miércoles, 25 de enero de 2012

EL CUENTO DE LA VIDA

d Torrente Malvido, Gonzalo. Puro cuento. Madrid. Amargord. 2005 y Cuentos recuperados de la papelera. Madrid. Libertarias. 1986.

Si todo buen cuento --ese género considerado por algunos menor---ha de configurarse como el relato en torno a un único suceso o anécdota, como una unidad anular, centrípeta e indivisible cuyo ritmo obedece a un principio o desencadenante, a un núcleo o clímax y a un final o desenlace, y si ha de estar dotado de intensidad , esto es, de la eliminación de toda situación o idea intermedia y de esos rellenos o fases de transición que la novela no solo permite sino exige, entonces la mayoría de las narraciones cortas de Torrente Malvido merecen con toda justicia aquella consideración.




Tanto por la tensión interna del relato, esa intensidad que solo se consigue con el modo con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado, como por lo insólito o sorprendente en sí de la anécdota central, muchos de estos cuentos resultan memorables en el sentido de que llegan y quedan en el lector, tal como expresó hermosamente Cortázar al escribir que todo cuento en verdad memorable es como ese árbol que quedará en nosotros y dará su sombra en nuestra memoria. Mas quizá que la novela, el cuento parece plegarse a esa mirada testimonial ---desprovista esta expresión de sus adherencias militantes o social-realistas, digamos para entendernos--- toda vez que resulta más propio para aprehender, para sugerir y captar el latido de un trozo de vida, sin verse obligado a buscarle antecedentes o justificación. Se me ocurre, además, que los cuentos de Gonzalo ilustran de manera ejemplar la conocida analogía del antecitado maestro argentino de que la novela es al cine lo que el cuento a la fotografía: si en aquellos la captación de lo real --- o de lo ficticio, que no es sino otra forma de lo real ---se intenta por desarrollo y acumulación de elementos parciales, en estos el artista se ve compelido a seleccionar un acontecimiento o imagen no solo significativo y que valga por sí mismo, sino que sea capaz de actuar en el lector o contemplador como una especie de apertura o fermento que le lleve más allá de la anécdota visual o literaria.

Muy disímiles en cuanto a la extensión, pero manteniéndose siempre dentro de lo que convencionalmente se ha considerado un cuento ---desde las dos o tres páginas las más breves hasta las veinte como mucho las más extensas, hay una diferencia ---aparte de las temáticas, muy evidentes---harto significativa que creo hallar entre las narraciones agrupadas en Cuentos resuperados...y las de Puro cuento: las del primer volumen, muy anterior al segundo en la escritura y la publicación, aparecen como más trabajadas literariamente en lo que atañe al tratamiento sintáctico, de período amplio y con mucha digresión e hipotaxis, en tanto que las del segundo están mucho más cerca de la oralidad y el coloquialismo, con frase corta y mucho diálogo y más próximas a la anécdota vivida por el autor--- o fabulada, que en el caso de Torrente venía a ser casi lo mismo---o como mínimo por alguien que se la ha contado de palabra: Gonzalo fue un extraordinario narrador oral y más de una de estas historias nos la contó más de una vez, nunca de la misma manera ni con las mismas palabras, tempo ni énfasis, pero siempre, claro está, con ese peculiar modo de frotarse las manos y esa voz entre opaca y cavernosa que tan felizmente parecía casar con la burla e ironía apenas refrenada, como en sordina, que ponía en lo que decía.

Más allá de nada, el relato inicial de Cuentos recuperados...constituye un caso especial respecto a todos los demás en la medida en que se presenta, con un aire como de pesadilla, como una cerrada acumulación de imágenes de la disolución, del terror y de la muerte, de la "hiriente punzada de la identidad perdida" y supone un verdadero alarde de enumeraciones caóticas y recurrencias sintácticas, todo con un suculento y fulgurante despliegue verbal en cascadas de metáforas y asociaciones que podría interpretarse tanto como una visión alucinada de la existencia como una descripción de los efectos de ciertas drogas en la percepción y la sensibilidad.


A un mundo galaico pasado por el tamiz del esperpento valleinclanesco remiten El velorio del abad de Leirado ---a mi juicio uno de los más felices logros del autor--- y Escena de feria, estupendo el primero tanto por la hábil dosificación de detalles en el tratamiento simbólico de los objetos como en el trazado tipológico de los personajes, despachados casi todos, salvo el abad, con un par de rápidas y certeras pinceladas impresionistas, que en nada hacen presumir el desopilante e inesperado desenlace, y no menos logrado el segundo, sobre los sorprendentes desahogos prostibularios de una pareja de viejos aldeanos gallegos de aire casi solanesco.

De lejano pero bien perceptible fondo folclórico en cuanto al asunto, El cementerio de las sirenas recuerda casi de modo inevitable las maneras de Benet por el desparrame sintáctico ---empieza embutiendo dentro de la primera frase una digresión parentética de varias docenas de líneas y juega con la identidad del personaje escondiéndola ambiguamente tras el pronombre, de manera que resulte muy difícil, incluso por el contexto, su referente--- y es una muestra también del conocimiento que el autor poseía del vocabulario técnico de la navegación. En Jean y Jim se alcanza a sugerir en el lector una atmósfera como de terror metafísico, a través de la experiencia de los dos personajes que sobreviven a una especie de cataclismo, no se sabe si explosión nuclear, terremoro o simple accidente de coche: en tierra de nadie, en medio de una soledad absoluta, con todo cubierto por un espeso polvo gris, el hombre miró los ojos de la mujer "terriblemente azules, como dos heridas brutales entre los grises párpados semicerrados".

Si Apenas un cotilleo no pasa de ser una brevísima anédota, narrada con mucha gracia, enmarcada en eso que antaño se llamaba género sicalíptico, relatos como Zouk-el-Arba o Nuestra Señora de la Medina remiten al mundo de la picaresca y el erotismo norteafricano (marroquí, para más señas) y a los fascinados ojos del europeo que lo contempla. Una morena en la Costa azul ---aclaro que "morena" vale aquí por engaño o trampa, lo que significa en el argot de los delic¡ncuentes--- cuenta los trapicheos con la droga de unos traficantes de mediano nivel entre cuyos clientes se encuentra nada menos que el mismísimo Onassis, y Escena palaciega en el Alcázar de Madrid cuenta, con fría objetividad y distanciamiento, cómo el rey felipe IV fue quien sugirió a Velázquez la estructura compositiva de Las Meninas.

Ya se ha dicho hasta qué punto las historias de Puro cuento responden en general a otro registro y factura. El invisible Ferradas y El tenor y el matarife tienen un aire borgiano en el sentido de poner en cuestión los límites y la noción misma de personalidad o individuo, y el primero incluye además una parodia del lenguaje habitual del informes clínicos y de la jerga psiquiátrica más o menos vulgarizada. Ambos mantienen todavía, como en los relatos del otro libro, la primacía del narrador en tercera persona, la abundancia de pasajes descriptivos y el poco peso del diálogo, rasgos que se difuminan mucho en las demás narraciones, algunas con narrador en primera, como una de las más logradas, El virgo de Celia, hilarante sátira de los reality shows televisivos, donde los comparecientes en el programa que está viendo el narrador y su mujer cuentan pormenorizadamente cómo perdieron la virginidad. A la recreación de ambientes marginales, carcelarios o cuarteleros, con alguna pincelada de erotismo grueso,se aplican El tigre de Valdemoro, La quirmosa, La rumana del puerto o Los gaiteros de Fraga, en tanto que Crimen pluscuamperfecto incide en un hecho, tan terrible como grotesco, con un conocido poeta maldito como primer oficiante.

Ya depende del lector, en fin, si gusta más de los cuentos que, lejos de encerrar una sorpresa final, parecen describir una suave línea recta que se interrumpe sin aviso o que corre con una apariencia de instantaneidad y de azar; al primer tipo pertenecen El velorio del abad de Lendoiro, Crimen pluscuamperfecto o La rumana del puerto, entre otros; al segundo, El cementerio de las sirenas, La educación sentimental, Muertos de risa, Mercadillo y algunos más. Pero lo fundamental y al fin y al cabo más sustantivo es que los presentes relatos son, para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad y alegría de vivir, divertidos y gozosos, como no podría menos de corresponder a las maneras de su autor: si en definitiva todo escritor escribe, de un modo u otro, lo que ha vivido, estos textos lo retratan ejemplarmente, a él sobre todo, que supo hacer de la vida un cuento y encarnar el cuento de la vida.