miércoles, 25 de enero de 2012

EL CUENTO DE LA VIDA

d Torrente Malvido, Gonzalo. Puro cuento. Madrid. Amargord. 2005 y Cuentos recuperados de la papelera. Madrid. Libertarias. 1986.

Si todo buen cuento --ese género considerado por algunos menor---ha de configurarse como el relato en torno a un único suceso o anécdota, como una unidad anular, centrípeta e indivisible cuyo ritmo obedece a un principio o desencadenante, a un núcleo o clímax y a un final o desenlace, y si ha de estar dotado de intensidad , esto es, de la eliminación de toda situación o idea intermedia y de esos rellenos o fases de transición que la novela no solo permite sino exige, entonces la mayoría de las narraciones cortas de Torrente Malvido merecen con toda justicia aquella consideración.




Tanto por la tensión interna del relato, esa intensidad que solo se consigue con el modo con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado, como por lo insólito o sorprendente en sí de la anécdota central, muchos de estos cuentos resultan memorables en el sentido de que llegan y quedan en el lector, tal como expresó hermosamente Cortázar al escribir que todo cuento en verdad memorable es como ese árbol que quedará en nosotros y dará su sombra en nuestra memoria. Mas quizá que la novela, el cuento parece plegarse a esa mirada testimonial ---desprovista esta expresión de sus adherencias militantes o social-realistas, digamos para entendernos--- toda vez que resulta más propio para aprehender, para sugerir y captar el latido de un trozo de vida, sin verse obligado a buscarle antecedentes o justificación. Se me ocurre, además, que los cuentos de Gonzalo ilustran de manera ejemplar la conocida analogía del antecitado maestro argentino de que la novela es al cine lo que el cuento a la fotografía: si en aquellos la captación de lo real --- o de lo ficticio, que no es sino otra forma de lo real ---se intenta por desarrollo y acumulación de elementos parciales, en estos el artista se ve compelido a seleccionar un acontecimiento o imagen no solo significativo y que valga por sí mismo, sino que sea capaz de actuar en el lector o contemplador como una especie de apertura o fermento que le lleve más allá de la anécdota visual o literaria.

Muy disímiles en cuanto a la extensión, pero manteniéndose siempre dentro de lo que convencionalmente se ha considerado un cuento ---desde las dos o tres páginas las más breves hasta las veinte como mucho las más extensas, hay una diferencia ---aparte de las temáticas, muy evidentes---harto significativa que creo hallar entre las narraciones agrupadas en Cuentos resuperados...y las de Puro cuento: las del primer volumen, muy anterior al segundo en la escritura y la publicación, aparecen como más trabajadas literariamente en lo que atañe al tratamiento sintáctico, de período amplio y con mucha digresión e hipotaxis, en tanto que las del segundo están mucho más cerca de la oralidad y el coloquialismo, con frase corta y mucho diálogo y más próximas a la anécdota vivida por el autor--- o fabulada, que en el caso de Torrente venía a ser casi lo mismo---o como mínimo por alguien que se la ha contado de palabra: Gonzalo fue un extraordinario narrador oral y más de una de estas historias nos la contó más de una vez, nunca de la misma manera ni con las mismas palabras, tempo ni énfasis, pero siempre, claro está, con ese peculiar modo de frotarse las manos y esa voz entre opaca y cavernosa que tan felizmente parecía casar con la burla e ironía apenas refrenada, como en sordina, que ponía en lo que decía.

Más allá de nada, el relato inicial de Cuentos recuperados...constituye un caso especial respecto a todos los demás en la medida en que se presenta, con un aire como de pesadilla, como una cerrada acumulación de imágenes de la disolución, del terror y de la muerte, de la "hiriente punzada de la identidad perdida" y supone un verdadero alarde de enumeraciones caóticas y recurrencias sintácticas, todo con un suculento y fulgurante despliegue verbal en cascadas de metáforas y asociaciones que podría interpretarse tanto como una visión alucinada de la existencia como una descripción de los efectos de ciertas drogas en la percepción y la sensibilidad.


A un mundo galaico pasado por el tamiz del esperpento valleinclanesco remiten El velorio del abad de Leirado ---a mi juicio uno de los más felices logros del autor--- y Escena de feria, estupendo el primero tanto por la hábil dosificación de detalles en el tratamiento simbólico de los objetos como en el trazado tipológico de los personajes, despachados casi todos, salvo el abad, con un par de rápidas y certeras pinceladas impresionistas, que en nada hacen presumir el desopilante e inesperado desenlace, y no menos logrado el segundo, sobre los sorprendentes desahogos prostibularios de una pareja de viejos aldeanos gallegos de aire casi solanesco.

De lejano pero bien perceptible fondo folclórico en cuanto al asunto, El cementerio de las sirenas recuerda casi de modo inevitable las maneras de Benet por el desparrame sintáctico ---empieza embutiendo dentro de la primera frase una digresión parentética de varias docenas de líneas y juega con la identidad del personaje escondiéndola ambiguamente tras el pronombre, de manera que resulte muy difícil, incluso por el contexto, su referente--- y es una muestra también del conocimiento que el autor poseía del vocabulario técnico de la navegación. En Jean y Jim se alcanza a sugerir en el lector una atmósfera como de terror metafísico, a través de la experiencia de los dos personajes que sobreviven a una especie de cataclismo, no se sabe si explosión nuclear, terremoro o simple accidente de coche: en tierra de nadie, en medio de una soledad absoluta, con todo cubierto por un espeso polvo gris, el hombre miró los ojos de la mujer "terriblemente azules, como dos heridas brutales entre los grises párpados semicerrados".

Si Apenas un cotilleo no pasa de ser una brevísima anédota, narrada con mucha gracia, enmarcada en eso que antaño se llamaba género sicalíptico, relatos como Zouk-el-Arba o Nuestra Señora de la Medina remiten al mundo de la picaresca y el erotismo norteafricano (marroquí, para más señas) y a los fascinados ojos del europeo que lo contempla. Una morena en la Costa azul ---aclaro que "morena" vale aquí por engaño o trampa, lo que significa en el argot de los delic¡ncuentes--- cuenta los trapicheos con la droga de unos traficantes de mediano nivel entre cuyos clientes se encuentra nada menos que el mismísimo Onassis, y Escena palaciega en el Alcázar de Madrid cuenta, con fría objetividad y distanciamiento, cómo el rey felipe IV fue quien sugirió a Velázquez la estructura compositiva de Las Meninas.

Ya se ha dicho hasta qué punto las historias de Puro cuento responden en general a otro registro y factura. El invisible Ferradas y El tenor y el matarife tienen un aire borgiano en el sentido de poner en cuestión los límites y la noción misma de personalidad o individuo, y el primero incluye además una parodia del lenguaje habitual del informes clínicos y de la jerga psiquiátrica más o menos vulgarizada. Ambos mantienen todavía, como en los relatos del otro libro, la primacía del narrador en tercera persona, la abundancia de pasajes descriptivos y el poco peso del diálogo, rasgos que se difuminan mucho en las demás narraciones, algunas con narrador en primera, como una de las más logradas, El virgo de Celia, hilarante sátira de los reality shows televisivos, donde los comparecientes en el programa que está viendo el narrador y su mujer cuentan pormenorizadamente cómo perdieron la virginidad. A la recreación de ambientes marginales, carcelarios o cuarteleros, con alguna pincelada de erotismo grueso,se aplican El tigre de Valdemoro, La quirmosa, La rumana del puerto o Los gaiteros de Fraga, en tanto que Crimen pluscuamperfecto incide en un hecho, tan terrible como grotesco, con un conocido poeta maldito como primer oficiante.

Ya depende del lector, en fin, si gusta más de los cuentos que, lejos de encerrar una sorpresa final, parecen describir una suave línea recta que se interrumpe sin aviso o que corre con una apariencia de instantaneidad y de azar; al primer tipo pertenecen El velorio del abad de Lendoiro, Crimen pluscuamperfecto o La rumana del puerto, entre otros; al segundo, El cementerio de las sirenas, La educación sentimental, Muertos de risa, Mercadillo y algunos más. Pero lo fundamental y al fin y al cabo más sustantivo es que los presentes relatos son, para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad y alegría de vivir, divertidos y gozosos, como no podría menos de corresponder a las maneras de su autor: si en definitiva todo escritor escribe, de un modo u otro, lo que ha vivido, estos textos lo retratan ejemplarmente, a él sobre todo, que supo hacer de la vida un cuento y encarnar el cuento de la vida.

sábado, 21 de enero de 2012

OTRA VEZ SOBRE LA GUERRA CIVIL

Chaves Nogales. A sangre y fuego. Barcelona. Libros del Asteroide. 2011.




Tanto he oído hablar últimamente a algunos amigos --de cuyo criterio me fío-- de las magnificiencias de estos nueve relatos de Chaves que estaba ya deseando leerlos, pese al cansancio que de vez en cuando siento hacia el género del guerracivilismo. Conocía del autor sevillano ---parece que elogiado por doquier y considerado estos últimos tiempos poco menos que como clásico contemporáneo--- su biografía de Juan Belmonte, su estupendo ensayo La agonía de Francia ---reseñado en su día en este blog--- y su novela El maestro Juan Martínez que estaba allí. Vaya por delante que a mí no me parece, como han opinado muchos, "lo mejor que se ha escrito en España sobre nuestra Guerra Civil", en primer lugar porque no me lo he leído todo y en segundo porque no me atrevo a tan apodícticas categorizaciones sobre preeminencias y jerarquías. Diré simplemente que tan excelentes al menos como este A sangre y fuego ---y con la misma falta de sectarismo y de anteojeras ideológicas---se me antojan, por citar algunos ejemplos a bote pronto, muchas zonas y pasajes de entre las más de dos mil páginas del Laberinto de Max Aub, o la novela de Iturralde Días de llamas, o la de Masip El diario de Hamlet García, o algunos de los cuentos publicados por Juan Eduardo Zúñiga bajo el título de Largo noviembre de Madrid.



Dice Chaves en la nota introductoria que acompaña al prólogo que cada uno de los episodios se ha sacado de un hecho rigurosamente verídico, pero todo el mundo sabe que cualquier anécdota que a se cuenta o cualquier peripecia real sobre la que se recaba información se convierte, a la hora de pasarlas al papel --por los propios mecanismos del artificio literario--- en una cosa muy distinta, y en este sentido hay que tomarse, en este caso y en no importa cuál, eso de la veracidad cum mica salis. Por lo demás, y dicho esto, uno no puede menos que recordar, al leer este libro, la apabullante razón que asistía a aquella máxima de Baroja acerca de la inevitabilidad y falta de remedio de la estupidez humana: la prosa tersa y nerviosa, de frase corta, con mucho uso de las yuxtapuestas y moderada y precisa adjetivación presiden todas estas historias, no menos que una voluntad de denuncia y una pasión moral que no se cuida mucho de esconder el abatimiento y la tristeza ante el universal y sangriento espectáculo del fanatismo y la barbarie.




El temor a la soledad o a la desposesión,la traición, el coraje, la lealtad, la delación, el miedo y la muerte comparecen por igual en estas páginas y aciertan a dar a cada personaje o hecho narrado su verdad más honda. Aunque en algún que otro pasaje acuda Chaves a un tono épico y grandilocuente (así en la pág. 147, cuando describe la masiva llegada de refugiados a Madrid) que sin embargo nunca condesciende a la prédica ni al adoctrinamiento, y aunque en algún otro se le vaya a mi juicio un poco la mano( en p. 112 y ss. se presenta a Durruti como un tirano sangriento que hace fusilar poco menos que a todo cristo, incluídas algunas prostitutas que acompañaban a sus milicianos), las más de las veces llega a esa seca y eficaz impersonalidad propia del mejor reportaje periodístico, que sin embargo estas novelas no son en absoluto. Da la impresión, por lo demás, de que Chaves estuviera convencido de que la brutalidad y la barbarie fueran un patrimonio exclusivo de los españoles, creencia tan gratuita e injustificada como la contradictoria de que el español era "uno de los pueblos más felices de la tierra", como se afirma en un "Manifiesto por la paz" firmado por el autor y otros en 1939 y citado por la presentadora en la introducción al volumen.

Massacre, massacre, el primero de los relatos aquí incluidos, es, junto a una vívida descripción de la lucha por la supervivencia de la población civil en el Madrid bombardeado ---la muta de fuga de la masa empavorecida, que diría Canetti---un alegato contra la llamada Escuadrilla de la venganza, un grupo de milicianos que por libre se dedican a sembrar el terror y el asesinato selectivo entre los sospechosos de simpatías franquistas, y contra sus jefes, Enrique Arabel, "tipo característico de hombre de presa" (p. 21), y del comunista Valero, frío, cauteloso y calculador, que intenta que los desmanes de aquel se mantengan dentro del margen de conveniencia para la estrategia de su partido. Arabel intenta sin éxito chantajear a Valero, militante ejemplar pese a algunas dudas íntimas que le corroen, y éste al final no vacila en poner por encima de los lazos familiares sus fidelidades políticas, cuando su padre es víctima de la trampa que se les tiende a los militares jubilados más o menos quintacolumnistas, la mayoría de los cuales acaban en las tapias del cementerio del Este. La conversación, hecha de monosílabos y sobreentendidos pero harto elocuente, entre Valero y sus padre preso (p. 35-36) no tiene desperdicio, como tampoco lo tiene la presentación, acerba y un tanto esperpentizadora, que se da de algunos prominentes nombres de la intelligentsia de izquierdas: "el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos, Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado y María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura" (p.33).

En La gesta de los caballistas asistimos a la limpia de rojos que un aristócrata terrateniente, sus tres hijos y los hombres a su servicio organizan en la campiña andaluza en las primeras semanas de la guerra. Sobre un fondo general de crueldad y depravación--uno de los hijos del Marqués asesina salvajemente a un pobre gitanillo al que supone de los otros--- resplandecen la piedad instintiva y la bondad natural de dos personajes que resultan ser antiguos conocidos : Rafael, otro de los hijos del aristócrata, y Julián, el maestro de escuela que lidera a los campesinos que resisten a la razzia de los caballistas. Julián acaba fusilado y Rafael exiliado en Gibraltar y asqueado de todo, sin que se cuente cómo sale del entuerto en que se ha metido al apresarlo los de su bando por un malentendido.

Con algunas pinceladas de farsa y humor negro, también perceptibles en Los guerreros marroquíes, donde un populacho exasperado y vengativo mata a un combatiente moro perdido en un paraje serrano, en verdad pobre víctima que no sabe muy bien en qué fregado anda metido, Y a lo lejos, una lucecita relata la obsesión paranoide de dos milicianos, Jiménez y Pedro, cuyo celo revolucionario les lleva a la muerte al intentar descubrir y cazar a los criptofranquistas que se comunican con señales luminosas de Morse en la noche madrileña. No se ahorra tampoco muchos detalles el autor para ilustrar el grado de fanantismo y sed de venganza al que puede llegar el corazón humano: los tísicos de un sanatorio antituberculosos de la sierra, simpatizantes de uno y otro bando, se acusan e insultan con palabras gruesas y cuando llega el grupo de milicianos uno de los enfermos aprovecha para delatar a otro, que escondía la linterna fatal bajo el jergón: "Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito. ---Gracias, muchas gracias, camarada, dijo el otro tísico desde la cama de al lado. Ahora ya podré morir tranquilo. Y se arropó para dormirse."

Mientras en La columna de hierro se narran las hazañas de una banda de desertores del frente de Aragón y delincuentes comunes de filiación más o menos anarquista que siembra el terror en las comarcas levantinas, en El tesoro de Briesca se presenta el coraje, la bonhomía y la capacidad de discernimiento moral del joven pintor Arnal---que acaba tan fuera de juego como el antecitado Rafael de La gesta de los caballistas--- comisionado por el gobierno republicano para proteger y catalogar los tesoros artísticos de los pueblos manchegos, y se asiste a la muerte casi simultánea del militar leal que se enfrenta a los milicianos en desbandada y la de uno de ellos, el único que se atreve a enfrentarse al uniformado cuando éste los increpa, lo que da pie a Chaves para concluir demasiado obviamente, en el sentido de efecto demasiado buscado y mejor encontrado: " en la plaza desierta solo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber,ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras" (p.145).

Viva la muerte cuenta la cobardía culpable y la mala conciencia de Tirón, acomodaticio patricio filofascista de Valladolid, incapaz de mover un dedo por tres muchachas republicanas que antes le habían salvado a él piadosamente la vida y en Consejo obrero uno no puede menos que sentir cierta simpatía por los apuros de dos trabajadores apolíticos, Bartolo y Daniel, ante el desatado sectarismo y la pulsión persecutoria de los integrantes del comité de la empresa en la que trabajan. En cuanto a Bigornia, el mayor atractivo de la historia reside me parece en la forzada desmesura e inverosimilitud del personaje.

lunes, 2 de enero de 2012

CONTRA LAS IDEAS ADMITIDAS


Hitchens, Christopher. Amor, pobreza y guerra. Barcelona. Debolsillo. 2011





Muy de agradecer me parece la publicación en español de esta extensa antología de textos (más de 500 páginas) de uno de los más lúcidos observadores del mundo contemporáneo, el hace poco desaparecido Christopher Hitchens. Especialmente dotado para la provocación y la demolición de las ideas y tópicos más comúnmente admitidos, este periodista independiente y viajero, británico nacionalizado estadounidense (había vivido en este país los últimos veinte años) nunca se casó con nadie y siempre demostró señera independencia de criterio en sus juicios, adornándose además con una prosa fría y analítica, brillante y sarcástica, y un ácido sentido del humor --- estupenda la semblanza de sí mismo que traza en la Introducción, tan moderadamente cínica como irónicamenrte autocomplaciente, donde aprovecha para despacharse a gusto contra una de sus bestias negras, la religión en cualquiera de sus manifestaciones, "el más tóxico de los adversarios, la forma más vil y despreciable de las que han asumido el egoísmo y la estupidez humana"--- que por momentos recuerda a un Chesterton o un Swift

Los escritos agrupados en esta recopilación vieron la luz por primera vez a principios de la pasada década en Vanity fair, Los Angeles Times, The New York Times Review of Books y otras publicaciones, en forma de reseña de libros, artículos de fondo y reportajes y, pese a que en algunos casos han perdido algo de eso que llaman actualidad por hallarse demasiado apegados a los hechos que comentan y en algún otro su argumentación no alcanza a convencer del todo, no desmerecen en absoluto en interés y capacidad de sugerencia y persuasión, apoyados además a menudo en una apabullante documentación. Hitchens toma el título de un antiguo proverbio que viene a decir que la vida de un hombre estará incompleta si no pasa por las tres experiencias del amor, la pobreza y la guerra: de amor, mírese como se mire, hay demasiado poco en el mundo, aunque no deja de hablarse de él; de la pobreza conviene ante todo desmontar el mito tranquilizador que siempre vio en ella un factor ennoblecedor; de la guerra debe pensarse que, contra lo que creen los guerreros y la fabricada verdad de los vencedores, carece de toda posible legitimación y constituye sin duda el más miserable y ruinoso negocio de los hombres.

La primera sección del libro, Amor, dedicada tanto a sus aficiones y querencias como a sus odios y abominaciones, se abre con Las medallas de sus derrotas, donde puede hallarse, además de un desmontaje de algunas creencias muy extendidas relativas a la participación inglesa en la Segunda Guerra Mundial, una radical desmitificación de la figura de Churchill y del prestigio de que goza en la mayor parte de la tradición historiográfica inglesa: pese a lo hábil de su retórica, que hace que en el mundo de habla inglesa sus frases lapidarias y sus sinuosas florituras verbales hayan alcanzado un renombre y una facilidad para la cita comparables a algunos pasajes de la Biblia del Rey Jacobo y algunas obras de Shakespeare, su personalidad escondía una calculada crueldad, un narcisismo egocéntrico ---durante los bombardeos de Londres en 1940 se paseaba por el jardín para impresionar a sus subordinados, cuando sabía por la información confidencial del contraespionaje que los aviones nazis iban a pasar de largo para atacar otras ciudades, y se largaba al campo a casa de un amigo rico cuando le constaba que el objetivo de los alemanes iba a ser la capital--- y una servidumbre incondicional para con las exigencias de la razón de estado, lo que no le libró no obstante de caer en torpezas muy contraproducentes para los intereses de su propio país.

Un hombre de contradicciones permanentes (pp. 49-62) muestra las ambigüedades y paradojas de un espíritu como Kipling, alternativamente atrapado por su reaccionarismo casi visceral, que le llevó a entonar loas al Imperio Británico, y su fascinación por el progreso y la moderna sociedad de masas, señalando también su nada despreciable valor como poeta. El viejo (pp. 64-74) es una reseña de la trilogía que Isaac Deutscher dedicara a Trotsky y un retrato, a mi juicio demasiado amable, del revolucionario ruso en tanto que prefigurador y profeta ---sin que nadie le hiciera mucho caso---del monstruo estaliniano.

Huxley y Un mundo feliz enfatiza los fallos e ingenuidades de la visión utópica del novelista inglés, demasiado ignorante, según Hitchens, de las debilidades de la condición humana, pero, por encima de aquellas ingenuidades, hay que agradecerle que su ficcionalización de la tiranía no dependa en exclusiva del poder del miedo y la violencia, sino de que el Estado policíaco acierte a sugestionar a la gente "para que ame su servidumbre" (Huxley en una carta a Orwell, citada en p. 84), una acertada fórmula que hoy puede resultar una obviedad pero que entonces tuvo un gran valor premonitorio a la vista del todos los regímenes vigentes en el mundo.

La desgracia de la poesía comenta el libro Byron, life and legende, de Fiona McCarthy (pp. 121-130) y hace hincapié en la condición de Byron de renovador de la poesía inglesa y en sus habilidades y virtudes autoparódicas, aunque en mi opinión la reseña de Hitchens aparezca como demasiado biográfica al insistir más de la cuenta en los "desórdenes" de la vida privada del poeta.

El desenfadado y desopilante ensayo Joyce en Bloom se refiere a la pretendida compulsión onanista del genial irlandés, incluye algunas graciosas anécdotas que ponen de manifiesto el ingenio verbal joyciano para " el humor de orinal y los juegos con uno mismo"( "Cuando en un café de Zurich un desconocido le cogió del mitón y exclamó: ¿Puedo besar la mano que escribió Ulises ?, Joyce respondió: No, también ha hecho otras cosas" --p.137--) hace asimismo alusión a los numerosísimos escritores y comentaristas de todo tipo, desde T.Eliot hasta Orwell, que han usado pasajes y citas de la novela sin mencionar la fuente y concluye, lo que es más importante, argumentando que el gran logro moral de la obra de Joyce es su rechazo sin paliativos a toda idea de culpa y de fe trascendente.

El texto que sigue a este, El inmortal (pp. 139-151) va dedicado a Borges y constituye con el anterior una de las joyas de esta sección del libro. Empieza aludiendo a los paralelismos entre el irlandés y el argentino --- cosmopolitismo, filosemitismo y aversión a lo católico, aunque ahí acaban las concomitancias---- y alude luego al especial sesgo que en la obra de Borges tomó su inconsciente aversión y miedo al contacto sexual, desde el trauma que le provocara en su juventud un padre pusilánime que, al pretender ayudarle en su timidez haciendo que visitara un burdel, generó en el escritor un efecto inverso al esperado, para acabar siendo un admirativo recorrido por la mitología borgiana, del tigre al laberinto y al orientalismo, no sin describir al final con pormenores y algo de retranca la visita que el autor mismo hizo a Borges en Buenos Aires a principios de los ochenta, con las manías del anciano y lo arraigado de sus prejuicios y opiniones políticas, sobre las que Hitchens le intenta sonsacar con éxito: aunque sin duda lo que más detestaba era el zafio populismo peronista, respondió cuando se le preguntó por el régimen de Videla " "prefiero un gobierno de caballeros a uno de chulos" ( p. 145) y soltó a propósito de Pinochet la siguiente perla: "un auténtico caballero. Tuvo la amabilidad de concederme un premio literario la última vez que visité su país" (p. 146).
Sucedió en Sunset y Balada de la ruta 66 (pp. 151-197) son dos irónicas visiones de la mitología popular norteamericana, el primero un chispeante anecdotario, de la mano de Billy Wilder, del star system hollywoodense de la época dorada y el segundo una descripción de algunos lugares y parajes de la América profunda y de su paradójico primitivismo y la ingenuidad algo infantiloide se sus gentes.

Fantasmas rebeldes (209-221) es una nada condescendiente reflexión acerca del patriotismo americano y de la fijación historicista y la iconografía generada por la Guerra de Secesión a partir de una comprobación in situ de la reconstrucción que todos los años se hace, con miles de figurantes, de la batalla de Gettysburg en Pennsilvania.

¿Poeta de Amércia? El logro de Bob Dylan es una demoledora crítica de las opiniones vertidas en el libro de Christopher Ricks sobre el bardo judío americano y las pp. 231-239, una ácida burla de la obsesión prohibicionista del alcalde neoyorquino Bloomberg, que trataba a los ciudadanos como a niños deficientes, durante su mandato a principios de la década del 2000, una ciudad que era entonces " el dominio del burócrata mediocre, del inspector con demasiado tiempo, del policía estreñido con la nariz pegada al reglamento, del soplón que quiere delarar a un ciudadano inofensivo, y de un alcalde que es esa figura extremadamente patética y molesta: la del micromegalómano" (p. 232).

Pero es en las segunda y tercera parte del libro, las de contenidos más propiamente políticos, donde Hitchens da rienda suelta a su pasión demoledora e iconoclasta. Y así leemos, por ejemplo, en Escenas de una ejecución (pp. 259-271),una apasionada denuncia, tras asistir in person a algunas de ellas, de la pena capital en algunos estados de USA , que acierta a desmontar inteligentemente, mostrando lo inútil del crimen legal para los objetivos a los que se dice tender, las cobardes y lúgubres racionalizaciones de los partidarios de semejante institución:" la matanza médica de un perdedor enloquecido e impotente, un descendiente de esclavos y un viejo legionario del Imperio, no hizo que la sociedad ni ningún individuo estuvieran más seguros" (p. 271).

O En la enfermedad y con sigilo, una reseña de un libro sobre J.F.Kennedy de un tal Robert Dallek, donde asistimos a un ácido retrato del expresidente americano y de todo el clan familiar y a una puesta en solfa de toda la beatería y la adulación que los Kennedy suscitaron entre muchos de los creadores de opinión y los grandes medios de comunicación --en parte comprados---, además de un recordatorio de las estrechas relaciones del clan con la mafia, cosa por lo demás ya bien sabida. La figura de J.F. Kennedy comparece aquí como del todo patética, personaje siempre enfermo y sometido a la ingesta de toneladas de medicamentos, compulsivamente entregado a un donjuanismo obsesivo y sin embargo obligado desde joven ---desde que "el truculento tirano que era su padre" (p. 275) lo presionara para presentarse a un escaño por el Congreso en 1946--- a "una hiperactividad histérica y estéril". El mito de los Kennedy, así pues, se deshace a poco que se lo considere: "La reputación del tinglado de los Kennedy depende ahora de un lloroso esfuerzo de voluntad(...) a los niños se les puede perdonar que sigan creyendo en hadas, pero resulta algo siniestro cuando la nota aguda pasa de la puerilidad a la senilidad"(p. 281).

En Las mentiras de Michael Moore se presenta a este cineasta y activista, tan prestigiado por la progresía europea, como un demagogo aventurero y un defensor solapado del régimen de Sadam Husein (pero esto, pese a la brillantez de las invectivas de Hitchens, no me lo creo del todo). En Poder judío, peligro judío, (364 y ss.) presenta el antisemitismo como la más venenosa destilación de los prejuicios políticos modernos y como una ideología oscurantista y analfabeta.

Los textos, con todo, para mí más atractivos son aquellos que podríamos incluir bajo el rótulo de un ateísmo militante, andanadas contra la superstición de la religión poseídas por un saludable tono volteriano, como El diablo y la madre Teresa (pp. 345 y ss.) o El Divino (341-44), dedicado al Dalai Lama, donde ataca y revela la cara oculta de esos personajes tan investidos de espiritualidad. Respecto a este último, no deja de deplorar que todos los medios occidentales se hayan ouesto acríticamente al servicio de "un simple mortal que, como mínimo, proclama la completa estupidez de la reencarnación y afirma la creencia siniestra , si no en realidad loca, de que la muerte es solo una etapa en un gran ciclo que parece compuesto de trivialidad y sometimiento" (p. 343) y se reserva para la llamada monja de los pobres, a la que llegó a conocer en persona y sobre cuyas actividades se documentó concienzudamente, la más acerba de las invectivas: elogiaba la pobreza y el sufrimiento como regalos del cielo, se oponía a cualquier control de natalidad y a una mínima libertad para las mujeres del Tercer Mundo y su clínica de Calcuta no era más que un hospicio primitivo para que la gente muriese, pese a las millonarias cantidades de dinero que recibió de ricos corruptos y estafadores ( sin embargo, cuando ella cayó enferma voló en primera clase a un hospital privado de California).

De lectura no menos divertida y aleccionadora es, en fin, alguno de los últimos incluídos en la recopilación, como Visita a un pequeño planeta ( 421 y ss.), relato de un viaje a Corea del Norte, cuyo siniestro régimen condena a la población al hambre y a una existencia de zombis lobotomizados, y los consagrados ( pp. 459-523) a combatir el islamismo fundamentalista (que Hitchens fue el primero en calificar de islamofascismo), esa "teocracia desolada y estéril".

domingo, 1 de enero de 2012

GONZALO TORRENTE MALVIDO. IN MEMORIAM







La semana pasada murió en Madrid, a resultas de complicaciones derivadas de una operación quirúrgica, nuestro querido amigo Gonzalo. Tuvo el coraje y la habilidad de convertir su vida ---movida y azacaneada como pocas--- en materia de anécdotas sin fin, que él sabía contar de modo espléndido, en parte inventadas o en todo caso manipuladas o adobadas de modo que, según los casos, parecieran convenientemente verosímiles o del todo disparatadas. Vivió siempre en el filo de la navaja y en peligro, y tuvo sin duda algo de encantador de serpientes y vendedor de humo (de esto último, mucho menos de lo que algunos imaginan). Ahí queda su obra literaria como prosista y traductor, relativamente breve y desigual --- dejó poco tiempo para escribir porque empleó todo el que pudo en vivir--- pero con logros estupendos, como sus Doce cuentos ejemplares, inscritos en la mejor tradición cervantina y donde se demuestra su excepcional oído para lo argótico y coloquial, para la lengua de la calle, habida cuenta de la vivida familiaridad --- et pour cause --- que siempre tuvo con ella.

Gonzalo hizo, en verdad, un arte de la mentira, cosa difícil pero en extremo lógica y consecuente, pues al fin y al cabo es, sí, mentira todo arte verdadero... pero cuya verdad mentirosa corrige, ridiculiza y desnuda la naturaleza triste y estólida de la verdad que se nos vende como tal. Ahora, cuando me acuerdo de Gonzalo y de los muchos e impagables ratos que pasé en su compañía, recuerdo también un par de citas literarias, de las que él mucho gustaba, y que vienen que ni pintiparadas a tenor de lo dicho más arriba. Hay el arranque de un soneto de Villamediana que, bajo su apariencia de circunstancial ---iba dedicado a un pintor amigo suyo-- encierra toda una proclama estética y vital: "No solo admira que tu mano venza/ el ser de la materia con que admira,/sino que pueda el arte en la mentira/ a la misma verdad hacer vergüenza", donde, bien leído, se dice que la mano del artista es al mismo tiempo el sujeto que admira, la materia admirada y el ser que provoca admiración. Y hay también el poema que Gil de Biedma escribiera para honrar la memoria de Gabriel Ferrater, que, evocando las farras en las que éste se esforzaba por provocar la admiración de sus amigos, empieza "Como enanos y monos en la orla/ de una tapicería en la que tú campabas,/ borracho , persiguiendo jovencitas/ o como fieles asistentes(...)". A Gonzalo algunas gentes le admiraban y otras le detestaban, probablemente porque les daba algo de miedo y les hacía sentirse inseguras respecto a sus creencias y maneras de estar en el mundo.

Pues eso, querido amigo, que te quiten lo bailao.