes: un pensamiento que es cualquier cosa menos
adormecedor o complaciente, un admirable sentido del humor, una prosa como en
penumbra, fascinante y rica, que sabe dar un tono propio e inconfundible hasta a los más aparentes lugares
comunes, haciéndolos así sugerir de otra manera, transfigurarse y
casi siempre enriquecerse, como para otorgarles un color patético que desborda con mucho los límites de una reflexión
original o una paradoja, tono que tiene sin duda algo de oración en todo el abanico posible de registros: desde la
irónicamente desencantada hasta la ligeramente amarga, del sarcasmo más
disoluto hasta la explosión más hiperbólica, de la paradoja más reveladora al más arrebatado lirismo (contra
el que tenía sin embargo sus prevenciones).
Caso sumamente extraño pues el de este
escritor: lo mismo se encuentra en él el exabrupto más histérico y exagerado
que el modo de escritura –al menos en
apariencia—más frío e indiferente,
con algo de la gélida lucidez de un Jünger o un Bernhard. Todo o casi todo lo
que escribe se diría demoledoramente triste o insoportablemente dramático (e
incluso a veces parece denigrar lo que
en el fondo más quiere); a mí se me
antoja un espíritu ante todo jovial –si
bien con una cierta dosis de energumenismo, ¿por qué va a ser imposible
semejante mezcla?-- y muy saludablemente
desencantado, alguien que se ha dedicado a jugar
con las ideas, los tópicos y los dogmas para sacar a la luz el lado
sangriento y aniquilador que suelen tener, y que sabía demasiado bien que nada
nos va a consolar—ni a él ni a nadie-- de la maldición de la muerte y del miedo
que le tenemos (que es en puridad en lo que ella viene a consistir), ni de
nuestra tendencia innata a la infelicidad. Todo o casi todo lo que escribe,
asimismo, se diría producto de su propia vida, pero no en el sentido
restrictivamente “autobiográfico”(ya se sabe que así es en general en todo
verdadero escritor, pero en este caso uno cree intuir algo más), ¿cómo
decirlo?, tiene el aire de lo vivido y
no de lo meramente pensado, de lo sufrido y lo gozado: si se lee el volumen,
editado en español por Tusquets, como la mayoría de sus otros libros, que recoge las entrevistas que se le
hicieron, uno se apercibe de hasta qué punto muchas de las anécdotas de su
peripecia vital que ahí cuenta están también como dibujadas en hueco en otros
tantos párrafos de sus obras, hasta tal
punto da Cioran la impresión de haber
vertido o volcado, mejor de haberse
volcado, en la página —claro que pasando por el tamiz y el distanciamiento que
impone necesariamente la escritura—sus días y sus noches, sus “furores y
resignaciones”.
Pero si hay una consideración que, al
margen de cualquier otra , otorga un peculiar atractivo a la obra de este
transilvano, hijo de un pope ortodoxo, cuya visión del mundo parece situarse a
mitad de camino de la de los bufones de
Shakespeare y la de los personajes de Beckett,
autoexiliado desde fines de los años
treinta hasta su muerte en París, donde
acabaría adoptando la lengua francesa, ajeno a los enredos del mundillo
literario e intelectual y que nunca,
salvo una breve temporada en su juventud, ejerció actividad remunerada
alguna, es justamente el que siempre
anduviera merodeando alrededor de sus abismos y ansiedades, su irrefrenable
gusto por la contradicción y la aporía, por el dicterio
apasionado (ante todo contra sí mismo: “ ¿es culpa mía si no soy más que un
advenedizo de la neurosis, un Job en busca de una
lepra, un Buda de pacotilla, un escita vago y extraviado?”), esa maestría con
la provocación y el exabrupto,
esos como fogonazos de lucidez presididos no ya por lo demasiado “subjetivo”
sino por el puro capricho, e incluso el
aire entre dogmático y apodíctico,
visceral, de muchas de sus proclamas.
Ya que se ha mencionado más arriba lo de
la “reflexión original”, hay que empezar aclarando que Cioran no albergó ninguna
pretensión de “originalidad” respecto a los “temas” de su obra (que son los que
de un modo y otro dan que pensar de vez en cuando a todo el mundo).Mejor dicho:
su originalidad no está tanto en lo que dice, cuanto en la manera de decirlo,
con el añadido además de que muy frecuentemente, al iluminar una misma cuestión
desde perspectivas distintas y a menudo excluyentes, alcanza a revelar su
carácter, según los casos, insondable, inane o puramente insoluble. “La ventaja
que tiene ocuparse de la vida y la muerte es que se puede decir cualquier
cosa”, escribió en uno de sus Silogismos
de la amargura . No menos de agradecer resulta la aparente “sencillez” de
sus escritos –en el sentido de lo lejos que están de la jerga filosófica
habitual-- y el que buena parte de ellos se presenten en forma fragmentaria,
como aforismos que se pueden leer aisladamente y que no pocas veces resultan
contradictorios entre sí e incluso dentro del mismo fragmento, hasta el extremo
de que podría hablarse en Cioran de una especie de interiorización de la
contradicción, continuamente alimentada y atizada como método: en Del inconveniente
de haber nacido llega a escribir: “En continua rebeldía contra mi
ascendencia toda la vida he deseado ser otro: español, ruso, caníbal, todo
excepto lo que soy. Es una aberración pretenderse diferente de lo que se es,
adoptar en teoría todas las condiciones salvo la propia” y poco más adelante,
en el citado libro: “Sobre el mismo tema, sobre el mismo acontecimiento, puedo
cambiar de opinión diez, veinte, treinta veces en un día”; de modo que es
lógico que, para este peculiar entrepreneur
de démolitions, para un autor que
hace de la autoironía, la insatisfacción y el desgarro casi la condición de
posibilidad misma de la escritura, nada
haya más lejos de su intención y talante que edificar un “sistema” perfectamente
cerrado y coherente.
Los orígenes intelectuales de Cioran se relacionan evidentemente con las corrientes “vitalistas” e “irracionalistas” de matriz postnietzscheana de los años veinte, aunque luego su temprana fascinación por Nietzsche acabó languideciendo. Las lecturas que más le influyeron en su juventud fueron Simmel y Leo Chestov, las más constantes Dostoyevski (al que siempre consideró el mayor de los escritores), Pascal, Shakespeare, los moralistas franceses del XVIII y el Antiguo Testamento, sobre todo el Génesis, el Eclesiastés y Job (“ Job y Chamfort son los dos espíritus a los que me siento más próximo”), así como todo tipo de diarios íntimos y memorias --“ Me interesan todas las vidas ajenas, aun las más oscuras (…) Es un poco enfermizo (…) para ver cómo pierde una persona sus ilusiones”—. Siempre se manifestó, por contra, impermeable al positivismo, al marxismo ( y en general a todo cuanto se deriva de la idea ilustrada del Progreso y su creencia en la continua perfectibilidad humana) y al psicoanálisis, por el que parecía sentir una enemiga especial ( “una terapéutica sádica”, que no sólo no cura nuestros males sino que los agrava) .Conocía muy bien el mundo antiguo, la Edad Media (sobre todo los místicos de ese periodo ) y el XVIII francés. Si hemos de hacerle caso--“a los veinte años leía a los filósofos, a los treinta a los poetas y después a los historiadores”--, la frecuentación de historiadores de variadas épocas no ha debido sino de certificarle en su noción de la historia como lugar de todas las desgracias y catástrofes.
Los orígenes intelectuales de Cioran se relacionan evidentemente con las corrientes “vitalistas” e “irracionalistas” de matriz postnietzscheana de los años veinte, aunque luego su temprana fascinación por Nietzsche acabó languideciendo. Las lecturas que más le influyeron en su juventud fueron Simmel y Leo Chestov, las más constantes Dostoyevski (al que siempre consideró el mayor de los escritores), Pascal, Shakespeare, los moralistas franceses del XVIII y el Antiguo Testamento, sobre todo el Génesis, el Eclesiastés y Job (“ Job y Chamfort son los dos espíritus a los que me siento más próximo”), así como todo tipo de diarios íntimos y memorias --“ Me interesan todas las vidas ajenas, aun las más oscuras (…) Es un poco enfermizo (…) para ver cómo pierde una persona sus ilusiones”—. Siempre se manifestó, por contra, impermeable al positivismo, al marxismo ( y en general a todo cuanto se deriva de la idea ilustrada del Progreso y su creencia en la continua perfectibilidad humana) y al psicoanálisis, por el que parecía sentir una enemiga especial ( “una terapéutica sádica”, que no sólo no cura nuestros males sino que los agrava) .Conocía muy bien el mundo antiguo, la Edad Media (sobre todo los místicos de ese periodo ) y el XVIII francés. Si hemos de hacerle caso--“a los veinte años leía a los filósofos, a los treinta a los poetas y después a los historiadores”--, la frecuentación de historiadores de variadas épocas no ha debido sino de certificarle en su noción de la historia como lugar de todas las desgracias y catástrofes.
Aunque no se pueda hablar propiamente de
“evolución” en la obra de Cioran (en el sentido de que la mayor parte de sus
motivos y obsesiones estaban ya en el primer libro, En las cimas de la desesperación, escrito en rumano, como los cuatro que lo seguirían), es claro
que hay notables diferencias de tono y planteamiento entre estos primeros
textos y los escritos en francés, debidas no sólo al carácter distinto de una y
otra lengua (pero sobre esto volveremos más abajo). En las cimas…es todavía un libro inmaduro –lo escribió a los
veintiún años--, del que él mismo acabaría en parte renegando, una especie de
confuso precipitado nietzscheano, furibundo y declamatorio (“ que desaparezca
todo lo que existe, para que en esa confusión y en ese desequilibrio podamos
alcanzar plenamente el vértigo total”), con demasiado refrito spätromantik
y con más de un punto de bisoñez juvenil: sorprende por ejemplo el
largo capítulo “El entusiasmo como forma de amor” urdido con todos los tópicos
del romanticismo blando e ingenuista,
en los antípodas de no pocos pasajes de
libros suyos posteriores donde da rienda suelta, en punto a esta
cuestión, a un sarcasmo tan disolvente y demoledor que dinamita toda la
parafernalia romántica: “ La duda sobre sí mismos atormenta hasta tal punto a
los seres humanos que, para remediarla, inventaron el
amor, pacto
tácito entre dos desgraciados para sobreestimarse, alabarse sin vergüenza” (La caída en el tiempo). Para Cioran el
amor se ha instituido como una de nuestras obsesiones y pasatiempos favoritos,
un narcótico deseado para engañar nuestra soledad, al que para más inri gustamos de adornar
con un aparato de tormentos y beatitudes
del todo injustificados, toda vez, viene a decir, que fácilmente desmontables
por la lucidez o el conocimiento: cuando conocemos al otro del que nos hemos
enamorado, dejamos inmediatamente de estarlo: “El amor adormece el
conocimiento; el conocimiento despierto mata el amor”; en cuanto a la
sexualidad (materia de la que la civilización moderna padece una desmesurada
inflación desde por lo menos el freudismo), sería sobre todo asunto de
fisiología…y de socialización: “la sexualidad nos iguala, mejor, nos quita
nuestro misterio…Mucho más que el resto de nuestras actividades y empresas, es
ella la que nos pone en pie de igualdad con nuestros semejantes: cuanto más la
practicamos, más nos hacemos como todo el mundo: es en el curso de una
operación reputada bestial cuando probamos nuestra calidad de ciudadanos: no
hay nada más público que el acto
sexual”.
El punto de partida de Cioran es, más que
el descubrimiento, la certeza de la inanidad
y del vacío de toda “realidad”,
que no tiene más entidad que la que nuestros reconcomios y perplejidades le
conceden. En efecto, se piensa de
verdad sólo a partir de los humores y el estado de ánimo de cada uno en cada
momento, casi siempre bajo los efectos de un desequilibrio vital. El arranque
del pensamiento no tiene en él nada de “abstracto”, va ligado a una sacudida, a
un desarreglo psíquico: “Me gusta el pensamiento que conserva un sabor de carne
y de sangre, y a la abstracción vacía prefiero con mucho una reflexión que
proceda de un arrebato sensual o de un desmoronamiento nervioso”. El problema
de la vida (y el de la muerte) es que, puesto que nacemos, se nos imponen
ineluctablemente por eso mismo el yo (“el error más precioso” y “la ilusión más
sustancial”, escribe), el fenómeno de la individuación y de la conciencia
individual, conciencia e individuación que son coextensivas de lo que él entiende por existir (el drama que empieza con el
nacimiento mismo, el portillo que da entrada a la caída en el tiempo). Como resulta que la sensación principal que tiene la facultad de excitar la conciencia
no es sino el dolor (por eso los
individuos más conscientes son los enfermos), nos encontramos con que este
hecho supone tanto el “olvido” del cuerpo y la separación definitiva de los
mecanismos de la vida irracional, orgánica, meramente inercial y vegetativa,
anterior a la aparición de la conciencia, como la condena inmediata al acto,
al fin (que se revelaría sin remedio
como un trampantojo: “dad un fin preciso a la vida: pierde inmediatamente su
atractivo”), al deseo (“estado de exasperación y de fiebre”) y a medida que
vamos haciéndonos más “refinados”, a la civilización y a la historia, en
definitiva a la obsesión del futuro. Es así como el hombre está
preso, por su misma naturaleza y desde la raíz, de una fatalidad irremediable. El “ser”—y la “vida” en el sentido en
que él emplea ambas expresiones-- vienen a constituir de este modo la cara
oculta o negada de la “existencia”, aunque a veces Cioran use estos dos últimos
términos como intercambiables.
El verdadero pensamiento es el que siente esa falla inicial y el que no sabe que piensa cuando está pensando, pero la labor de todas las filosofías y religiones ha sido, a su juicio, engañarnos ocultando nuestra indefinición y caos innato; ser hombre equivale a vivir zarandeado por las ilusiones, por la agitación y el excesivo amor a su yo (“Está por nacer quien no se adore a sí mismo…cada uno es para sí el único punto fijo del universo y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida”) y también por el odio, a menudo su complementario inseparable, notablemente el odio que nos tenemos por querernos tanto y por sentirnos expulsados del Jardín del Edén (volveremos sobre el mito bíblico del Paraíso, capital en su interpretación del hombre y de la historia). Parece desprenderse entonces de la lectura de Cioran, siempre abonado al principio de la identidad de los contrarios y a una especie de lógica de lo peor, que el odio a uno mismo, no menos que el llamado “amor propio” y la sensibilidad para el dolor, vienen a constituir algo así como los rasgos definitorios de la condición humana, también abocada a la necesidad de justificar la existencia (tarea esencial de toda moral) y de añorar perpetuamente ese pretendido paraíso anterior a su desgracia. En estas circunstancias, es difícil no creer que algo en nosotros acabe envidiando la “naturaleza” de piedra, de geranio o de sabandija, ni tiene demasiado sentido preguntarse qué salidas le quedan al espíritu (una de las poquísimas palabras que Cioran nunca utiliza de manera oblicua ni irónica): no hay más que la duda, el escepticismo, que por supuesto ni se “escoge” ni supone una posición intelectual, sino que se nos impone como una condición del existir mismo, que no puede tolerar el ser: “La duda auténtica nunca será voluntaria, ¿qué es, aun en su forma elaborada, sino el disfraz especulativo que reviste nuestra intolerancia del ser”. Por otra parte, aunque la duda –superior a la afirmación y a la negación e intelectualmente más honrada que ellas—revela el convencionalismo y la falsedad de toda moral, es difícilmente compatible con la “vida” ( que en el peculiar lenguaje de Cioran es equivalente casi siempre a algo así como “afirmación,” “instinto,” “violencia”) y acaba tarde o temprano, hastiada de sí, autoanulándose.
El verdadero pensamiento es el que siente esa falla inicial y el que no sabe que piensa cuando está pensando, pero la labor de todas las filosofías y religiones ha sido, a su juicio, engañarnos ocultando nuestra indefinición y caos innato; ser hombre equivale a vivir zarandeado por las ilusiones, por la agitación y el excesivo amor a su yo (“Está por nacer quien no se adore a sí mismo…cada uno es para sí el único punto fijo del universo y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida”) y también por el odio, a menudo su complementario inseparable, notablemente el odio que nos tenemos por querernos tanto y por sentirnos expulsados del Jardín del Edén (volveremos sobre el mito bíblico del Paraíso, capital en su interpretación del hombre y de la historia). Parece desprenderse entonces de la lectura de Cioran, siempre abonado al principio de la identidad de los contrarios y a una especie de lógica de lo peor, que el odio a uno mismo, no menos que el llamado “amor propio” y la sensibilidad para el dolor, vienen a constituir algo así como los rasgos definitorios de la condición humana, también abocada a la necesidad de justificar la existencia (tarea esencial de toda moral) y de añorar perpetuamente ese pretendido paraíso anterior a su desgracia. En estas circunstancias, es difícil no creer que algo en nosotros acabe envidiando la “naturaleza” de piedra, de geranio o de sabandija, ni tiene demasiado sentido preguntarse qué salidas le quedan al espíritu (una de las poquísimas palabras que Cioran nunca utiliza de manera oblicua ni irónica): no hay más que la duda, el escepticismo, que por supuesto ni se “escoge” ni supone una posición intelectual, sino que se nos impone como una condición del existir mismo, que no puede tolerar el ser: “La duda auténtica nunca será voluntaria, ¿qué es, aun en su forma elaborada, sino el disfraz especulativo que reviste nuestra intolerancia del ser”. Por otra parte, aunque la duda –superior a la afirmación y a la negación e intelectualmente más honrada que ellas—revela el convencionalismo y la falsedad de toda moral, es difícilmente compatible con la “vida” ( que en el peculiar lenguaje de Cioran es equivalente casi siempre a algo así como “afirmación,” “instinto,” “violencia”) y acaba tarde o temprano, hastiada de sí, autoanulándose.
Si, como más arriba se ha dicho, la
filosofía engaña, sobre todo la de los profesores, la convertida en una profesión, es porque se declara impotente para expresar los males del mundo: simple inventario de ideas anémicas,
no ha ayudado nunca a nadie en lo que de verdad importa ( “Poco más o menos
todos los filósofos han acabado bien:
es el argumento supremo contra la filosofía”), y su triste utilidad queda, según Cioran, en mero “ refugio de los que esquivan la
exuberancia corruptora de la vida”; por otro lado, las sospechas contra los
“sistemas” filosóficos se acrecientan cuando se comprueba la rapidez con la que
envejecen, y como las actitudes posibles ante el mundo son, sugiere nuestro
autor, sólo unas pocas, todo se reduce a una elección de vocablos, a más o
menos sutiles desplazamientos de matiz impulsados por las modas. Hay que
desconfiar de todas las filosofías, ante todo de las que se presentan como cuerpos
cerrados de doctrina, e incluso de todo saber
en lo que tiene, con arreglo al mito bíblico, de maldición –esta idea
recorre subrepticiamente toda su obra--, pues
ni siquiera sirve el haber frecuentado los círculos de la sabiduría para enfrentarse al drama de la
existencia, como si el destino de la criatura humana hubiera de ser ineluctablemente caer ante la
opacidad del mundo con la sola desnudez de la ignorancia. Se lee en Breviario de los vencidos, su último
texto en rumano, uno de sus libros de tonalidad más “poética”: “Fui compañero
de los escépticos de Atenas, de los descerebrados de Roma, de los santos de
España, de los pensadores nórdicos y de los brumosos ardores de los poetas
británicos (…) y al final de todo, he vuelto a encontrarme conmigo mismo.
Reanudé el camino sin ellos, explorador
de mi propia ignorancia”, y en una entrevista de los últimos años declaró sin
asomo de ironía que a veces le asaltaba la duda, después de una vida de
“civilizado” (volveremos sobre la especial connotación de esta palabra en Cioran), de si los campesinos
rumanos que trató en su niñez, gentes de un fatalismo casi cósmico, no
tenían en el fondo razón.
La experiencia
fundamental de la existencia para Cioran la constituye el hastío, ese aburrimiento tan insidioso—“¿por
qué en la perfección del instante absoluto un murmullo de temporalidad me hacía
volver a las atrocidades del tiempo?”-- como insoportable que todos hemos sentido
sin duda demasiadas veces. Se trata de una suerte de desarticulación , de evaporación del tiempo,
un mal no localizado y del todo impreciso que afecta al cuerpo sin dejar huella
en él y se ceba igualmente en las almas sin dejarles ninguna señal. Como
estamos hechos para creer, deliramos, bloqueamos toda lucidez (que nos llevaría
a nuestra condición esencial: la desnudez y el desvalimiento) y no podemos
menos que pensar que algo, de verdad, existe, pero nos engañamos: “el infierno
es un refugio comparado con ese desierto en el tiempo, con esa languidez vacía
y postrada donde nada nos detiene sino el espectáculo del universo que se
caería bajo nuestras miradas”. Si, por designio de algún dios maléfico, el
mundo entero se convirtiese en una perpetua y plúmbea tarde de domingo, entonces—escribe Cioran con
su peculiar maestría para la evocación apocalíptica—“en los corazones más
llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de
hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían, las iglesias y los burdeles
estallarían de suspiros”; se podría incluso decir—apunta un tanto cínicamente
en Breviario de podredumbre-- que la
única utilidad del amor es ayudarnos a soportar las vacías e inacabables
veladas dominicales. Excrecencia necesaria del tiempo, enfermedad sin síntomas
visibles ni curación definitiva (“esa convalecencia incurable”), el hastío se configura como una especie de eternidad al revés (que sin embargo,
según Cioran, en espíritus especiales como el místico o el santo devendría en
cierto modo conveniente, asunto al
que nos referiremos más adelante), que llevamos grabada en el alma, una condena
que cercena cualquier posibilidad de goce
del momento, pero por otra parte no
se olvida de apuntar que hasta la contemplación misma de las bellezas del mundo
duele, por cuanto destinadas --“sólo la fealdad es indolora”—a desaparecer.
Mas al fin y al cabo, el hombre-- “este efímero de acero, ejemplo monstruoso de evanescencia y de endurecimiento”—aunque se aferra a la vida, más propiamente a la voluntad de existir, al decir de Cioran, tan incomprensible como impúdica, muere. Desde principal pretexto que han explotado todas las religiones, a la vez situación límite y dato directo de la experiencia, hasta búsqueda de la salvación para unos y objeto de terrores fisiológicos para otros, desde especie de devenir orgiástico, de nada que vivifica, para algunos poetas isabelinos y románticos alemanes, hasta objeto de los sofismas que le dedicaron ciertos sabios antiguos…ha habido “teorías” de la muerte para todos los gustos, pero en este terreno, más que en ningún otro, todas nuestras certezas se desvanecen y arruinan todas esas adormecedoras ilusiones a las que nos habíamos venido acostumbrando. En vano se esperará de Cioran alguna recomendación positiva para enfrentarse a la muerte: para él es lo inasible por excelencia. En la medida en que no deja de tratarse de una creencia más, de que nada objetiva tanto como ella y de que nada tampoco se presenta como más futuro( en rigor no hay más muerte que la futura: cuando hablamos de ella nunca está aquí ni ahora), lo único que se puede hacer es…no hacer nada, esto es, lo mismo que respecto a cualquier otro proyecto: descreer, no entregarse, no enfeudarse a los espejismos del futuro (expediente o recomendación que, dicho sea de paso, se atreve Cioran a proponer –claro que sin ninguna seguridad y cum mica salis—como condición de posibilidad de toda felicidad: “En lo que a felicidad respecta, si es que esta palabra tiene algún sentido, consiste en la aspiración al mínimo y a lo ineficaz, en el no llegar erigido en hipóstasis”).
Vivimos en el reino de la aporía universal. En un mundo cortocircuitado por el principio de invariabilidad y por la inercia de la fatalidad, por la indeclinable irrealidad de la existencia, “el espíritu descubre la Identidad; el alma ,el Hastío; el cuerpo, la Pereza”, que no son menos formas de irrealidad, de condena a la inutilidad radical de todo acto (aunque creemos lo contrario, que actuar sirve de algo) que las otras tres caras correspondientes y complementarias de, respectivamente, la contradicción, el delirio y el frenesí. Pero aún hay más: tanto el que duda como el que niega – para no hablar del que, más crédulo que los otros, se atreve a afirmar-- participan también de la misma ficción: el primero porque, al dudar, sólo demuestra que existe en un grado un poco menor, se toma por lo menos en serio el objeto de su duda, sugiere Cioran rizando un poco el rizo, y el segundo porque, al saber que nada vale la pena, convierte implícitamente eso que sabe o cree saber en una creencia, por consiguiente también en una posibilidad de acto.
Aunque Cioran no lo consigna explícitamente, el hombre, que vino a ser con los siglos protagonista de esa gran alegoría que constituye la Historia Universal, se adecua bastante bien a los rasgos, convenientemente universalizados, del burgués europeo de la Revolución Industrial, que mediante esta universalización se convirtió en el personaje alegórico que inventa y se supera, personaje fáustico, sujeto de la “gran empresa de la Humanidad” en su triunfante e ininterrumpida marcha hacia el Progreso. Por ello mismo nada hay más opuesto a las tradiciones de nuestra civilización occidental que la pasividad, la inacción, reconoce Cioran, que se sintió atraído en parte por las filosofías orientales que, como el Tao, predican el desapego y la quietud; estamos pues inevitablemente demasiado hechos al movimiento, al tiempo, al frenesí, a la espera: “La época moderna comienza con dos histéricos: Don Quijote y Lutero”. Quienes se sitúan en mejores condiciones para percibir-- sin darse demasiada cuenta de ello—aquel vacío son , en esta ocasión nada paradójicamente, no los representantes de una humanidad demasiado atareada en esperar (por eso trabaja y actúa, porque espera), sino los ociosos, los presumidos y los dandys, aquellos cuyos “pensamientos revolotean entre el espejo y el cementerio”, los que tienen el suficiente tiempo como para sentir la obsesión del cuerpo y del envejecimiento: “toda metafísica empieza con una angustia del cuerpo (…) de tal suerte que los inquietos por frivolidad prefiguran los espíritus auténticamente atormentados”.
Mas al fin y al cabo, el hombre-- “este efímero de acero, ejemplo monstruoso de evanescencia y de endurecimiento”—aunque se aferra a la vida, más propiamente a la voluntad de existir, al decir de Cioran, tan incomprensible como impúdica, muere. Desde principal pretexto que han explotado todas las religiones, a la vez situación límite y dato directo de la experiencia, hasta búsqueda de la salvación para unos y objeto de terrores fisiológicos para otros, desde especie de devenir orgiástico, de nada que vivifica, para algunos poetas isabelinos y románticos alemanes, hasta objeto de los sofismas que le dedicaron ciertos sabios antiguos…ha habido “teorías” de la muerte para todos los gustos, pero en este terreno, más que en ningún otro, todas nuestras certezas se desvanecen y arruinan todas esas adormecedoras ilusiones a las que nos habíamos venido acostumbrando. En vano se esperará de Cioran alguna recomendación positiva para enfrentarse a la muerte: para él es lo inasible por excelencia. En la medida en que no deja de tratarse de una creencia más, de que nada objetiva tanto como ella y de que nada tampoco se presenta como más futuro( en rigor no hay más muerte que la futura: cuando hablamos de ella nunca está aquí ni ahora), lo único que se puede hacer es…no hacer nada, esto es, lo mismo que respecto a cualquier otro proyecto: descreer, no entregarse, no enfeudarse a los espejismos del futuro (expediente o recomendación que, dicho sea de paso, se atreve Cioran a proponer –claro que sin ninguna seguridad y cum mica salis—como condición de posibilidad de toda felicidad: “En lo que a felicidad respecta, si es que esta palabra tiene algún sentido, consiste en la aspiración al mínimo y a lo ineficaz, en el no llegar erigido en hipóstasis”).
A lo que Cioran
sí dedica más espacio y discurso es a lo que a menudo se alude púdicamente como “salida
voluntaria”. El suicidio goza sin
duda en general de mala prensa…y de no tan mala en algunos medios, aunque lo
que se puede tener por bastante seguro
es que la mayoría de la gente –salvo accidente o algún otro imprevisto—habrá de
experimentar la dicha o el escándalo de morir en la cama, de viejos.¿ Y por
qué, si la lucidez llevada hasta el fondo viene a desautorizar el apetito de
vivir, no nos suprimimos?, ¿qué nos concita contra la muerte?. Por paradójico
que parezca,--o quizá precisamente por eso-- apunta nuestro autor, es el vacío, la nada de este mundo, de donde brota la fuerza para persistir, una
nada que “no sólo es el símbolo de la existencia, sino la existencia misma, es
el todo”. Si, por lo que se dijo en el párrafo anterior, “nada bueno resulta de
las meditaciones sobre el hecho material de morir”, no parece menos cierto que
la posibilidad del suicidio resulta por lo menos consoladora: en efecto,
acogiéndose a la paradoja
complementaria, aquélla podría considerarse uno de los caracteres
distintivos del hombre, el único acto libre, según se ha dicho demasiado
tópicamente, uno de los dones que se
nos han otorgado (¿quién no ha pensado alguna vez en ello?: “ Quien no haya
concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la
cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante
sobre la carroña cósmica”). Supone –esa permanente posibilidad de recurso al
suicidio-- precisamente lo que nos ayuda a soportar la vida, argumenta Cioran
de modo un tanto sofístico, hasta el punto de
que ésta casi podría considerarse un estado de no-suicidio .
Como con casi todo, parece que nos engañamos respecto a esta cuestión, pues la opinión común --y ni que decir tiene que casi todas las religiones y filosofías-- tachan invariablemente de cobarde a quien abandona por propia mano, olvidando que –y no me resisto a la tentación de copiar todo el párrafo, por cuanto me parece una muestra cabal del manejo de la paradoja, el desplante humorístico (¡en un asunto tan serio!, que diría alguno) y la sofística de Cioran—“el hombre dura en la prórroga del suicidio: ésta es su única gloria, su sola excusa. Pero no es consciente de ello, y tilda de cobardía el valor de los que osaron elevarse, por la muerte, por encima de sí mismos. Estamos unidos los unos a los otros por un pacto tácito de aguantar hasta el último aliento: ese pacto que cimenta nuestra solidaridad, no por eso nos condena menos: toda nuestra raza está marcada de infamia. Fuera del suicidio, no hay salvación. ¡Cosa rara!: la muerte, aunque eterna, no ha entrado aún en las costumbres: única realidad., no logra convertirse en moda. Así, en tanto que vivos, todos estamos anticuados…”
Como con casi todo, parece que nos engañamos respecto a esta cuestión, pues la opinión común --y ni que decir tiene que casi todas las religiones y filosofías-- tachan invariablemente de cobarde a quien abandona por propia mano, olvidando que –y no me resisto a la tentación de copiar todo el párrafo, por cuanto me parece una muestra cabal del manejo de la paradoja, el desplante humorístico (¡en un asunto tan serio!, que diría alguno) y la sofística de Cioran—“el hombre dura en la prórroga del suicidio: ésta es su única gloria, su sola excusa. Pero no es consciente de ello, y tilda de cobardía el valor de los que osaron elevarse, por la muerte, por encima de sí mismos. Estamos unidos los unos a los otros por un pacto tácito de aguantar hasta el último aliento: ese pacto que cimenta nuestra solidaridad, no por eso nos condena menos: toda nuestra raza está marcada de infamia. Fuera del suicidio, no hay salvación. ¡Cosa rara!: la muerte, aunque eterna, no ha entrado aún en las costumbres: única realidad., no logra convertirse en moda. Así, en tanto que vivos, todos estamos anticuados…”
Vivimos en el reino de la aporía universal. En un mundo cortocircuitado por el principio de invariabilidad y por la inercia de la fatalidad, por la indeclinable irrealidad de la existencia, “el espíritu descubre la Identidad; el alma ,el Hastío; el cuerpo, la Pereza”, que no son menos formas de irrealidad, de condena a la inutilidad radical de todo acto (aunque creemos lo contrario, que actuar sirve de algo) que las otras tres caras correspondientes y complementarias de, respectivamente, la contradicción, el delirio y el frenesí. Pero aún hay más: tanto el que duda como el que niega – para no hablar del que, más crédulo que los otros, se atreve a afirmar-- participan también de la misma ficción: el primero porque, al dudar, sólo demuestra que existe en un grado un poco menor, se toma por lo menos en serio el objeto de su duda, sugiere Cioran rizando un poco el rizo, y el segundo porque, al saber que nada vale la pena, convierte implícitamente eso que sabe o cree saber en una creencia, por consiguiente también en una posibilidad de acto.
Aunque Cioran no lo consigna explícitamente, el hombre, que vino a ser con los siglos protagonista de esa gran alegoría que constituye la Historia Universal, se adecua bastante bien a los rasgos, convenientemente universalizados, del burgués europeo de la Revolución Industrial, que mediante esta universalización se convirtió en el personaje alegórico que inventa y se supera, personaje fáustico, sujeto de la “gran empresa de la Humanidad” en su triunfante e ininterrumpida marcha hacia el Progreso. Por ello mismo nada hay más opuesto a las tradiciones de nuestra civilización occidental que la pasividad, la inacción, reconoce Cioran, que se sintió atraído en parte por las filosofías orientales que, como el Tao, predican el desapego y la quietud; estamos pues inevitablemente demasiado hechos al movimiento, al tiempo, al frenesí, a la espera: “La época moderna comienza con dos histéricos: Don Quijote y Lutero”. Quienes se sitúan en mejores condiciones para percibir-- sin darse demasiada cuenta de ello—aquel vacío son , en esta ocasión nada paradójicamente, no los representantes de una humanidad demasiado atareada en esperar (por eso trabaja y actúa, porque espera), sino los ociosos, los presumidos y los dandys, aquellos cuyos “pensamientos revolotean entre el espejo y el cementerio”, los que tienen el suficiente tiempo como para sentir la obsesión del cuerpo y del envejecimiento: “toda metafísica empieza con una angustia del cuerpo (…) de tal suerte que los inquietos por frivolidad prefiguran los espíritus auténticamente atormentados”.
2. En el principio fue la caída
No es sólo que no salga muy bien parado el concepto o
categoría “hombre” en el discurso del que nos estamos ocupando, sino también
que cuando se examina su trayectoria, sugiere Cioran, uno no puede menos que
preguntarse cómo ha sido posible su surgimiento. Para explicar los según él no
demasiado apasionantes avatares de esta peculiar criatura que somos, suele el
rumano utilizar el cañamazo del mito bíblico del Génesis, no evidentemente
porque ni por asomo “crea” en él, al menos no en el sentido positivista o
cristiano de “creer”, sino porque de
alguna manera la impersonalidad y la polivalencia de los mitos le parece
que pueden llegar, si no a proporcionar, por lo menos a sugerir las explicaciones más profundas. Además de que la
palabra “Dios” no hace más que encubrir en nuestra época los nombres de otros
ídolos más conocidos (el Progreso, el Dinero, el Sentido de la Historia u
otros, que en verdad vienen a ser todos el mismo), no resulta menos cierto que,
como escribe razonablemente F. Savater --Ensayo
sobre Cioran. Madrid. Espasa Calpe. 2002, pág. 92-- “Dios suministra también las
escapatorias que el mundo requiere para no hacerse absolutamente intolerable”.
Se podría apuntar a propósito de nuestro pensador lo mismo que J. Marías observó sobre Unamuno
en su temprano libro sobre el pensador vasco: que trate el asunto que trate, al final
casi siempre viene a parar a la religión. Cioran es un temperamento religioso sin Dios, al que –como casi todos los
ateos militantes--parece necesitar más que cualquier creyente o cualquier
místico: a él le dedica sus más apasionados improperios y lo convierte en
objeto predilecto de sus desvelos.
Ya se consignó más arriba que
el hombre, obligado a cargar con la
hipoteca de la conciencia y del devenir, vino
a constituirse en condenado por
necesidad; pero lo más curioso es que su misma existencia, por otro lado
perfectamente innecesaria, no habría
tenido lugar de no haberse perdido por su curiosidad malsana y su espíritu
rebelde, por su disposición para la negación.
Aun cuando “obra de un virtuoso del fracaso” y por ello mismo cargado con el insalvable
destino de un malogrado, la esencia del “hombre” no puede menos que
aparecérsenos como inevitablemente equívoca:-- “ es extraordinario hasta en su
mediocridad, prestigioso incluso cuando lo detestamos”—; casi habría que
apiadarse de él por la turbia fascinación que siempre se siente hacia un ser
poseído por un espíritu de una suerte de autoaniquilación."
De las consecuencias de aquella caída que
provocó el surgimiento del hombre, dos son especialmente las que Cioran ilustra
de manera especial: el prurito de la gloria,
habida cuenta del carácter escandalosamente
jactancioso de esta criatura que somos, y la condición de la enfermedad concebida como un exceso, un plus de la conciencia.
Vivíamos (pero evidentemente entonces no éramos “hombres”: nos acogíamos
al puro limbo del “ser”) en la indeterminación del paraíso, vivíamos sin ser
conscientes de ello, aunque “con el presentimiento del saber, con una ciencia
que no se conocía a sí misma, con una falsa evidencia, propicia a la aparición
de la envidia”. Como el hombre sentía
inconscientemente celos de su creador, estaba en cierto modo por ello predestinado a la tentación y la caída, pues
“en él se manifestaba ya esa ineptitud para la felicidad, esa incapacidad para
soportarla que todos nosotros hemos heredado”; y así, de los dos árboles del
Edén, y pese a las advertencias de la divinidad (o quizá precisamente a causa
de ellas: el creador nos engañó al satisfacer justo nuestro deseo más secreto,
porque “sabía que el hombre, por aspirar solapadamente a la dignidad de
monstruo, no se dejaría seducir por la perspectiva de la inmortalidad”),
nuestro primer padre Adán eligió el del
conocimiento. El estatuto de inmortal no parece que se revelara lo
suficientemente atractivo para el aventurero que era nuestro primer antecesor
toda vez que, conjetura Cioran, “debía de sentir un malestar sin el cual no se podría explicar la facilidad con que
cedió a la tentación”. Por sucumbir a ésta,
levantarse contra su creador y haberse condenado de esa manera a la
historia, el hombre guarda estrechas analogías con el diablo, primer espíritu
rebelde y “maestro de nuestras interrogaciones y nuestros pánicos, instigador
de nuestros desvaríos”. El pecado de Adán y Eva fue por consiguiente el mismo
que el del maligno: la soberbia, el orgullo, el deseo de poder (y el de saber), de tal modo que así
huímos del paraíso hacia el porvenir, monos convulsos
y apasionados que no podemos estarnos quietos, estragados por la avidez y el frenesí y presas del “remordimiento de haber pasado de largo ante la inocencia verdadera,
cuyo recuerdo ha de perseguirnos siempre”.
No debería sorprender a nadie, tratándose de Cioran, que una parte no despreciable de su obra vaya dedicada a inquirir por el sucederse de regímenes y civilizaciones, en definitiva por las peripecias históricas, cuando de la Historia (sobre todo así, con mayúscula, esto es, de cualquier Filosofía de la Historia) fue precisamente de lo que más abominó. Escribió que su afición de toda la madurez a las lecturas históricas venía motivada por su debilidad por todo lo que acababa mal, pues al fin y al cabo “la historia es la negación del jardín”, y ya se dijo cómo aquella constituía la necesaria condena del hombre. Mencioné hace un momento lo de la Filosofía de la Historia: Cioran se dedicó a estas apasionantes divagaciones –“especular sobre la vida de los pueblos, materia vaga e inagotable, pasatiempo de emigrados”, como las tildó, a propósito de Herzen, con deliciosa ironía, no porque las creyera “utiles” ni mucho menos porque juzgara que la historia debía de tener un sentido, el del progreso o cualquier otro:-----“Si queremos conservar cierta decencia intelectual, el entusiasmo por la civilización debe ser barrido, lo mismo que la superstición de la historia”--, sino porque veía ahí también confirmada su muy arraigada creencia en la fatalidad y el absurdo de la desdichada peripecia humana. Si da la impresión de que a veces sus incursiones en este terreno despiden un cierto aire de sombrío visionarismo a lo Spengler (al que reconoció haber leído mucho en su juventud), la diferencia de intenciones –Cioran no parece que lamente lo más mínimo ninguna “Decadencia de Occidente”-- hace gratuita toda comparación.
El hombre nació pues ya presa de una anomalía, una alteración
radical –“más deforme en lo moral de lo que lo eran los dinosaurios en lo
físico”—que lo catapultó, nada más abandonar el jardín, a la conquista de la naturaleza y a la aniquilación
de las demás especies con una seriedad y
una saña verdaderamente insospechadas. A partir de ese momento primordial y
durante siglos no hemos sido más nosotros mismos sino en la medida en que nos
hemos ido separando de nuestro estatuto primero, que era precisamente la indefinición puramente vegetativa de la
que se supone que gozábamos en el Edén.
En lugar de haber persistido tranquilamente en su condición, la criatura se
empeñó en fabricarse otra “en detrimento de sus intereses y como por impiedad para
con su propia imagen”, de ahí que haya llegado a ser el “único animal
extraviado”, incapaz de asimilarse ni a sí mismo (pues que se traicionó) ni al
mundo (puesto que le era originariamente ajeno) y abocado de este modo a una
insatisfacción continua, necesaria consecuencia de la condena a los excesos de
la voluntad: “Cuanto más se es, menos
se quiere”; y consiguientemente al
revés, por eso el hombre, el más débil e inadaptado de los seres, “tiene por
prerrogativa y desgracia la de imponerse tareas inconmensurables para sus
fuerzas, las de caer presa de la voluntad, estigma de su imperfección, medio
seguro de afirmarse y hundirse”.
Pero el más grotesco de los estigmas que
el hombre hubo de arrostrar, a resultas de la caída, cristalizó en la obsesión de la gloria, aunque más que efecto casi habría que pensar que fue la
causa, y deberíamos en esto enmendarle la plana al mismo Génesis: si nuestro primer padre “arruinó su felicidad
original no fue tanto por gusto de la ciencia como por apetito de la gloria. En
cuanto fue víctima de los encantos de ésta se pasó al bando del diablo”,
apostilla Cioran .Como nadie está en el fondo seguro de lo que es y de lo que hace, todo el mundo lo que más
desea es que lo alaben. Esta pretensión
compulsiva de nombradía está por decirlo así inscrita en nuestro ser
desde los orígenes, habida cuenta de que desde el paraíso “el hombre(…) debió
de sentir el deseo confuso de eclipsar a los animales, de brillar a costa de ellos”. El que pierde por
cualquier motivo, por un extraño fenómeno de neutralización del instinto, el
deseo de gloria (que es por supuesto el mismo que el afán de dominación, el de
producir y el de meramente hacer),
casi ha perdido con ello su condición humana, se convierte en una especie de
autómata, goza de los privilegios de un
ser con déficit de humanidad, hasta tal punto es aquél condición necesaria de
ésta.
Vale la pena no obstante hacer un esfuerzo
de imaginación, razona Cioran, y suponernos por un momento capaces de, por estar liberados de la tiranía de la
opinión y del prurito de la gloria, carecer de público
y no
pertenecer ya a ninguna época. Antes nos habríamos dedicado a hacer que
desapareciera hasta el más leve rastro de nuestro nombre y, ante la incomprensión de los demás,
habríamos llegado a nuestra pretensión de “liberarnos de la extremaunción del
yo, de detenernos en el umbral de la conciencia y nunca penetrar en ella, de
encerrarnos en lo más profundo del silencio primordial, en la beatitud
inarticulada, en el grato estupor en que yacía la creación antes del estruendo
del verbo”. Esta disolución de la identidad y
del yo sería lo más parecido, si es que esta expresión tiene algún sentido, a
un estado de libertad: “dejar de existir para todos, vivir como si nunca se hubiera vivido, desertar el
acontecimiento, no sacar ya partido de instante ni lugar alguno ¡emanciparse
para siempre! Ser libre es emanciparse de la búsqueda de un destino, es
renunciar tanto a ser uno de los elegidos como uno de los réprobos, ser libre es
ejercitarse en no ser nada”.Susan Sontag –en su a mi juicio irregular ensayo
sobre Cioran reeditado ahora en Estilos
radicales. Madrid. Punto de lectura. 2002. pp.121-152, que tiene no
obstante el mérito de haber sido el primer escrito crítico de importancia sobre
la obra del rumano-- no puede entender que para éste la “única forma auténtica
de libertad” sea precisamente la que goza del privilegio de estar “liberada” de
la acción, quizá porque su texto permanecía aún demasiado apegado a las
perspectivas “progresistas” de los años sesenta, que tanto enfatizaban la idea
de “compromiso”. Califica asimismo de “superficial y arbitrario”, y le reprocha
no tener en cuenta el hecho del Holocausto, el fragmento Un pueblo de solitarios, incluido en La tentación de existir, en mi opinión
una de las más lúcidas interpretaciones que se han hecho del problema judío, treinta
páginas que Cioran mismo juzgaba de lo mejor que había escrito. Acierta en
cambio la Sontag, creo, cuando observa que Cioran puede ser uno de los últimos
panegiristas de la civilización europea, a la que aparentemente tanto desprecia.
Al contrario, como casi siempre, de lo
que dicta la opinión común, piensa Cioran que no hay nada peor que alguien que
ha conseguido realizarse: quien, como
suele decirse, ha hecho algo en la
vida “ofrece un espectáculo más lastimoso que quien, por no haber podido ni
querido distinguirse, muere con todas sus dotes reales o supuestas, con sus
capacidades desaprovechadas y sus méritos no reconocidos: la carrera que
hubiera podido hacer, por prestarse a versiones múltiples, satisface a nuestra
imaginación; es decir, que aún está vivo, mientras que el primero, petrificado
en su éxito, realizado y repelente, recuerda a un cadáver”. Incluso el creyente
lo es en el fondo por su deseo de destacarse, de figurar entre los conocidos de Dios, de estar, frente a
los réprobos y los escépticos, en el secreto de su complicidad y sus
adulaciones: hasta el rezo, la oración, se podría explicar por la pretensión de
ser apreciado por el Todopoderoso, de
gozar de cierto renombre cerca de él, porque al fin y al cabo, el hombre se
alzó contra Dios también por envidia de su
ostentación y su boato: “sin consuelo por tener que desempeñar un papel
de segundo orden, se lanzó, por despecho y fanfarronada, a una serie de hazañas
extenuantes, a la Historia, empresa no tanto destinada a suplantar a la
divinidad cuanto a deslumbrarla”.
La búsqueda de gloria, que se vuelve en
los humanos cada vez más afanosa, no es en definitiva más que un sustituto, un Ersatz, de la creencia en la
inmortalidad: desaparecida esta quimera secular a resultas de la pérdida de
vitalidad de las religiones y la consiguiente “laicización” de la existencia,
al hombre le resultó casi imposible prescindir del todo de un simulacro, por
mísero que fuera, de perennidad; ahora bien, en un mundo azotado por la
inflación del número, en el que la humanidad ha llegado a ser una especie de
maligna presencia ubicua, ¿qué sentido puede tener todavía la fama, el deseo de
celebridad?. En otro lugar, haciéndose eco de las informaciones antropológicas
según las cuales el canibalismo para con los viejos constituía una práctica
común en algunas tribus primitivas, sugiere Cioran, en una humorada sarcástica
a lo Swift, que esa solución “podría
tentar aún a un planeta superpoblado”. En efecto, “¿ qué puede importarnos la
estima de nadie, cuando la idea del prójimo ha quedado vacía de contenido
alguno y no se puede amar a la masa humana ni en general ni en particular(…) el
horror a la gloria procede del horror a los hombres: como intercambiables que
son, justifican con su número la aversión que abrigamos hacia ellos”. Pero las
devastaciones de la caída no se quedan ahí: según Cioran ni siquiera se podría
hablar propiamente en el mundo moderno de seres
(aunque sí en el mundo antiguo o en la Edad Media, donde el bajo número de
pobladores todavía aureolaba al individuo con el prestigio del sobreviviente):
“Ya no hay seres, no hay sino ese pulular de moribundos aquejados de longevidad
(…) expoliadores y profanadores del paisaje en otro tiempo ennoblecido por la
presencia de los animales”, de modo que no queda más remedio que concebir el
paraíso como, casi literalmente, la
falta o ausencia del
hombre. En este trance, como en tantos otros, nos hallamos ante un círculo
vicioso, ante una fatalidad insoluble: no queda más recurso que el triste
consuelo de la añoranza, no hay vuelta
posible a la inocencia primordial: para
“recuperar la marca divina que llevábamos antes de la ruptura con el resto de
la creación”, para acceder a una “era sin deseo”,
puesto que “el hacer lleva la mácula
de un vicio del que el ser parece
exento” habría que establecerse en el ser, cosa imposible, habida cuenta de que
“ se es hombre precisamente porque no
se puede aspirar a ello”.
La enfermedad supone una apostasía de los órganos y el enfermo se
constituye en un “ser separado” e hiperconsciente, puesto que la primera
conciencia --de la que brota el despertar del pensamiento, a la vez su grandeza
y su condena—es la conciencia de los órganos, que desconocemos o de los que no
tenemos conciencia cuando están “sanos”. Esto es así un poco en el sentido
seguramente al que apuntan los versos de García Calvo( en la Baraja del Rey Don Pedro, Canción C): “El que tiene salud, no
lo sabe,/ y si lo sabe, está enfermo”, de donde viene a resultar que la
verdadera enfermedad es la salud
misma, o más exactamente el ser consciente
de ella y entonces estar siempre preocupado por la posibilidad de perderla,
de modo que el pretendidamente sano que
teme la enfermedad se convierte en un esclavo de su cuerpo, por la profilaxis y
la multitud de cuidados que le prodiga, lo mismo—claro que por otras
razones—que el enfermo. Este, para no pensar en la muerte, la escamotea sometiéndose a tratamiento. En realidad
se engaña y hace trampa: “sólo la miran de frente aquellos –en verdad escasos—que
por haber comprendido los inconvenientes de la salud sienten desdén por la
tarea de adoptar medidas para conservarla o recuperarla. Se dejan morir
suavemente, al revés que los otros, que se agitan y se afanan y creen escapar a
la muerte porque no tienen tiempo de
sucumbir a ella”. Mientras se goza de buena salud –y no se habla de ello porque
no se sabe: esto es lo esencial—es como si no existiéramos, o más propiamente
no nos damos cuenta de que existimos: el dolor, por el contrario, significa un
plus, un exceso de existencia, puesto
que la vida misma se deja definir por
“una sublevación dentro de lo inorgánico, un trágico impulso de lo
inerte, la vida es materia animada(…) arruinada por el dolor. Sólo aspirando al
reposo de lo inorgánico se libera uno de tanta agitación, tanto dinamismo y
ajetreo. La voluntad de regresar a la materia constituye el fondo mismo del
deseo de morir”. Es por lo demás para Cioran radicalmente falsa la idea
–central en la moral y en la escatología cristianas--de que el dolor purifique: antes al contrario, saca a
relucir todo lo malo que una persona
tiene, como cualquiera, si es algo sincero, reconoce de inmediato, en lo físico y en lo moral. El secreto deseo que el enfermo atesora, sugiere Cioran, es –por escandaloso
que parezca— que todo el mundo sufra, que sea como él: “envidia, desprecia u
odia al resto de los mortales, a los sanos en primerísimo lugar”, pues lo que
ansiamos en las adversidades y las desgracias es que los otros las padezcan exactamente
lo mismo que nosotros. Lo que por encima de todo definiría al hombre
y particularmente al enfermo sería la voluptuosidad
de la queja, ya que al parecer es incapaz de prescindir del placer de
hablar de sus males y, en el fondo, de alardear
de ellos, de relatárselos a los demás
sólo para reprocharles el que no estén enfermos como él.
Sin el dolor, pues, no habría conciencia,
por eso aquél es absolutamente necesario a la vida ,el dolor crea realidad: “a la flagrante
irrealidad del mundo sólo pueden oponerse sensaciones”, de modo que “nos
aferramos a todo lo que ofrece un contenido positivo, a todo lo que hace
sufrir”. Eso explica que, aunque no deberíamos entregarnos a ninguna pasión
--si fuésemos capaces de tal heroísmo—nos dejemos arrastrar casi de continuo por esta o aquella entelequia,
a la religión, a la política o al amor,
por ejemplo, por mucho que en el fondo intuyamos que con ello sólo pasamos de
un tormento a otro: “La propia aptitud para experimentarla (la pasión amorosa)
demuestra que estamos predestinados a sufrir. Amamos tan sólo porque
inconscientemente hemos renunciado a la felicidad”. Cualquier pasión, el amor o
no importa cuál, como no puede menos que estar condenada a erigir en símbolo un
monstruo o una sombra, “es un pecado contra el peso auténtico de los seres y
las cosas. Es también crueldad para con los demás y para consigo mismo, puesto
que no se la puede sentir sin torturar ni torturarse”. Ante el hecho desnudo
del dolor, aclara Cioran, tan ociosas resultan la rebelión--del todo
imposible--- como la resignación, demasiado inhumana,
demasiado contraria a nuestras tendencias más íntimas, en la medida en que
es virtud que se niega a halagar o embellecer nuestras miserias, además de que “no se puede despoetizar
impunemente el infierno” .
Mas hete aquí cómo –paradoja de
paradojas, después de haber denigrado tanto al tiempo--desarrolla nuestro autor esta peliaguda cuestión de la temporalidad en las últimas páginas de La caída en el tiempo, según él uno de los ensayos más sentidos y profundos que ha redactado. Y es que hay algo no obstante aún
peor que la caída en el tiempo y es la caída de él, especie de caída
de segundo grado. Si aquélla tenía como horizonte la finitud, ésta se aboca a
la eternidad y es a diferencia de la primera una especie de eternidad
negativa, invertida, mala. El acto sólo era posible—ya se ha dicho—en
la esfera de la temporalidad, que al fin y al cabo, por doloroso que sea
reconocerlo constituía “nuestro elemento
vital”, al que estábamos acostumbrados.
Porque en él había de todos modos cierto margen de maniobra, pero cuando se ha caído
de la historia, del tiempo, se ha accedido a lo más parecido a un infierno, a
una situación de hastío sin fin, a un “presente que no se mueve, esa tensión en
la monotonía, esa eternidad invertida que no va a ninguna parte, ni siquiera a
la muerte, mientras que el tiempo, que fluía, que se desarrollaba, ofrecía al
menos el consuelo de una espera, aunque fuese fúnebre”.
Pero
aún hay más: “Puesto que no podemos vencer nuestros males, debemos cultivarlos
y deleitarnos con ellos”.El hombre –por lo menos el hombre moderno—es un ser
colérico y melancólico que ha olvidado ya lo saludable que resultaban las lágrimas y el grito, y sufre al fin y
al cabo porque, entre otras cosas, está en su naturaleza el amarse demasiado.
Nuestro drama consiste exactamente en que “sólo tenemos acceso a la liberación
tomando como modelo una forma de ser opuesta a la nuestra”. Veinte siglos de
religión no pasan impunemente: han tenido como efecto el que la convulsión se haya considerado poco
menos que como un signo de avance espiritual: en sus palabras: "Acostumbrados a un Salvador
retorcido, deshecho, gesticulante, no somos aptos para experimentar la
desenvoltura de los dioses antiguos ni la inagotable sonrisa de un Buda sumido
en una beatitud vegetal”.
3. Las constricciones del estilo
Parece obvio –aunque a veces se olvide—que
el problema fundamental de todo escritor –sobre todo si se trata de un gran
escritor, y en mi opinión Cioran, más que un filósofo o un pensador, lo
es en grado sumo-- radica en la manera en que
maneja la lengua en la que escribe.
Nacido en una ciudad trilingüe y habiendo pasado a expresarse, a una edad ya
relativamente madura, en un idioma que no
era el suyo materno, explicable es que hubiera de constituir Cioran un caso de individuo con agudísima
conciencia de los problemas del lenguaje. Pensemos que conocía con sobrada competencia no menos de media docena de
lenguas (era capaz, por ejemplo, de leer en español), y que, aunque de algunos
pasajes y declaraciones orales parece desprenderse una no pequeña desconfianza
hacia toda obra escrita, en primer lugar hacia la propia, y un desprecio por la
“actividad” del escritor, sobre todo entendido a la manera francesa de homme de lettres, no menos que una
indisimulada admiración por aquellos sabios de la Antigüedad que no dejaron
nada escrito, es lo cierto que menudean en su obra (y no sólo en los textos
agrupados en Ejercicios de admiración,
excelente colección de ensayos sobre algunos escritores, de Borges a Beckett, que le resultaban especialmente
queridos) las observaciones sobre
asuntos lingüísticos, literarios y de estilo.
Lejos de toda metafísica idealista y de
toda visión romántica al respecto, escribir era para Cioran un mecanismo de
defensa y en cierto modo una
terapéutica: escribía, según aclaró en múltiples ocasiones, para liberarse de
una obsesión o por descargar un odio contra algo o alguien, para expulsar la
bilis o para blasfemar: “Sólo se deberían escribir libros para decir cosas que
uno no se atrevería a confiar a nadie”, de modo que escribir un libro supone
objetivar una parte del yo que así deja de ser totalmente de uno para adquirir
existencia independiente. Si bien la forma
externa de lo dicho se puede aprender por ejercitación o mímesis, el estilo, lo que podríamos llamar la
modulación de la voz interior, lo entiende
Cioran como “una gracia heredada, el privilegio que tienen algunos de hacer
sentir su pulsación orgánica; es algo más que el talento, es su esencia”, y
parece remitir por tanto para él a algo
innato.
No sé si resulta justificable o
simplemente curioso el que Cioran tendiera a menospreciar sus libros escritos en
rumano, tardíamente traducidos al
francés y a otros idiomas, en parte por considerarlos como pertenecientes a su
“prehistoria” como escritor, aunque sobre todo por encontrar aquella lengua
–“mezcla de latín y eslavo”, un “idioma desprovisto de elegancia, pero de lo
más poético, abierto como ninguno a los acentos de Shakespeare y de la
Biblia”—insuficientemente apta para el discurso abstracto, lo cual por otra
parte puede ser tanto una ventaja como un inconveniente. La entraña y la norma
del rumano, lengua al parecer con tanta flexibilidad sintáctica como exigua
tradición literaria, al menos en los géneros considerados “nobles”, debían no
obstante de casar bastante bien con el estado de ánimo de nuestro escritor ya en
su juventud, más tendente que nunca después a toda forma de provocación, exceso
y furor iconoclasta: si hemos de creerle, todo lo que escribió en su lengua
materna“ está exento de la menor voluntad de estilo, es desastrosamente
espontáneo”. Sólo posteriormente encontraría en el francés un“conjunto de
coacciones elegantes”, a las que se plegó con gusto. Si es verdad que escribir
en una lengua extranjera “es emanciparse, liberarse del pasado propio”, no lo
es menos que se trata también, según declaró con tanta gracia, de algo así como “escribir una carta de amor con
un diccionario”, y hacerlo en una como el francés “tal vez fuese una
liberación, pero también una prueba o incluso un suplicio, si bien fascinante”.
Para ejercitarse en el dominio de la
prosa francesa Cioran frecuentó no poco a los moralistas clásicos del XVIII, a los que
tan bien supo interpretar:“las frases amargas emanan de una sensibilidad
ulcerada, de una delicadeza maltrecha. El veneno de un La Rochefoucald o de un
Chamfort fue la revancha que tomaron contra un mundo esculpido por los brutos."
Toda amargura esconde una venganza y se traduce en un sistema: el pesimismo,
esa crueldad de los vencidos, "que no
puede perdonar al mundo haber traicionado su espera", y de los que tanto debió
de aprender: piénsese que el manuscrito de su Breviario de podredumbre hubo de redactarlo casi por completo
cuatro veces porque le habían comentado que “sonaba demasiado a meteco”; en
ellos, en los moralistas, creyó percibir tanto el secreto de su manera (“El gran arte consiste en saber
hablar de uno mismo en un tono impersonal”), como la técnica del aforismo, por lo demás el género que
mejor cuadraba a su espíritu, incluso a su “pereza”—“soy perezoso, nunca he
escrito nada sin partir de los datos vividos--”: esa especie de fogonazo
instantáneo, ese precipitado condensado del resultado
de un razonamiento, pero ocultando el proceso previo que ha llevado a él;
en sus palabras, ese “orgullo de un instante transfigurado, con todas las
contradicciones que de ello se derivan”. Pese a cultivar un francés muy literario, Cioran tenía no obstante oído para las modulaciones y giros de la lengua viva, la de la
calle, como lo demuestran –de ahí surgía a veces un aforismo-- los agudos
comentarios ante una frase o un pedazo de conversación aparentemente banal escuchado por casualidad a un camarero o un transeúnte.
Cada aforismo es una unidad autónoma o
casi autónoma y contiene su ley y finalidad propias, su dibujo podríamos decir. Aparece, completo y cerrado sobre sí mismo,
como una palabra absoluta; se diría que tiene algo del ensalmo del poema, pues
la metáfora, apretada en su simetría y despojada a veces hasta la elipsis,
tiende a liberarse de su ganga verbal para sólo decir lo esencial, incluso en aquellas ocasiones en que se expande y
desdobla por cascadas. Cuando se prohíbe la imagen, Cioran parece confiarse
meramente a la eficacia formal del solo lenguaje, y entonces las palabras se
disponen en virtud de la identidad de los contrarios o de la disimilitud de los
sinónimos formando provocativas asociaciones. Así concebido, el aforismo exige
una impecable unidad de escritura: aun integrado a veces por múltiples frases,
se desarrolla según una línea sencilla. A menudo sólo en las últimas palabras
hallan cumplimiento las expectativas del lector.
Ejemplos de los que decimos, que podrían
citarse hasta la náusea, en los que se demuestra asimismo que la excelencia del
estilo de Cioran estriba ante todo en su envidiable habilidad para el símil
envenenado o la metáfora disoluta (en el sentido de que revela la mentira
necesaria del mundo o de los hombres, lo mal hechos que están el uno y los
otros), para el manejo de todas las posibilidades del adjetivo, empezando por
el oxímoron (“Deber de la lucidez: alcanzar una desesperación correcta, una ferocidad apolínea”), para la explotación de una
paradoja que si bien se mira deja de serlo o para la autoanulación de una
sentencia pretendidamente grave haciéndola estallar por el humor, así en los
fragmentos más breves como en los un poco más desarrollados, son: de los Silogismos de la amargura: “Sueño a
veces con un amor lejano y vaporoso como la esquizofrenia de un perfume” o
“Comenzar poeta y acabar ginecólogo. De todas las condiciones, la menos
recomendable es la de amante”, o bien: “Un monje y un carnicero se pelean en
cada deseo”, o todavía: “Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir
del cianuro”, “Quien no vea la muerte de color rosa, padece daltonismo de corazón”. De especial
felicidad y eficacia estéticas resultan aquellos pasajes en que opta por una especie
de metáfora en cadena: “ Mezcla de anatomía y de éxtasis, apoteosis de lo
insoluble, alimento ideal para la bulimia de la decepción, el amor nos conduce
hacia hampas de gloria”; de la música
alemana dice que es “geometría de otoños, alcohol de conceptos, ebriedad
metafísica”; de Del inconveniente de
haber nacido: “Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre , libre como
un ser abortado”; “He decidido no detestar más a nadie desde que he observado
que termino siempre por parecerme a mi último enemigo”; “No merece la pena
matarse, siempre lo hace uno demasiado tarde”; “No me perdono el haber nacido.
Es como si, al insinuarme en este mundo, hubiese profanado un misterio,
traicionado algún compromiso de magnitud, cometido una falta de incalificable gravedad.
Pero a veces soy menos tajante: nacer me parece una calamidad que, de no
haberla conocido, me tendría inconsolable”; de Ese maldito yo: “Lo que sé arruina
lo que deseo”; “Sobre un planeta
gangrenado deberíamos abstenernos de hacer proyectos, pero seguimos
haciéndolos, dado que el optimismo es, como se sabe, un tic de agonizante”; “Si
la rabia fuese un atributo del Altísimo, hace tiempo que yo hubiera superado mi
estatuto de mortal”; “Habría que estar tan poco al corriente de todo como un
ángel o un subnormal para creer que la calaverada humana puede acabar bien”.
No menos diestro se revela Cioran para
captar mediante una metáfora la silueta o el contorno preciso de un personaje
histórico o literario: así, si Macbeth
le parece “un estoico del crimen, un Marco Aurelio con puñal”, Valéry sería “
un galeote del matiz”, Lutero un
“Rabelais de la angustia”, o Epicuro,“un Freud de la Antigüedad”, o para definir
una disciplina, un arte o un estado psicológico, del tipo de “la música,
ese Edén de los abúlicos”, “la psicología es la tumba del héroe” o “la
melancolía, ese alpinismo de los perezosos”.
No es sólo que en Cioran sea constante el
cuidado en la expresión ( tan permeable se sentía a la fascinación de la
palabra que, según cuenta en sus Cuadernos,
se sentía hechizado un buen rato por las sugerencias que podían asaltarle
ante, por ejemplo, las expresiones alemanas Weltlosigkeit—“ausencia
del mundo”-- o entwerden –“sustraerse
al futuro”--), casi se podría consignar sin exageración que se convirtió en un
forzado de la norma literaria y de las convenciones del buen decir (“sueño con
un mundo en el que se muriera por una coma”). Su indudable clasicismo
estilístico, que no tiene nada de grave,
se halla siempre adornado y como refrenado por el sentido del humor, que
es ante todo lo que libra a nuestro autor a
veces de un cierto tufillo a
sermón moralizante o a reconvenciones de ejercicios espirituales. Por la misma
razón por la que no deja de resultar sospechosamente significativo, en otro
orden de cosas, que su aparente “sencillez” haya parecido “superficialidad” a
la crítica más académica. En vano se buscarán en este autor oscuridades
calculadas para sorprender ni
morralla alguna de neologismos vacuos, algo bastante común en la prosa
“filosófica”. Se podría pensar que, como en él “fondo” y “forma” jamás se
bifurcan y como la precisión y justeza de la segunda operan como solidario
correlato de la radicalidad del primero—y al revés— el elegante clasicismo de
nuestro escritor, como apunta con suma lucidez F. Savater (op. cit. pág. 159) “es
el resultado de una postura ambigua, que
no ve claro y, en la duda, trata a las palabras con mimo, con respeto, con
desconfianza: no las deja irse libremente a su grado. Renunciar a la
preocupación del bien decir es lo propio de estilos que, como el científico,
creen ciegamente en el valor doctrinal de sus contenidos y reducen su forma a
una transparencia supuestamente neutral”.
La pulcritud estilística se diría más habitual—aunque sea por bajas
motivaciones políticas-- en este sentido, en los escépticos y desengañados que
en los convencidos de cualquier fe o
ideología: a propósito de J. De Maistre ya observó Cioran que “si los
conservadores manejan tan bien la invectiva y escriben en general más cuidadosamente
que los fanáticos del porvenir, es porque exasperados al verse contradichos por
los acontecimientos, desasosegados se precipitan sobre el verbo, mediante el
cual, a falta de otro recurso más sustancial, se vengan y consuelan”.
Cioran previene
no obstante contra aquellos que, víctimas del prejuicio de lo nuevo, se dedican a la fabricación incesante de modas apoyándose en el empleo
abusivamente artificial del lenguaje
(este era el reproche fundamental que hacía a
Heidegger, por ejemplo). Si bien es cierto que lo “sagrado en una lengua constituye la muerte: una palabra prevista es una palabra difunta” no lo
es menos que la originalidad no
debería reducirse a la “tortura del adjetivo y a una impropiedad sugestiva de la metáfora”. El preciosismo y la bonitura en el decir, el alejandrinismo verbal de los exquisitos
le daban la impresión de una excrecencia de las épocas de decadencia (a cuyo
encanto era por otra parte, como veremos,
muy receptivo) y de funcionar como un insospechado complemento de la incuria
–propia de la exangüe civilización europea—en el manejo del lenguaje común. De
ahí que lamentase el deterioro del francés –un idioma que él, un extranjero,
debía de apreciar más que la mayoría de sus hablantes nativos—y lo relacionase,
como el de las demás lenguas de cultura, con la
boga de la moderna Ciencia del Lenguaje, de la Lingüística, por
la que sintió poco interés. De ahí también que señalase, a propósito de Valéry
sobre todo --al que consideraba el ejemplo supremo del anti-poeta, puesto que
tenía “ ocurrencias de ingeniero”-- pero también de buena parte de la
literatura francesa moderna, su agarrotamiento por exceso de introspección, su ensimismamiento morboso… y su Teoría de la Literatura: “El preciosismo es la escritura de la
escritura: un estilo que se desdobla y se convierte en el objeto de su propia
búsqueda (…) Para pensar verdaderamente es necesario que el pensamiento se adhiera al espíritu (…) Que el
escritor se abstenga de reflexionar sobre el lenguaje, que evite a toda costa
hacer de él la materia de sus obsesiones, que no olvide que las obras
importantes han sido hechas a pesar del
lenguaje”.
La posición más razonable del estilista
–y del pensador digno de ese nombre--parece encontrarse para Cioran en el justo
medio entre el vulgo y el poeta. Si aquél utiliza las palabras sin ser
consciente de su valor, contribuyendo a su banalización y a su fungibilidad, durmiéndose en ellas, éste las combate,
las fuerza exageradamente. La peculiaridad de la poesía respecto al
pensamiento o a la filosofía digna de tal nombre radica en que nunca, aunque quisiera, podría
aquélla condescender a la negación:
mientras que el escepticismo lúcido, esa “sonrisa que flota sobre las palabras”
arroja sobre ellas una suave desconfianza irónica, el poeta siempre dice que sí: incapaz de soportar el
vaciamiento y el desgaste de las palabras, y escapando instintivamente a sus
significados convencionales, “está predestinado a sufrir a causa de ellas y por
ellas; y sin embargo por ellas intenta salvarse y de su regeneración espera la
salvación”. Se entiende entonces que la poesía –“divagación cosmogónica del
vocabulario”: esta espléndida fórmula vendría pintiparada para ilustrar el
sumamente agudo y entusiasta texto que Cioran dedicó a la obra de Saint-John
Perse -- inevitablemente se pervierta y degrade cuando se rebaja a la profecía
o a la doctrina, y por supuesto a cualquier clase de “crítica” o “compromiso”:
“¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación
de malestar, incluso de repulsión”? El problema de la poesía es, en definitiva,
que parece admitirlo todo,
y ahí anidan precisamente sus peligros, dado lo fácil que resulta caer en la
divagación y la charlatanería; en el verso “podéis verter lágrimas, vergüenzas,
éxtasis y sobre todo quejas; la prosa os prohíbe expansionaros: repugna a su
abstracción convencional, exige otras verdades: controlables, deducidas,
mesuradas”. Pero por otro lado hay que reconocer que sus logros resultan
inigualables: “¿hubo jamás un pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o
que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo
de Hamlet”? . Cioran, a la postre, reserva para la poesía los elogios y
perplejidades que dedica al poeta que a veces creyó haber podido ser: “Todos
los poemas que podría yo haber escrito, que he sofocado en mí por falta de
talento o por amor de la prosa, vienen de repente a reclamar su derecho a la
existencia, me gritan su indignación y me sumergen”.
Tan lejos del preciosismo como de la
sensiblería, se pueden encontrar no pocos pasajes en la obra de Cioran que
aciertan a transmitir, con una
espléndida economía de medios expresivos y gran capacidad de sugerencia,
un como halo de poesía y de encanto que constituye sin duda la marca de la
maestría del escritor. Considérese por ejemplo esta anotación, en verdad impagable, de los Cuadernos en la que se lee: “ Un cielo azul, del que la
vida no es digna. Inmunda procesión de coches a lo largo del Boulevard
Saint-Germain. La multitud, no menos inmunda. En medio de ese espectáculo, las
hojas que caían de los árboles daban una nota de poesía inmerecida, inactual,
turbadora. Como del cielo, tampoco del otoño era digna la ciudad”. O este
párrafo—que él acaso hubiese juzgado un tanto tardorromántico-- del Breviario de los vencidos, en el que no se
sabe si admirar más la sangrante nostalgia que rezuma o el apasionado deseo de
Absoluto: “Cuando bajaba de mi burgo transilvano, a no sé qué hora del atardecer
ni en qué año de mi juventud, infeliz y deseoso de infortunios, demasiado
presumido para pensar en el sol, la revelación del ocaso quebró de repente el
orgullo de mis rodillas. Mis sombras se encontraban con la fatiga del
crepúsculo y lo que aún quedaba de sol entre las manchas del corazón se postró
en el regazo de una áurea agonía. Y mi agradecimiento al astro se dirigió
también hacia el Egipto de mi propia alma”. En otras ocasiones ---así en
el estupendo arranque de su Ensayo sobre el pensamiento reaccionario (A
propósito de Joseph de Maistre), que reza: “Entre los pensadores que, como
Nietzsche o san Pablo, poseyeron la pasión y el genio de la provocación…”-- la
eficacia estilística, orillando el lirismo puro, está no sacrificada, sino
hábilmente puesta al servicio de las exigencias de la polémica y de la crítica.
Dicho sea de paso, en todo este texto, al que nos volveremos a referir por
otros motivos más adelante, se trasluce una evidente admiración, fruto de una
cierta coincidencia espiritual, de Cioran hacia el pensador estudiado, ese
ideólogo que “no rebajándose a persuadir al enemigo, lo aniquila de entrada
mediante el adjetivo”.
Pero Cioran nunca se hizo demasiadas
ilusiones ni sobre la figura del escritor ni –a pesar de algunos de sus juicios
transcritos más arriba--sobre las pretendidas virtudes terapéuticas de la
escritura. Lo que parecía resultar paradójico o quizá sólo sorprendente era para él que
haya habido algunos escritores que en su narcisismo
taumatúrgico o locura de endiosamiento hayan llevado a pensar que su tarea podría
emparentarse con la de Dios. Escribe Cioran: “Rivalizar con Dios, superarlo
incluso mediante la sola virtud del lenguaje, ésa es la hazaña del escritor,
espécimen ambiguo, desgarrado y engreído que, liberado de su condición natural,
se ha abandonado a un vértigo magnífico, desconcertante siempre, a veces odioso”.
Consiguiente, cuando el lenguaje resulta ser el medio más precario, con su
capacidad de deterioro, su
modestia, su inestable carácter
simbólico, aquella pretensión no puede menos que devenir ridícula. Se diría
que, pese a haber siempre desconfiado del
pretendido poder de la palabra para influir en el mundo, no por ello dejó de
estar abierto a su poder de taumatúrgica
fascinación: “Nada más miserable que la palabra y sin embargo a través de
ella uno se eleva a sensaciones de dicha, a una dilatación última en la que uno
se halla totalmente solo, sin el menor sentimiento de opresión.!Lo supremo
alanzado mediante el vocablo, mediante el símbolo mismo de la fragilidad!”.
4. De decadencias y de utopías
No debería sorprender a nadie, tratándose de Cioran, que una parte no despreciable de su obra vaya dedicada a inquirir por el sucederse de regímenes y civilizaciones, en definitiva por las peripecias históricas, cuando de la Historia (sobre todo así, con mayúscula, esto es, de cualquier Filosofía de la Historia) fue precisamente de lo que más abominó. Escribió que su afición de toda la madurez a las lecturas históricas venía motivada por su debilidad por todo lo que acababa mal, pues al fin y al cabo “la historia es la negación del jardín”, y ya se dijo cómo aquella constituía la necesaria condena del hombre. Mencioné hace un momento lo de la Filosofía de la Historia: Cioran se dedicó a estas apasionantes divagaciones –“especular sobre la vida de los pueblos, materia vaga e inagotable, pasatiempo de emigrados”, como las tildó, a propósito de Herzen, con deliciosa ironía, no porque las creyera “utiles” ni mucho menos porque juzgara que la historia debía de tener un sentido, el del progreso o cualquier otro:-----“Si queremos conservar cierta decencia intelectual, el entusiasmo por la civilización debe ser barrido, lo mismo que la superstición de la historia”--, sino porque veía ahí también confirmada su muy arraigada creencia en la fatalidad y el absurdo de la desdichada peripecia humana. Si da la impresión de que a veces sus incursiones en este terreno despiden un cierto aire de sombrío visionarismo a lo Spengler (al que reconoció haber leído mucho en su juventud), la diferencia de intenciones –Cioran no parece que lamente lo más mínimo ninguna “Decadencia de Occidente”-- hace gratuita toda comparación.
Según Cioran, hay una ley de bronce, un
principio fatal que se impone a toda
civilización: tras agotar o dilapidar por cualquier motivo la fuerza instintiva, excluyente y de inconsciente violencia autoafirmadora
que tiene en sus fases primitivas o
emergentes, viene a ser desplazada por otra que mantiene intactas aquellas
potencialidades, es entonces cuando sobreviene la decadencia, situación en la que un pueblo se halla cuando ya ha
dado todo lo que cabía esperar de él, cuando están agotadas sus posibilidades
todas y es ya demasiado refinado y
consciente de sí :“ La decadencia no es más que el espíritu tornado impuro por
la acción de la conciencia”, de donde el correlato de la vulnerabilidad, que corroe en secreto a esas épocas, puesto que “no
viven ya en la existencia, sino en la teoría de la existencia”. Tales periodos
resultarían ideales para la vida del espíritu –esencialmente divagador y
escéptico —, justo porque son las
menos vitales y por consiguiente las
más libres, las menos tiránicas y
compulsivas. La decadencia sobreviene en primer lugar por una relajación
instintiva: “Hay una plenitud de
disminución en toda civilización demasiado madura. Los instintos se
flexibilizan; los placeres se dilatan y no corresponden ya a su función
biológica; el placer se convierte en un fin en sí mismo, su prolongación en un
arte,” escribe Cioran, que trata de ilustrar su tesis con el caso del Imperio
Romano, que según él se hundió más por el abuso culinario y los empachos de la
saciedad que por los efectos disolventes de las religiones orientales, el
empuje del cristianismo o los estragos del helenismo muy mal asimilado. Más
precisamente, las épocas decadentes se caracterizan por ser aquellas en que
“las verdades no tienen ya vida” (y ya sabemos
a lo que esta palabra, “vida”, remite en su peculiar lenguaje ).
El fenómeno a que dan lugar las
civilizaciones agotadas es el alejandrinismo
, estado espiritual concretado en “sabias negaciones, un estilo de
inutilidad y rechazo, un paseo de
erudición y sarcasmo a través de la confusión de los valores y de las
creencias. Su espacio ideal se encontraría en la intersección de la Hélade y
del París de antaño, en el punto de confluencia del ágora y del salón”.Ya se ve
por el aspecto de la cita anterior hasta qué punto Cioran, que se asomó a los
acontecimientos históricos a la vez como
espectador desesperanzado y como apasionado curioso, se sentía fascinado por
esas situaciones de “fin de un periodo”, puesto que, aunque sabía que la
historia de todos los pueblos y épocas suele abundar más que nada en matanzas y
catástrofes, estaba convencido de que en los amenes de una civilización, al
estar los pueblos más inactivos, al
menos la estupidez humana hacía menos daño.
Es lógico pues que no deplorara las “crisis” de las culturas: en los
interregnos o transiciones de una a otra era donde apreciaba un ambiente más
respirable, y lo escribió lapidariamente: “Signos de vida: la crueldad, el
fanatismo, la intolerancia; signos de decadencia: la amenidad, la comprensión,
la indulgencia”.
Una de las notas más llamativas de las
sociedades en decadencia es la desintegración: como ya no hay demasiadas
certezas a las que aferrarse y como en los corazones reina una especie de apatía,
cualquier cosa puede pasar…aunque lo más probable es que ocurra lo de siempre,
lo previsto. Así como en el mundo antiguo--con el que Cioran es muy dado a
trazar paralelismos acaso en exceso tentadores--, en el trance de la ruina del Imperio y la victoria
de los bárbaros y del Cristianismo, hasta los espíritus elegantes, o por lo
menos la mayoría de ellos, por estar demasiado cansados, demasiado poseídos de
escepticismo como para resistir convincentemente a la civilización que se
imponía, deseaban inconscientemente la
absorción por los incivilizados, a
los que en secreto envidiaban, pues “la nostalgia de la barbarie es la última
palabra de una civilización”, así también cabe preguntarse –y maravillarse de
ello—qué es lo que todavía mantiene en pie nuestras sociedades, habida cuenta
de la multitud de elementos corrosivos que las están minando por dentro. En
efecto, ¿por qué no iba ellas a cumplir la
inevitable fatalidad de todo
ciclo histórico, que hizo que el griego se doblegara ante el romano y éste a su
vez frente al germano, “según un ritmo inexorable, una ley que la historia se
apresura a ilustrar, hoy más aún que a comienzos de nuestra era?”. Sugiere
nuestro autor que las viejas
sociedades del occidente de Europa,
languidecientes y desorientadas, acabarán dominadas por pueblos periféricos
todavía con grandes reservas de vitalidad
instintiva, de brutalidad y de “atraso”, como Rusia y en general los
eslavos, que concluirán imponiéndoles un nuevo orden que abrirá a su vez otro
ciclo de dominaciones y decadencias. En todo lo cual, evidentemente por lo menos
hasta ahora, se ha equivocado; si por un momento pareció prever oscuramente el
fin del régimen soviético, en sus escritos últimos, de fines de los ochenta, luego matizó mucho esa predicción, aunque acertó al
enfatizar la casi indestructibilidad del sentimiento religioso allí. Ya que
sale a colación Rusia, es por lo menos curioso constatar lo interesado que siempre estuvo Cioran, que
parecía tomarse algo en serio la aseveración de Dostoyevski de que su país
estaba llamado a ser la “salvación” del mundo, por este pueblo, por su
tradición de despotismo y barbarie, por su sombrío y fanático misticismo, por
esos “zares con portes de divinidades taradas, gigantes solicitados por la
santidad y el crimen, hundidos en la plegaria y el espanto”, tiranos execrables
y sangrientos sin duda (pensemos en Iván el Terrible, en Nicolás I...y en Stalin), pero por los que el espíritu tiende a sentir
una morbosa y ambigua curiosidad, como por todo déspota, justo porque esconden
más humanidad--esto es, más instinto
violento y destructor-- que el común
de los mortales, según creía Cioran provocativamente: “Si los zares o los
emperadores romanos me obsesionan, es porque esas debilidades, veladas en
nosotros, aparecen en ellos al descubierto. Nos revelan, encarnan e ilustran
nuestros secretos”.
Por lo demás, la visión que Cioran tiene
de nuestras viejas sociedades
occidentales –y que desarrolla en la primera parte de Historia y Utopía, si hemos de creerle el libro que más apreciaba
de entre los suyos y al parecer el peor leído y comprendido, por razones
seguramente obvias: se publicó en 1952, en plena Guerra fría y es el más directamente “político”--no puede menos que
aparecérsenos un tanto calculadoramente equívoca; no hay que hacerse demasiadas
ilusiones sobre ellas: más penetradas por el principio de muerte que las
tiranías, desgarradas por luchas de camarillas y partidos que se mueven
únicamente por egoísmos y envidias mutuas (pasiones demasiado humanas), están condenadas casi sin remedio, pero, como inmersas en
plena decadencia, al menos permiten aún un cierto margen de maniobra a la
libertad individual, cosa lógica si se piensa que “las libertades sólo
prosperan en un cuerpo social enfermo: tolerancia e impotencia son sinónimos.”
Y están condenadas porque, después de su dilatada peripecia –de los “logros” de
la civilización occidental Cioran sólo parece salvar a la música—han venido a
parar en una “gusanera” que lo que mayoritariamente ha alcanzado a producir es
“una caterva de hombres de negocios, esos abarroteros, esos tramposos de mirada
nula y sonrisa atrofiada que uno encuentra por todas partes.” El régimen
democrático, en suma, “maravilla que ya no tiene nada que ofrecer, es, a la
vez, el paraíso y la tumba de un pueblo”, sin que quepa esperar nada de las
“masas”, que siempre acaban haciendo, juzga Cioran, como todo fatalista
escéptico, lo que les mandan desde arriba: “el pueblo lleva los estigmas de la
esclavitud por decreto divino o
diabólico.” Comparando, por otro lado, en su ya citado ensayo sobre J. de
Maistre, las repúblicas democráticas y las dictaduras de todo tipo, sean fascistas,
nacionalistas-militaristas o
comunistas, y sus respectivos
abanderados políticos, y haciéndose eco de la brutalidad –por lo
inconscientemente sinceras –de algunas de las afirmaciones del ideólogo
francés, que sin querer ponen al descubierto los verdaderos mecanismos del
poder, de todo poder, sobre todo en lo atinente a la conveniencia de que se
presente como “sagrado” ante las masas, apunta Cioran con su habitual
clarividencia y no poca malicia: “ los demócratas
se escandalizan de ellas(e.e. de las
tesis de Maistre) sabiendo que la reacción
traduce frecuentemente sus propias intenciones ocultas, que expresa algunos
de sus desengaños íntimos y muchas certezas amargas que ellos no pueden aprobar
públicamente”. La triste verdad es que, como sugirió el ultramontano francés y
luego han repetido todos los reaccionarios, conviene a la “autoridad”, para
conservar su dominio, el aparecer rodeada de cierto intangible misterio, de un
fundamento irracional, pues al cabo “la desesperación del hombre de izquierdas
consiste en combatir en nombre de principios que le prohíben el cinismo”.
Retrato
del civilizado—uno de los capítulos de La
caída en el tiempo—explora los síntomas de desintegración, los absurdos
y paradojas de nuestra civilización. El
texto me recuerda vagamente, por el
empeño desmitificador de demoler los
tópicos más establecidos y la constante
ironía sangrante, al estupendo Bergamín de La
decadencia de analfabetismo. En primer lugar, resulta de lo más sospechoso
el interés y la “generosidad” que el civilizado parece sentir por los llamados pueblos atrasados (o “en vías de
desarrollo”, denominación ya lo suficientemente reveladora). De la misma manera
que el enfermo—como ya se consignó más arriba—sueña aviesamente con imponer su
mal a los pretendidamente sanos, así el civilizado, el instalado, secretamente
consciente de las calamidades de su modo de vida, desearía que aquéllas se
generalizasen por todo el orbe, puesto que “La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que se ha
infligido y que quisiera, a su vez, hacer sufrir a quienes hasta ahora se han
librado de él”. Si esto, según Cioran, ya era así en la época de las
colonizaciones (“Los españoles, en la cumbre de su carrera, debieron de
sentirse oprimidos tanto por las exigencias de su fe como por los rigores de la
Iglesia. Se vengaron de ellos con la Conquista”), ¿qué decir de hoy, en que la
llamada “civilización occidental” ha venido a extenderse por todo el globo y ya
no hay propiamente ninguna otra?. Y no es sólo que esos pretendidos beneficios
de esa civilización nadie parezca ponerlos en cuestión, y en cambio los bien
reales desastres y calamidades que, según la expresión consagrada, son el precio que ha habido que pagar para llegar a ella, se den graciosamente por
bien empleados, teniendo en cuenta, se
nos viene a decir, la bondad del resultado final, sino que no se vacila tampoco
en alabar los así llamados “costes” del proceso, en la medida en que las
ideologías dominantes racionalizadoras de nuestro mundo sostienen explícita o
implícitamente que el dolor y el sacrificio son el “motor de la historia”. Como
escribe muy atinadamente a este respecto Sánchez Ferlosio (Mientras no cambien los Dioses nada ha cambiado. Madrid. Alianza,
pp.46-47), “en vez de poner reparos a las Revoluciones o al Progreso o a la
Historia Universal por haber costado tantos ríos de sangre, tan incontables
muertes y en fin tan enormes sacrificios, se bendicen y ensalzan la muerte, la
sangre, el sacrificio por haber propiciado las Revoluciones, el Progreso y la
Historia Universal”.
Aquel mecanismo
psicológico que consiste en el deseo de imposición del mal propio a los demás
--tan sumamente perverso como en mi opinión relativamente verosímil—es
generalizable a todo tipo de relaciones: no sólo informa clandestinamente de la
conducta del misionero o del apóstol –“nadie salva a nadie, pues sólo puede
salvarse uno a sí mismo y ello se logra tanto mejor cuanto se intenta disfrazar de convicciones la infelicidad que
se quiere distribuir y prodigar”—, sino también por ejemplo de la del
convencido de algo en general respecto al descreído: “ruborizado en secreto de
pertenecer a una secta o un partido, avergonzado de poseer una verdad y de
haberse dejado dominar por ella, no sentirá remordimiento contra sus enemigos
declarados, contra quienes poseen otra, sino contra ti, contra el Indiferente,
culpable de no poseer ninguna”.
El triunfo universal del vamos a llamar
modo de vida occidental ha concluido por ser tan devastador (y hoy la devastación se puede considerar
completa: La caída en el tiempo es de
1964), que cuanto más “progresamos” más nos vamos hundiendo en el desastre. Consideren
los fanáticos de los inventos científicos si cada progreso no fabrica más calamidades que las que pretende
solucionar, hasta el punto de que “ya sólo se encuentran restos de humanidad
entre los pueblos que, distanciados por la Historia, no tienen la menor prisa
por alcanzarla.". Dicho sea de paso, Cioran, proveniente de un oscuro rincón
campesino del este de Europa, vivió con especial dramatismo y ambigüedad la
contradicción entre sus orígenes bárbaros y su posterior destino de civilizado, de la que da cuenta por
ejemplo un hermosísimo capítulo –Destino
valaco—del Breviario de los vencidos.
Pese a constituir el “progreso” un tan
evidente mal, el hombre está tan pervertido que parece entusiásticamente
entregado a las más nefastas consecuencias de aquél, incluso desearlo con toda
pasión, más idealizado e idolatrado cuanto más nos vacía, emponzoña y anonada:
la ideología del progreso es, en suma, “el equivalente moderno de la Caída, la
versión profana de la perdición. Y los que creen en él y lo promueven, todos
nosotros en definitiva, ¿qué somos sino réprobos en marcha, predestinados a lo
inmundo, a esas máquinas, a esas ciudades,
de las que sólo un desastre exhaustivo podría librarnos?” Para Cioran el
hombre no es que se haya equivocado radicalmente en su destino, es que no debería haber tenido
ninguno: “Estábamos hechos para
vegetar, para regocijarnos en la inercia, y no para perdernos con la velocidad
y con la higiene, responsables de la profusión de esos seres desencarnados y
asépticos, de ese hormiguero de fantasmas en el que todo se agita y nada vive”.
Hubiera sido preferible, llega a decir, que hubiésemos permanecido en la
modorra inconsciente, en compañía de los animales, algunos milenios más,
inmóviles y vegetativos, o mejor, habernos adormecido así para siempre, pero
nos despertó esa especie de convulsión maléfica, de la que no
podemos prescindir, que ha acabado siendo nuestra perdición. Estamos tan
intoxicados por la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella
presenta las características de un fenómeno de hábito, mezcla de éxtasis y
execración”: la consideramos en definitiva
natural. En nuestro mundo todo
deseo, el del trabajo, el de la posesión, hasta el del llamado “ocio” –éste
quizá más que ningún otro—presenta un carácter histérico e insaciable que no
hace más que amarrarnos a un cepo sin fin: la consecución de algo, de cualquier
bien, acarrea inevitablemente el que
nos encadenemos a otro. Casi avergüenza decirlo, por lo obvio: hay que estar
muy ciegos para no ver que en nuestra civilización capitalista lo que en
puridad se “produce” son sólo falsas necesidades, esto es, literalmente
“consumidores”, lo cual agrava nuestra desesperación y nuestro hastío.
La naturaleza—que hoy no ha devenido más
que un pretexto o un espantajo en los sueños del civilizado porque
inconscientemente sabe que no hay tal cosa por parte alguna, que es sólo la
nostalgia imposible del hombre urbano, no constituye más que otro trampantojo. La "naturaleza" ---ya en
la época de los salones dieciochescos, anota Cioran, se impuso como moda
el “regreso a la naturaleza”, antecedente pues del actual ecologismo--- siempre estuvo corrompida, “pero esa corrupción sin
fecha es un mal inmemorial e inevitable, al que nos acomodamos de oficio,
mientras que el de la civilización, resultado de nuestras obras o nuestros
caprichos, tanto más agobiante cuanto que nos parece gratuito, lleva la marca
de una opción o una fantasía, una fatalidad premeditada o arbitraria”. De tal
modo que bien se pueden considerar virtudes
a todo aquello que, algunas contadas ocasiones, desde el fondo del corazón
o de los restos de lucidez que nos queden, nos llame a vivir a contracorriente
de la civilización, a desconfiar de todo lo que
aquella ensalza y vende y considerar
verdaderos vicios todo lo que nos
perturbe y nos ate a sus ídolos y mitos. Algunos sabios antiguos, con su
desapego y ponderación, estaban según Cioran
en el secreto de aquel arte
de vivir –expresión bastante
insólita en él—“que nos han hecho perder dos mil años de supernaturaleza y
caridad convulsiva”, aunque de todos modos “cualquier otra época, comparada con
el innombrable de hoy, nos parece bendita”.
Pongamos a este respecto como ejemplo los
coches y quienes los usan, pues en verdad son la misma cosa (hace ya bastantes años, oí cómo una amiga de mi madre, ponderándole lo bien que lo habían pasado en el campo un domingo por la tarde ella misma, su marido y un grupo de matrimonios amigos, le decía con los ojos en blanco y fuimos siete coches). Los coches, así pues, uno de los ítems más sagrados, –si no el que más—de nuestro modo de vida:
Cioran les dedica una larga y brillante andanada cuyos
primeros compases transcribo, por constituir excelente ejemplo de la peculiar
invectiva del autor: “!Esa chatarra jadeante, réplica de nuestra agitación, y
esos espectros que la manipulan, ese desfile de autómatas, esa procesión de
alucinados! ¿Adónde van? ¿Qué buscan?¿Qué hálito de demencia los arrebata? Cada
vez que me inclino a absolverlos, que concibo dudas sobre la legitimidad de la
aversión o el terror que me inspiran, me basta con pensar en las carreteras
rurales durante los domingos para que la imagen de esa chusma motorizada me
reafirme en mis repugnancias y espantos.” Nadie debería creerse
el recurrente mito de la “neutralidad”
de las máquinas –que es, claro está, el de la ciencia--: Cioran invierte
agudamente el orden causal con que a menudo
se ha visto la relación del hombre con sus artefactos técnicos, incluso desde una perspectiva “humanista”:
“Las máquinas son la consecuencia y no la causa de tanta prisa, de tanta
impaciencia(…) No son ellas las que impulsan al civilizado a su perdición;
antes bien, las ha inventado él porque ya se dirigía hacia aquélla; son medios,
auxiliares, para alcanzarla más rápida y eficazmente”. Esto es: primero estuvo
la idea, o mejor la necesidad de la
idea, y luego la materialización, y no al revés, al modo en que lo expresa bien
el proverbio chin, que tan magistralmente desarrollara Ferlosio en un ensayo, de que “cuando la flecha está en el arco tiene que partir”.
Si la Historia supone para Cioran , al
contrario de los que imaginan todos los optimistas, el espacio en el que se
despliega la desdicha humana, ve la Utopía como una especie de recusación o
negación de aquélla… sólo que para dinamizarla y acelerar su devenir, hacerla
más perfecta, forzar el fin de los tiempos, provocar la
llegada de una especie de acontecimiento definitivo que acabe con todos los
acontecimientos, en la medida en
que las visiones utópicas no son al fin y al cabo más que una secularización de
los mesianismos religiosos (piénsese en el Marxismo, por ejemplo), y por ello un
intento de creación del cielo, de la
“sociedad perfecta”, aquí en la tierra. De este modo, congruentemente, la
noción, esencial como se sabe en la escatología judeocristiana, de un “Juicio
Universal” --esa suerte de, podríamos
decir, apoteosis de futuro—“ha creado las condiciones psicológicas de la
creencia en el sentido de la
historia; aún mejor: toda la filosofía de la historia no es más que un
subproducto de la idea del Juicio Final”.
Espoleados por la pretensión de la
felicidad, los movimientos utópicos se emparentan estrechamente con las
visiones apocalípticas, ya que unos y otras aspiran a hacer tabula rasa de lo existente. Han tenido
el campo abonado, puesto que el hombre sólo actúa bajo la fascinación de lo
imposible. Hay que pensar que toda esta “literatura repugnante”, en que para
Cioran se concretan las especulaciones de los utopistas, parte de una
tendenciosa perversión o de una sorprendente ingenuidad, hasta tal punto es
escandalosa su ignorancia de la naturaleza verdadera del hombre: aunque en los
antípodas de La Rochefoucauld o de Chamfort, “los inventores de utopías son
moralistas que sólo perciben en nosotros desinterés, apetito de sacrificio,
olvido de sí”, de ahí que los personajes que aparecen en esos mundos felices
funcionen como fantoches o autómatas inverosímiles, “azotados por el Bien”, y
que sus pretendidos paraísos tengan ese aire frío, impersonal, perfecto, así en las imaginerías de T.
Moro como de Campanella , Fourier como
Cabet: “recomiendo la descripción del Falansterio como el más eficaz de los
vomitivos”. En estas tremebundas elucubraciones futuristas reinaría sólo la
unidad, la felicidad, el bien, el buen acuerdo, pues si hay algo que las defina concluyentemente
sería “el horror a la anomalía, a lo
deforme, a lo irregular; tiende al afianzamiento de lo homogéneo, de lo típico,
de la repetición y de la ortodoxia”.
El “mecanismo” de la utopía como mito ( y el más moderno de la Revolución,
que ha salido de él) es simétrico, solo que al revés en relación al tiempo, con
el de la Edad de Oro: si aquélla es
nostalgia proyectada hacia el futuro, ésta lo es hacia el pasado, hacia un
pasado remoto e inmemorial en el que al humano le gustaría “desaparecer,
depositar ahí el peso de la conciencia”. La utopía, por el contrario, está
inficionada de una nostalgia “vuelta del revés, falseada y viciada, tendida
hacia el futuro, obnubilada por el progreso, réplica temporal, metamorfosis
gesticulante del paraíso terrenal.” Respecto a la Revolución, Cioran escribió en el ya varias
veces citado Ensayo sobre De Maistre
que “el sentido último de la revolución parece ser el de lanzar un desafío al
pecado original”,por cuanto parte de la
creencia en la inocencia innata del hombre, y en lo que se refiere al comunismo
, captó bien sus orígenes, su anclaje -- “es el heredero de los sistemas
utópicos y beneficiario de un largo trabajo subterráneo”-- y lo que podríamos
llamar su esencia espiritual (“Si la utopía era la ilusión hipostasiada, el
comunismo, que va más lejos aún, será la
ilusión decretada, impuesta: un reto a la omnipresencia del mal, un
optimismo obligatorio”), pero
sobrevaloró su poder, sus virtualidades utópicas y por eso quizá no pudo prever
su desaparición. La utopía, si bien se mira, es “lo grotesco en rosa, la necesidad de asociar la
felicidad, es decir, lo inverosímil, al devenir, y de llevar una visión
optimista, aérea, hasta el límite en que se una a su punto de partida: el
cinismo que pretendía combatir .En suma, un cuento de hadas monstruoso.”
5. Los desastres de Dios
Se
mencionó más arriba ya–y se habrá visto más que suficientemente en lo que
llevamos escrito, cómo Cioran suele envolver
muchas de sus argumentaciones en una atmósfera religiosa, puesto que no vacila
en recurrir a menudo a los mitos o al
lenguaje religioso, para iluminar otros fenómenos. Pensador que en suma se
sentía mucho más próximo a Teresa de Avila o el Maestro Eckhart que a Kant o Heidegger, escribió con la misma
pasión sobre la santidad y la mística
como experiencias extremas que sobre la
Iglesia y sus Herejías, sobre el fin del paganismo antiguo como sobre los orígenes del cristianismo, sobre las
diatribas de Celso o de Juliano como sobre la personalidad de Lutero. En
asuntos de religión Cioran se sentía, más que en ningún otro, en su terreno.
Parte nuestro autor de la cuasievidencia
de que el hombre necesita a Dios,
siempre que esta aseveración se interprete en el sentido de que , fanático de
creencias y de asideros a los que agarrarse por el hecho mismo de existir, no se podría permitir el lujo
de ignorar la que es al fin y al cabo fundamento de toda fe, que es la fe en
Dios. Ahora bien, como resulta que este universo y este mundo son para Cioran
absurdo y fatalidad, no hay más remedio que pensar que, si alguien los hizo,
los creó, constituye desde luego la obra de un dios
loco, un aciago demiurgo, especie de
divinidad desalmada y perversa, un geniecillo maléfico que , a espaldas de otro
Dios, del bueno y benefactor, perpetró su fechoría. Este es en esencia el
relato mítico que sirvió de base a una
de las primeras herejías cristianas --se remonta al siglo II-- y que Cioran utiliza
irónicamente desde el título de uno de sus libros para mostrar cómo así –hábil
añagaza de la ideología religiosa—se
conseguía exonerar a aquel Dios bueno del desastre de la creación
haciéndolo revertir sobre el perverso geniecillo. La mentalidad, la
conformación religiosa del hombre ansía un orden de explicación del mundo, sí,
pero un orden armonioso y edificante, que le permita exorcizar el caos y el
azar, mas como la experiencia cotidiana sólo le enseña el dolor y la desolación
de la vida, --y también aquel caos y aquel azar-- tiende a pensar, pues es
reacia a la idea de un dios maléfico, que es él mismo, la criatura humana, la
que, porque hizo algo mal, cayó de la espléndida armonía
paradisíaca del Edén, con lo que nos encontramos ante la idea de pecado, de culpa, fundamento en última instancia de toda religión. Es pues una
ingenuidad o un autoengaño interesado postular la existencia de dos dioses, uno
bueno pero inactivo y otro, porque
incapaz de la beatitud de la inacción, perverso hacedor del mundo: en verdad
ambos se resuelven en el mismo, aunque
no sea más que porque el lado pretendidamente bondadoso de la divinidad anda
tan desdibujado ---si sobre todo se contemplan los resultados de su obra---que no
hace falta para aquella nefasta cualidad inventarse ningún dios en exclusiva.
Respecto al asunto de la existencia de Dios –del “bueno”, se
entiende, un Dios sobrenatural: no hay otro—Cioran no tiene desde luego la
menor duda: “Dios” no es más que un invento fruto de nuestros frenesíes y
terrores, de nuestros estados de ánimo y de nuestros caprichos : “Estoy de buen
humor: Dios es bueno; estoy moroso: es malo; indiferente: es neutro. Mis
estados le confieren atributos correspondientes: cuando me gusta el saber, es
omnisciente y cuando adoro la fuerza, es todopoderoso.¿Que me parece que las
cosas existen? El existe; ¿que me parecen ilusorias?, se equivoca. Mil
argumentos le sostienen, mil le destruyen; si mis entusiasmos le animan, mis
murrias le ahogan. No sabríamos formar una imagen más variable: lo tememos como
a un monstruo y lo aplastamos como a un insecto; si lo idolatramos es el Ser por antonomasia, si lo rechazamos o abominamos de él, entonces es la Nada: "Un examen le revela: causa inútil, absoluto
sinsentido, patrón de los bobos, pasatiempo de solitarios, oropel o fantasma,
según divierta a nuestro espíritu u obsesione nuestras fiebres”. Para Cioran
Dios no puede existir porque entonces
desaparecería todo, incluso el pensamiento, todas nuestras perplejidades
estarían resueltas, nuestras interrogaciones suspendidas y nuestros espantos
apaciguados, y eso no es racionalmente posible porque la única función de los
Absolutos—y Dios supone el primero—es la de escamotear los problemas: Dios
constituye un asunto demasiado humano,
lejos de cualquier trampantojo de trascendencia,
demasiado sospechosamente cercano a nuestros terrores y perplejidades
como para que lo podamos sacar fuera de nosotros y lo remitamos a una
instancia sobrenatural; por eso precisamente puede afirmarse –en un sentido muy
distinto al del creyente—que lo llevamos dentro; Cioran lo expresa con su
típica manera oblicua y cuasi metafórica: “Dios, caída perpendicular sobre
nuestro espanto, salvación cayendo como un rayo en medio de nuestras búsquedas
que ninguna esperanza engaña, anulación sin paliativos de nuestro orgullo
desconsolado y voluntariamente inconsolable, encaminamiento del individuo por
un apartadero, paro del alma por falta de inquietudes…”
Dentro del universo religioso a Cioran le
han interesado sobre todo el fenómeno, el
caso límite del santo y el místico
por un lado y, por otro, la muerte del paganismo antiguo a manos del nuevo dios
cristiano. A los primeros dedicó todo un libro, todavía de su etapa rumana, De lágrimas y de santos, fruto de la
arrebatada dedicación a la lectura de
los místicos, sobre todo los españoles
del XVI y XVII. Santidad y misticismo le fascinaban precisamente en lo que tienen de exceso, de exacerbación y de violencia de la fe, y no es de
extrañar tratándose de una manifestación que por lo menos a primera vista
colinda con la locura, la explosión de la sexualidad reprimida o el puro
masoquismo. Incluso se diría que sus sufrimientos y penalidades pueden llegar a
convencer peligrosamente de que el
infortunio y el dolor tienen de
verdad alguna finalidad. Lo que a un espíritu curioso más puede llamar la
atención en la santidad es ese “delirio de grandeza que esconde detrás de sus
delicadezas, los apetitos inmensos disfrazados de humildad, la insatisfacción
que oculta su caridad. Pues los santos han sabido explotar sus debilidades con
una ciencia propiamente sobrenatural. Sin embargo, su megalomanía es
indefinible, extraña, turbadora”. Si nadie puede propiamente hoy “creer” en
ellos –puesto que son demasiado inactuales--,¿cómo
se explica entonces que se les admire , no sin incomodidad?, ¿de dónde nace esa
“voluptuosidad del sufrimiento”? Ahincamiento en lo obsesivo y suprema
excitación de la voluntad, juntamente pasión del éxtasis y atracción por el
vacío, lo que a la vez aterra e intriga
de ellos es el hecho de que con tanto ahínco se hayan dejado arrebatar por su
obsesión, que en cierto modo hayan
resuelto el problema de la existencia, que al menos en apariencia lo tengan
todo tan claro. Piensa Cioran que la santidad tiene frente a la filosofía, que
plantea interrogantes pero no ofrece soluciones, la ventaja de la claridad: “La
filosofía carece de respuestas (…) la
santidad es una ciencia exacta, dado
que aporta respuestas positivas y precisas a las interrogaciones a las cuales
los filósofos no han tenido el coraje de elevarse. La santidad tiene un mérito:
el dolor, y un fin: Dios. Como no es ni práctica ni cómoda los hombres la han
relegado al ámbito de lo fantástico y la adoran a distancia.”
Se comprende que para una sensibilidad
como la de Cioran, ahormada por una
conformación anímica de hereje y por una se diría que irrefrenable atracción
por los excesos, los místicos y los
santos deviniesen un asunto irresistible, tanto estética como podríamos decir
ontológicamente(por una especie de terror metafísico de la conciencia): esos
“histéricos de la eternidad” le intrigaban, le resultaban tan concluyentemente fascinantes, casi hasta lo
morboso, que llegó a escribir –y no tiene mucho sentido saber si lo decía en
serio--:“por el beso culpable de una santa aceptaría yo la peste como una
bendición”. En la santidad se da también
como una suerte de explosión o anulación del tiempo, petrificado en la soledad
de los claustros y de los monasterios y en los desiertos del eremita, en ese
aburrimiento sepulcral que figuraba como contrapunto de los éxtasis y los
trances, en la acedía: “ El éxtasis
en sus primeros arrebatos se crea a sí mismo un paisaje; la acedía lo
desfigura, vuelve la naturaleza exangüe, la existencia insulsa, y suscita un
aburrimiento envenenado que sólo nuestro estado de mortales privados de gracia
nos permite comprender”. Por esa negación del paisaje, por ese regusto por la
desnudez y el desarraigo creía Cioran que en el fenómeno del eremita antiguo
pervivía bastante del primitivo fondo judaico y de la caracterología misma de
los judíos, de esos “domadores del abismo”. Aburrimiento absoluto, sobre el
fondo de la orgullosa negación de la historia que configura el desierto: por
eso los eremitas se refugiaron en él, para así vivir en ese devenir inmóvil, que es el marco más apropiado para
una experiencia pura de la muerte:
“El solitario se retira en él, no tanto por aumentar su soledad y enriquecerse
de ausencia, como para hacer subir en sí mismo el tono de la muerte”.Los
eremitas son verdaderos “atletas del desierto”-- como los llamó un Padre de la
Iglesia , con una imagen que Cioran cita aprobatoriamente—por el
apabullante odio que sentían a sí mismos y el autocontrol casi inhumano
de que hacían gala al luchar con
crueldad contra lo que secretamente
tenían por más querido: sus
“tentaciones”, sus “deseos”, cuyas descripciones harían palidecer a las del mayor libertino.
El santo es asimismo prototipo humano del
anti-sabio, por la misma razón por la que la religión bien a ser lo contrario
de la sabiduría: todo lo que el primero tiene de histérico voluntarioso, de
habilidad para explotar sus propios desequilibrios, de ambición y de audacia,
de seguridad en su verdad, a
imitación de su ideal, Cristo, lo tiene el segundo de desengaño, de
escepticismo y desinterés; para aproximarse a la santidad hace falta coraje:
“Pascal—el único gran filósofo creyente
por el que Cioran siente algún respeto—fue un santo sin temperamento”. Místicos y santos confirman en definitiva, por exceso, la necesidad
que el hombre tradicionalmente ha experimentado de la religión, es como si
mostraran, por reversión, el mal como
inconfesado “secreto de nuestro dinamismo”, en el sentido de que, al empeñarse
en la apoteosis del “bien”, no hacen sino ilustrar la omnipotencia del mal: si
éste desapareciera (pero Cioran parece olvidar que en semejante supuesto
tampoco en rigor habría rastro ni idea de aquél), “vegetaríamos en la
perfección monótona del bien, el cual, a juzgar por el Génesis, exasperaba
incluso al Ser Supremo”.
“Es un error sobre la mística suponer que
deriva de un reblandecimiento de los instintos, de una savia comprometida”,
anota Cioran. Pero no es una casualidad que los místicos fueran contemporáneos,
tanto en España como en Alemania, de grandes empresas de dominación, como la
Conquista y la Reforma: orgullosos y violentos, se atrevieron a hablar a Dios
cara a cara, y su pretendida dulzura y pasividad no figuraba más que como la máscara con la que disimulaban
su sobreabundancia de energía y su furor proselitista. En el caso alemán,
además, “su inclinación a la herejía, a la afirmación personal, a la protesta,
traducía, en el plano espiritual, la voluntad de individualización de toda una
nación”. Tenían algo de conquistador y de caballeresco: “Portadores de una
coraza secreta, indomables hasta en su pasión de torturarse, poseían el orgullo
del gemido, una demencia contagiosa, incendiaria”.
Parece claro que el hombre lleva en sí el fanatismo de la
idea, de la creencia y de la fe y que
ésta—cualquiera que sea—comporta sobre todo el imponérsela a los demás.
Como resulta que la idea nace del rencor y de la insatisfacción y como , según Cioran “no hay insatisfacción
profunda que no sea de naturaleza religiosa” parece desprenderse en
consecuencia que las religiones –sobre toso, claro está, las que creen en un
Dios único —son de por sí
consustanciales con la intolerancia fanática. Ya Cioran hizo notar
verosímilmente, a propósito de Lutero y de San Pablo, que los fundadores de
religiones tienen más poder sobre las multitudes que los más temibles de los
tiranos: su ascendencia, su influencia es a la vez más sutil y más
devastadora. Para él, uno de los rasgos
más visibles de las religiones, como de las ideologías, que han venido a
heredar sus vicios, es haber proscrito el sentido del humor, y en un pasaje del
citado De lágrimas y de santos consigna como el mayor pecado del
cristianismo el hacer desaparecer el escepticismo antiguo porque “un griego
jamás hubiera asociado el gemido a la duda”.
Cioran añoraba el ambiente espiritual de
los estertores del mundo antiguo--ya se ha dicho más arriba al hacer
referencia a su fascinación por los
periodos de decadencia—y lo ilustró profusamente en su obra. Lo fundamental a
su juicio es sin duda el modo en que el triunfo del cristianismo demuestra de
manera ejemplar el comportamiento de toda religión emergente, y la impotencia y
el abandono en que se hallaba a esas alturas la sensibilidad grecorromana. Como
a Sthendal y a la admirable M. Yourcenar de las Memorias
de Adriano, le interesaba sobre todo el momento en que los dioses se habían
ido y el Unico no acababa de estar todavía asentado, ese ínterin en que, como
recuerda la Yourcenar, “el hombre estaba solo”, el interregno relativamente
breve antes de que la nueva religión afeara, escribe Cioran, “de un hollín
indeleble las exuberancias del Mediterráneo”, antes de que el hombre no viera
ya más “ninfas sensuales y dichosas, sino un esqueleto clavado que fustigaba
las dulces vanidades”. La superioridad, tanto moral como estética, del
paganismo sobre el cristianismo radicaría entonces en que el politeísmo, al
proponer multitud de dioses, cuadraba mejor con los impulsos, naturales en las
civilizaciones viejas, de tolerancia y pluralidad: la fe en uno solo, por el
contrario, se exaspera y concentra y acaba tarde o temprano por convertirse en
intolerancia y aniquilación del diferente. Y no menor superioridad había para
Cioran en el hecho de que la civilización antigua no tuviese ninguna
“explicación de la historia” y profesara por ello la “hermosa idea” –que a él
se le hacía tan cara --o el convencimiento de que el mundo no iba a dar nunca
más de sí, de que siempre será en lo esencial igual a sí mismo. Con muchos
dioses, al menos se tenía la libertad de
pasar de uno a otro –además de que nada más ajeno a los antiguos como la
distinción entre creer y no creer, puesto que ellos propiamente
no creían, en el sentido de que no convertían a sus dioses en obsesión ni
materia de estudio, en abominación ni en teología--, pero el fallo (y aquí
Cioran no puede evitar el soñar con la eventualidad, que ha tentado también a
algunos célebres historiadores, de que el
cristianismo no hubiera tenido lugar),
letal para él, para el paganismo precristiano, radicó en su excesiva
generosidad, su exceso de comprensión
al haberse abierto a tantas divinidades:
“Si Roma no hubiese vivido tan intensamente y no se hubiese gastado con
tanta rapidez, la ruina de su altiva
grandeza se hubiese retrasado y la ley cristiana se habría quedado en el
mero privilegio nada halagüeño de una secta”.
“En vano los Celso, Porfirio, Juliano el
Apóstata, se obstinan en detener esa sublimidad nebulosa que rebosa de las
catacumbas: los apóstoles han dejado sus estigmas en las almas y multiplican
sus estragos en las ciudades: la era de una gran Fealdad comienza: una histeria
sin calidad se extiende por el mundo”, en
estos términos entona Cioran la elegía por la muerte de los olímpicos y
llora el comienzo de una noche de siglos…pero no nos engañemos: el fenómeno histórico del cristianismo está
acabado.Una religión sólo se mantiene por el terror y la violencia, y es
significativo que Cioran parezca
lamentar, tanto al menos como el fin del paganismo, la desaparición de aquellos
tiempos en que el cristianismo, aún en su fase “heroica”, atizaba las hogueras
e imponía el respeto por los Cristos sanguinolientos y exangües de la
estatuaria española, Cristos “ satisfechos hasta el delirio de su crucifixión”,
los tiempos, aún más atrás, en que Pablo acertó a introducir en sus Epístolas
toda la brutalidad y el sectarismo del Antiguo Testamento, pero no “el lirismo,
ni el acento elegíaco y cósmico”, añoranza aquélla que dado el peculiar
temperamento de nuestro autor sólo puede
explicarse por la necesidad –él mismo lo
ha aclarado-- de enfrentarse a un
enemigo de fuste, de tener a quién odiar.
La religión languidece, pues que ya no se encuentra en ella la fuerza de los
orígenes, ya no seduce a los espíritus, ya la fe no se impone por la hoguera,
ni hay herejes a quienes condenar, ni místicos que la rehabiliten y exciten: el cristianismo ya ha dicho
todo lo que tenía que decir; además Dios tiene hoy otras caras, se manifiesta
(esto es, se oculta) bajo otras máscaras: “(…) el cristianismo se muere, (…) y
la Iglesia, privada de apologistas y de detractores, no tiene ya a quien alabar
ni a quien perseguir. Escasa de herejes, renunciaría gustosa a exigir
obediencia si, como contrapartida, vislumbrase entre los suyos un exaltado que,
dignándose atacarla, se la tomase en serio y le diese alguna esperanza, algún
motivo de alarma”.
Tras este recorrido por el pensamiento de
Cioran, es evidente que alguna vez se hace difícil seguirle, como cuando, en un
pasaje de Historia y Utopía, pretende
que, si el Estado desapareciera, la voluntad humana “se complacería sin
restricción alguna en el mal”, lo que no puede menos que sonar a un cierto
hobbesianismo remozado; en otras ocasiones no es fácil comprender la
legitimidad de sus odios: ¿cómo sería posible condescender a tanta negación, a
tanto desconsuelo? ¿De dónde nacen?. Se podría decir de él lo que Octavio Paz
consignó sobre Quevedo, que en su obra se manifestaba el orgullo --¿y el
rencor?—de la inteligencia. Pero acaso lo que ocurre simplemente es que “il était persuadé que si le
sentiment de la vie, n´était pas exalté, par toute forme d´excés, la diminution
de notre vitalité finirait par nous invalider” (en N. Dodille et G. Liiceanu. Lectures de Cioran. Paris. L` Harmattan.1997 pp. 62-63). Resulta muy complicado explicar esto que a veces se siente
brotar del recoveco más extraño del fondo de uno mismo y que algunos poetas
–y quizá acaso la sabiduría popular de todos los tiempos y lugares-- ha sabido:
cuanto más se denigra la vida, más se la quiere porque se está seguro de que constituye el único tesoro
que se tiene… “Execro esta vida que idolatro”: si hubiera que condensar en una
breve fórmula la “filosofía” de Cioran, él lo hizo con ésta mejor que nadie.