jueves, 23 de octubre de 2014

FIN DE UNA FAMILIA





José Donoso. Coronación. Madrid. Alfaguara. 1995.


                   Vuelvo al escritor chileno ---que ya compareció en este blog hace unos meses con su El jardín de al lado---y a su peculiar mundo atormentado y un poco morboso, de criaturas rotas, psíquicamente inestables o decididamente enloquecidas, que me resulta, no sé por qué, bastante atractivo, quizá porque sigo pensando que el universo de la novela es por antonomasia el ideal para plasmar la variopintas caras de la desdicha humana y, en consecuencia, las novelas de aventuras --en el sentido que esta expresión adquiere en términos coloquiales--y las de final feliz tienden a decepcionarme o aburrirme. Coronación no representa excepción alguna respecto a lo dicho más arriba, pues que  el relato todo aparece inmerso en un clima sórdido, de miseria y degradación anímicos, en que todos --o casi todos-- los personajes arrastran alguna tara o desarreglo psíquico o en todo caso no suponen precisamente un modelo de edificación o conducta moral.


                 Coronación es cronológicamente la primera de las novelas del autor y eso quizá se note en la primera parte, algo dubitativa y vacilante, aunque el relato va ganando, a medida que avanza, en seguridad y ambición narrativa, hasta el punto de parecerme logradísima y espléndida en su segunda mitad, y por eso juzgo recomendable su lectura Se cuenta aquí el proceso de decadencia y final desintegración de una familia de la alta burguesía chilena, o mejor, de los dos últimos especímenes de ella, el cincuentón Andrés Ábalos, al que la prematura muerte de sus padres siendo él veinteañero ha dejado una considerable fortuna, solterón diletante y vacuo cuya vida se reduce a coleccionar bastones de lujo, a sus esporádicas conversaciones con su único amigo el médico Carlos Gros, a acudir al casino y a volver a su apartamento. Siente que  en el fondo se aburre como una ostra y es consciente de su inutilidad e insignificancia, aunque no está exento de cierta sensibilidad y cultura. Este redondo y acabado personaje de Andrés, en el que se practica una despiadada disección del alma burguesa, y el final relato de su neurosis alucinatoria, que lo lleva a refugiarse en una locura autoinducida en un vano intento de escapar del mundo y de sí mismo, puesto que no soporta a ninguno de los dos, se me antoja uno de los más felices logros de Coronación.   El otro sobreviviente es su abuela Misiá Elisita Grey de Ábalos, nonagenaria hipocondríaca, caprichosa y atrabiliaria, con accesos periódicos de locura y megalomanía pero también con algunos momentos de una especie de demoníaca y cruel inteligencia. Elisa vive --es un decir, porque apenas se mueve de la cama---en el viejo y señorial caserón familiar, atendida por dos sirvientas, Lourdes y Rosario, ya bastante metidas en años y a las que tiraniza, aunque ellas no desaprovechen ocasión para, a su manera, llevarle la corriente y  burlarse de la vieja. Andrés tiene por costumbre visitar una vez por semana a la anciana, pero decide establecerse en el caserón cuando descubre que, por mediación de Lourdes, tía de la muchacha, también ha empezado a vivir allí para trabajar como sirvienta, Estela, joven recién llegada del campo a Santiago y cuya agreste belleza encandila desde el primer momento a Andrés. La cosa se complica aún un poco más porque Estela conoce casualmente por la calle a un joven golfillo suburbial sin oficio ni beneficio del que se enamora, Mario,  que si bien es capaz de algún desprendimiento moral (siente algún cariño por ella y puntuales arrebatos de mala conciencia cuando se da cuenta de que la está utilizando de modo despiadado) resulta demasiado dependiente de los consejos y de la educación que trata de insuflarle su hermanastro René, brutalizado y amoral y tan muerto de hambre como él.


                 Estos son los palos con los que se va urdiendo la trama, con lo que ya estaría, como si
dijéramos, servido el planteamiento del conflicto, aunque el lector se engaña ---y en esto reside uno de los logros de la novela---si espera una solución de tipo melodramático convencional, que es lo que hubiera hecho acaso un escritor sin imaginación o sin el background y la sabiduría de la vida de Donoso. Porque tres cuartas partes de la novela, hasta el tercer y último movimiento, La coronación, pp.213-277, constituyen una sutil dosificación del tempo dramático hasta el clímax final (que dicho sea de paso, con las dos criadas borrachas colocando una corona de reina a la vieja, a la que han obligado previamente a beber, me ha recordado ciertas escenas de la Viridiana de Buñuel)  en dos aspectos que vienen a funcionar como las ruedas que mueven la andadura del relato. La primera atañe al paulatino proceso de desintegración mental de Carlos, operado por el doble efecto de su relación de amor-odio hacia su abuela, cuya muerte a la vez desea y teme, y del destructor y obsesivo deseo hacia la muchacha, proceso aquel  cuidadosamente registrado por su amigo Gros, en cierto modo contrafigura de Carlos en la medida en que simboliza la asunción aproblemática de la buena conciencia burguesa como norma natural  de comportamiento (la conversación entre ambos, pp. 198-203) sobre el miedo a la muerte y los falsos consuelos de la religión no tiene desperdicio). La segunda es la incursión, sibilina y por la puerta de atrás, como en un coto particular cuyo acceso hasta entonces le estaba prohibido, del pueblo (René y Mario, pero también Estela, que es el elemento que pone en contacto ambos ambientes) en el mundo de los señores. Andrés comete la imprudencia de, al enterarse de que la muchacha está embarazada por su novio, visitar la casucha donde éste vive con René, pues en su obcecación no sabe si así ganará puntos ante la joven o la lanzará definitivamente al arroyo  (en realidad pretende el aparente imposible lógico de las dos cosas a la vez).

          La novela, en orden al necesario decoro, está escrita en el español coloquial chileno ( el de los estái, querís,  leseras, cabro, huevón etc) cuando se trata de reproducir el habla de los personajes populares y en un español culto y normativo para reflejar la de los señores, y el autor muestra notable maestría tanto en la fabricación de  los abundantes y tormentosos monólogos interiores que pueblan la nebulosa mental  de Andrés como en las incursiones del narrador, a través del llamado estilo indirecto libre, en la mente de los personajes: avergonzado de haberse enamorado de Estela, a Andrés se le hace razonar de esta guisa :" (...) mientras sentado al borde de su cama se cortaba las uñas, se sorprendía en medio de una meditación que sondeaba el porqué del efecto dolorosísimo de la belleza de Estela en su espíritu. ¿Por qué esta terrible sensación de injusticia? ¿Por qué una dosis más crecida del pigmento de la piel , unos milímetros menos de nariz, cierta flexibilidad de movimiento y humedad en los ojos , poseían esa aterradora facultad de atormentar un espíritu como el suyo. por qué esas proporciones misteriosas sumaban algo que para él era belleza? (pp.160-161)   

miércoles, 15 de octubre de 2014

DEL CÁLIDO FERVOR DE LA MEMORIA





Félix Grande. Balada del abuelo Palancas. Barcelona. Círculo de Lectores. 2003.











             A caballo entre la autobiografía, la saga familiar y la memoria novelada, el no hace mucho desaparecido poeta, narrador y ensayista tomellosero ha urdido un libro lleno de poesía y humor, de pasión y de una unción casi religiosa, pero también de dignidad y de esa  honda sabiduría que sabe celebrar tanto la andadura de la vida como el hecho de que ésta se halla fatalmente incardinada en los omnímodos poderes de la muerte. Centrada en la figura idealizada, tutelar y casi totémica del abuelo paterno, Félix Grande Martínez, apodado, él y sus descendientes, Palancas  a raíz de una suculenta y prostibularia anécdota que se refiere al principio y se retoma al final, esta Balada  es probablemente algunas cosas más además de lo consignado más arriba: una pequeña antropología del campesinado manchego, una intrahistoria familiar que atraviesa tres generaciones de humildes menestrales manchegos desde fines del XIX hasta mediados del XX y una crónica, en tono menor y como en sotto voce , de la resistencia, silenciosa y acallada pero firme, de muchas gentes ante las imposiciones más sórdidas del franquismo.













               De manera que leyéndolo uno se entera no solo de la límpida humanidad, el coraje, el sentido común y la sabiduría del abuelo Palancas, el mismo que esperó tranquilamente la muerte  sin volver a salir de la cama a partir del día siguiente de que muriese su mujer, la Anselma, aunque, eso sí, comiendo lo mejor que podía y echándose a la andorga arrobas de vino, sino también de las penas y alegrías de su nuera Mary, la madre del narrador, que se vengó de las humillaciones de la postguerra pariendo hijos, o las de la antecitada  Anselma, que hizo lo propio trasegando vino, aunque éste le sentara peor que a su marido, y aún de las andanzas de otros personajes curiosos y entrañables, como Perico el Postinero, versificador popular y compañero de armas en el ejército republicano en los frentes extremeños, donde encontrará su fin, o las del ingenioso y socarrón Planilla el Cagón, cuya memorable salida, a voz en grito, dejando en ridículo a un político demagogo que mendigaba el voto a base de capciosas zalamerías, se refiere por lo menudo en pág. 192 y ss. También de en qué consiste el juego del tiragarrote y de cómo el Palancas venció en este peculiar deporte al forzudo Hombretón de la Solana (p. 30-37), algo que no impidió que fuesen entrañables amigos el resto de sus vidas.













           Algunos pasajes alcanzan, en fin, una rara felicidad: el largo elogio de las propiedades del vino(pp. 143-44) que Palancas hace ante su hijo adolescente --- pero ya peón en la bodega en la que trabaja también él-- y los otros jornaleros parece moldeado sobre la falsilla del discurso de D. Quijote a los cabreros; el dedicado al arte de limpiar tinajas (pp.163-69) recuerda por su puntillosidad y exactitud un buen poema didáctico; la sesuda conversación entre Ceferino el Botas y Palancas los primeros días de la Guerra Civil tiene asimismo resonancias cervantinas por su sensatez y claridad de juicio. Llama la atención, en fin, la morosa delectación con que se narran los escasísimos banquetes o por lo menos días de relativo buen comer que entonces se podían permitir los pobres, cuyo humilde orgullo --si se me permite el oxímoron--en otras actitudes y comportamientos de la vida aparece adornado con guiños machadianos y con ese ingenuo optimismo pedagógico e ilustrado que irradiara sobre buena parte de las clases populares en los albores republicanos. Y no menos la serena dulzura, exenta de patetismo y sensiblería, con que se cuentan las muertes de la familia, como las de los tres hermanos del narrador que murieron de niños o la de la abuela Anselma (pp. 341 y ss.) Y bien hallado me parece también la bella coda o capítulo final, Fantasía (pp. 359-71), en que el fantasma de nada menos que Bach comparece, invisible para los demás y atravesando paredes, en la alcoba de Palancas para tocar ante él las Variaciones Goldberg y endulzarle así las últimas horas. Menos creíble me han parecido, por el contrario, los intentos del narrador---adobados con un psicoanálisis de guardarropía--- ya hacia el final del libro, de ajustar cuentas con el carácter presuntamente autoritario del padre (que rompió una pared de un puñetazo porque no podía soportar que para Palancas el mayor manjar fueran las cáscaras de naranjas) y con el histerismo y los desarreglos psíquicos de la madre, que cada dos por tres chantajeaba a sus hijos amenazándoles con tirarse a un pozo.














          Y todo esto en una prosa de sintaxis amplia, plagada de correlaciones y paralelismos, de rica adjetivación, no menos rico vocabulario rural  y alto aliento poético en su espléndida, aunque a veces algo recargada y manierista, imaginería metafórica, que no invalida, empero, el valor literario y la notable maestría técnica de este libro. Valga una muestra, con la que acabo:   "qué tiempo el tiempo cuando me asomo al brocal desde donde se ven las aguas misteriosas de las generaciones, escritas en estos documentos remotos; hago descender el zaque hasta el fondo del pozo de la eternidad familiar, tiro de la maroma escuchando el gemido casi humano de la garrucha, asoma el zaque lleno en el brocal, vierto su contenido en el abrevadero de mi mesa, y contemplo la humedad germinal del tiempo vario de la historia de los Palancas en hojas de papel calladas y elocuentes...(p. 327-28).

miércoles, 8 de octubre de 2014

UNA BROMA ALEMANA

                                              

Günter Grass. Partos mentales o los alemanes se extinguen. Madrid. Alfaguara. 1983.




      Imaginemos por un momento que en vez de mil y pico millones de chinos hubiera en el mundo esa misma cantidad de alemanes. ¿Podría el mundo soportar mil millones de alemanes? O mejor, otra posibilidad  --desde luego más verosímil, habida cuenta del bajísima tasa de natalidad de los germanos---, la de que los alemanes se extingan. ¿Qué ocurriría entonces? Quizá para solucionar el tan cacareado problema alemán lo que debería hacerse, como sugiere un ya no tan ingenuo y más desengañado Harm, uno de los personajes de estos Partos mentales, sería prohibirles que se reproduzcan y así provocar su desaparición. Sobre la falsilla de estas dos disparatas hipótesis, dignas de la más atrevida política ficción, se monta este librito, urdido con soberana ironía e incluso  un punto de crueldad y autopunición, que he leído con interés y delectación, pese a que las alusiones políticas a la situación alemana del momento (el texto está escrito en 1979-80) hayan perdido hoy ya casi todo su sentido (¿quién se acuerda ahora de Franz Josef Srauss?). Matizo: habrán perdido su sentido pero no la lucidez con que para la época se formularon: Grass no pudo prever la reunificación de su país --entonces no la podía prever nadie--- pero no se priva de soltar de vez en cuando lo bien que le venía a cada uno de los Estados alemanes la existencia del otro para autojustificarse y fabricarse un enemigo políticamente muy rentable.




         El relato, en el típico estilo frío, seco y analítico de Grass, con pocas concesiones a las descripciones externas y a las florituras digresivas,  resulta en verdad casi inclasificable por su heterogeneidad, pues participa por igual, no obstante su brevedad, del libro de viajes, del ensayo, la sátira y la crónica políticas, la autobiografía intelectual y aun de la evocación dramático-lírica (en la discontinua crónica de los últimos días del escritor Nicolás Born, enfermo terminal de cáncer y amigo íntimo que fuera en su juventud del narrador).




          Tal narrador, que no es sino el mismo Grass, que comparece con su nombre y sin ninguna máscara ni convención al uso, cuenta el viaje que con su mujer Ute y en compañía del cineasta Volker Schlöndorf  y la mujer de éste hacen a algunos países del extremo Oriente como China, la India, Singapur y Thailandia. Con  tal  texto digamos que como referente primario, y a modo de contrapunto, se cuenta también el periplo que a los mismos lugares hacen poco después, junto a un grupo de turistas típicamente alemanes, Harm y Dörte Peters, joven pareja de profesores de instituto con la cabeza llena de prejuicios y de cierto exceso de información estadística y sociológica. Como en el momento de iniciar el viaje la pareja está debatiéndose con la cuestión de tener un hijo o no (uno de los motivos recurrentes en el libro, con las hilarantes disputas y cambios de pareceres que sobre el asunto mantienen Harm y Dörte), los dos jóvenes van a hallar ocasión de comprobar in situ los terribles efectos de la explosión demográfica en Asia, y esto no dejará de complicarles las cosas, pues, tanto a causa de lo que han visto como por las constantes incursiones y comentarios del narrador  ---siempre desmitificadoras e irónicas y a menudo cínicas---acaban su viaje con más perplejidades e inseguridades ideológicas que las que traían al principio.




       Particularmente hilarantes  son los pasajes en que Grass ( que por otra parte se muestra políticamente muy incorrecto, toda vez que no vacila en juzgar con sinceridad y dureza algunos episodios de su pasado, llegando a decir que si hubiese nacido diez años después lo más probable es que se hubiera convertido en un nazi convencido ) imagina, si él fuese dictador, el paquete de medidas que pondría en marcha para solucionar los problemas cotidianos de los alemanes, como el energético (con cortes nocturnos de luz y calefacción y la reintroducción obligatoria del gorro de dormir para combatir el consiguiente frío, con lo cual a lo mejor repuntaba la natalidad), la orgía de planes de estudio y la obsesión nacional por la pedagogía y la educación (para lo que se propone la abolición de la escolaridad obligatoria) y la hipertrofia de la burocracia ( que se solucionaría con la supresión del funcionariado). Y también los consagrados a los rocambolescos malentendidos con los los funcionarios y autoridades chinas a que da lugar el embutido ahumado que Harm lleva como regalo a su amigo Uwe, residente desde hace años en Shanghái, que aquél tiene que llevarse de vuelta a Alemania al no haber podido encontrar a éste.