miércoles, 31 de agosto de 2011

LA TRASTIENDA DEL SIGLO DE ORO


Luján, Néstor. La vida cotidiana en la España del siglo de oro. Planeta. Barcelona. 1988

Pese a no suponer en absoluto ninguna novedad de fondo en relación a lo que del periodo considerado conocemos a través de la historiografía más solvente --- con todo, Luján parece haber leído y tenido muy en cuenta a los historiadores modernos que se han ocupado de esa época, de Sarrailh a Bataillon, Benassar o Márquez Villanueva---,
este breve ensayo de apenas doscientas páginas, de muy entretenida y bien dosificada erudición, viene a resultar una muy amena lectura, realzada además por la prosa amable y suavemente irónica del autor. Se trata en de una sintética y bien documentada exposición de ese inmenso baile de máscaras y castillo de naipes que fue la España de los siglos XVI y XVII.

Basándose en fuentes esencialmente literarias ---Luján demuestra ser un excelente conocedor de la literatura clásica castellana del llamado Siglo de Oro---el libro es además valioso por su nada desdeñable labor lexicográfica, toda vez que se ha tenido el buen criterio de incluir al final de algunos capítulos un glosario de términos (del Juego, gastronómico, de la Prostitución, de los Pícaros y Delincuentes) en gran parte incomprensibles para el hispanoparlante actual, aunque haya palabras y expresiones todavía vivas, si bien con otro sentido o aplicables a un contexto diferente.

Tras resumir muy bien en el prólogo los principales problemas que atenazaba a aquella España, todos ellos bien conocidos por la investigación corriente (la sobreexplotación y miseria del campesino, el boato y despilfarro de la Corte, la férrea ideología del honor, la castidad y la limpieza de sangre, la ineptitud y corrupción de buena parte de la aristocracia, un ejército ineficaz y mal pagado que tenía que atender a múltiples guerras y , en general, la pesadísima carga que para las energías del país suponía el subordinarlo todo a la obsesión de levantar un Imperio absoluto y ultracatólico), el autor, en los nueve capítulos o apartados de que consta el libro, hace un recorrido por la selva de miles de documentos disponibles, no solo , como se ha dicho, literarios, sino también judiciales, protocolarios, notariales, moralistas, religiosos .Hay pues, en este sentido, además del corpus del teatro clásico español, la novela picaresca y la poesía galante o amatoria, también los sermonarios de severos moralistas, los recetarios de ascética, la literatura puramente hagiográfica, los cronistas castrenses, las premáticas o disposiciones, los escritos de la multitud de arbitristas, la música, la danza y la canción, la pintura, la liturgia sacra y otras muchas manifestaciones que han dejado testimonio de la época.

En el primer capítulo se historía y describe lo que comían aquellos que podían comer, el mundo de la gastronomía y de los placeres de la mesa, los mesones y posadas, los figones y bodegones, los oficios relacionados con la comida –pasteleros y taberneros, sobre todo, así como la mitología popular asociada a ellos---, los platos y condimentos, el origen y popularización del chocolate y el tabaco y otros asuntos colindantes. Así se habla por ejemplo de las diferencias entre “mesón” y “posada”, palabras que aparecen como casi intercambiables para el lector de hoy. Mientras aquellos eran tristes, ruidosos y miserables, con gente plebeya y estudiantes capigorrones, casi pordioseros, estas estaban reservadas para gente pudiente e incluso para viajeros extranjeros distinguidos. En las grandes ciudades, como Madrid y Sevilla, las había públicas y privadas, y en la capital se solían concentrar en las calles Silva y Cava Baja de San Francisco; en ellas los huéspedes podían gozar de algunas comodidades, pero los mesones ya se ha dicho que eran vocingleros y saturados, poco seguros, y en sus catres pululaban chinches y piojos, de lo que ha quedado bastante testimonio en la literatura de la época. Por esos testimonios sabemos que los más conocidos eran los del Caballero, sito en la calle Caballero de Gracia, el de la Herradura, en la calle de la Montera, o el de Paredes, que acabaría dando nombre a la calle . Había aún establecimientos de inferior categoría, los albergues nocturnos, a los que se aludía con la hoy enigmática expresión de “Media con limpio”, que acogían a mendigos y pordioseros. Lo de “Media con limpio” se refería, según recoge el Diccionario de autoridades, a que en cada cama dormían dos personas y se pretendía --- pero no siempre se cumplía--- que el compañero estuviera libre de piojos, tiña o sarna. La denominación fue muy popular y aparece en numerosísimos pasajes literarios; así, en una comedia de Rojas Zorrilla el gracioso le dice a su amo Don Pedro: “A las dos de la noche que ya han dado/ de mi media con limpio me has sacado”. Bodegones y Figones eran ambos casas de comidas, un poco más cuidados y de clientela algo más selecta los primeros. Los bodegones eran numerosos y la parroquia heterogénea, ruidosa y hambrienta. Ni que decir tiene que la suciedad era proverbial, aunque los debía haber ---pocos--- más presentables. Tenían una numerosa clientela flotante, además de la estable, pues se podía adquirir porciones de platos guisados para llevar, ya que se improvisaban banquetes y comilonas en las casa particulares. No obstante, en ellos, como en todos los establecimientos de comida, se observaban más o menos celosamente ayunos y abstinencias. Los platos más populares eran la olla podrida, los pies de puerco con garbanzos, la uña de ternera y otros como la “carne del sábado”, para los comensales menos adinerados, que consistía en sesos, lenguas, pies, bofes y asaduras que recibían el nombre genérico de “grosura”. Los pasteleros y taberneros gozaban de pésima fama pues había la tendencia generalizada a considerarlos adulteradores y farsantes. Las tabernas eran numerosísimas: en 1600 había en Madrid nada menos que 391 contabilizadas y la gente, haciéndose eco de su número, recitaba el epigrama “Es Madrid ciudad bravía/ que entre antiguas y modernas/ tiene trescientas tabernas/ y una sola librería”. En lo de bautizar el vino, todos los escritores parecen estar de acuerdo. Dice un personaje de Tirso “ Cuando pido de beber, agua me traen en la copa y vino me echan encima”, y Lope, en la justa poética de la beatificación de San Isidro, escribe “Porque en vinos de Madrid/ lo mismo es agua que vino/Por más fuentes que labréis/ más tenéis en las tabernas”. Por lo demás, los mismos escritores que deploraban el vino aguado no se privaban, naturalmente, de elogiar los caldos prestigiosos y de renombre. Casi todos los grandes clásicos castellanos tuvieron fama de no hacer ascos al buen vino, y algunos se reprocharon entre ellos, con ingeniosas puyas, tal afición: cuando Quevedo recibió la Encomienda de Santiago, escribió Góngora: A San Trago se debe y no a Santiago”, y en otro lugar el cordobés atacó a sus dos grandes enemigos literarios con estos ingeniosos versos. “Hoy hacen amistad nueva/ más por Baco que por Febo/ Don Francisco de Que-bebo/ y Félix Lope de Beba.

En el capítulo siguiente se hace alusión a la cocina palaciega y a la “sopa boba”, la comida de ínfima calidad que se repartía en los conventos a menesterosos y pobres de solemnidad. Para los banquetes de la Corte y de la aristocracia el autor sigue las recomendaciones del, entre otros textos, muy populares en aquel tiempo,” Libro de cocina compuesto por el maestro Ruperto de Nola, cocinero que fue del Serenísimo Señor Rey Fernando de Nápoles”, que se publicó en 1525 y que conoció un éxito editorial solo comparable al del Quijote, y del “Arte de cocina, pastelería, bizcochería u conservería” de Francisco Martínez Motiño, cocinero de Su Majestad. Ambos son especies de prontuarios, muy minuciosos, con la descripción de todo tipo de platos y manjares y su modo de prepararlos. El de Motiño constituye además un tesoro filológico y lexicográfico (el origen del dicho “El que asó la manteca” está en una de las recetas del libro) y los académicos que redactaron el Diccionario de Autoridades lo consideraron un texto de referencia. La otra cara de esta opulencia y empaque protocolario estaba naturalmente en la miseria y la hambruna padecidas por gran parte del pueblo, de lo cual aduce Luján numerosos testimonios, del teatro y de la picaresca sobre todo, así, las bromas y sarcasmos que en muchos escritores suscitaba el mísero ceremonial del palillo en los dientes para hacer creer que se ha comido, sobre todo en los hidalgos hambrientos, muy celosos de su honra. De Polo de Medina es el mordaz epigrama dedicado a un pobre diablo que se limpiaba los dientes sin haber probado bocado: “Tú piensas que nos desmientes/ con el palillo pulido/ con que sin haber comido/ Tristán, te limpias los dientes,/ pero el hambre cruel/ da en comerte y en picarte/ de suerte que no es limpiarte/ sino rascarte con él”.

Particular interés tiene el capítulo (pp. 59-79) consagrado a los ceremoniales y usos de la moda, masculina y femenina. La moda barroca significa en general el triunfo del pudor y la mojigatería, de la ocultación del cuerpo y, pese a las escandalizadas premáticas de los moralistas, de la complicación y el rebuscamiento ornamentales, y más en una sociedad tan obsesionada con las apariencias como la española del XVII. La indumentaria masculina se desdobla en la lúgubre solemnidad del color negro para las gentes “respetables” (el Rey en primer lugar), la alta aristocracia y los actos oficiales de la Corte por un lado, y, por el otro, en el recargo ornamental y el colorido en los “lindos”, que a base de guedejas, copetes y afeites llevaban un rostro tan pintarrajeado como el de las damas. Entre esos dos extremos, el traje habitual de los españoles en el siglo XVII consistía en un jubón que ceñía el cuerpo desde la cabeza a la cintura o bien en un coleto sin mangas cerrado hasta le cuello que solía hacerse de gamuza y a veces de piel de búfalo y llevaba un forro guateado y una armadura de ballenas que hacía de coraza defensiva contra un posible ataque con arma blanca. Los greguescos o gregüescos eran pantalones cortos, altos y tan holgados como bolsas. Las medias solían ser de algodón, lana o estambre. Prenda esencial en el vestir eran también los guantes, omnipresentes en la indumentaria masculina considerada elegante. La gente del común los usaba de piel de perro y la clase alta solía llevarlos de gamuza, perfumados con ámbar y bordados con hilos de oro y plata. La importancia y relieve que aquella sociedad otorgó a la moda, sobre todo a la femenina, está masivamenre documentada en el teatro y en la pintura de la época. Destaca por encima de los demás atavíos el célebre guardainfante. La palabra aparece por primera vez en un soneto de Quevedo y nació como una transformación del verdugado, una falda de origen francés algo ahuecada pero no tan exagerada. Una nota anónima de 1637 ya avisa de su abuso y denota lo que escandalizaba a los moralistas: “ El traje de los guardainfantes se usa con tanto desatino y exceso que apenas caben las mujeres de anchas por las puertas de las iglesias. Este contagio ha pasado también a los estudiantes y licenciados, que los traen debajo de sus lobas y sin duda serán presto imitados por los frailes si de una vez el mal no se ataja en sus principios” (cit. en pág.69). El Diccionario de Autoridades lo define como “ un artificio muy hueco hecho con alambres, con cintas que se ceñían las mujeres en la cintura y sobre él se ponían la basquiña”. Mereció los ataques y burlas de la mayoría de escritores, desde Rojas Zorrilla, que en uno de sus dramas se descuelga con una tirada satírica que principia: “ ¿Qué es guardainfante?/Un enredo para ajustar a las gordas” hasta Quevedo mismo, que le dedicó el soneto que empieza “Si eres campana, ¿dónde está el badajo?/ Si pirámide andante, vete a Egipto,/ si peonza al revés, trae sobre escrito, si pan de azúcar, en Motril te encajo”.No menos importancia adquirió en la época el calzado femenino, destinado a ocultar y a la vez sugerir un elemento corporal tan erotizado y fetichizado entonces como los pies. Era moda tenerlos lo más pequeños posibles y las manos, en cambio, lo más largas y afinadas que cupiera. Las españolas tuvieron siempre fama de poseer pies pequeños y las damas de condición alta los tuvieron entre otras cosas porque apenas se movían. Se impuso como habitual el “chapín”, que era un calzado artificioso sobrepuesto al zapato e imaginado para, según la pintoresca observación del Diccionario de Autoridades “levantar el cuerpo del suelo”, de ahí la elevación de los tacones, que hacía parecer más altas a las mujeres, normalmente de estatura no muy elevada. Tal circunstancia hizo decir a Tirso de Molina en una de sus comedias : “Chapines he visto yo/ de corcho y altura tanta/que a una enana hacen giganta”. Había, y se seguía con fidelidad, todo un ideal de belleza femenina que se refería por ejemplo al color de los ojos, en los que los verdes y los azules se tenían por exquisitos, o a la nariz, que debía ser más bien afilada, o a la boca, de la que se proponía como preferible la pequeña, de todo lo cual quedan abundantísimos testimonios literarios, así como de la recomendación referida a los andares femeninos, que debían ser suaves y sin apenas hacer ruido, como se refleja en la maravillosa canción de Lope, de las años de sus amores valencianos: “Si os levantáis de mañana/ de los brazos que os desean/ porque en los brazos no os vean/y alguna afrenta liviana,/ pisad con planta de lana/ quedito pasito, amor,/no espantéis al ruiseñor.” Casi huelga decir, en fin, que la española ante el espejo mereció los más afilados dicterios de los poetas satíricos y los moralistas, más aún en el caso de las “lindezas” masculinas, cuestión harto peligrosa porque connotaba la homosexualidad, verdadera bestia negra en los ceñudos textos de los jesuitas y de arbitristas y reformadores de toda laya, aunque entre estos se mezclaba lo iracundo y lo burlón. Aparecen entonces en múltiples textos los denostados “mariones” porque la palabra “marica” se reservaba más bien para las prostitutas. La voz “maricón” figura ya en El Buscón de Quevedo, y otras palabras para referirse despectivamente a los homosexuales son “puto” y “bujarrón”.

Los capítulos V y VI, respectivamente titulados “Del amor platónico al adulterio” y “Usos y costumbres del amor venal”, muestran cómo, por encima del tópico de la pudibundez, el rigor ultracatólico, la idealización de la mujer en la poesía galante y el férreo control de las costumbres, que de todos modos eran considerables, el XVII se podría considerar, a la vez que siglo del honor, también del adulterio y el libertinaje. A pesar de que las damas honestas solían vivir bajo la férula de guardianes adustos y vesánicos (esposos, padres o hermanos), no es menos cierto que el teatro, la novela cortesana y picaresca y los moralistas ofrecen un panorama bien diferente: los hombres suelen tener mancebas o mantenidas o visitan los burdeles (la prostitución alcanzó grandísimo predicamento) y por otro lado muchas de las mujeres por merecer, solteras o casadas, se las ingenian para llevar una vida relativamente licenciosa e hipócrita, de tal modo que la palabra “soltera” llegó a tener una connotación equívoca. Parece incontestable que si por un lado el llamado “código del honor “ se trataba de imponer de manera brutal, por otro también se conculcaba siempre que se podía--- Lope, que no fue precisamente un ejemplo en este terreno, llegó a escribir aquello de “que el honor es cristal puro/ que con un soplo se quiebra”--- ,hasta el extremo de que abundaban los maridos cornudos y consentidores, y así Quevedo pudo llamar “siglo del cuerno” a aquel tiempo. Cornudos, venados, cabrones, mansos, sufridos, pacientes, cornicantanos, cornifactores y cornimercaderes son solo algunas de las denominaciones que se les dedican en la literatura satírica. Los cornudos más o menos contentos con su situación constituyeron, como se sabe, uno de los blancos predilectos de la diatriba quevediana y de otros poetas (recordemos, entre otras composiciones célebres, el soneto de Don Francisco que arranca con los versos “Cornudo eres, Fulano, hasta los codos/y puedes rastrillar con las dos sienes;/ tan largos y tendidos cuernos tienes/ que, si no los enfaldas, harás lodos.” Se ha dicho más arriba que la prostitución fue un recurso y un negocio muy nutrido en aquella sociedad, tan sensual como hipócrita. Llegó a haber en Madrid al parecer no menos de tres mil mujeres públicas controladas, que oficialmente se dividían en mancebas, que vivían con un hombre sin estar casadas, cortesanas, asalariadas de una cierta categoría, y rameras, cantoneras o busconas, que esperaban al cliente en casas, esquinas o cantones. A las prostitutas se las llamaba también “mozas de partido” y “niñas del agarro” y a las empleadas en las mancebías de más ínfimo nivel izas, rabizas, colipoterras, hurgamanderas, golfas, mulas de alquiler, engüeradas. Los burdeles, que eran inspeccionados de manera periódica, aunque el examen se solía hacer sin ningún celo o rigor, se conocían, en fin, con infinitos eufemismos: cambios, cercos, cortijos, dehesas, manflas, guantas, montes, vulgos, aduana, berreadero y otros muchos.

Los capítulos VII y VIII se dedican a las diversiones: el teatro, el baile y las danzas, los toros, el juego y las competiciones festivas del tipo de las cañas. A todos estos apartados dedica el autor su erudición historiando asuntos como sus orígenes, uso social y modalidades, así la disposición de un corral de comedias y el desarrollo de una representación dramática, o los distintos tipos de baile, el zapateado, el dongolondrón, el zambapalo y el Antón colorado, o la primera reglamentación de los juegos de azar en tiempos de Alfonso X ,aunque quizá en lo que respecta al teatro –verdadera institución nacional en la España barroca---no se insista lo que se debiera en lo que aquel tuvo de mecanismo de control social y adoctrinamiento político e ideológico, con su machacona insistencia en la Monarquía de origen divino y los dogmas del catolicismo tridentino, como han mostrado las investigaciones de Maravall y otros historiadores. Particularmente ricos en información son los párrafos que se dedican a los ambientes del juego, y así nos enteramos, por ejemplo, de que se llamaba nada menos que “casas de conversación” a los círculos distinguidos, generalmente mantenidos por un notable, donde se jugaba a menudo cantidades considerables de dinero. Los garitos de más o menos mala nota se llamaban coimas, mandrachos, palomares o leoneras, entre otras denominaciones, “enganchador” era el encargado de atraer a los incautos y “apuntadores” se decía de los que andaban alerta de las cartas de un jugador y se las señalaban al tahúr por señas o guiños.

El breve capítulo IX y último se consagra al mundo de los delincuentes, pícaros y valentones, y ahí explica Luján a propósito de los tipos y modalidades de robo--- por el instrumento utilizado, por el lugar donde se comente el robo y por la especie de lo robado-- y otros delitos, con gran aportación lexicográfica, siguiendo ante todo a Alonso Hernández en su Lenguaje de los maleantes españoles del siglo XVI y XVII (1979) y de los condicionantes sociales de la mendicidad, dada la extrema pobreza en la que vivía una parte muy significativa del país. Se calcula que “a mediados del XVI, de una población total de unos cinco millones de habitantes, había al menos 150.000 pícaros declarados y muchos miles más sin declarar” (pág. 179)