martes, 6 de febrero de 2018

POESÍA Y VERDAD

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Luis Landero. El balcón en invierno. Barcelona. Tusquets. 2014. 245 páginas.

          Recuerdo muy bien cómo hace años, cuando empecé a leer Juegos de la edad tardía, y cuando ya llevaba unas páginas, me iba dando cuenta de que el libro estaba sobradamente bien escrito y sin embargo, de modo poco comprensible, me resultaba aburrido y al mismo tiempo con un molesto aire de dejá vu, aunque no sabría decir muy bien por qué. Creo que lo abandoné antes de la página 100. Luego, cuando me decidí a leer Caballeros de fortuna me ocurrió, como entonces a tantos otros lectores (y cómo recordaba de sí mismo, en una de sus Bernardinas de hace cosa de tres años mi admirado amigo Antonio Castellote, al referirse a este mismo libro de que hoy tratamos) que no podía evitar que el autor me pareciera un esforzado discípulo-epígono de García Márquez y que, además, se le notara demasiado. En este caso sí que abandoné el libro a los primeros compases. Desde entonces he leído algunos artículos de Landero en la prensa, que no me disgustaron; recuerdo sobre todo uno, creo que en El País, sobre los grandes novelistas europeos del XIX, que me pareció excelente, de modo que pensé que Landero podría ser un crítico medianamente respetable pero un escritor del montón e incluso rayano en lo mediocre. Pero el otro día compré en una librería de saldo, por 5 euros, este balcón y, tras pasar unos deliciosos ratos con su lectura, ya no estoy nada seguro de aquel juicio, acaso tan injusto como precipitado.

         Y es que El balcón en invierno acierta a convocar, embellecida por el recuerdo, sin florituras ni rencor, sin ápice de sensiblería ni de cutrez y sin asomo de la siempre sospechosa self-pity, tanto el homenaje a los ancestros como la  memoria de la infancia campesina. Aquí tiemblan por doquier, delicadas y nobles tanto como sencillas---ah la sencillez, esa suprema dificultad del mejor arte--- la poesía y la verdad. El libro trata de revelar la prehistoria, o, mejor, los primeros  intentos de eclosión y epifanía del escritor futuro, ese muchacho --- hijo de campesinos extremeños emigrados a Madrid en los años del Desarrollo---en cuya casa no había ningún libro. Entendámonos: al escribir esto último no se piense que se me va la mano con la hagiografía barata o el entusiasmo populista, siempre tan de moda; todos sabemos que desde hace por lo menos siglo y pico un escritor puede nacer en cualquier medio social, de modo que no se trata del hecho en sí, que nunca pasará de anécdota, sino, puesto que hablamos del arte de la palabra escrita, del  cómo.


        Se trata de una prosa tersa, sabrosa, bien sopesada y medida en las pocas pero muy apropiadas comparecencias del viejo vocabulario rural ---ese importancioso de pág. 141 o ese miedo a que las ovejas se les pongan modorras o a que se les amollezcan las pezuñas de la pág 166---,  y con el encanto además, según creo, en no pocos pasajes, de hacer resonar las modulaciones y fraseo propios del relato oral, del contar de viva voz: repárese por ejemplo en la reproducciones por el narrador de algunos de los recuerdos de su madre o del tío Ignacio, pp 172-78.Y prosa que sabe adornarse también de algunos sobrios y bien dosificados implementos retóricos, como las enumeraciones de pie anafórico de las pp. 130 ó 166.  Las figuras tutelares del padre y de la madre, también la de ese estupendo personaje del primo Paco, están tratadas con tanta sabia ponderación como sofrenada ternura. El padre, aparentemente esquinado y huraño, que en vida solo había inspirado temor al niño y adolescente Luis, renace con otra cara mucho después de muerto, enaltecido por la lejanía y ya no maltratado por las impertinencias y rencores del muchacho que antaño había sido su hijo, aunque no es menos cierto que hubiera resultado poco verosímil que éste no se hubiese rebelado en su momento; y en cuanto a la madre, ella está aun ahí ( aún estaba viva en el momento de la redacción del libro, no sé si aún hoy: me gusta mucho conversar con mi madre, escucharla. Da gusto oirla hablar, pág 201).

        Por lo demás, no se concluya que Landero es tan ingenuo como para idealizar de algún modo el mundo de los campesinos pobres españoles. Sabe no solo que está irremediablemente muerto para siempre desde hace ya décadas, cosa que no tiene mayor mérito porque eso lo sabe hasta el más tonto: también sabe ---porque lo vivió--- de su brutalidad y de su fanatismo, de su ignorancia y su adulación para con todo lo que oliera a autoridad. Y acaso sobre todo sepa, y esto se me antoja lo determinante, hasta qué punto su vocación de escritor estuvo desde siempre demasiado ligada, por una bien lógica carambola--- y tengo que usar esa palabra hoy tan prostituida por la jerga turística--- la fidelidad a sus raíces.