jueves, 8 de noviembre de 2018

SOBRE CIORAN



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         Como me parece que de otro modo estaba condenado a dormir el sueño de los justos y enmohecerse indefinidamente en algún cajón, me decido a copiar, con solo algunas pequeñas correcciones de detalle y la supresión de un par de párrafos, aquí este texto ---seguramente un tanto desmesurado para una entrada, y comprendo que no solo por su extensión acaso no resulte modo demasiado ortodoxo de retomar este blog, que tenía abandonado hace meses, llevado, más que por otras urgencias, que en parte también, por la pereza y la vagancia---, texto que hace nada menos que 15 ó 16 años pergeñé acerca del todavía entonces muy en el candelero escritor rumano, pese a haber pasado ya  por aquellas calendas más de una década de su muerte. Ahí va, si es que alguien ---eso espero---tiene la paciencia de leerlo, y valga él lo que valiere.


                    CIORAN O LA NEGACIÓN VIVIFICANTE


    “(…), yo no tengo demasiados lectores, pero podría citarle casos y casos de personas que han confesado a algún conocido mío: yo me habría suicidado si no hubiera leído a Cioran.(…) Creo que la causa de esto es la pasión: yo no soy pesimista sino violento…Esto es lo que hace vivificante a mi negación”
                                                                                                                            (E. M. Cioran)
1. El enemigo de sí mismo
     Ahora que Cioran al parecer va dejando de estar tan de moda, pienso que la cita que e   ncabeza este texto viene a resumir, en su  rotundidad, lo que se me antoja como verdad  más   definitoria de su espíritu, por encima de las etiquetas vulgarizadoras –y mediáticamente muy llamativas—de “filósofo del pesimismo”, “maestro del escepticismo” u otras de ese tenor que a menudo se le han dedicado. A mí al menos su  frecuentada lectura no sólo no me ha dejado ningún regusto amargo, sino que me provoca invariablemente efectos balsámicos y tonificantes: un pensamiento que es cualquier cosa menos adormecedor o complaciente, un admirable sentido del humor, una prosa como en penumbra, fascinante y rica, que sabe dar un tono propio e inconfundible hasta a los más aparentes lugares comunes,  haciéndolos  así sugerir de otra manera, transfigurarse y casi  siempre enriquecerse, como  para otorgarles un color patético que desborda con mucho los límites de una reflexión original o una paradoja, tono que tiene sin duda algo de oración en todo el abanico posible de registros: desde la irónicamente  desencantada  hasta la ligeramente amarga, del sarcasmo más disoluto hasta la explosión más hiperbólica, de la paradoja más  reveladora al más arrebatado lirismo (contra el que tenía sin embargo sus prevenciones).
     Caso sumamente extraño pues el de este escritor: lo mismo se encuentra en él el exabrupto más histérico y exagerado que  el modo de escritura –al menos en apariencia—más frío e indiferente, con algo de la gélida lucidez de un Jünger o un Bernhard. Todo o casi todo lo que escribe se diría demoledoramente triste o insoportablemente dramático (e incluso a veces  parece denigrar lo que en el fondo más quiere); a mí se me antoja  un espíritu ante todo jovial –si bien con una cierta dosis de energumenismo, ¿por qué va a ser imposible semejante mezcla?-- y  muy saludablemente desencantado, alguien que se ha dedicado a jugar con las ideas, los tópicos y los dogmas para sacar a la luz el lado sangriento y aniquilador que suelen tener, y que sabía demasiado bien que nada nos va a consolar—ni a él ni a nadie-- de la maldición de la muerte y del miedo que le tenemos (que es en puridad en lo que ella viene a consistir), ni de nuestra tendencia innata a la infelicidad. Todo o casi todo lo que escribe, asimismo, se diría producto de su propia vida, pero no en el sentido restrictivamente “autobiográfico”(ya se sabe que así es en general en todo verdadero escritor, pero en este caso uno cree intuir algo más), ¿cómo decirlo?, tiene el aire de lo vivido y no de lo meramente pensado, de lo sufrido y lo gozado: si se lee el volumen, editado en español por Tusquets, como la mayoría de sus otros libros,  que recoge las entrevistas que se le hicieron, uno se apercibe de hasta qué punto muchas de las anécdotas de su peripecia vital que ahí cuenta están también como dibujadas en hueco en otros tantos  párrafos de sus obras, hasta tal punto da Cioran la impresión de  haber vertido o  volcado, mejor de haberse volcado, en la página —claro que pasando por el tamiz y el distanciamiento que impone necesariamente la escritura—sus días y sus noches, sus “furores y resignaciones”.


     Pero si hay una consideración que, al margen de cualquier otra , otorga un peculiar atractivo  a la obra de este transilvano, hijo de un pope ortodoxo, cuya visión del mundo parece situarse a mitad de camino de la de  los bufones de Shakespeare y la de los personajes de Beckett,  autoexiliado  desde fines de los años treinta hasta su muerte en París, donde  acabaría adoptando la lengua francesa, ajeno a los enredos del mundillo literario e intelectual  y que nunca, salvo una breve temporada en su juventud, ejerció actividad remunerada alguna,  es justamente el que siempre anduviera merodeando alrededor de sus abismos y ansiedades, su irrefrenable gusto por la contradicción y la aporía, por el dicterio apasionado (ante todo contra sí mismo: “ ¿es culpa mía si no soy más que un advenedizo de la neurosis, un Job en busca de una lepra, un Buda de pacotilla, un escita vago y extraviado?”), esa maestría con la provocación y el exabrupto, esos como fogonazos de lucidez presididos no ya por lo demasiado “subjetivo” sino  por el puro capricho, e incluso el aire entre dogmático y  apodíctico, visceral, de muchas de sus proclamas.


     Ya que se ha mencionado más arriba lo de la “reflexión original”, hay que empezar aclarando que Cioran no albergó ninguna pretensión de “originalidad” respecto a los “temas” de su obra (que son los que de un modo y otro dan que pensar de vez en cuando a todo el mundo).Mejor dicho: su originalidad no está tanto en lo que dice, cuanto en la manera de decirlo, con el añadido además de que muy frecuentemente, al iluminar una misma cuestión desde perspectivas distintas y a menudo excluyentes, alcanza a revelar su carácter, según los casos, insondable, inane o puramente insoluble. “La ventaja que tiene ocuparse de la vida y la muerte es que se puede decir cualquier cosa”, escribió en uno de sus Silogismos de la amargura . No menos de agradecer resulta la aparente “sencillez” de sus escritos –en el sentido de lo lejos que están de la jerga filosófica habitual-- y el que buena parte de ellos se presenten en forma fragmentaria, como aforismos que se pueden leer aisladamente y que no pocas veces resultan contradictorios entre sí e incluso dentro del mismo fragmento, hasta el extremo de que podría hablarse en Cioran de una especie de interiorización de la contradicción, continuamente alimentada y atizada como método: en Del inconveniente de haber nacido llega a escribir: “En continua rebeldía contra mi ascendencia toda la vida he deseado ser otro: español, ruso, caníbal, todo excepto lo que soy. Es una aberración pretenderse diferente de lo que se es, adoptar en teoría todas las condiciones salvo la propia” y poco más adelante, en el citado libro: “Sobre el mismo tema, sobre el mismo acontecimiento, puedo cambiar de opinión diez, veinte, treinta veces en un día”; de modo que es lógico que, para este peculiar entrepreneur de démolitions, para un  autor que hace de la autoironía, la insatisfacción y el desgarro casi la condición de posibilidad misma de la escritura, nada  haya más lejos de su intención y  talante  que edificar un “sistema” perfectamente cerrado y coherente.
       Los orígenes intelectuales de Cioran se relacionan evidentemente con las corrientes “vitalistas” e “irracionalistas” de matriz postnietzscheana de los años veinte, aunque luego su temprana fascinación por Nietzsche acabó languideciendo. Las  lecturas que más le influyeron en su juventud fueron Simmel y Leo Chestov, las más constantes Dostoyevski (al que siempre consideró el mayor de los escritores), Pascal, Shakespeare, los moralistas franceses del XVIII y el Antiguo Testamento, sobre todo el Génesis, el Eclesiastés y Job (“ Job y Chamfort son los dos espíritus a los que me siento más próximo”), así como todo tipo de diarios íntimos y memorias --“ Me interesan todas las vidas ajenas, aun las más oscuras (…) Es un poco enfermizo (…) para ver cómo pierde una persona sus ilusiones”—. Siempre se manifestó, por contra, impermeable al positivismo, al marxismo ( y en general a todo cuanto se deriva de la idea ilustrada del  Progreso y su creencia en la continua perfectibilidad humana) y al psicoanálisis, por el que parecía sentir una enemiga especial ( “una terapéutica sádica”, que no sólo no cura nuestros males sino que los agrava) .Conocía muy bien el mundo antiguo, la Edad Media (sobre todo los místicos de ese periodo ) y el XVIII francés. Si hemos de hacerle caso--“a los veinte años leía a los filósofos, a los treinta a los poetas y después a los historiadores”--, la frecuentación de historiadores de variadas épocas no ha debido sino de certificarle en su noción de la historia como lugar de todas las desgracias y catástrofes.


     Aunque no se pueda hablar propiamente de “evolución” en la obra de Cioran (en el sentido de que la mayor parte de sus motivos y obsesiones estaban ya en el primer libro, En las cimas de la desesperación, escrito en rumano,  como los cuatro que lo seguirían), es claro que hay notables diferencias de tono y planteamiento entre estos primeros textos y los escritos en francés, debidas no sólo al carácter distinto de una y otra lengua (pero sobre esto volveremos más abajo). En las cimas…es todavía un libro inmaduro –lo escribió a los veintiún años--, del que él mismo acabaría en parte renegando, una especie de confuso precipitado nietzscheano, furibundo y declamatorio (“ que desaparezca todo lo que existe, para que en esa confusión y en ese desequilibrio podamos alcanzar plenamente el vértigo total”), con demasiado refrito spätromantik  y con más de un punto de bisoñez juvenil: sorprende por ejemplo el largo capítulo “El entusiasmo como forma de amor” urdido con todos los tópicos del romanticismo blando e ingenuista, en los antípodas de no pocos pasajes de  libros suyos posteriores donde da rienda suelta, en punto a esta cuestión, a un sarcasmo tan disolvente y demoledor que dinamita toda la parafernalia romántica: “ La duda sobre sí mismos atormenta hasta tal punto a los seres humanos que, para remediarla, inventaron el amor, pacto tácito entre dos desgraciados para sobreestimarse, alabarse sin vergüenza” (La caída en el tiempo). Para Cioran el amor se ha instituido como una de nuestras obsesiones y pasatiempos favoritos, un narcótico deseado para engañar nuestra soledad,  al que para más inri gustamos de adornar con  un aparato de tormentos y beatitudes del todo injustificados, toda vez, viene a decir, que fácilmente desmontables por la lucidez o el conocimiento: cuando conocemos al otro del que nos hemos enamorado, dejamos inmediatamente de estarlo: “El amor adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata el amor”; en cuanto a la sexualidad (materia de la que la civilización moderna padece una desmesurada inflación desde por lo menos el freudismo), sería sobre todo asunto de fisiología…y de socialización: “la sexualidad nos iguala, mejor, nos quita nuestro misterio…Mucho más que el resto de nuestras actividades y empresas, es ella la que nos pone en pie de igualdad con nuestros semejantes: cuanto más la practicamos, más nos hacemos como todo el mundo: es en el curso de una operación reputada bestial cuando probamos nuestra calidad de ciudadanos: no hay nada más público que el acto sexual”.

     El punto de partida de Cioran es, más que el descubrimiento, la certeza de la inanidad y del vacío de toda “realidad”, que no tiene más entidad que la que nuestros reconcomios y perplejidades le conceden. En efecto, se piensa de verdad sólo a partir de los humores y el estado de ánimo de cada uno en cada momento, casi siempre bajo los efectos de un desequilibrio vital. El arranque del pensamiento no tiene en él nada de “abstracto”, va ligado a una sacudida, a un desarreglo psíquico: “Me gusta el pensamiento que conserva un sabor de carne y de sangre, y a la abstracción vacía prefiero con mucho una reflexión que proceda de un arrebato sensual o de un desmoronamiento nervioso”. El problema de la vida (y el de la muerte) es que, puesto que nacemos, se nos imponen ineluctablemente por eso mismo el yo (“el error más precioso” y “la ilusión más sustancial”, escribe), el fenómeno de la individuación y de la conciencia individual, conciencia e individuación que son coextensivas  de lo que él entiende por existir (el drama que empieza con el nacimiento mismo, el portillo que da entrada a la caída en el tiempo). Como resulta que la sensación principal que tiene la facultad de excitar la conciencia no es sino el dolor (por eso los individuos más conscientes son los enfermos), nos encontramos con que este hecho supone tanto el “olvido” del cuerpo y la separación definitiva de los mecanismos de la vida irracional, orgánica, meramente inercial y vegetativa, anterior a la aparición de la conciencia, como la condena inmediata  al acto, al fin (que se revelaría sin remedio como un trampantojo: “dad un fin preciso a la vida: pierde inmediatamente su atractivo”), al deseo (“estado de exasperación y de fiebre”) y a medida que vamos haciéndonos más “refinados”, a la civilización y a la historia, en definitiva a la obsesión del  futuro. Es así como el hombre está preso, por su misma naturaleza y desde la raíz, de una fatalidad irremediable. El “ser”—y la “vida” en el sentido en que él emplea ambas expresiones-- vienen a constituir de este modo la cara oculta o negada de la “existencia”, aunque a veces Cioran use estos dos últimos términos como intercambiables.


        El verdadero pensamiento es el que siente esa falla inicial y el que no sabe que piensa cuando está pensando, pero la labor de todas las filosofías y religiones ha sido, a su juicio, engañarnos ocultando nuestra indefinición y caos innato; ser hombre equivale a  vivir zarandeado por las ilusiones, por la agitación y el excesivo amor a su yo (“Está por nacer quien no se adore a sí mismo…cada uno es para sí el único punto fijo del universo y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida”) y también por  el odio, a menudo su complementario inseparable, notablemente el odio que nos tenemos por querernos tanto y por sentirnos expulsados del Jardín del Edén (volveremos sobre el mito bíblico del Paraíso, capital en su interpretación del hombre y de la historia). Parece desprenderse entonces de la lectura de Cioran, siempre abonado al principio de la identidad de los contrarios y a una especie de lógica de lo peor, que el odio a uno mismo, no menos que el llamado “amor propio” y la sensibilidad para el dolor, vienen a constituir algo así como los rasgos definitorios de la condición humana, también abocada a la necesidad de justificar  la existencia (tarea esencial de toda moral) y de añorar perpetuamente ese pretendido paraíso anterior a su desgracia. En estas circunstancias, es difícil no creer que algo en nosotros acabe envidiando la “naturaleza” de piedra, de geranio o de sabandija, ni tiene demasiado sentido preguntarse qué salidas le quedan al espíritu (una de las poquísimas palabras que Cioran nunca utiliza de manera oblicua ni irónica): no hay más que la duda, el escepticismo, que por supuesto ni se “escoge” ni supone una posición intelectual, sino que se nos impone como una condición del existir mismo, que no puede tolerar el ser: “La duda auténtica nunca será voluntaria, ¿qué es, aun en su forma elaborada, sino el disfraz especulativo que reviste nuestra intolerancia del ser”. Por otra parte, aunque la duda –superior a la afirmación y a la negación e intelectualmente más honrada que ellas—revela el convencionalismo y la falsedad de toda moral, es difícilmente compatible con la “vida” ( que en el peculiar lenguaje de Cioran es equivalente casi siempre a algo así como “afirmación,” “instinto,” “violencia”) y acaba tarde o temprano, hastiada de sí, autoanulándose.


     Si, como más arriba se ha dicho, la filosofía engaña, sobre todo la de los profesores, la convertida en una profesión, es porque se declara  impotente para expresar los males del mundo: simple inventario de ideas anémicas, no ha ayudado nunca a nadie en lo que de verdad importa ( “Poco más o menos todos los filósofos han acabado bien: es el argumento supremo contra la filosofía”), y su triste utilidad  queda, según Cioran, en  mero “ refugio de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida”; por otro lado, las sospechas contra los “sistemas” filosóficos se acrecientan cuando se comprueba la rapidez con la que envejecen, y como las actitudes posibles ante el mundo son, sugiere nuestro autor, sólo unas pocas, todo se reduce a una elección de vocablos, a más o menos sutiles desplazamientos de matiz impulsados por las modas. Hay que desconfiar de todas las filosofías, ante todo de las que se presentan como cuerpos cerrados de doctrina, e incluso de todo saber en lo que tiene, con arreglo al mito bíblico, de maldición –esta idea recorre subrepticiamente toda su obra--, pues  ni siquiera sirve el haber frecuentado los círculos de  la sabiduría para enfrentarse al drama de la existencia, como si el destino de la criatura humana  hubiera de ser ineluctablemente caer ante la opacidad del mundo con la sola desnudez de la ignorancia. Se lee en Breviario de los vencidos, su último texto en rumano, uno de sus libros de tonalidad más “poética”: “Fui compañero de los escépticos de Atenas, de los descerebrados de Roma, de los santos de España, de los pensadores nórdicos y de los brumosos ardores de los poetas británicos (…) y al final de todo, he vuelto a encontrarme conmigo mismo. Reanudé el camino sin ellos, explorador de mi propia ignorancia”, y en una entrevista de los últimos años declaró sin asomo de ironía que a veces le asaltaba la duda, después de una vida de “civilizado” (volveremos sobre la especial connotación de  esta palabra en Cioran), de si los campesinos rumanos que trató en su niñez, gentes de un fatalismo casi cósmico, no tenían  en el fondo razón.



     La experiencia fundamental de la existencia para Cioran la constituye el hastío, ese aburrimiento tan insidioso—“¿por qué en la perfección del instante absoluto un murmullo de temporalidad me hacía volver a las atrocidades del tiempo?”-- como insoportable que todos hemos sentido sin duda demasiadas veces. Se trata de una suerte de  desarticulación , de evaporación del tiempo, un mal no localizado y del todo impreciso que afecta al cuerpo sin dejar huella en él y se ceba igualmente en las almas sin dejarles ninguna señal. Como estamos hechos para creer, deliramos, bloqueamos toda lucidez (que nos llevaría a nuestra condición esencial: la desnudez y el desvalimiento) y no podemos menos que pensar que algo, de verdad, existe, pero nos engañamos: “el infierno es un refugio comparado con ese desierto en el tiempo, con esa languidez vacía y postrada donde nada nos detiene sino el espectáculo del universo que se caería bajo nuestras miradas”. Si, por designio de algún dios maléfico, el mundo entero se convirtiese en una perpetua y plúmbea  tarde de domingo, entonces—escribe Cioran con su peculiar maestría para la evocación apocalíptica—“en los corazones más llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían, las iglesias y los burdeles estallarían de suspiros”; se podría incluso decir—apunta un tanto cínicamente en Breviario de podredumbre-- que la única utilidad del amor es ayudarnos a soportar las vacías e inacabables veladas dominicales. Excrecencia necesaria del tiempo, enfermedad sin síntomas visibles ni curación definitiva (“esa convalecencia incurable”), el hastío se configura como una especie de eternidad al revés (que sin embargo, según Cioran, en espíritus especiales como el místico o el santo devendría en cierto modo conveniente, asunto al que nos referiremos más adelante), que llevamos grabada en el alma, una condena que cercena cualquier posibilidad de goce del momento, pero por otra parte no se olvida de apuntar que hasta la contemplación misma de las bellezas del mundo duele, por cuanto  destinadas  --“sólo la fealdad es indolora”—a desaparecer.

        Mas  al fin y al cabo, el hombre-- “este efímero de acero, ejemplo monstruoso de evanescencia y de endurecimiento”—aunque se aferra a la vida, más propiamente a la voluntad de existir, al decir de Cioran, tan incomprensible como impúdica, muere. Desde principal pretexto que han explotado todas las religiones, a la vez situación límite y dato directo de la experiencia, hasta búsqueda de la salvación para unos y objeto de terrores fisiológicos para otros, desde especie de devenir orgiástico, de nada que vivifica, para algunos poetas isabelinos y románticos alemanes, hasta objeto de  los sofismas que le dedicaron ciertos sabios antiguos…ha habido “teorías” de la muerte para todos los gustos, pero en este terreno, más que en ningún otro, todas nuestras certezas se desvanecen y arruinan todas esas adormecedoras  ilusiones a las que nos habíamos venido acostumbrando. En vano se esperará de Cioran alguna recomendación positiva para enfrentarse a la muerte: para él es lo inasible por excelencia. En la medida en que no deja de tratarse de una creencia más, de que nada objetiva tanto como ella y de que nada tampoco se presenta como más futuro( en rigor no hay más muerte que la futura: cuando hablamos de ella nunca está aquí ni ahora), lo único que se puede hacer es…no hacer nada, esto es, lo mismo que respecto a cualquier otro proyecto: descreer, no entregarse, no enfeudarse a los espejismos del futuro (expediente o recomendación que, dicho sea de paso, se atreve Cioran a proponer –claro que sin ninguna seguridad y cum mica salis—como  condición de posibilidad de toda felicidad: “En lo que a felicidad respecta, si es que esta palabra tiene algún sentido, consiste en la aspiración al mínimo y a lo ineficaz, en el no llegar erigido en hipóstasis”).
   
 



      A lo que Cioran sí dedica más espacio y discurso es a lo que a menudo se alude púdicamente como “salida voluntaria”. El suicidio goza sin duda en general de mala prensa…y de no tan mala en algunos medios, aunque lo que se puede tener por  bastante seguro es que la mayoría de la gente –salvo accidente o algún otro imprevisto—habrá de experimentar la dicha o el escándalo de morir en la cama, de viejos.¿ Y por qué, si la lucidez llevada hasta el fondo viene a desautorizar el apetito de vivir, no nos suprimimos?, ¿qué nos concita contra la muerte?. Por paradójico que parezca,--o quizá precisamente por eso-- apunta nuestro autor, es el vacío, la nada de este mundo, de donde brota la fuerza para persistir, una nada que “no sólo es el símbolo de la existencia, sino la existencia misma, es el todo”. Si, por lo que se dijo en el párrafo anterior, “nada bueno resulta de las meditaciones sobre el hecho material de morir”, no parece menos cierto que la posibilidad del suicidio resulta por lo menos consoladora: en efecto, acogiéndose a la paradoja  complementaria, aquélla podría considerarse uno de los caracteres distintivos del hombre, el único acto libre, según se ha dicho demasiado tópicamente, uno de los dones que se nos han otorgado (¿quién no ha pensado alguna vez en ello?: “ Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica”). Supone –esa permanente posibilidad de recurso al suicidio-- precisamente lo que nos ayuda a soportar la vida, argumenta Cioran de modo un tanto sofístico, hasta el punto de  que ésta  casi  podría considerarse un estado de no-suicidio .

      Como con casi todo, parece que nos engañamos respecto a esta cuestión, pues la opinión común --y ni que decir tiene que casi todas las religiones y filosofías-- tachan invariablemente de cobarde a quien abandona por propia mano, olvidando que  –y no me resisto a la tentación de copiar todo el párrafo, por cuanto me parece una muestra cabal del manejo de la paradoja, el desplante humorístico (¡en un asunto tan serio!, que diría alguno) y la sofística de Cioran—“el hombre dura en la prórroga del suicidio: ésta es su única gloria, su sola excusa. Pero no es consciente de ello, y tilda de cobardía el valor de los que osaron elevarse, por la muerte, por encima de sí mismos. Estamos unidos los unos a los otros por un pacto tácito de aguantar hasta el último aliento: ese pacto que cimenta nuestra solidaridad, no por eso nos condena menos: toda nuestra raza está marcada de infamia. Fuera del suicidio, no hay salvación. ¡Cosa rara!: la muerte, aunque eterna, no ha entrado aún en las costumbres: única realidad., no logra convertirse en moda. Así, en tanto que vivos, todos estamos anticuados…


            Vivimos en el reino de la aporía universal. En un mundo cortocircuitado por el principio de invariabilidad y por la inercia de la fatalidad, por la indeclinable irrealidad de la existencia, “el espíritu descubre la Identidad; el alma ,el Hastío; el cuerpo, la Pereza”, que no son menos formas de irrealidad, de condena a la inutilidad radical de todo acto (aunque creemos lo contrario, que actuar sirve de algo) que las otras tres caras correspondientes y complementarias de, respectivamente, la contradicción, el delirio y el frenesí. Pero aún hay más: tanto el que duda como el que niega – para no hablar del que, más crédulo que los otros, se atreve a afirmar-- participan también de la misma ficción: el primero porque, al dudar, sólo demuestra que existe en un grado un poco menor, se toma por lo menos en serio el objeto de su duda, sugiere Cioran rizando un poco el rizo, y el segundo porque, al saber que nada vale la pena, convierte implícitamente  eso que sabe o cree saber en una creencia, por consiguiente también en una posibilidad de acto. 
  
      
      Aunque Cioran no lo consigna explícitamente, el hombre, que vino a ser con los siglos protagonista de esa gran alegoría que constituye la Historia Universal, se adecua bastante bien a los rasgos, convenientemente universalizados, del burgués europeo de la Revolución Industrial, que mediante esta universalización se convirtió en el personaje alegórico que inventa y se supera, personaje fáustico, sujeto de la “gran empresa de la Humanidad” en su triunfante e ininterrumpida marcha hacia el Progreso. Por ello mismo  nada hay más opuesto a las tradiciones de nuestra civilización occidental que la pasividad, la inacción, reconoce Cioran, que se sintió atraído en parte por las filosofías orientales que, como el Tao, predican el desapego y la quietud; estamos pues inevitablemente demasiado hechos al movimiento, al tiempo, al frenesí, a la espera: “La época moderna comienza con dos histéricos: Don Quijote y  Lutero”. Quienes se sitúan en mejores condiciones para percibir-- sin darse demasiada cuenta de ello—aquel vacío son , en esta ocasión nada paradójicamente, no los representantes de una humanidad demasiado atareada en esperar (por eso trabaja y actúa, porque espera), sino los ociosos, los presumidos y los dandys, aquellos cuyos “pensamientos revolotean entre el espejo y el cementerio”, los que tienen el suficiente tiempo como para sentir la obsesión del cuerpo y del envejecimiento: “toda metafísica empieza con  una angustia del cuerpo (…) de tal suerte que los inquietos por frivolidad prefiguran los espíritus auténticamente atormentados”.

 


     2. En el principio fue la caída

      

     No es sólo que  no salga muy bien parado el concepto o categoría “hombre” en el discurso del que nos estamos ocupando, sino también que cuando se examina su trayectoria, sugiere Cioran, uno no puede menos que preguntarse cómo ha sido posible su surgimiento. Para explicar los según él no demasiado apasionantes avatares de esta peculiar criatura que somos, suele el rumano utilizar el cañamazo del mito bíblico del Génesis, no evidentemente porque ni por asomo “crea” en él, al menos no en el sentido positivista o cristiano de “creer”,  sino porque de alguna manera la impersonalidad y la polivalencia de los mitos  le parece  que pueden llegar, si no a proporcionar, por lo menos a sugerir las  explicaciones más profundas. Además de que la palabra “Dios” no hace más que encubrir en nuestra época los nombres de otros ídolos más conocidos (el Progreso, el Dinero, el Sentido de la Historia u otros, que en verdad vienen a ser todos el mismo), no resulta menos cierto que, como escribe razonablemente F. Savater --Ensayo sobre Cioran. Madrid. Espasa Calpe. 2002, pág. 92-- “Dios suministra también las escapatorias que el mundo requiere para no hacerse absolutamente intolerable”. Se podría apuntar a propósito de nuestro pensador lo mismo que J. Marías observó sobre Unamuno en su temprano libro sobre el pensador vasco: que trate el asunto que trate, al final casi siempre viene a parar a la religión. Cioran es un temperamento religioso sin Dios, al que –como casi todos los ateos militantes--parece necesitar más que cualquier creyente o cualquier místico: a él le dedica sus más apasionados improperios y lo convierte en objeto predilecto de sus desvelos.

     Ya se consignó más arriba que el hombre, obligado a cargar con la hipoteca de la conciencia y del devenir, vino a constituirse en condenado por necesidad; pero lo más curioso es que su misma existencia, por otro lado perfectamente innecesaria, no habría tenido lugar de no haberse perdido por su curiosidad malsana y su espíritu rebelde, por su disposición para la negación. Aun cuando “obra de un virtuoso del fracaso” y por ello mismo cargado con el insalvable destino de un malogrado, la esencia del “hombre” no puede menos que aparecérsenos como inevitablemente equívoca:-- “ es extraordinario hasta en su mediocridad, prestigioso incluso cuando lo detestamos”—; casi habría que apiadarse de él por la turbia fascinación que siempre se siente hacia un ser poseído por un espíritu de una suerte de autoaniquilación."

       De las consecuencias de aquella caída que provocó el surgimiento del hombre, dos son especialmente las que Cioran ilustra de manera especial: el prurito de la gloria, habida cuenta del carácter escandalosamente jactancioso de esta criatura que somos, y la condición de la enfermedad concebida como un exceso, un plus de la conciencia.       Vivíamos (pero evidentemente  entonces no éramos “hombres”: nos acogíamos al puro limbo del “ser”) en la indeterminación del paraíso, vivíamos sin ser conscientes de ello, aunque “con el presentimiento del saber, con una ciencia que no se conocía a sí misma, con una falsa evidencia, propicia a la aparición de la envidia”. Como  el hombre sentía inconscientemente celos de su creador, estaba en cierto modo por ello  predestinado a la tentación y la caída, pues “en él se manifestaba ya esa ineptitud para la felicidad, esa incapacidad para soportarla que todos nosotros hemos heredado”; y así, de los dos árboles del Edén, y pese a las advertencias de la divinidad (o quizá precisamente a causa de ellas: el creador nos engañó al satisfacer justo nuestro deseo más secreto, porque “sabía que el hombre, por aspirar solapadamente a la dignidad de monstruo, no se dejaría seducir por la perspectiva de la inmortalidad”), nuestro primer padre Adán eligió  el del conocimiento. El estatuto de inmortal no parece que se revelara lo suficientemente atractivo para el aventurero que era nuestro primer antecesor toda vez que, conjetura Cioran, “debía de sentir un malestar sin el cual no se podría explicar la facilidad con que cedió a la tentación”. Por sucumbir a ésta,  levantarse contra su creador y haberse condenado de esa manera a la historia, el hombre guarda estrechas analogías con el diablo, primer espíritu rebelde y “maestro de nuestras interrogaciones y nuestros pánicos, instigador de nuestros desvaríos”. El pecado de Adán y Eva fue por consiguiente el mismo que el del maligno: la soberbia, el orgullo, el deseo de poder (y el de saber), de tal  modo que así  huímos  del paraíso hacia el porvenir, monos convulsos y apasionados que no podemos estarnos quietos, estragados por la avidez y el frenesí y presas del  “remordimiento de haber pasado de largo ante la inocencia verdadera, cuyo recuerdo ha de perseguirnos siempre”.

     El hombre nació  pues ya presa de una anomalía, una alteración radical –“más deforme en lo moral de lo que lo eran los dinosaurios en lo físico”—que lo catapultó, nada más abandonar el jardín,  a la conquista de la naturaleza y a la aniquilación de las demás especies con una seriedad y una saña verdaderamente insospechadas. A partir de ese momento primordial y durante siglos no hemos sido más nosotros mismos sino en la medida en que nos hemos ido separando de nuestro estatuto primero, que era precisamente la indefinición puramente vegetativa de la que se supone que  gozábamos en el Edén. En lugar de haber persistido tranquilamente en su condición, la criatura se empeñó en fabricarse otra “en detrimento de sus intereses y como por impiedad para con su propia imagen”, de ahí que haya llegado a ser el “único animal extraviado”, incapaz de asimilarse ni a sí mismo (pues que se traicionó) ni al mundo (puesto que le era originariamente ajeno) y abocado de este modo a una insatisfacción continua, necesaria consecuencia de la condena a los excesos de la voluntad: “Cuanto más se es, menos se quiere”; y consiguientemente al revés, por eso el hombre, el más débil e inadaptado de los seres, “tiene por prerrogativa y desgracia la de imponerse tareas inconmensurables para sus fuerzas, las de caer presa de la voluntad, estigma de su imperfección, medio seguro de afirmarse y hundirse”.

     Pero el más grotesco de los estigmas que el hombre hubo de arrostrar, a resultas de la caída, cristalizó en  la obsesión de la gloria, aunque más que efecto casi habría que pensar que fue la causa, y deberíamos en esto enmendarle la plana al mismo Génesis: si nuestro primer padre “arruinó su felicidad original no fue tanto por gusto de la ciencia como por apetito de la gloria. En cuanto fue víctima de los encantos de ésta se pasó al bando del diablo”, apostilla Cioran .Como nadie está en el fondo seguro de lo que es y de lo que hace, todo el mundo lo que más desea es que lo alaben. Esta pretensión  compulsiva de nombradía está por decirlo así inscrita en nuestro ser desde los orígenes, habida cuenta de que desde el paraíso “el hombre(…) debió de sentir el deseo confuso de eclipsar a los animales, de  brillar  a costa de ellos”. El que pierde por cualquier motivo, por un extraño fenómeno de neutralización del instinto, el deseo de gloria (que es por supuesto el mismo que el afán de dominación, el de producir y el de meramente hacer), casi ha perdido con ello su condición humana, se convierte en una especie de autómata, goza de los privilegios de  un ser con déficit de humanidad, hasta tal punto es aquél condición necesaria de ésta.

     Vale la pena no obstante hacer un esfuerzo de imaginación, razona Cioran, y suponernos por un  momento capaces de,  por estar liberados de la tiranía de la opinión y del prurito de la gloria, carecer de público y no pertenecer ya a ninguna época. Antes nos habríamos dedicado a hacer que desapareciera hasta el más leve rastro de nuestro  nombre y, ante la incomprensión de los demás, habríamos llegado a nuestra pretensión de “liberarnos de la extremaunción del yo, de detenernos en el umbral de la conciencia y nunca penetrar en ella, de encerrarnos en lo más profundo del silencio primordial, en la beatitud inarticulada, en el grato estupor en que yacía la creación antes del estruendo del verbo”. Esta disolución de la identidad y del yo sería lo más parecido, si es que esta expresión tiene algún sentido, a un estado de libertad: “dejar de existir para todos, vivir como si  nunca se hubiera vivido, desertar el acontecimiento, no sacar ya partido de instante ni lugar alguno ¡emanciparse para siempre! Ser libre es emanciparse de la búsqueda de un destino, es renunciar tanto a ser uno de los elegidos como uno de los réprobos, ser libre es ejercitarse en no ser nada”.Susan Sontag –en su a mi juicio irregular ensayo sobre Cioran reeditado ahora en Estilos radicales. Madrid. Punto de lectura. 2002. pp.121-152, que tiene no obstante el mérito de haber sido el primer escrito crítico de importancia sobre la obra del rumano-- no puede entender que para éste la “única forma auténtica de libertad” sea precisamente la que goza del privilegio de estar “liberada” de la acción, quizá porque su texto permanecía aún demasiado apegado a las perspectivas “progresistas” de los años sesenta, que tanto enfatizaban la idea de “compromiso”. Califica asimismo de “superficial y arbitrario”, y le reprocha no tener en cuenta el hecho del Holocausto, el fragmento  Un pueblo de solitarios, incluido en La tentación de existir, en mi opinión una de las más lúcidas interpretaciones que se han hecho del problema judío, treinta páginas que Cioran mismo juzgaba de lo mejor que había escrito. Acierta en cambio la Sontag, creo, cuando observa que Cioran puede ser uno de los últimos panegiristas de la civilización europea, a la que aparentemente tanto desprecia.


       Al contrario, como casi siempre, de lo que dicta la opinión común, piensa Cioran que no hay nada peor que alguien que ha conseguido realizarse: quien, como suele decirse, ha hecho algo en la vida “ofrece un espectáculo más lastimoso que quien, por no haber podido ni querido distinguirse, muere con todas sus dotes reales o supuestas, con sus capacidades desaprovechadas y sus méritos no reconocidos: la carrera que hubiera podido hacer, por prestarse a versiones múltiples, satisface a nuestra imaginación; es decir, que aún está vivo, mientras que el primero, petrificado en su éxito, realizado y repelente, recuerda a un cadáver”. Incluso el creyente lo es en el fondo por su deseo de destacarse, de figurar entre los conocidos de Dios, de estar, frente a los réprobos y los escépticos, en el secreto de su complicidad y sus adulaciones: hasta el rezo, la oración, se podría explicar por la pretensión de ser apreciado por el Todopoderoso, de gozar de cierto renombre cerca de él, porque al fin y al cabo, el hombre se alzó contra Dios también por envidia de su  ostentación y su boato: “sin consuelo por tener que desempeñar un papel de segundo orden, se lanzó, por despecho y fanfarronada, a una serie de hazañas extenuantes, a la Historia, empresa no tanto destinada a suplantar a la divinidad cuanto a deslumbrarla”.
     La búsqueda de gloria, que se vuelve en los humanos cada vez más afanosa, no es en definitiva más que un sustituto, un Ersatz, de la creencia en la inmortalidad: desaparecida esta quimera secular a resultas de la pérdida de vitalidad de las religiones y la consiguiente “laicización” de la existencia, al hombre le resultó casi imposible prescindir del todo de un simulacro, por mísero que fuera, de perennidad; ahora bien, en un mundo azotado por la inflación del número, en el que la humanidad ha llegado a ser una especie de maligna presencia ubicua, ¿qué sentido puede tener todavía la fama, el deseo de celebridad?. En otro lugar, haciéndose eco de las informaciones antropológicas según las cuales el canibalismo para con los viejos constituía una práctica común en algunas tribus primitivas, sugiere Cioran, en una humorada sarcástica a lo Swift, que esa solución “podría tentar aún a un planeta superpoblado”. En efecto, “¿ qué puede importarnos la estima de nadie, cuando la idea del prójimo ha quedado vacía de contenido alguno y no se puede amar a la masa humana ni en general ni en particular(…) el horror a la gloria procede del horror a los hombres: como intercambiables que son, justifican con su número la aversión que abrigamos hacia ellos”. Pero las devastaciones de la caída no se quedan ahí: según Cioran ni siquiera se podría hablar propiamente en el mundo moderno de seres (aunque sí en el mundo antiguo o en la Edad Media, donde el bajo número de pobladores todavía aureolaba al individuo con el prestigio del sobreviviente): “Ya no hay seres, no hay sino ese pulular de moribundos aquejados de longevidad (…) expoliadores y profanadores del paisaje en otro tiempo ennoblecido por la presencia de los animales”, de modo que no queda más remedio que concebir el paraíso como, casi literalmente,  la falta o ausencia del hombre. En este trance, como en tantos otros, nos hallamos ante un círculo vicioso, ante una fatalidad insoluble: no queda más recurso que el triste consuelo de la añoranza, no hay  vuelta posible a  la inocencia primordial: para “recuperar la marca divina que llevábamos antes de la ruptura con el resto de la creación”, para acceder a una “era sin deseo”, puesto que “el hacer lleva la mácula de un vicio del que el ser parece exento” habría que establecerse en el ser, cosa imposible, habida cuenta de que “ se es hombre precisamente porque no se puede aspirar a ello”.
     La enfermedad supone una apostasía de los órganos y el enfermo se constituye en un “ser separado” e hiperconsciente, puesto que la primera conciencia --de la que brota el despertar del pensamiento, a la vez su grandeza y su condena—es la conciencia de los órganos, que desconocemos o de los que no tenemos conciencia cuando están “sanos”. Esto es así un poco en el sentido seguramente al que apuntan los versos de García Calvo( en la Baraja del Rey Don Pedro, Canción C): “El que tiene salud, no lo sabe,/ y si lo sabe, está enfermo”, de donde viene a resultar que la verdadera enfermedad es la salud misma, o más exactamente el ser consciente de ella y entonces estar siempre preocupado por la posibilidad de perderla, de modo que el pretendidamente sano  que teme la enfermedad se convierte en un esclavo de su cuerpo, por la profilaxis y la multitud de cuidados que le prodiga, lo mismo—claro que por otras razones—que el enfermo. Este, para no pensar en la muerte, la escamotea sometiéndose a tratamiento. En realidad se engaña y hace trampa: “sólo la miran de frente aquellos –en verdad escasos—que por haber comprendido los inconvenientes de la salud sienten desdén por la tarea de adoptar medidas para conservarla o recuperarla. Se dejan morir suavemente, al revés que los otros, que se agitan y se afanan y creen escapar a la muerte porque no tienen tiempo de sucumbir a ella”. Mientras se goza de buena salud –y no se habla de ello porque no se sabe: esto es lo esencial—es como si no existiéramos, o más propiamente no nos damos cuenta de que existimos: el dolor, por el contrario, significa un plus, un exceso de existencia, puesto que la vida misma se deja definir por  “una sublevación dentro de lo inorgánico, un trágico impulso de lo inerte, la vida es materia animada(…) arruinada por el dolor. Sólo aspirando al reposo de lo inorgánico se libera uno de tanta agitación, tanto dinamismo y ajetreo. La voluntad de regresar a la materia constituye el fondo mismo del deseo de morir”. Es por lo demás para Cioran radicalmente falsa la idea –central en la moral y en la escatología cristianas--de que el dolor purifique: antes al contrario, saca a relucir todo lo malo que una persona tiene, como cualquiera, si es algo sincero, reconoce de inmediato, en lo físico y en lo moral. El secreto deseo  que el enfermo atesora, sugiere Cioran, es –por escandaloso que parezca— que todo el mundo sufra, que sea como él: “envidia, desprecia u odia al resto de los mortales, a los sanos en primerísimo lugar”, pues lo que ansiamos en las adversidades y las desgracias es que los otros las padezcan exactamente  lo mismo que nosotros. Lo que por encima de todo definiría al hombre y particularmente al enfermo sería la voluptuosidad de la queja, ya que al parecer es incapaz de prescindir del placer de hablar de sus males y, en el fondo, de alardear de ellos, de relatárselos a los demás  sólo para reprocharles el que no estén enfermos como él.
     Sin el dolor, pues, no habría conciencia, por eso aquél es absolutamente necesario a la vida ,el dolor crea realidad: “a la flagrante irrealidad del mundo sólo pueden oponerse sensaciones”, de modo que “nos aferramos a todo lo que ofrece un contenido positivo, a todo lo que hace sufrir”. Eso explica que, aunque no deberíamos entregarnos a ninguna pasión --si fuésemos capaces de tal heroísmo—nos dejemos arrastrar  casi de continuo por esta o aquella entelequia, a la religión, a la política o  al amor, por ejemplo, por mucho que en el fondo intuyamos que con ello sólo pasamos de un tormento a otro: “La propia aptitud para experimentarla (la pasión amorosa) demuestra que estamos predestinados a sufrir. Amamos tan sólo porque inconscientemente hemos renunciado a la felicidad”. Cualquier pasión, el amor o no importa cuál, como no puede menos que estar condenada a erigir en símbolo un monstruo o una sombra, “es un pecado contra el peso auténtico de los seres y las cosas. Es también crueldad para con los demás y para consigo mismo, puesto que no se la puede sentir sin torturar ni torturarse”. Ante el hecho desnudo del dolor, aclara Cioran, tan ociosas resultan la rebelión--del todo imposible--- como la resignación, demasiado inhumana, demasiado contraria a nuestras tendencias más íntimas, en la medida en que es virtud que se niega a halagar o embellecer nuestras miserias,  además de que “no se puede despoetizar impunemente el infierno” .
      Mas hete aquí cómo –paradoja de paradojas, después de haber denigrado tanto al tiempo--desarrolla nuestro autor esta peliaguda cuestión de la temporalidad en las últimas páginas de La caída en el tiempo, según él uno de los ensayos más sentidos y profundos que ha redactado. Y es que hay algo no obstante aún peor que la caída en el tiempo  y es la caída de él, especie de caída de segundo grado. Si aquélla tenía como horizonte la finitud, ésta  se aboca a  la eternidad y es a diferencia de la primera una especie de eternidad negativa, invertida, mala. El acto sólo era posible—ya se ha dicho—en la esfera de la temporalidad, que al fin y al cabo, por doloroso que sea reconocerlo constituía  “nuestro elemento vital”, al que estábamos acostumbrados. Porque en él había de todos modos cierto margen de maniobra, pero cuando se ha caído de la historia, del tiempo, se ha accedido a lo más parecido a un infierno, a una situación de hastío sin fin, a un “presente que no se mueve, esa tensión en la monotonía, esa eternidad invertida que no va a ninguna parte, ni siquiera a la muerte, mientras que el tiempo, que fluía, que se desarrollaba, ofrecía al menos el consuelo de una espera, aunque fuese fúnebre”.
         Pero aún hay más: “Puesto que no podemos vencer nuestros males, debemos cultivarlos y deleitarnos con ellos”.El hombre –por lo menos el hombre moderno—es un ser colérico y melancólico que ha olvidado ya lo saludable que resultaban las lágrimas y el grito, y sufre al fin y al cabo porque, entre otras cosas, está en su naturaleza el amarse demasiado. Nuestro drama consiste exactamente en que “sólo tenemos acceso a la liberación tomando como modelo una forma de ser opuesta a la nuestra”. Veinte siglos de religión no pasan impunemente: han tenido como efecto el que la convulsión se haya considerado poco menos que como un signo de avance espiritual: en sus palabras: "Acostumbrados a un Salvador retorcido, deshecho, gesticulante, no somos aptos para experimentar la desenvoltura de los dioses antiguos ni la inagotable sonrisa de un Buda sumido en una beatitud vegetal”.
 
   3. Las constricciones del estilo
 
      Parece obvio –aunque a veces se olvide—que el problema fundamental de todo escritor –sobre todo si se trata de un gran escritor, y en mi opinión Cioran, más que un filósofo o un pensador, lo es en grado sumo--  radica en la manera en que maneja  la lengua en la que escribe. Nacido en una ciudad trilingüe y habiendo pasado a expresarse, a una edad ya relativamente madura,  en un idioma que no era el suyo materno, explicable es que hubiera de constituir  Cioran un caso de individuo con agudísima conciencia de los problemas del lenguaje. Pensemos que conocía con sobrada competencia  no menos de media docena de lenguas (era capaz, por ejemplo, de leer en español), y que, aunque de algunos pasajes y declaraciones orales parece desprenderse una no pequeña desconfianza hacia toda obra escrita, en primer lugar hacia la propia, y un desprecio por la “actividad” del escritor, sobre todo entendido a la manera francesa de homme de lettres, no menos que una indisimulada admiración por aquellos sabios de la Antigüedad que no dejaron nada escrito, es lo cierto que  menudean en su obra (y no sólo en los textos agrupados en Ejercicios de admiración, excelente colección de ensayos sobre algunos escritores, de Borges a Beckett, que le resultaban especialmente queridos)  las observaciones sobre asuntos lingüísticos, literarios y de estilo.
     Lejos de toda metafísica idealista y de toda visión romántica al respecto, escribir era para Cioran un mecanismo de defensa  y en cierto modo una terapéutica: escribía, según aclaró en múltiples ocasiones, para liberarse de una obsesión o por descargar un odio contra algo o alguien, para expulsar la bilis o para blasfemar: “Sólo se deberían escribir libros para decir cosas que uno no se atrevería a confiar a nadie”, de modo que escribir un libro supone objetivar una parte del yo que así deja de ser totalmente de uno para adquirir existencia independiente. Si bien la forma externa de lo dicho se puede aprender por ejercitación o mímesis, el estilo, lo que podríamos llamar la modulación de la voz interior, lo entiende Cioran como “una gracia heredada, el privilegio que tienen algunos de hacer sentir su pulsación orgánica; es algo más que el talento, es su esencia”, y parece remitir por tanto para él  a algo innato.
     No sé si resulta justificable o simplemente curioso el que Cioran tendiera a menospreciar sus libros escritos en rumano, tardíamente  traducidos al francés y a otros idiomas, en parte por considerarlos como pertenecientes a su “prehistoria” como escritor, aunque sobre todo por encontrar aquella lengua –“mezcla de latín y eslavo”, un “idioma desprovisto de elegancia, pero de lo más poético, abierto como ninguno a los acentos de Shakespeare y de la Biblia”—insuficientemente apta para el discurso abstracto, lo cual por otra parte puede ser tanto una ventaja como un inconveniente. La entraña y la norma del rumano, lengua al parecer con tanta flexibilidad sintáctica como exigua tradición literaria, al menos en los géneros considerados “nobles”, debían no obstante de casar bastante bien con el estado de ánimo de nuestro escritor ya en su juventud, más tendente que nunca después a toda forma de provocación, exceso y furor iconoclasta: si hemos de creerle, todo lo que escribió en su lengua materna“ está exento de la menor voluntad de estilo, es desastrosamente espontáneo”. Sólo posteriormente encontraría en el francés un“conjunto de coacciones elegantes”, a las que se plegó con gusto. Si es verdad que escribir en una lengua extranjera “es emanciparse, liberarse del pasado propio”, no lo es menos que se trata también, según declaró con tanta gracia, de  algo así como “escribir una carta de amor con un diccionario”, y hacerlo en una como el francés “tal vez fuese una liberación, pero también una prueba o incluso un suplicio, si bien fascinante”.
      Para ejercitarse en el dominio de la prosa francesa Cioran frecuentó no poco a  los moralistas clásicos del XVIII, a los que tan bien supo interpretar:“las frases amargas emanan de una sensibilidad ulcerada, de una delicadeza maltrecha. El veneno de un La Rochefoucald o de un Chamfort fue la revancha que tomaron contra un mundo esculpido por los brutos." Toda amargura esconde una venganza y se traduce en un sistema: el pesimismo, esa crueldad de los vencidos, "que no puede perdonar al mundo haber traicionado su espera", y de los que tanto debió de aprender: piénsese que el manuscrito de su Breviario de podredumbre hubo de redactarlo casi por completo cuatro veces porque le habían comentado que “sonaba demasiado a meteco”; en ellos, en los moralistas, creyó percibir tanto el secreto de su manera (“El gran arte consiste en saber hablar de uno mismo en un tono impersonal”), como la técnica  del aforismo, por lo demás el género que mejor cuadraba a su espíritu, incluso a su “pereza”—“soy perezoso, nunca he escrito nada sin partir de los datos vividos--”: esa especie de fogonazo instantáneo, ese precipitado condensado del resultado de un razonamiento, pero ocultando el proceso previo que ha llevado a él; en sus palabras, ese “orgullo de un instante transfigurado, con todas las contradicciones que de ello se derivan”. Pese a cultivar un francés muy  literario, Cioran  tenía no obstante oído para las modulaciones y giros de la lengua viva, la de la calle, como lo demuestran –de ahí surgía a veces un aforismo-- los agudos comentarios ante una frase o un pedazo de conversación aparentemente banal  escuchado por casualidad a un  camarero o un transeúnte.
     Cada aforismo es una unidad autónoma o casi autónoma y contiene su ley y finalidad propias, su dibujo podríamos decir. Aparece, completo y cerrado sobre sí mismo, como una palabra absoluta; se diría que tiene algo del ensalmo del poema, pues la metáfora, apretada en su simetría y despojada a veces hasta la elipsis, tiende a liberarse de su ganga verbal para sólo decir lo esencial, incluso en aquellas ocasiones en que se expande y desdobla por cascadas. Cuando se prohíbe la imagen, Cioran parece confiarse meramente a la eficacia formal del solo lenguaje, y entonces las palabras se disponen en virtud de la identidad de los contrarios o de la disimilitud de los sinónimos formando provocativas asociaciones. Así concebido, el aforismo exige una impecable unidad de escritura: aun integrado a veces por múltiples frases, se desarrolla según una línea sencilla. A menudo sólo en las últimas palabras hallan cumplimiento las expectativas del lector.
     Ejemplos de los que decimos, que podrían citarse hasta la náusea, en los que se demuestra asimismo que la excelencia del estilo de Cioran estriba ante todo en su envidiable habilidad para el símil envenenado o la metáfora disoluta (en el sentido de que revela la mentira necesaria del mundo o de los hombres, lo mal hechos que están el uno y los otros), para el manejo de todas las posibilidades del adjetivo, empezando por el oxímoron (“Deber de la lucidez: alcanzar una desesperación correcta, una ferocidad apolínea”), para la explotación de una paradoja que si bien se mira deja de serlo o para la autoanulación de una sentencia pretendidamente grave haciéndola estallar por el humor, así en los fragmentos más breves como en los un poco más desarrollados, son: de los Silogismos de la amargura: “Sueño a veces con un amor lejano y vaporoso como la esquizofrenia de un perfume” o “Comenzar poeta y acabar ginecólogo. De todas las condiciones, la menos recomendable es la de amante”, o bien: “Un monje y un carnicero se pelean en cada deseo”, o todavía: “Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro”, “Quien no vea la muerte de color rosa,  padece daltonismo de corazón”. De especial felicidad y eficacia estéticas resultan aquellos pasajes en que opta por una especie de metáfora en cadena: “ Mezcla de anatomía y de éxtasis, apoteosis de lo insoluble, alimento ideal para la bulimia de la decepción, el amor nos conduce hacia hampas de gloria”; de  la música alemana dice que es “geometría de otoños, alcohol de conceptos, ebriedad metafísica”; de Del inconveniente de haber nacido: “Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre , libre como un ser abortado”; “He decidido no detestar más a nadie desde que he observado que termino siempre por parecerme a mi último enemigo”; “No merece la pena matarse, siempre lo hace uno demasiado tarde”; “No me perdono el haber nacido. Es como si, al insinuarme en este mundo, hubiese profanado un misterio, traicionado algún compromiso de magnitud, cometido una falta de incalificable gravedad. Pero a veces soy menos tajante: nacer me parece una calamidad que, de no haberla conocido, me tendría inconsolable”; de Ese maldito yo: “Lo que sé arruina lo que deseo”; “Sobre un planeta gangrenado deberíamos abstenernos de hacer proyectos, pero seguimos haciéndolos, dado que el optimismo es, como se sabe, un tic de agonizante”; “Si la rabia fuese un atributo del Altísimo, hace tiempo que yo hubiera superado mi estatuto de mortal”; “Habría que estar tan poco al corriente de todo como un ángel o un subnormal para creer que la calaverada humana puede acabar bien”.
     No menos diestro se revela Cioran para captar mediante una metáfora la silueta o el contorno preciso de un personaje histórico o literario: así,  si Macbeth le parece “un estoico del crimen, un Marco Aurelio con puñal”, Valéry sería “ un galeote del matiz”,  Lutero un “Rabelais de la angustia”, o Epicuro,“un Freud de la Antigüedad”, o para  definir  una disciplina, un arte o un estado psicológico, del tipo de “la música, ese Edén de los abúlicos”, “la psicología es la tumba del héroe” o “la melancolía, ese alpinismo de los perezosos”.
      No es sólo que en Cioran sea constante el cuidado en la expresión ( tan permeable se sentía a la fascinación de la palabra que, según cuenta en sus Cuadernos, se sentía hechizado un buen rato por las sugerencias que podían asaltarle ante, por ejemplo, las expresiones alemanas Weltlosigkeit—“ausencia del mundo”-- o entwerden –“sustraerse al futuro”--), casi se podría consignar sin exageración que se convirtió en un forzado de la norma literaria y de las convenciones del buen decir (“sueño con un mundo en el que se muriera por una coma”). Su indudable clasicismo estilístico, que no tiene nada de grave, se halla siempre adornado y como  refrenado por el sentido del humor, que es ante todo lo que libra a nuestro autor a  veces de un cierto  tufillo a sermón moralizante o a reconvenciones de ejercicios espirituales. Por la misma razón por la que no deja de resultar sospechosamente significativo, en otro orden de cosas, que su aparente “sencillez” haya parecido “superficialidad” a la crítica más académica. En vano se buscarán en este autor oscuridades calculadas para sorprender ni morralla alguna de neologismos vacuos, algo bastante común en la prosa “filosófica”. Se podría pensar que, como en él “fondo” y “forma” jamás se bifurcan y como la precisión y justeza de la segunda operan como solidario correlato de la radicalidad  del  primero—y al revés— el elegante clasicismo de nuestro escritor, como apunta con suma lucidez F. Savater (op. cit. pág. 159) “es el resultado de una postura ambigua, que no ve claro y, en la duda, trata a las palabras con mimo, con respeto, con desconfianza: no las deja irse libremente a su grado. Renunciar a la preocupación del bien decir es lo propio de estilos que, como el científico, creen ciegamente en el valor doctrinal de sus contenidos y reducen su forma a una transparencia supuestamente neutral”. La pulcritud estilística se diría más habitual—aunque sea por bajas motivaciones políticas-- en este sentido, en los escépticos y desengañados que en los convencidos de cualquier fe o ideología: a propósito de J. De Maistre ya observó Cioran que “si los conservadores manejan tan bien la invectiva y escriben en general más cuidadosamente que los fanáticos del porvenir, es porque exasperados al verse contradichos por los acontecimientos, desasosegados se precipitan sobre el verbo, mediante el cual, a falta de otro recurso más sustancial, se vengan y consuelan”.
     Cioran previene no obstante contra aquellos que, víctimas del prejuicio de lo nuevo, se dedican a  la fabricación incesante de modas apoyándose en el empleo abusivamente artificial del lenguaje (este era el reproche fundamental que hacía a  Heidegger, por ejemplo). Si bien es cierto que lo “sagrado en una lengua constituye la muerte: una palabra prevista es una palabra difunta” no lo es menos que la originalidad no debería reducirse a la “tortura del adjetivo y a una impropiedad sugestiva de la metáfora”. El preciosismo y la bonitura en el decir, el alejandrinismo verbal de los exquisitos le daban la impresión de una excrecencia de las épocas de decadencia (a cuyo encanto era por otra parte, como veremos,  muy receptivo) y de funcionar como un insospechado complemento de la incuria –propia de la exangüe civilización europea—en el manejo del lenguaje común. De ahí que lamentase el deterioro del francés –un idioma que él, un extranjero, debía de apreciar más que la mayoría de sus hablantes nativos—y lo relacionase, como el de las demás lenguas de cultura, con la  boga de la moderna Ciencia del Lenguaje, de la Lingüística, por la que sintió poco interés. De ahí también que señalase, a propósito de Valéry sobre todo --al que consideraba el ejemplo supremo del anti-poeta, puesto que tenía “ ocurrencias de ingeniero”-- pero también de buena parte de la literatura francesa moderna, su agarrotamiento por exceso de introspección, su ensimismamiento morboso… y su Teoría de la Literatura: “El preciosismo es la escritura de la escritura: un estilo que se desdobla y se convierte en el objeto de su propia búsqueda (…) Para pensar verdaderamente es necesario que el pensamiento se adhiera al espíritu (…) Que el escritor se abstenga de reflexionar sobre el lenguaje, que evite a toda costa hacer de él la materia de sus obsesiones, que no olvide que las obras importantes han sido hechas a pesar del lenguaje”.
      La posición más razonable del estilista –y del pensador digno de ese nombre--parece encontrarse para Cioran en el justo medio entre el vulgo y el poeta. Si aquél utiliza las palabras sin ser consciente de su valor, contribuyendo a su banalización y a  su fungibilidad, durmiéndose en ellas, éste las combate, las fuerza exageradamente. La peculiaridad de la poesía respecto al pensamiento o a la filosofía digna de tal nombre  radica en que nunca, aunque quisiera, podría aquélla condescender a la negación: mientras que el escepticismo lúcido, esa “sonrisa que flota sobre las palabras” arroja sobre ellas una suave desconfianza irónica, el  poeta siempre dice que sí: incapaz de soportar el vaciamiento y el desgaste de las palabras, y escapando instintivamente a sus significados convencionales, “está predestinado a sufrir a causa de ellas y por ellas; y sin embargo por ellas intenta salvarse y de su regeneración espera la salvación”. Se entiende entonces que la poesía –“divagación cosmogónica del vocabulario”: esta espléndida fórmula vendría pintiparada para ilustrar el sumamente agudo y entusiasta texto que Cioran dedicó a la obra de Saint-John Perse -- inevitablemente se pervierta y degrade cuando se rebaja a la profecía o a la doctrina, y por supuesto a cualquier clase de “crítica” o “compromiso”: “¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación de malestar, incluso de repulsión”? El problema de la poesía es, en definitiva, que parece admitirlo todo, y ahí anidan precisamente sus peligros, dado lo fácil que resulta caer en la divagación y la charlatanería; en el verso “podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas; la prosa os prohíbe expansionaros: repugna a su abstracción convencional, exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas”. Pero por otro lado hay que reconocer que sus logros resultan inigualables: “¿hubo jamás un pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo de Hamlet”? . Cioran, a la postre, reserva para la poesía los elogios y perplejidades que dedica al poeta que a veces creyó haber podido ser: “Todos los poemas que podría yo haber escrito, que he sofocado en mí por falta de talento o por amor de la prosa, vienen de repente a reclamar su derecho a la existencia, me gritan su indignación y me sumergen”.                     
     Tan lejos del preciosismo como de la sensiblería, se pueden encontrar no pocos pasajes en la obra de Cioran que aciertan a transmitir, con una  espléndida economía de medios expresivos y gran capacidad de sugerencia, un como halo de poesía y de encanto que constituye sin duda la marca de la maestría del escritor. Considérese por ejemplo esta anotación, en verdad impagable, de los Cuadernos  en la que se lee: “ Un cielo azul, del que la vida no es digna. Inmunda procesión de coches a lo largo del Boulevard Saint-Germain. La multitud, no menos inmunda. En medio de ese espectáculo, las hojas que caían de los árboles daban una nota de poesía inmerecida, inactual, turbadora. Como del cielo, tampoco del otoño era digna la ciudad”. O este párrafo—que él acaso hubiese juzgado un tanto tardorromántico-- del Breviario de los vencidos, en el que no se sabe si admirar más la sangrante nostalgia que rezuma o el apasionado deseo de Absoluto: “Cuando bajaba de mi burgo transilvano, a no sé qué hora del atardecer ni en qué año de mi juventud, infeliz y deseoso de infortunios, demasiado presumido para pensar en el sol, la revelación del ocaso quebró de repente el orgullo de mis rodillas. Mis sombras se encontraban con la fatiga del crepúsculo y lo que aún quedaba de sol entre las manchas del corazón se postró en el regazo de una áurea agonía. Y mi agradecimiento al astro se dirigió también hacia el Egipto de mi propia alma”. En otras ocasiones ---así en el  estupendo arranque de su Ensayo sobre el pensamiento reaccionario (A propósito de Joseph de Maistre), que reza: “Entre los pensadores que, como Nietzsche o san Pablo, poseyeron la pasión y el genio de la provocación…”-- la eficacia estilística, orillando el lirismo puro, está no sacrificada, sino hábilmente puesta al servicio de las exigencias de la polémica y de la crítica. Dicho sea de paso, en todo este texto, al que nos volveremos a referir por otros motivos más adelante, se trasluce una evidente admiración, fruto de una cierta coincidencia espiritual, de Cioran hacia el pensador estudiado, ese ideólogo que “no rebajándose a persuadir al enemigo, lo aniquila de entrada mediante el adjetivo”.
     Pero Cioran nunca se hizo demasiadas ilusiones ni sobre la figura del escritor ni –a pesar de algunos de sus juicios transcritos más arriba--sobre las pretendidas virtudes terapéuticas de la escritura. Lo que parecía resultar paradójico o quizá sólo  sorprendente era  para él que  haya habido algunos escritores que en su narcisismo taumatúrgico o locura de endiosamiento hayan llevado a pensar que su tarea podría emparentarse con la de Dios. Escribe Cioran: “Rivalizar con Dios, superarlo incluso mediante la sola virtud del lenguaje, ésa es la hazaña del escritor, espécimen ambiguo, desgarrado y engreído que, liberado de su condición natural, se ha abandonado a un vértigo magnífico, desconcertante siempre, a veces odioso”. Consiguiente, cuando el lenguaje resulta ser el medio más precario, con su capacidad de deterioro,  su modestia,  su inestable carácter simbólico, aquella pretensión no puede menos que devenir ridícula. Se diría que, pese a haber  siempre desconfiado del pretendido poder de la palabra para influir en el mundo, no por ello dejó de estar abierto a su poder de taumatúrgica  fascinación: “Nada más miserable que la palabra y sin embargo a través de ella uno se eleva a sensaciones de dicha, a una dilatación última en la que uno se halla totalmente solo, sin el menor sentimiento de opresión.!Lo supremo alanzado mediante el vocablo, mediante el símbolo mismo de la fragilidad!”.
 
 4. De decadencias y de utopías

      N
o debería sorprender a nadie, tratándose de Cioran, que una  parte no despreciable de su obra  vaya dedicada a inquirir por el sucederse de regímenes y civilizaciones, en definitiva por las peripecias históricas, cuando de la Historia (sobre todo así, con mayúscula, esto es, de cualquier Filosofía de la Historia) fue precisamente de lo que más abominó. Escribió que su afición de toda la madurez a las lecturas históricas venía motivada por su debilidad por todo lo que acababa mal, pues al fin y al cabo “la historia es la negación del jardín”, y ya se dijo cómo aquella constituía la necesaria condena del hombre. Mencioné hace un momento lo de la Filosofía de la Historia: Cioran se dedicó a estas apasionantes divagaciones –“especular sobre la vida de los pueblos, materia vaga e inagotable, pasatiempo de emigrados”, como las tildó, a propósito de Herzen, con deliciosa ironía, no porque las creyera “utiles” ni mucho menos porque juzgara que la historia debía de tener un sentido, el del progreso o cualquier otro:-----“Si queremos conservar cierta decencia intelectual, el entusiasmo por la civilización debe ser barrido, lo mismo que la superstición de la historia”--, sino porque veía ahí también confirmada su muy arraigada  creencia en la fatalidad y el absurdo de la desdichada peripecia humana. Si da la impresión de que a veces sus incursiones en este terreno despiden un cierto aire de sombrío visionarismo a lo Spengler (al que reconoció haber leído mucho en su juventud), la diferencia de intenciones –Cioran no parece que lamente lo más mínimo ninguna “Decadencia de Occidente”-- hace gratuita toda comparación.
     Según Cioran, hay una ley de bronce, un principio fatal que se impone a  toda civilización: tras agotar o dilapidar por cualquier motivo la fuerza instintiva, excluyente y de inconsciente violencia autoafirmadora que tiene en sus fases primitivas o emergentes, viene a ser desplazada por otra que mantiene intactas aquellas potencialidades, es entonces cuando sobreviene la decadencia, situación en la que un pueblo se halla cuando ya ha dado todo lo que cabía esperar de él, cuando están agotadas sus posibilidades todas y es ya demasiado refinado y consciente de sí :“ La decadencia no es más que el espíritu tornado impuro por la acción de la conciencia”, de donde el correlato de la vulnerabilidad, que corroe en secreto a esas épocas, puesto que “no viven ya en la existencia, sino en la teoría de la existencia”. Tales periodos resultarían ideales para la vida del espíritu –esencialmente divagador y escéptico —, justo porque son las menos vitales y por consiguiente las más libres, las menos tiránicas y compulsivas. La decadencia sobreviene en primer lugar por una relajación instintiva: “Hay una plenitud de disminución en toda civilización demasiado madura. Los instintos se flexibilizan; los placeres se dilatan y no corresponden ya a su función biológica; el placer se convierte en un fin en sí mismo, su prolongación en un arte,” escribe Cioran, que trata de ilustrar su tesis con el caso del Imperio Romano, que según él se hundió más por el abuso culinario y los empachos de la saciedad que por los efectos disolventes de las religiones orientales, el empuje del cristianismo o los estragos del helenismo muy mal asimilado. Más precisamente, las épocas decadentes se caracterizan por ser aquellas en que “las verdades no tienen ya vida” (y ya sabemos a lo que esta palabra, “vida”, remite en su peculiar  lenguaje ).
     El fenómeno a que dan lugar las civilizaciones agotadas es el alejandrinismo , estado espiritual concretado en “sabias negaciones, un estilo de inutilidad y rechazo, un  paseo de erudición y sarcasmo a través de la confusión de los valores y de las creencias. Su espacio ideal se encontraría en la intersección de la Hélade y del París de antaño, en el punto de confluencia del ágora y del salón”.Ya se ve por el aspecto de la cita anterior hasta qué punto Cioran, que se asomó a los acontecimientos históricos  a la vez como espectador desesperanzado y como apasionado curioso, se sentía fascinado por esas situaciones de “fin de un periodo”, puesto que, aunque sabía que la historia de todos los pueblos y épocas suele abundar más que nada en matanzas y catástrofes, estaba convencido de que en los amenes de una civilización, al estar los pueblos más inactivos, al menos la estupidez humana hacía menos daño. Es lógico pues que no deplorara las “crisis” de las culturas: en los interregnos o transiciones de una a otra era donde apreciaba un ambiente más respirable, y lo escribió lapidariamente: “Signos de vida: la crueldad, el fanatismo, la intolerancia; signos de decadencia: la amenidad, la comprensión, la indulgencia”.
     Una de las notas más llamativas de las sociedades en decadencia es la desintegración: como ya no hay demasiadas certezas a las que aferrarse y como en los corazones reina una especie de apatía, cualquier cosa puede pasar…aunque lo más probable es que ocurra lo de siempre, lo previsto. Así como en el mundo antiguo--con el que Cioran es muy dado a trazar paralelismos acaso en exceso tentadores--,  en el trance de la ruina del Imperio y la victoria de los bárbaros y del Cristianismo, hasta los espíritus elegantes, o por lo menos la mayoría de ellos, por estar demasiado cansados, demasiado poseídos de escepticismo como para resistir convincentemente a la civilización que se imponía, deseaban inconscientemente la absorción por los incivilizados, a los que en secreto envidiaban, pues “la nostalgia de la barbarie es la última palabra de una civilización”, así también cabe preguntarse –y maravillarse de ello—qué es lo que todavía mantiene en pie nuestras sociedades, habida cuenta de la multitud de elementos corrosivos que las están minando por dentro. En efecto, ¿por qué no iba ellas a cumplir la  inevitable fatalidad  de todo ciclo histórico, que hizo que el griego se doblegara ante el romano y éste a su vez frente al germano, “según un ritmo inexorable, una ley que la historia se apresura a ilustrar, hoy más aún que a comienzos de nuestra era?”. Sugiere nuestro autor que las viejas sociedades del  occidente de Europa, languidecientes y desorientadas, acabarán dominadas por pueblos periféricos todavía con grandes reservas de vitalidad instintiva, de brutalidad y de “atraso”, como Rusia y en general los eslavos, que concluirán imponiéndoles un nuevo orden que abrirá a su vez otro ciclo de dominaciones y decadencias. En todo lo cual, evidentemente por lo menos hasta ahora, se ha equivocado; si por un momento pareció prever oscuramente el fin del régimen soviético, en sus escritos últimos, de fines de los ochenta, luego matizó mucho esa predicción, aunque acertó al enfatizar la casi indestructibilidad del sentimiento religioso allí. Ya que sale a colación Rusia, es por lo menos curioso constatar lo  interesado que siempre estuvo Cioran, que parecía tomarse algo en serio la aseveración de Dostoyevski de que su país estaba llamado a ser la “salvación” del mundo, por este pueblo, por su tradición de despotismo y barbarie, por su sombrío y fanático misticismo, por esos “zares con portes de divinidades taradas, gigantes solicitados por la santidad y el crimen, hundidos en la plegaria y el espanto”, tiranos execrables y sangrientos sin duda (pensemos en Iván el Terrible, en Nicolás I...y en Stalin),  pero por los que el espíritu tiende a sentir una morbosa y ambigua curiosidad, como por todo déspota, justo porque esconden más humanidad--esto es, más instinto violento y destructor-- que el común de los mortales, según creía Cioran provocativamente: “Si los zares o los emperadores romanos me obsesionan, es porque esas debilidades, veladas en nosotros, aparecen en ellos al descubierto. Nos revelan, encarnan e ilustran nuestros secretos”.
     Por lo demás, la visión que Cioran tiene de nuestras viejas  sociedades occidentales –y que desarrolla en la primera parte de Historia y Utopía, si hemos de creerle el libro que más apreciaba de entre los suyos y al parecer el peor leído y comprendido, por razones seguramente obvias: se publicó en 1952, en plena Guerra fría y es el más directamente “político”--no puede menos que aparecérsenos un tanto calculadoramente equívoca; no hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre ellas: más penetradas por el principio de muerte que las tiranías, desgarradas por luchas de camarillas y partidos que se mueven únicamente por egoísmos y envidias mutuas (pasiones demasiado humanas), están condenadas casi sin remedio, pero, como inmersas en plena decadencia, al menos permiten aún un cierto margen de maniobra a la libertad individual, cosa lógica si se piensa que “las libertades sólo prosperan en un cuerpo social enfermo: tolerancia e impotencia son sinónimos.” Y están condenadas porque, después de su dilatada peripecia –de los “logros” de la civilización occidental Cioran sólo parece salvar a la música—han venido a parar en una “gusanera” que lo que mayoritariamente ha alcanzado a producir es “una caterva de hombres de negocios, esos abarroteros, esos tramposos de mirada nula y sonrisa atrofiada que uno encuentra por todas partes.” El régimen democrático, en suma, “maravilla que ya no tiene nada que ofrecer, es, a la vez, el paraíso y la tumba de un pueblo”, sin que quepa esperar nada de las “masas”, que siempre acaban haciendo, juzga Cioran, como todo fatalista escéptico, lo que les mandan desde arriba: “el pueblo lleva los estigmas de la esclavitud  por decreto divino o diabólico.” Comparando, por otro lado, en su ya citado ensayo sobre J. de Maistre, las repúblicas democráticas y las dictaduras de todo  tipo, sean fascistas, nacionalistas-militaristas o  comunistas,  y sus respectivos abanderados políticos, y haciéndose eco de la brutalidad –por lo inconscientemente sinceras –de algunas de las afirmaciones del ideólogo francés, que sin querer ponen al descubierto los verdaderos mecanismos del poder, de todo poder, sobre todo en lo atinente a la conveniencia de que se presente como “sagrado” ante las masas, apunta Cioran con su habitual clarividencia y no poca malicia: “ los demócratas  se escandalizan de ellas(e.e. de las tesis de Maistre) sabiendo que la reacción traduce frecuentemente sus propias intenciones ocultas, que expresa algunos de sus desengaños íntimos y muchas certezas amargas que ellos no pueden aprobar públicamente”. La triste verdad es que, como sugirió el ultramontano francés y luego han repetido todos los reaccionarios, conviene a la “autoridad”, para conservar su dominio, el aparecer rodeada de cierto intangible misterio, de un fundamento irracional, pues al cabo “la desesperación del hombre de izquierdas consiste en combatir en nombre de principios que le prohíben el cinismo”.         
      Retrato del civilizado—uno de los capítulos de La caída en el tiempo—explora los síntomas de desintegración, los absurdos y  paradojas de nuestra civilización. El texto me  recuerda vagamente, por el empeño desmitificador de  demoler los tópicos más establecidos y la constante  ironía sangrante, al estupendo Bergamín de La decadencia de analfabetismo. En primer lugar, resulta de lo más sospechoso el interés y la “generosidad” que el civilizado parece sentir por los  llamados pueblos atrasados (o “en vías de desarrollo”, denominación ya lo suficientemente reveladora). De la misma manera que el enfermo—como ya se consignó más arriba—sueña aviesamente con imponer su mal a los pretendidamente sanos, así el civilizado, el instalado, secretamente consciente de las calamidades de su modo de vida, desearía que aquéllas se generalizasen por todo el orbe, puesto que “La civilización, su obra, su  locura, le parece un castigo que se ha infligido y que quisiera, a su vez, hacer sufrir a quienes hasta ahora se han librado de él”. Si esto, según Cioran, ya era así en la época de las colonizaciones (“Los españoles, en la cumbre de su carrera, debieron de sentirse oprimidos tanto por las exigencias de su fe como por los rigores de la Iglesia. Se vengaron de ellos con la Conquista”), ¿qué decir de hoy, en que la llamada “civilización occidental” ha venido a extenderse por todo el globo y ya no hay propiamente ninguna otra?. Y no es sólo que esos pretendidos beneficios de esa civilización nadie parezca ponerlos en cuestión, y en cambio los bien reales desastres y calamidades que, según la expresión consagrada, son el precio que ha habido que pagar para llegar a ella, se den graciosamente por bien empleados, teniendo en   cuenta, se nos viene a decir, la bondad del resultado final, sino que no se vacila tampoco en alabar los así llamados “costes” del proceso, en la medida en que las ideologías dominantes racionalizadoras de nuestro mundo sostienen explícita o implícitamente que el dolor y el sacrificio son el “motor de la historia”. Como escribe muy atinadamente a este respecto Sánchez Ferlosio (Mientras no cambien los Dioses nada ha cambiado. Madrid. Alianza, pp.46-47), “en vez de poner reparos a las Revoluciones o al Progreso o a la Historia Universal por haber costado tantos ríos de sangre, tan incontables muertes y en fin tan enormes sacrificios, se bendicen y ensalzan la muerte, la sangre, el sacrificio por haber propiciado las Revoluciones, el Progreso y la Historia Universal”.
     Aquel mecanismo psicológico que consiste en el deseo de imposición del mal propio a los demás --tan sumamente perverso como en mi opinión relativamente verosímil—es generalizable a todo tipo de relaciones: no sólo informa clandestinamente de la conducta del misionero o del apóstol –“nadie salva a nadie, pues sólo puede salvarse uno a sí mismo y ello se logra tanto mejor cuanto  se intenta disfrazar de convicciones la infelicidad que se quiere distribuir y prodigar”—, sino también por ejemplo de la del convencido de algo en general respecto al descreído: “ruborizado en secreto de pertenecer a una secta o un partido, avergonzado de poseer una verdad y de haberse dejado dominar por ella, no sentirá remordimiento contra sus enemigos declarados, contra quienes poseen otra, sino contra ti, contra el Indiferente, culpable de no poseer ninguna”.
     El triunfo universal del vamos a llamar modo de vida occidental ha concluido por ser tan devastador  (y hoy la devastación se puede considerar completa: La caída en el tiempo es de 1964), que cuanto más “progresamos” más nos vamos hundiendo en el desastre. Consideren los fanáticos de los inventos científicos si cada progreso no fabrica más calamidades que las que pretende solucionar, hasta el punto de que “ya sólo se encuentran restos de humanidad entre los pueblos que, distanciados por la Historia, no tienen la menor prisa por alcanzarla.". Dicho sea de paso, Cioran, proveniente de un oscuro rincón campesino del este de Europa, vivió con especial dramatismo y ambigüedad la contradicción entre sus orígenes bárbaros  y su posterior destino de civilizado, de la que da cuenta por ejemplo un hermosísimo capítulo –Destino valaco—del Breviario de los vencidos.
     Pese a constituir el “progreso” un tan evidente mal, el hombre está tan pervertido que parece entusiásticamente entregado a las más nefastas consecuencias de aquél, incluso desearlo con toda pasión, más idealizado e idolatrado cuanto más nos vacía, emponzoña y anonada: la ideología del progreso es, en suma, “el equivalente moderno de la Caída, la versión profana de la perdición. Y los que creen en él y lo promueven, todos nosotros en definitiva, ¿qué somos sino réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas máquinas, a esas ciudades,  de las que sólo un desastre exhaustivo podría librarnos?” Para Cioran el hombre no es que se haya equivocado radicalmente  en su destino, es que no debería haber tenido ninguno: “Estábamos hechos para vegetar, para regocijarnos en la inercia, y no para perdernos con la velocidad y con la higiene, responsables de la profusión de esos seres desencarnados y asépticos, de ese hormiguero de fantasmas en el que todo se agita y nada vive”. Hubiera sido preferible, llega a decir, que hubiésemos permanecido en la modorra inconsciente, en compañía de los animales, algunos milenios más, inmóviles y vegetativos, o mejor, habernos adormecido así para siempre, pero nos despertó esa  especie de convulsión maléfica, de la que no podemos prescindir, que ha acabado siendo nuestra perdición. Estamos tan intoxicados por la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta las características de un fenómeno de hábito, mezcla de éxtasis y execración”: la consideramos en definitiva  natural. En nuestro mundo todo deseo, el del trabajo, el de la posesión, hasta el del llamado “ocio” –éste quizá más que ningún otro—presenta un carácter histérico e insaciable que no hace más que amarrarnos a un cepo sin fin: la consecución de algo, de cualquier bien, acarrea inevitablemente el que nos encadenemos a otro. Casi avergüenza decirlo, por lo obvio: hay que estar muy ciegos para no ver que en nuestra civilización capitalista lo que en puridad se “produce” son sólo falsas necesidades, esto es, literalmente “consumidores”, lo cual agrava nuestra desesperación y nuestro hastío.
     La naturaleza—que hoy no ha devenido más que un pretexto o un espantajo en los sueños del civilizado porque inconscientemente sabe que no hay tal cosa por parte alguna, que es sólo la nostalgia imposible del hombre urbano, no constituye más que otro trampantojo. La "naturaleza" ---ya en  la época de los salones dieciochescos, anota Cioran, se impuso como moda el “regreso a la naturaleza”, antecedente pues del actual ecologismo--- siempre estuvo corrompida, “pero esa corrupción sin fecha es un mal inmemorial e inevitable, al que nos acomodamos de oficio, mientras que el de la civilización, resultado de nuestras obras o nuestros caprichos, tanto más agobiante cuanto que nos parece gratuito, lleva la marca de una opción o una fantasía, una fatalidad premeditada o arbitraria”. De tal modo que bien se pueden considerar virtudes a todo aquello que, algunas contadas ocasiones, desde el fondo del corazón o de los restos de lucidez que nos queden, nos llame a vivir a contracorriente de la civilización, a desconfiar de todo lo que  aquella ensalza y vende y  considerar verdaderos vicios todo lo que nos perturbe y nos ate a sus ídolos y mitos. Algunos sabios antiguos, con su desapego y ponderación, estaban según Cioran  en el secreto de aquel arte de  vivir –expresión bastante insólita en él—“que nos han hecho perder dos mil años de supernaturaleza y caridad convulsiva”, aunque de todos modos “cualquier otra época, comparada con el innombrable de hoy, nos parece bendita”.
      Pongamos a este respecto como ejemplo los coches y quienes los usan, pues en verdad son la misma cosa (hace ya bastantes años, oí cómo una amiga de mi madre, ponderándole lo bien que lo habían pasado en el campo un domingo por la tarde ella misma, su marido y un grupo de matrimonios amigos, le decía con los ojos en blanco y fuimos siete coches). Los coches, así pues,  uno de los ítems más sagrados, –si no el que más—de nuestro modo de vida: Cioran les dedica una larga y brillante andanada cuyos primeros compases transcribo, por constituir excelente ejemplo de la peculiar invectiva del autor: “!Esa chatarra jadeante, réplica de nuestra agitación, y esos espectros que la manipulan, ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados! ¿Adónde van? ¿Qué buscan?¿Qué hálito de demencia los arrebata? Cada vez que me inclino a absolverlos, que concibo dudas sobre la legitimidad de la aversión o el terror que me inspiran, me basta con pensar en las carreteras rurales durante los domingos para que la imagen de esa chusma motorizada me reafirme en mis repugnancias y  espantos.” Nadie debería creerse el  recurrente mito de la “neutralidad” de las máquinas –que es, claro está, el de la ciencia--: Cioran invierte agudamente el orden causal con que a menudo  se ha visto la relación del hombre con sus artefactos técnicos, incluso desde una perspectiva “humanista”: “Las máquinas son la consecuencia y no la causa de tanta prisa, de tanta impaciencia(…) No son ellas las que impulsan al civilizado a su perdición; antes bien, las ha inventado él porque ya se dirigía hacia aquélla; son medios, auxiliares, para alcanzarla más rápida y eficazmente”. Esto es: primero estuvo la idea, o mejor la necesidad de la idea, y luego la materialización, y no al revés, al modo en que lo expresa bien el proverbio chin, que tan magistralmente desarrollara Ferlosio en un ensayo, de que “cuando la flecha está en el arco tiene que partir”.
     Si la Historia supone para Cioran , al contrario de los que imaginan todos los optimistas, el espacio en el que se despliega la desdicha humana, ve la Utopía como una especie de recusación o negación de aquélla… sólo que para dinamizarla y acelerar su devenir, hacerla más perfecta, forzar el fin de los tiempos, provocar la llegada de una especie de  acontecimiento definitivo que acabe con todos los acontecimientos, en la medida en que las visiones utópicas no son al fin y al cabo más que una secularización de los mesianismos  religiosos (piénsese en el Marxismo, por ejemplo),  y por ello un intento de creación del cielo, de la “sociedad perfecta”, aquí en la tierra. De este modo, congruentemente, la noción, esencial como se sabe en la escatología judeocristiana, de un “Juicio Universal” --esa suerte  de, podríamos decir, apoteosis de futuro—“ha creado las condiciones psicológicas de la creencia en el sentido de la historia; aún mejor: toda la filosofía de la historia no es más que un subproducto de la idea del Juicio Final”.
     Espoleados por la pretensión de la felicidad, los movimientos utópicos se emparentan estrechamente con las visiones apocalípticas, ya que unos y otras aspiran a hacer tabula rasa de lo existente. Han tenido el campo abonado, puesto que el hombre sólo actúa bajo la fascinación de lo imposible. Hay que pensar que toda esta “literatura repugnante”, en que para Cioran se concretan las especulaciones de los utopistas, parte de una tendenciosa perversión o de una sorprendente ingenuidad, hasta tal punto es escandalosa su ignorancia de la naturaleza verdadera del hombre: aunque en los antípodas de La Rochefoucauld o de Chamfort, “los inventores de utopías son moralistas que sólo perciben en nosotros desinterés, apetito de sacrificio, olvido de sí”, de ahí que los personajes que aparecen en esos mundos felices funcionen como fantoches o autómatas inverosímiles, “azotados por el Bien”, y que sus pretendidos paraísos tengan ese aire frío, impersonal, perfecto, así en las imaginerías de T. Moro  como de Campanella , Fourier como Cabet: “recomiendo la descripción del Falansterio como el más eficaz de los vomitivos”. En estas tremebundas elucubraciones futuristas reinaría sólo la unidad, la felicidad, el bien, el buen acuerdo, pues si  hay algo que las defina concluyentemente sería “el horror a  la anomalía, a lo deforme, a lo irregular; tiende al afianzamiento de lo homogéneo, de lo típico, de la repetición y de la ortodoxia”.  
     El “mecanismo” de la utopía  como mito ( y el más moderno de  la Revolución, que ha salido de él) es simétrico, solo que al revés en relación al tiempo, con el de la Edad de Oro: si aquélla es nostalgia proyectada hacia el futuro, ésta lo es hacia el pasado, hacia un pasado remoto e inmemorial en el que al humano le gustaría “desaparecer, depositar ahí el peso de la conciencia”. La utopía, por el contrario, está inficionada de una nostalgia “vuelta del revés, falseada y viciada, tendida hacia el futuro, obnubilada por el progreso, réplica temporal, metamorfosis gesticulante del paraíso terrenal.” Respecto a la  Revolución, Cioran escribió en el ya varias veces citado Ensayo sobre De Maistre que “el sentido último de la revolución parece ser el de lanzar un desafío al pecado original”,por cuanto  parte de la creencia en la inocencia innata del hombre, y en lo que se refiere al comunismo , captó bien sus orígenes, su anclaje -- “es el heredero de los sistemas utópicos y beneficiario de un largo trabajo subterráneo”-- y lo que podríamos llamar su esencia espiritual (“Si la utopía era la ilusión hipostasiada, el comunismo, que va más lejos aún, será la  ilusión decretada, impuesta: un reto a la omnipresencia del mal, un optimismo obligatorio”), pero sobrevaloró su poder, sus virtualidades utópicas y por eso quizá no pudo prever su desaparición. La utopía,  si bien se mira, es “lo grotesco en rosa, la necesidad de asociar la felicidad, es decir, lo inverosímil, al devenir, y de llevar una visión optimista, aérea, hasta el límite en que se una a su punto de partida: el cinismo que pretendía combatir .En suma, un cuento de hadas monstruoso.”  
 
   5. Los desastres de Dios
                                           
        Se mencionó más arriba ya–y se habrá visto más que suficientemente en lo que llevamos escrito, cómo Cioran suele envolver muchas de sus argumentaciones en una atmósfera religiosa, puesto que no vacila en  recurrir a menudo a los mitos o al lenguaje religioso, para iluminar otros fenómenos. Pensador que en suma se sentía mucho más próximo a Teresa de Avila o el Maestro Eckhart  que a Kant o Heidegger, escribió con la misma pasión sobre   la santidad y la mística como experiencias extremas que sobre la Iglesia y sus Herejías, sobre el fin del paganismo antiguo como sobre  los orígenes del cristianismo, sobre las diatribas de Celso o de Juliano como sobre la personalidad de Lutero. En asuntos de religión Cioran se sentía, más que en ningún otro, en su terreno.
      Parte nuestro autor de la cuasievidencia de que el hombre necesita a Dios, siempre que esta aseveración se interprete en el sentido de que , fanático de creencias y de asideros a los que agarrarse por el hecho mismo de existir, no se podría permitir el lujo de ignorar la que es al fin y al cabo fundamento de toda fe, que es la fe en Dios. Ahora bien, como resulta que este universo y este mundo son para Cioran absurdo y fatalidad, no hay más remedio que pensar que, si alguien los hizo, los creó,  constituye desde luego la obra de un dios loco, un aciago demiurgo, especie de divinidad desalmada y perversa, un geniecillo maléfico que , a espaldas de otro Dios, del bueno y benefactor, perpetró su fechoría. Este es en esencia el relato  mítico que sirvió de base a una de las primeras herejías cristianas --se remonta  al siglo II-- y que Cioran utiliza irónicamente desde el título de uno de sus libros para mostrar cómo así –hábil añagaza de la ideología  religiosa—se conseguía exonerar  a aquel Dios bueno del desastre de la creación haciéndolo revertir sobre el perverso geniecillo. La mentalidad, la conformación religiosa del hombre ansía un orden de explicación del mundo, sí, pero un orden armonioso y edificante, que le permita exorcizar el caos y el azar, mas como la experiencia cotidiana sólo le enseña el dolor y la desolación de la vida, --y también aquel caos y aquel azar-- tiende a pensar, pues es reacia a la idea de un dios maléfico, que es él mismo, la criatura humana, la que, porque  hizo algo mal,  cayó de la espléndida armonía paradisíaca del Edén, con lo que nos encontramos ante la idea de pecado, de culpa, fundamento en última instancia de toda religión. Es pues una ingenuidad o un autoengaño interesado postular la existencia de dos dioses, uno bueno pero inactivo y otro, porque incapaz de la beatitud de la inacción, perverso hacedor del mundo: en verdad ambos  se resuelven en el mismo, aunque no sea más que porque el lado pretendidamente bondadoso de la divinidad anda tan desdibujado ---si sobre todo se contemplan los resultados de su obra---que no hace falta para aquella nefasta cualidad inventarse ningún dios en exclusiva.
     Respecto al asunto de la existencia de Dios –del “bueno”, se entiende, un Dios sobrenatural: no hay otro—Cioran no tiene desde luego la menor duda: “Dios” no es más que un invento fruto de nuestros frenesíes y terrores, de nuestros estados de ánimo y de nuestros caprichos : “Estoy de buen humor: Dios es bueno; estoy moroso: es malo; indiferente: es neutro. Mis estados le confieren atributos correspondientes: cuando me gusta el saber, es omnisciente y cuando adoro la fuerza, es todopoderoso.¿Que me parece que las cosas existen? El existe; ¿que me parecen ilusorias?, se equivoca. Mil argumentos le sostienen, mil le destruyen; si mis entusiasmos le animan, mis murrias le ahogan. No sabríamos formar una imagen más variable: lo tememos como a un monstruo y lo aplastamos como a un insecto; si lo idolatramos es el Ser por antonomasia, si lo rechazamos o abominamos de él, entonces es la Nada: "Un examen le revela: causa inútil, absoluto sinsentido, patrón de los bobos, pasatiempo de solitarios, oropel o fantasma, según divierta a nuestro espíritu u obsesione nuestras fiebres”. Para Cioran Dios no puede existir porque entonces desaparecería todo, incluso el pensamiento, todas nuestras perplejidades estarían resueltas, nuestras interrogaciones suspendidas y nuestros espantos apaciguados, y eso no es racionalmente posible porque la única función de los Absolutos—y Dios supone el primero—es la de escamotear los problemas: Dios constituye un asunto demasiado humano, lejos de cualquier trampantojo de trascendencia, demasiado sospechosamente cercano a nuestros terrores y perplejidades como  para que lo podamos sacar fuera de nosotros y lo remitamos a una instancia sobrenatural; por eso precisamente puede afirmarse –en un sentido muy distinto al del creyente—que lo llevamos dentro; Cioran lo expresa con su típica manera oblicua y cuasi metafórica: “Dios, caída perpendicular sobre nuestro espanto, salvación cayendo como un rayo en medio de nuestras búsquedas que ninguna esperanza engaña, anulación sin paliativos de nuestro orgullo desconsolado y voluntariamente inconsolable, encaminamiento del individuo por un apartadero, paro del alma por falta de inquietudes…”
     Dentro del universo religioso a Cioran le han interesado sobre todo  el fenómeno, el caso límite del santo y el místico por un lado y, por otro, la muerte del paganismo antiguo a manos del nuevo dios cristiano. A los primeros dedicó todo un libro, todavía de su etapa rumana, De lágrimas y de santos, fruto de la arrebatada  dedicación a la lectura de los místicos, sobre todo los  españoles del XVI y XVII. Santidad y misticismo le fascinaban precisamente  en lo que tienen de exceso, de exacerbación y de violencia de la fe, y no es de extrañar tratándose de una manifestación que por lo menos a primera vista colinda con la locura, la explosión de la sexualidad reprimida o el puro masoquismo. Incluso se diría que sus sufrimientos y penalidades pueden llegar a convencer peligrosamente de que  el infortunio y el dolor tienen de verdad alguna finalidad. Lo que a un espíritu curioso más puede llamar la atención en la santidad es ese “delirio de grandeza que esconde detrás de sus delicadezas, los apetitos inmensos disfrazados de humildad, la insatisfacción que oculta su caridad. Pues los santos han sabido explotar sus debilidades con una ciencia propiamente sobrenatural. Sin embargo, su megalomanía es indefinible, extraña, turbadora”. Si nadie puede propiamente hoy “creer” en ellos –puesto que son demasiado inactuales--,¿cómo se explica entonces que se les admire , no sin incomodidad?, ¿de dónde nace esa “voluptuosidad del sufrimiento”? Ahincamiento en lo obsesivo y suprema excitación de la voluntad, juntamente pasión del éxtasis y atracción por el vacío, lo que a la vez aterra  e intriga de ellos es el hecho de que con tanto ahínco se hayan dejado arrebatar por su obsesión, que en cierto modo hayan resuelto el problema de la existencia, que al menos en apariencia lo tengan todo tan claro. Piensa Cioran que la santidad tiene frente a la filosofía, que plantea interrogantes pero no ofrece soluciones, la ventaja de la claridad: “La filosofía carece de respuestas (…) la santidad es una ciencia exacta, dado que aporta respuestas positivas y precisas a las interrogaciones a las cuales los filósofos no han tenido el coraje de elevarse. La santidad tiene un mérito: el dolor, y un fin: Dios. Como no es ni práctica ni cómoda los hombres la han relegado al ámbito de lo fantástico y la adoran a distancia.”    
     Se comprende que para una sensibilidad como la de Cioran,  ahormada por una conformación anímica de hereje y por una se diría que irrefrenable atracción por los excesos,  los místicos y los santos deviniesen un asunto irresistible, tanto estética como podríamos decir ontológicamente(por una especie de terror metafísico de la conciencia): esos “histéricos de la eternidad” le intrigaban, le resultaban tan  concluyentemente fascinantes, casi hasta lo morboso, que llegó a escribir –y no tiene mucho sentido saber si lo decía en serio--:“por el beso culpable de una santa aceptaría yo la peste como una bendición”.  En la santidad se da también como una suerte de explosión o anulación del tiempo, petrificado en la soledad de los claustros y de los monasterios y en los desiertos del eremita, en ese aburrimiento sepulcral que figuraba como contrapunto de los éxtasis y los trances, en la acedía: “ El éxtasis en sus primeros arrebatos se crea a sí mismo un paisaje; la acedía lo desfigura, vuelve la naturaleza exangüe, la existencia insulsa, y suscita un aburrimiento envenenado que sólo nuestro estado de mortales privados de gracia nos permite comprender”. Por esa negación del paisaje, por ese regusto por la desnudez y el desarraigo creía Cioran que en el fenómeno del eremita antiguo pervivía bastante del primitivo fondo judaico y de la caracterología misma de los judíos, de esos “domadores del abismo”. Aburrimiento absoluto, sobre el fondo de la orgullosa negación de la historia que configura el desierto: por eso los eremitas se refugiaron en él, para así vivir en ese devenir inmóvil, que es el marco más apropiado para una experiencia pura de la muerte: “El solitario se retira en él, no tanto por aumentar su soledad y enriquecerse de ausencia, como para hacer subir en sí mismo el tono de la muerte”.Los eremitas son verdaderos “atletas del desierto”-- como los llamó un Padre de la Iglesia , con una imagen que Cioran cita aprobatoriamente—por  el  apabullante odio que sentían a sí mismos y el autocontrol casi inhumano de que hacían gala al luchar  con crueldad contra lo que secretamente  tenían por  más querido: sus “tentaciones”, sus “deseos”, cuyas descripciones harían palidecer a  las del mayor libertino.
        El santo es asimismo prototipo humano del anti-sabio, por la misma razón por la que la religión bien a ser lo contrario de la sabiduría: todo lo que el primero tiene de histérico voluntarioso, de habilidad para explotar sus propios desequilibrios, de ambición y de audacia, de seguridad en su verdad, a imitación de su ideal, Cristo, lo tiene el segundo de desengaño, de escepticismo y desinterés; para aproximarse a la santidad hace falta coraje: “Pascal—el único  gran filósofo creyente por el que Cioran siente algún respeto—fue un santo sin temperamento”. Místicos y santos confirman en definitiva, por exceso, la  necesidad que el hombre tradicionalmente ha experimentado de la religión, es como si mostraran, por reversión, el mal como inconfesado “secreto de nuestro dinamismo”, en el sentido de que, al empeñarse en la apoteosis del “bien”, no hacen sino ilustrar la omnipotencia del mal: si éste desapareciera (pero Cioran parece olvidar que en semejante supuesto tampoco en rigor habría rastro ni idea de aquél), “vegetaríamos en la perfección monótona del bien, el cual, a juzgar por el Génesis, exasperaba incluso al Ser Supremo”. 
      “Es un error sobre la mística suponer que deriva de un reblandecimiento de los instintos, de una savia comprometida”, anota Cioran. Pero no es una casualidad que los místicos fueran contemporáneos, tanto en España como en Alemania, de grandes empresas de dominación, como la Conquista y la Reforma: orgullosos y violentos, se atrevieron a hablar a Dios cara a cara, y su pretendida dulzura y pasividad no figuraba  más que como la máscara con la que disimulaban su sobreabundancia de energía y su furor proselitista. En el caso alemán, además, “su inclinación a la herejía, a la afirmación personal, a la protesta, traducía, en el plano espiritual, la voluntad de individualización de toda una nación”. Tenían algo de conquistador y de caballeresco: “Portadores de una coraza secreta, indomables hasta en su pasión de torturarse, poseían el orgullo del gemido, una demencia contagiosa, incendiaria”.
     Parece claro que  el hombre lleva en sí el fanatismo de la idea, de la creencia y de la fe y que  ésta—cualquiera que sea—comporta sobre todo el imponérsela a los demás. Como resulta que la idea nace del rencor y de la insatisfacción  y como , según Cioran “no hay insatisfacción profunda que no sea de naturaleza religiosa” parece desprenderse en consecuencia que las religiones –sobre toso, claro está, las que creen en un Dios único —son de por sí consustanciales con la intolerancia fanática. Ya Cioran hizo notar verosímilmente, a propósito de Lutero y de San Pablo, que los fundadores de religiones tienen más poder sobre las multitudes que los más temibles de los tiranos: su ascendencia, su influencia es a la vez más sutil y más devastadora.  Para él, uno de los rasgos más visibles de las religiones, como de las ideologías, que han venido a heredar sus vicios, es haber proscrito el sentido del humor, y en un pasaje del citado De lágrimas y de santos  consigna como el mayor pecado del cristianismo el hacer desaparecer el escepticismo antiguo porque “un  griego  jamás hubiera asociado el gemido a la duda”.
     Cioran añoraba el ambiente espiritual de los estertores del mundo antiguo--ya se ha dicho más arriba al hacer referencia  a su fascinación por los periodos de decadencia—y lo ilustró profusamente en su obra. Lo fundamental a su juicio es sin duda el modo en que el triunfo del cristianismo demuestra de manera ejemplar el comportamiento de toda religión emergente, y la impotencia y el abandono en que se hallaba a esas alturas la sensibilidad grecorromana. Como a Sthendal y a la admirable M. Yourcenar de las   Memorias de Adriano, le interesaba sobre todo el momento en que los dioses se habían ido y el Unico no acababa de estar todavía asentado, ese ínterin en que, como recuerda la Yourcenar, “el hombre estaba solo”, el interregno relativamente breve antes de que la nueva religión afeara, escribe Cioran, “de un hollín indeleble las exuberancias del Mediterráneo”, antes de que el hombre no viera ya más “ninfas sensuales y dichosas, sino un esqueleto clavado que fustigaba las dulces vanidades”. La superioridad, tanto moral como estética, del paganismo sobre el cristianismo radicaría entonces en que el politeísmo, al proponer multitud de dioses, cuadraba mejor con los impulsos, naturales en las civilizaciones viejas, de tolerancia y pluralidad: la fe en uno solo, por el contrario, se exaspera y concentra y acaba tarde o temprano por convertirse en intolerancia y aniquilación del diferente. Y no menor superioridad había para Cioran en el hecho de que la civilización antigua no tuviese ninguna “explicación de la historia” y profesara por ello la “hermosa idea” –que a él se le hacía tan cara --o el convencimiento de que el mundo no iba a dar nunca más de sí, de que siempre será en lo esencial igual a sí mismo. Con muchos dioses,  al menos se tenía la libertad de pasar de uno a otro –además de que nada más ajeno a los antiguos como la distinción entre creer y no creer, puesto que ellos propiamente no creían, en el sentido de que no convertían a sus dioses en obsesión ni materia de estudio, en abominación ni en teología--, pero el fallo (y aquí Cioran no puede evitar el soñar con la eventualidad, que ha tentado también a algunos célebres historiadores, de que el cristianismo no hubiera tenido lugar),  letal para él, para el paganismo precristiano, radicó en su excesiva generosidad, su exceso de comprensión al haberse abierto a tantas divinidades:  “Si Roma no hubiese vivido tan intensamente y no se hubiese gastado con tanta rapidez, la ruina de su altiva  grandeza se hubiese retrasado y la ley cristiana se habría quedado en el mero privilegio nada halagüeño de una secta”.
     “En vano los Celso, Porfirio, Juliano el Apóstata, se obstinan en detener esa sublimidad nebulosa que rebosa de las catacumbas: los apóstoles han dejado sus estigmas en las almas y multiplican sus estragos en las ciudades: la era de una gran Fealdad comienza: una histeria sin calidad se extiende por el mundo”, en  estos términos entona Cioran la elegía por la muerte de los olímpicos y llora el comienzo de una noche de siglos…pero no nos engañemos: el fenómeno histórico del cristianismo está acabado.Una religión sólo se mantiene por el terror y la violencia, y es significativo que  Cioran parezca lamentar, tanto al menos como el fin del paganismo, la desaparición de aquellos tiempos en que el cristianismo, aún en su fase “heroica”, atizaba las hogueras e imponía el respeto por los Cristos sanguinolientos y exangües de la estatuaria española, Cristos “ satisfechos hasta el delirio de su crucifixión”, los tiempos, aún más atrás, en que Pablo acertó a introducir en sus Epístolas toda la brutalidad y el sectarismo del Antiguo Testamento, pero no “el lirismo, ni el acento elegíaco y cósmico”, añoranza aquélla que dado el peculiar temperamento de nuestro autor  sólo puede explicarse  por la necesidad –él mismo lo ha aclarado--  de enfrentarse a un enemigo de fuste, de tener a quién odiar. La religión languidece, pues que ya no se encuentra en ella la fuerza de los orígenes, ya no seduce a los espíritus, ya la fe no se impone por la hoguera, ni hay herejes a quienes condenar, ni místicos que la rehabiliten y exciten: el cristianismo ya ha dicho todo lo que tenía que decir; además Dios tiene hoy otras caras, se manifiesta (esto es, se oculta) bajo otras máscaras: “(…) el cristianismo se muere, (…) y la Iglesia, privada de apologistas y de detractores, no tiene ya a quien alabar ni a quien perseguir. Escasa de herejes, renunciaría gustosa a exigir obediencia si, como contrapartida, vislumbrase entre los suyos un exaltado que, dignándose atacarla, se la tomase en serio y le diese alguna esperanza, algún motivo de alarma”.
        
      Tras este recorrido por el pensamiento de Cioran, es evidente que alguna vez se hace difícil seguirle, como cuando, en un pasaje de Historia y Utopía, pretende que, si el Estado desapareciera, la voluntad humana “se complacería sin restricción alguna en el mal”, lo que no puede menos que sonar a un cierto hobbesianismo remozado; en otras ocasiones no es fácil comprender la legitimidad de sus odios: ¿cómo sería posible condescender a tanta negación, a tanto desconsuelo? ¿De dónde nacen?. Se podría decir de él lo que Octavio Paz consignó sobre Quevedo, que en su obra se manifestaba el orgullo --¿y el rencor?—de la inteligencia. Pero acaso lo que ocurre simplemente es que “il était persuadé que si le sentiment de la vie, n´était pas exalté, par toute forme d´excés, la diminution de notre vitalité finirait par nous invalider” (en N. Dodille et G. Liiceanu. Lectures de Cioran. Paris. L` Harmattan.1997 pp. 62-63).  Resulta muy complicado explicar esto que a veces se siente brotar del recoveco más extraño del fondo de uno mismo y que algunos poetas –y quizá acaso la sabiduría popular de todos los tiempos y lugares-- ha sabido: cuanto más se denigra la vida, más se la quiere porque se está seguro de que constituye el único tesoro que se tiene… “Execro esta vida que idolatro”: si hubiera que condensar en una breve fórmula la “filosofía” de Cioran, él lo hizo con ésta mejor que nadie.