martes, 9 de diciembre de 2014

DE LA TRISTEZA DEL GANADOR



Portada de Contra el olvido

Alberto Oliart. Contra el olvido. Barcelona. Tusquets.1998.



           Me da ahora por releer, después de haberlo hecho por primera vez cuando salió hace catorce años, aureolado además por haber acabado de recibir el Premio Comillas, el libro de memorias de Oliart. Lo recordaba mal, difusamente y solo en algunos detalles o retazos, pero me parece que la agradable impresión que entonces me causó ni desmerece mucho de la que en esta ocasión me ha provocado ni  se ha visto tampoco corregida por el entusiasmo.

         El libro se centra casi exclusivamente en los años que van desde el nacimiento del autor, 1928, hasta 1950, en que, concluida su etapa universitaria barcelonesa, se traslada a Madrid para opositar a abogado del Estado, con la vívida certeza  ---no exenta de melancolía--- de que se cerraba una etapa de su vida y comenzaba otra en buena parte distinta, puesto que rompía (pero solo en parte) con su medio familiar y dejaba el trato directo con  el que hasta entonces había sido su círculo habitual de amigos. Se convertiría con el tiempo en el alto funcionario, político y empresario (hecho que él solo apunta, sin hacer mayores comentarios y dejando entrever que esta segunda etapa de su vida será objeto de un nuevo volumen de prosa autobiográfica, libro que hasta donde alcanzo a saber aún no ha aparecido) que  ---y esto lo digo yo-- poco tenía que ver ya con el personaje de su primera juventud.

           No parece haber preocupado demasiado al autor la voluntad de estilo, toda vez que no hay huella alguna de apoyatura técnica en el arte de la narración. Porque no  hay verdaderos monólogos, ni fragmentos en estilo indirecto libre ni cambios de punto de vista en el narrador, porque  la adjetivación resulta  a menudo tópica y previsible y por la escasez escasez metafórica, casi nunca llega a revelar destellos de maestría ni verdadera fulguración de altura literaria. Pero se trata de una prosa límpida y correcta, en los antípodas de toda floritura barroquizante, que de algún modo alcanza a traslucir verdad, a dar la sensación de que miente lo menos posible, y uno encuentra así verosimilitud en la materia narrada y en su correspondencia con las incitaciones de la realidad y los sentimientos y anhelos del personaje, que por lo demás, casi nunca se aparece como demasiado autocomplaciente. El relato es por lo demás harto desigual, y no causa  extrañeza que muestre en general más seguridad y nervio narrativo en su segunda mitad que en la primera, por mucho que resulten más estimables, pongo por caso,  las descripciones de las tierras extremeñas, en  sus evocaciones y recuerdos de la infancia, con el olor a tierra mojada de las primeras lluvias otoñales, o el impacto que causaban en el niño las lentas, patéticas y solitarias campanadas a muerto en las iglesias de Mérida (que se focalizan mayormente en los dos primeros cap. del  libro, de los ocho de que consta), que algunas anécdotas que se cuentan en más adelante, sobre todo en el cap. 5,  correspondiente a los años universitarios del autor, que se me aparecen algo pálidas y desvaídas, aunque solo sea por el hecho de que su amigo Barral se refiriera a lo mismo, pero años antes ycon mucha más brillantez literaria, en  Los años sin excusa. Con al menos una excepción: el breve fragmento titulado El espejo (pág 322) viene a constituir una especie de poema en prosa que se me antoja de lo mejor del libro.

        Los primeros cap. se demoran en contar con detalle las sensaciones y ambiente de la  niñez y adolescencia, a caballo entre el campo extremeño y Barcelona, los antecedentes familiares (con la figura tutelar y un tanto mitificada del abuelo materno) y los relatos de familia ( uno que ilustra bien la crueldad de casta de los señoritos del campo español: la trágica historia de amor y temprana muerte de uno de sus tíos maternos, Pepe, cuya amante, una de las criadas de su abuela, concibió de él un hijo que nació muerto poco antes de que él mismo muriera de tuberculosis; mientras paría al niño, los amos la insultaban y posteriormente la acabarían echando de casa sin haberle permitido ver a su enamorado; no la dejaron entrar; sí entró la perra loba de Pepe, que el día antes de morir su dueño se fue del cortijo donde la tenían hasta Mérida y se metió debajo de la cama del moribundo, de donde fue imposible sacarla). Siguen acto seguido los días iniciales de la Guerra Civil, que vivió en Barcelona. En su recuerdo de niño de siete años hay una hilera de guardias civiles caminando, bien arrimados a la pared, por la Rambla de Cataluña, una caballería muerta en medio de la calzada, sus padres escuchando ansiosamente la radio, las prisas por huir a Francia, usando sus influencias, de la familia, la estancia de unos meses en París, el paso a zona nacional por San Sebastián y Valladolid hasta llegar a Mérida, los bombardeos republicanos sobre su pueblo natal, los problemas de su padre, que tuvo que escapara a Galicia porque un oficial de la Guardia Civil se empeñó paranoicamente en confundirlo con un peligroso separatista catalán y el regreso en los primeros días de la paz a Barcelona.

       En esta ciudad transcurre su adolescencia y primera juventud. Y también el lento aprendizaje moral que nace de su mala conciencia de señorito que se sabe privilegiado en medio de una sociedad mísera y sombría, de gentes amenazadas y acobardadas. O dicho de otro modo: la paulatina toma de conciencia del joven burgués, inteligente pero no cínico, de las circunstancias de la España franquista, que viene a ser el transparente leiv-motiv de casi todo el relato.  Allí verá un día a un anciano abofeteado en plena calle por unos militares por haberse dirigido a su mujer en catalán, oirá las incendiarias proclamas joseantonianas del futuro filósofo marxista Manuel Sacristán cuando era un cabecilla falangista en el Instituto Balmes, pero verá también el indescriptible entusiasmo de la multitud vitoreando a Serrano Suñer y al conde Ciano mientras discursean desde el balcón de la sede de Falange en el Paseo de Gracia. Allí conocerá a los que serán sus grandes amigos de instituto y luego de Universidad,  sobre todo Carlos Barral, Javier Folch y J.Gil de Biedma, cuyas semblanzas traza, y conocerá también el magisterio universitario de García de Valdeavellano. Sigue con aparente desgana los estudios de Derecho pero oficia, muy influido por sus amigos, de joven letraherido aficionado a la poesía, lo que no obsta para que sea un estudiante empollón. Seguirán los breves viajes de estudios a Francia y Alemania y las francachelas de camaradería y borracheras de su servicio militar como alférez en Ronda y luego en Gerona, al tiempo que las dificultades económicas ---solo relativas---de su familia le abocan a las urgencias de tener que labrarse eso que suele llamarse  un porvenir profesional, que resolverá como se ha dicho más arriba.

         El último pasaje del libro (inmediatamente antes del breve epílogo donde traza, como a vuelapluma, su asentamiento familiar y profesional y los inicios de las imposiciones de la edad adulta) el de la partida en tren a Madrid, es de una punzante melancolía, como corresponde al adiós definitivo a la juventud, pues ahí el autor se despide, como en efecto ocurre, para siempre de su pasado inmediato y de ese unamuniano yo ex-futuro que podía haber sido y no fue.