miércoles, 27 de mayo de 2015

EL FIN DEL TERCER REICH















              


                Antony Beevor. Berlín. La caída. 1945. Barcelona. Crítica 2002.






                He leído las casi 700 páginas de este libro como lo que creo que es, un inmenso poema dramático-épico, porque, al igual que ocurre con sus otras grandes monografías, La Segunda Guerra mundial , La Guerra civil española y sobre todo con Stalingrado, --esta reseñada en su día en este blog--- muestra aquí el estupendo historiador británico tanto sus conocimientos de técnica y estrategia militar como sus dotes de analista político y su fino sentido de narrador, atento a las decisiones de los poderosos y a las estrategias de los Estados tanto como al  terrible destino de las multitudes anónimas, los soldados obligados a combatir, la población civil atrapada en una orgía de muerte y destrucción: conmueve esa patética y estremecedora escena de los niños berlineses que juegan (¿inocentemente?) a la guerra con espadas de madera en medio de las bombas y la destrucción. (pág. 481).






                Haciendo gala, como es habitual en él, de una apabullante documentación, índices, aparato de citas, mapas y fotografías, narra Beevor el último avatar de la gran conflagración de 1939-45, al menos en los frentes europeos, que no fue sino el avance del Ejército soviético desde el Este y de los aliados desde el oeste para, en un movimiento de pinza, coger a la Alemania nazi entre dos fuegos y precipitar, con la caída de la capital del Reich, el fin de la guerra. Una sola objeción podría, si acaso, hacérsele a Beevor, y es que demoniza en exceso a los dirigentes nazis y soviéticos por igual y se reserva demasiados parabienes y cauciones para con los jefes militares aliados, como si estos no hubiesen incurrido asimismo en desmanes y crueldades y como si la guerra ---esta u otra cualquiera--- no haya sido siempre igual para todos.






                 Al margen de la minuciosa descripción de las operaciones militares, que las hay en buena parte de los capítulos ---de un total de 28, desde el derrumbamiento del castillo de naipes del Grupo de ejércitos del Vístula hasta el fracaso nazi de la ofensiva del invierno del 44, el rápido avance de los soviéticos, que llegaron a marchar a un ritmo de 60 a 70 Km diarios, y los combates finales en Berlín en abril-mayo del 45---  me han interesado más aspectos como las contradicciones internas y luchas intestinas entre la élite nazi, con un Hitler cada vez más aislado e impotente en medio de una corte de generales serviles e ineptos, Speer,  Goering  y Bormann intentando sucederle en el poder  y  un Himmler que maniobraba en la sombra intentando un armisticio con los aliados, con el telón de fondo además de la desesperación de los pocos jefes competentes que, como Guderian, no sabían qué hacer ante las órdenes a menudo escandalosamente suicidas. O la tremebunda represión desencadenada contra las poblaciones de Prusia Oriental, Silesia y Pomerania, por lo menos tan bestial e indiscriminada como la practicada en Rusia por los alemanes tres años antes. Las catastróficas decisiones militares del Estado Mayor nazi, cada vez más mediatizado por las imposiciones del Führer y de Goebbels, del todo incompetentes en este terreno, lo fueron aún más por las reformas introducidas por Stalin en el Ejército Rojo que, si bien no atajaron del todo la caótica indisciplina (curioso dato este, en principio impensable en un estado totalitario), sí mejoraron el armamento pesado, el camuflaje y el dominio operacional. El trato que recibieron los refugiados alemanes de aquellas regiones ---los que pudieron escapar hacia el oeste--por parte de las autoridades nazis fue al parecer casi tan brutal como el otorgado a los recluidos en campos de concentración: los administradores locales del partido, los Kreisleiter, eludían toda responsabilidad y a menudo hacían se dejara a esos refugiados, sobre todo si eran enfermos o ancianos, abandonados a sus suerte en pleno campo, tras haberlos llevado durante días de un sitio para otro en vagones de ganado.





                  Si el hundimiento del poder nazi, con los suicidios finales de Hitler, Goebbels y otros y la desbandada y los intentos de fuga de la mayoría de los integrantes de la élite tiene el aire de una trágica opereta bufa, con el decorado además de las orgías y borracheras, las semanas que precedieron a la conquista, entre la camarilla  de la Cancillería, no menos llama la atención la mezcla de astucia,  mano izquierda y fanática y cruel paranoia de Stalin, que no solo supo explotar a su favor las envidias y celos entre sus generales, sino también inculcar en el pueblo ruso, mediante una perversa propaganda, el sentimiento de culpabilidad colectiva por haber permitido la invasión de 1941---que sin duda le exoneraba a él mismo de su muy evidente y bien documentada responsabilidad y ceguera en ese desastre---, al tiempo que insistía en la delirante y peregrina idea de que  los prisioneros rusos y las trabajadoras forzadas llevadas por los alemanes a su territorio ---maltratadas y violadas a menudo por los soldados del Ejército Rojo---se habían vendido a los nazis.




                 Pero lo más determinante a la postre fue que consiguió engañar casi sistemáticamente a Eisenhower, a Roosevelt y a Churchill sobre sus verdaderas intenciones en relación a Berlín y a Polonia. En Yalta hizo creer a los dirigentes occidentales que la capital del Reich no era para él un objetivo estratégico, cuando en verdad tenía por objetivo irrenunciable el que Berlín perteneciera a la Unión Soviética tanto por derecho de conquista como ser la potencia que más había sufrido.  En cuanto a Polonia, era para él una cuestión personal: pese a la desconfianza de Churchill, ocultó el plan que siempre acarició de que el territorio polaco tenía que caer en la postguerra bajo la influencia soviética por las mismas razones, ya que era la URSS la que lo iba a liberar y debería  para ello  sacrificar a muchos hombres, como si no hubieran sido ya  bastantes afrentas  la vergonzosa traición contra Polonia que supuso el pacto nazi-soviético de 1939 y la salvaje matanza perpetrada por Beria en Katyn. A fines de marzo del 45, mientras Stalin entretenía a los dirigentes occidentales con mentiras y maniobras dilatorias, la Stavka ya tenía ultimados en Moscú todos los detalles de la operación Berlín, pues el dirigente ruso no estaba dispuesto en absoluto a que nadie le arrebatase la gloria  de tomar la capital y el correspondiente botín material y moral.







                  Cuestión muy  delicada ---y debatida por los historiadores---han sido las violaciones masivas de mujeres alemanes por soldados soviéticos. Con muy pocas excepciones, esta actitud venía favorecida por la tolerancia o la tácita aquiescencia de los jefes. Además del hecho de la ingestión masiva de alcohol (incluso productos químicos peligrosos requisados a laboratorios), los rusos estaban poseídos por una sed de venganza, y siempre se habían tomado la relación con las mujeres de las poblaciones vencidas y ocupadas como un asunto de propiedad o botín, al que tenían derecho después de lo que los alemanes habían hecho antes. La brutalización y el salvajismo que comporta toda guerra se vio acentuada en esta ocasión por los efectos deshumanizadores de la propaganda y los impulsos atávicos y difíciles de reprimir en hombres ya de por sí marcados por el miedo, el sufrimiento y la constante tensión del combate. "La extrema violencia de los sistemas totalitarios---escribió Vasily Grossman en Vida y destino-- demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano a través de continentes enteros".(cit por Beevor pág. 65). Las estimaciones del número de víctimas de violación son pavorosas: los cálculos elaborados por los dos hospitales más importantes de Berlín en las primeras semanas de postguerra oscilan de las 95.000 a las 130.000, solo en esa ciudad. De ellas, no menos de 15.000 murieron a raíz de la agresión o se suicidaron. En total, se cree que fueron forzadas al menos dos millones de mujeres alemanas, y una minoría sustancial fue sometida a violación múltiple. Se comprende que tan terribles hechos dejaran imborrables secuelas psicológicas: a muchas de ellas ya les resultó imposible en lo que les quedaba de vida mantener cualquier relación con un hombre, y en cuanto a estos, muchos se avergonzaban de su incapacidad y su impotencia a la hora de protegerlas. Hubo, no obstante, excepciones: la mayor parte de los fusileros de primera línea de combate demostraron ser más disciplinados y compasivos que las brigadas de tanques de la retaguardia, y de todos modos sorprende enterarse de que hubo bastantes testimonios de que oficiales judíos del Ejército Rojo hicieron todo lo posible para proteger a las mujeres y niñas alemanas (pág. 647). En fin, el mito más grotesco de todo este lastimoso asunto quizá sea el bulo consagrado por la propaganda soviética de que el servicio alemán de inteligencia había infectado de enfermedades venéreas a un buen número de berlinesas a fin de que contagiasen a los soldados rusos.





                   A medida que se acercaba la ofensiva final sobre la ciudad, empezó a estar claro que  Goebbels, máximo responsable entonces de la capital, al igual que hiciera Stalin al principio de la batalla se Stalingrado, no iba a evacuar a la población civil, con la esperanza de que así los soldados defenderían la ciudad con mayor desesperación. Tal decisión se impuso pese a la oposición de algunos generales, que querían evitar un sacrificio inútil. Aunque la resistencia resultó en ocasiones feroz, en general aquel objetivo no se cumplió: la gente estaba hastiada ya de la guerra y la propaganda soviética que insistía en la idea de que los desertores serían tratados con benevolencia no dejó surtir cierta efecto. Con todo, la suerte estaba echada, pues el potencial acumulado por las fuerzas soviéticas para la batalla contra Berlín resultaba abrumador: dos millones y medio de hombres, más de 40.000 cañones y piezas de artillería pesada y seis mil y pico tanques, además de cuatro ejércitos del Aire. "Nunca antes se había congregado tal potencia de fuego"(pág. 333).



                    La batalla fue terrible, tanto por el odio y la sed de venganza de los soviéticos como por el terror implantado por las SS y la Feldgendarmerie, que ejecutaban en el acto a todo el que, civil o militar,  intentase rendirse o desertar, así como también por la precipitación de los  soviéticos, que en sus ansias por culminar cuanto antes la operación propiciaron tal caos que se dio el caso de que unidades rusas se atacasen por error entre ellas. Hubo no obstante, algunos detalles que revelaban que aún quedaba un resto de humanidad en aquel indecible horror: Beevor cuenta el testimonio de un capitán soviético que vio cómo surgía de improviso, de las ruinas de un búnker, un muchacho de apenas catorce años: "Llevaba puestas una larga gabardina y una gorra. Hizo una ráfaga de disparos con su metralleta, pero al ver que yo no caía, dejó caer el arma y empezó a sollozar, haciendo lo posible por gritar Hitler kapputt, Stalin gut. Yo me eché a reír y le di un solo golpe en la cara. Pobres niños, me daban tanta pena"(Pág.377).





                 Los últimos capítulos se refieren al relato pormenorizado del suicidio de Hitler y a las maniobras del Kremlin cuando al fin se dio con el cuerpo, hecho que se mantuvo en secreto y que se ocultó incluso al mariscal Zhukov (pues la estrategia de Stalin consistía en asociar a Occidente con el nazismo al intentar hacer creer que los dirigentes occidentales estaban tratando de esconder al Führer), a la batalla en torno a la torre antiaérea del Zoo, a los intentos, en parte fallidos, de captación de material y científicos alemanes dedicados a la investigación atómica (otra de las obsesiones de Stalin), a la matanza de civiles en Chalottenbrücke, el puente sobre el Havel por el que se accedía a la vieja ciudad de Spandau, y a dar cuenta de los contradictorios sentimientos de los berlineses, pues si bien estaban resentidos por las violaciones y el pillaje, también se mostraban agradecidos y sorprendidos por los esfuerzos de los mandos del Ejército Rojo por alimentarlos (la propaganda nazi había insistido hasta la saciedad en que los rusos matarían a la población de hambre y de que llevarían a su país como esclavos a todos los individuos aptos para el trabajo).





                  La gran paradoja o curiosa moraleja de este episodio fundamental de la historia contemporánea lo constituye, en fin, la evidencia de que un régimen político que surgió con el objetivo declarado de destruir el bolchevismo acabara provocando todo lo contrario de lo que pretendía, esto es, extendiéndolo, durante décadas, por amplias regiones de Europa oriental y central.