martes, 6 de septiembre de 2011

EL VÉRTIGO DE LA MELANCOLÍA



Sebald, G.W. Vértigo. Barcelona. Anagrama. 2010.



Ya se los quiera calificar de relatos-ensayos, divagaciones narrativas, reflexiones filosófico-autobiográficas o prosas de autoficción (si es que tiene algún sentido hablar todavía, para los mejores productos de la literatura moderna, de delimitación de géneros) los cuatro admirables textos agrupados por Sebald bajo el título que figura más arriba reúnen a mi juicio los suficientes méritos como para aconsejar que se los lea con pasión y detenimiento. Autor sin duda influyente y considerado poco menos que como de culto (por cierto, es muy probable que libros como Negra espalda del tiempo, de J. Marías, o algunas zonas de la literatura de Vila –Matas no hubieran sido del todo posibles entre nosotros sin el magisterio del autor alemán, en este libro que comentamos y en otros suyos como Austerlitz o Los anillos de Saturno) al que habría que contar, con Bernhard y Handke, como uno de los más innovadores de los escritores centroeuropeos de estas últimas décadas.

Se trata de una escritura densa, apretada, como en penumbra, gobernada por un narrador entregado a una especie de viaje interior, una voz narrativa que no es exactamente la del autor sino el testimonio de los abismos de la conciencia y de la huella que el paso del tiempo y los mecanismos de la memoria han ido dejando en él. Prosa además a menudo de sinuosa y arborescente sintaxis--- que ha debido de poner a prueba la paciencia y capacidad de la traductora---, y tan centrada y fija en su asunto como sabiamente divagatoria y tentacular, tan diestra en manejarse por los perdederos y meandros de la memoria y de la imaginación como atenta a la vida que atesoran, si se sabe verlas, las cosas y los hechos.

Un narrador ubicuo y sin embargo se diría que casi invisible acierta con una escritura, en fin, en grado sumo hábil para atisbar la secreta relación entre muchas de esas cosas y hechos aparentemente inconexos, bien sea por contigüidad metafórica, bien por libres asociaciones de ideas , tal como ----pp.45-46, entre otros muchos lugares que podrían citarse—ocurre con la visita que el narrador hace a su viejo amigo Herbeck, enfermo mental encerrado en su mutismo (que solo romperá en una ocasión cuando, al escuchar el canto de unas niñas en la escuela, dice “Suena hermoso en la brisa y a uno le ensalza el ánimo”, en lo que parece una frase, aprendida de memoria, de una pieza teatral vista mucho tiempo atrás) y el llanto, que acto seguido se evoca, en el que cayó Olga al entrar por curiosidad en la escuela a la que había acudido de niña o ---pág. 56, en una metáfora fulgurante que acaso sea una reminiscencia del mito de la nave de los locos---el pasaje del asilo en el que está recluida la abuela de Olga, enferma de Alzheimer al igual que otros viejos allí aparcados, asilo que provoca en el fabular del que narra la imagen ominosa de un enorme barco que surca en la noche un mar embravecido. En unas ocasiones, la precisión, sutileza y minuciosidad de las descripciones ---contrapunto y complemento de las estupendas y a menudo inquietantes fotografías en blanco y negro que se incluyen en el texto--- dan tanta fuerza a los objetos que casi los hace hablar (pág.13: esos grabados de hermosos panoramas y paisajes que arruinan el recuerdo que se pudiera tener de lo que representan ---de los parajes “reales”--- cuando se vuelve a verlos, según creía Sthendal y sin duda piensa también Sebald, o, más adelante, donde se apunta que aquel novelista no acertaba a reconocer el escenario de las batallas napoleónicas que presenció de adolescente porque el recuerdo que tenía había quedado ya de modo irremediable marcado por el filtro o cedazo de los dibujos y croquis que él mismo había trazado y que ahora, en el presente del relato, al tiempo que le hacen abominar de la guerra y sus ejércitos, le permiten prefigurar de algún modo todas las batallas que vendrán en el futuro. Otras veces, por el contrario, la elegante brevedad y la economía narrativa misma vuelve mucho más plausible la explicación de la anécdota: pág.27, la rama muerta de la mina, revestida por los mil cristales de sal, que sugirió al autor francés la espléndida metáfora que ilustra la pasión amorosa, “una alegoría del crecimiento del amor en las minas de sal de nuestras almas”, hermosa analogía, dice el narrador, con la que Beyle intentó, en vano, minar las resistencias de su acompañante de entonces, Madame Gherardi, a la que pretendía convertir en su amante, toda vez que ella “ no estaba dispuesta a desistir de la felicidad infantil que aquellos días la impulsaban para deliberar con Beyle el sentido más profundo, observó irónicamente, de la sin duda muy bella alegoría”.

Los cuatro textos están comunicados por un bien pensado entramado de espejos y repeticiones ----se juega de continuo con la idea de la casualidad, quizá como trasunto de la probable inexplicabilidad del mundo--- y parecen imbuidos, pero sin sobrecarga alguna de patetismo, de una especie de sombría melancolía, la que va fraguando del doloroso aprendizaje del vivir y del reconocimiento de la omnipresencia de la muerte. El primero de ellos y el más breve, Beyle o el extraño hecho del amor, viene a ser una glosa y comentario de los escritos autobiográficos de Sthendal, sobre todo de sus tribulaciones amorosas, la mala conciencia de sus amoríos venales y el sentido de culpa que le provocó su enfermedad venérea, de su punzante melancolía y del nacimiento de su vocación de escritor, que hizo brotar, a partir de aquellas, con la redacción de su primera obra importante, el memorial De l´amour .En el segundo, All ´estero, se cuentan los dos viajes a Viena e Italia que Sebald hiciera en 1980 y 1987, viajes donde el narrador recapitula y en cierto modo revive en todos sus detalles, en una especie de diálogo con el fantasma del escritor ---y hay que resaltar los logradísimos párrafos (pp. 84 y ss.) casi de puro humor negro, en los que el narrador encuentra en un autobús, acompañados por sus padres, a dos gemelos adolescentes que resultan ser iguales que el Kafka de aproximadamente esa edad que conocemos por las fotografías--- el deambular de éste por esos mismos lugares en 1913, que se consigna con cierto pormenor en el tercero, Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva, a la vez que se aprovecha para avanzar una aguda interpretación del mundo moral del praguense, de sus terrores e inseguridades y de su doliente lucidez .El cuarto, en fin, Il ritorno in patria, el más extenso y el más formalmente autobiográfico, se refiere a la visita que el narrador hace, muchos años después de haberlo abandonado en su infancia, a su pueblo natal, y supone, además de una rememoración de la propia niñez, marcada por lo implacable del clima y la constatación de las devastaciones de la guerra, un reencuentro con los fantasmas del pasado, donde hace comparecer a una serie de personajes, muertos y vivos, una galería de vidas grises y opacas, intrahistóricas en el sentido unamuniano, existencias casi todas poseídas por la angustia, la desazón o los desarreglos psíquicos, como la familia de los Ambroser, sobre todo de las tres lánguidas hermanas solteronas, estragadas por el aburrimiento y la infelicidad, el doctor Rambousek, morfinómano y misántropo, o los viejos campesinos, embrutecidos por la rutina y el alcohol.

Ya digo que hay un buen número de motivos que se repiten reenvían unos a otros, como el del transporte del cadáver bajo una tela de seda, que aparece, como mostración del horror de la muerte, en los cuatro fragmentos, (así como la aparición de muertos en circunstancias extrañas) la recurrencia de las ensoñaciones diurnas y pesadillas, que sufren tanto el narrador como no pocos de los personajes evocados y actuantes ( la que se refiere de aquel en la pág. 51, cuando va en el tren : “Masas de piedras de un negro azulado alcanzaban el tren en forma de cuñas empinadas. Me asomé buscando inútilmente sus cumbres. Valles oscuros, estrechos y desgarrados en dos partes se abrieron ante mí, arroyos de montaña y cascadas, pulverizando espuma blanca en la noche apenas caída, tan cerca, que el hálito de su frescor hacía estremecer mi rostro”, no difiere mucho de la que tiene Kafka tendido en la cama de su habitación de hotel en Venecia, pág. 130 ), la descripción de ambientes opresivos y tristes, como el edificio abandonado que aparece en la pág. 45 o la pintura de la cárcel veneciana donde Casanova estuvo preso en 1788 (y que el narrador hace coincidir en las fechas con la llegada de él mismo a la ciudad muchos años después), las inseguridades y perplejidades de Kafka ante las mujeres son más o menos las mismas que las que siente Sthendal, el ruido y la hormigueante multitud de Viena y otras ciudades ---la algazara y el ambiente festivo de los habitantes de Verona cuando van a la ópera le parecen a Kafka “una representación teatral expresamente escenificada para remitirle a su aislamiento y a su condición de ser anómalo” (pág.134)--- que no hacen sino acentuar el sentimiento de soledad y desamparo, la atmósfera espectral y como de ultratumba que se desprende de Venecia, que ya antes que el narrador percibieron el viajero romántico Grillparzer y el judío praguense y que se refieren en términos muy parecidos, el cuadro de Pisanello al que se alude en los dos últimos fragmentos, la ya citada visión que del geriátrico se da como un mar de embravecido recuerda el insomne soliloquio que el narrador tiene mientras oye, la noche de Todos los Santos, las olas en Venecia y un largo etcétera. Sistema de referencias y reflejos que a mi juicio constituye otro de los atractivos, y no el menor, del libro.

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