martes, 27 de diciembre de 2011

CANON HETERODOXO

L


Enrique, Antonio. Canon heterodoxo. Barcelona. DVD. 2003.

Lo más inmediato que puede decirse de este ensayo es que acaso el adjetivo del título no resulte del todo apropiado, toda vez que la interpretación de conjunto de la literatura española que propone se inscribe en una tradición hermenéutica ya bien conocida y estatuida ---y en este sentido en trance a su vez de convertirse en tan canónica y ortodoxa como otra cualquiera---, la inagurada por Américo Castro y prolongada después por numerosos hispanistas, de Marcel Bataillon a Márquez Villanueva o Juan Goytisolo, con sus nociones de la Edad conflictiva y de la convivencia intercastiza a partir de la expulsión de los judíos y de la cristalización de la realidad histórica de España, a cuya luz , y la de la huella determinante de la dramática vividura de los judeoconversos, se leyó a los grandes clásicos.




Con una prosa que se esfuerza por volcar el castellano en sus moldes y resonancias castizas, con encomiable voluntad de estilo y notable precisión y riqueza léxicas--- aunque a veces caiga en la disonante pedantería del hipérbaton gratuito ( " disuelto había Juan Ramón la existencia en la esencia" ,p. 290,"Dejado había clara Dámaso Alonso en su Escila y Caribdis de la literatura española la dualidad permanente de realismo y antirrealismo" , p. 304 ), el libro, que no deja de traducir las caudalosas lecturas del autor y brinda múltiples incitaciones y claves interpretativas, se estructura en cuatro grandes apartados ,que constituyen otras tantas calas en la historia literaria española, de los orígenes medievales a la modernidad contemporánea, y polemiza sin pausa contra la visión considerada canónica u ortodoxa en la interpretación de aquella, la que enfatiza su invariante o constante realista y la ligazón entre catolicismo y conciencia nacional, línea interpretativa que nace, como es sabido, de Menéndez Pidal y su escuela y de los trabajos históricos de Sánchez Albornoz.




Los pasajes más lucidos e imaginativos del texto son las consagrados a lo que el autor llama primera línea de fuerza de la literatura española , Libro de Buen Amor, Celestina, Lazarillo y El Quijote . Las referidas a la novela cervantina, pp. 76-89, me recuerdan por su finura y sutileza las páginas que en su día dedicaron a la historia del hidalgo manchego un Azaña ---Cervantes y la invención del Quijote---o un Caro Baroja ---Cervantes y la concepción mágica del mundo--- : la ficción cervantina se lee aquí como la certificación de un fracaso y la plasmación de la melancolía y el desencanto por aquella España fantasmal y falsa de la época barroca, la del desmoronamiento del sueño quimérico del Imperio, y supone un desplazamiento psicológico del propio Cervantes, por cuanto la novela viene a ser como una autobiografía espiritual en la que el autor conmemora irónicamente los ideales de su juventud de poeta y soldado y se despide con una burlona sonrisa de una edad de heroísmo que para entonces ya tocaba a su fin. Ese desplazamiento del "yo", esa ironía que suponía una toma de distancia crítica contra uno mismo se da igualmente, con una u otra forma, en los clásicos antecitados y supone una burla, semioculta y con sordina, contra el fanatismo y la opresión de un país reducido a cenizas en su conciencia colectiva por la presión y el encorsetamiento de conceptos tales como "honor", "honra", "casta" y "dogma". En esa pantalla deformada de un falso yo, en esa imagen interpuesta, en esa parodia de todos los géneros literarios está la protesta, el pesimismo y la amargura, pero también la vitalidad y la voz de los judeoconversos, y esto tanto en el Juan Ruiz y los personajes carnavalescos que lo representan como en el anónimo autor del Lazarillo o en el Fernando de Rojas de la Celestina : la realidad creativa de los cristianonuevos y su afán de sobrevivencia les obliga a un disimulo y a una actitud doble, consistente en no oponerse de frente a las castas dominantes, en tanto que implícitamente se las reprueba, al confrontar sus valores con los conflictos que ocasionan; Lázaro por ejemplo, en definitiva, no pretendía sino vengarse, de manera oblicua y sesgada, de los poderosos de este mundo , que le habían condenado al hambre y la desgracia, y mostrar que no se podía salir de pobre con métodos legítimos y acordes con la honra, antes bien solo poniendo en solfa justamente eso. Trufando el texto con una serie de contradicciones sutilísimas y estratégicas, se trata de que el lector caiga en la cuenta de que todo ha sido una burla y un juego para el objetivo que se impone bajo cuerda, que no es otro sino no dejar títere con cabeza.




A esta misma luz de la difícil convivencia intercastiza y de la influencia semítica ---judía y morisca---- se analizan el Romancero (pp. 111 y ss.), Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz (pp. 136-159) o Góngora (pp.168 y ss.) Respecto al gran cordobés ve el autor, en la estructura profunda de su sintaxis torturada, en su ahormamiento en un sustrato semita, el hueco de la lengua perdida, que proyecta el hálito inconfundible sobre el vacío ahora cubierto por otra lengua que ni instintiva ni culturalmente era la suya ni la de su memoria histórica. Este fenómeno de traducción de una lengua perdida a otra ejerciente, esta distorsión entre las estructuras profunda y superficial es lo que explicaría el prodigioso enriquecimiento de la lengua empleada y el hecho de que durante tres siglos no se acertara a entender del todo la innovación gongorina. Igualmente preclaros son los pasajes dedicados a lo mejor de Galdós, pp. 220-234, en cuyo espiritualismo cristiano no deja de rastrear Enrique , no menos que en su realidad ambiente , tolerancia moral y verismo expositivo, una remota resonancia del erasmismo de la edad clásica, los consagrados a hacer hincapié en la revolución modernista y en la veta ocultista y teosófica de Rubén Darío --pp. 274 y ss.--- o los referentes a la innovación que supuso el versolibrismo de Juan Ramón Jiménez a partir de Diario de un poeta reciéncasado ---278 y ss.---





Hay que consignar que en las últimas digamos cincuenta páginas del libro, las dedicadas a la modernidad más proxima, el interés decae, toda vez que parecen escritas con cierta prisa y desaliño, aunque es versosímil y razonable, por ejemplo, la sugerencia de la sobrevaloración de algunos de los poetas del 27 y el injustificable descrédito de otros como Aleixandre --- pp. 291 y ss.---. Hay una confusa lectura sociológico-psicoanalítica de Gil de Biedma ( pp. 321 y ss.) que no lleva a ninguna parte ni aclara nada y una insistencia en la reivindicación de una generación poética de postguerra , la que se sitúa entre las de los 60 y la de los novísimos, que él llama silenciada o emparedada ---pág. 326--- sin aportar argumentos demasiado convincentes, lo mismo que ocurre respecto a la llamada poesía de la diferencia --- pág. 338--- y que contrapone a la más presente en los manuales y en la crítica de poesía de la experiencia, cuya inanidad y falta de vuelo fustiga, no obstante, no sin razón.

sábado, 10 de diciembre de 2011

DOS NUEVAS ENTRADAS DE PALAZUELO

He aquí dos nuevas muestras de los papeles que me dejó confiados a su muerte mi tan inolvidable como malogrado amigo José Palazuelo, del que he dado breve noticia en su día, cuando hice por primera vez mención de él en otra de las entradas de este blog. Ya se ve cómo su poesía insiste mayormente en sus obsesiones del desengaño y el paso del tiempo y cómo adolece quizá de una sobrecarga de patetismo que de todos modos no me parece que invalide del todo ni la relativa correccción de la factura del verso ni la transparencia de su imaginería. Y esto es lo que más me gusta de él: que nunca se abandone a oscuridades logomáquicas y mantenga siempre la plausabilidad lógica y el control conceptual del poema.


I
No deberían ya turbarte tanto
---menos a estas alturas---
el paso inmanejable de las horas,
su difícil sutura,
el arduo y trabajoso mecanismo
que remarca y puntúa
el mísero milagro de seguir
así día tras día,
la obvia insignificancia que se anuncia
de cualesquiera gestos cotidianos
---contra los que no hay triaca verdadera---
y la constatación, desconsolada y única,
en que ha venido a dar después de todo
el ha tiempo abatido torreón
desde el que te esperaba ve a saber qué mayúscula,
soberbia epifanía,
qué nunca oída, fantástica música.


II


Arenas injuriosas del pasado,
cómo volvéis a mí,
como vuelve, incansable,
esa herrumbre tenaz y cochambrosa
que marca los equívocos perdederos y atajos de la vida.
Mísero sinsabor de la rutina,
del tedio persistente como una despiadada
devastación acerba,
y la conciencia cierta
de no poder ya desandar ni un ápice
del fogonazo rápido del tiempo,
tener que conformarse a esta maldita condena,
a la imposible pretensión
de vivir de otro modo lo vivido.



















Arenas injuriosas del pasado,
cómo volvéis a mí,
como vuelve, incansable,
esa herrumbre tenaz y cochambrosa
que marca los equívocos
perdederos y atajos de la vida.
Mísero sinsabor de la rutina,
del tedio persistente como una despiadada
devastación acerba,
y la conciencia cierta
de no poder ya desandar ni un ápice
del fogonazo rápido del tiempo,
tener que conformarse a esta maldita
condena, a la imposible pretensión
de vivir de otro modo lo vivido.



II

No deberían ya turbarte tanto
---menos a estas alturas---
el paso inmanejable de las horas,
su difícil sutura,
el arduo y trabajoso mecanismo
que remarca y puntúa
el mísero milagro de seguir
así día tras día,
la obvia insignificancia que se anuncia
de cualesquiera gestos cotidianos
---contra los que no hay triaca verdadera---
y la constatación, desconsolada y única,
en que ha venido a dar después de todo
el ha tiempo abatido torreón
desde el que te esperaba ve a saber qué mayúscula,
soberbia epifanía,
qué nunca oída, fantástica música.



sábado, 3 de diciembre de 2011

EL HOMBRE VACÍO

Masip, Paulino. El diario de Hamlet García. Madrid. Comunidad de Madrid Visor Libros. 2000.



Ni por la disposición estructural ---un diario cuyas entradas empiezan en la primavera de 1935 y acaban de modo abrupto en el otoño de 1936 con la adición todavía de unas páginas más ya sin fechar hasta que el personaje desaparece sin demasiadas explicaciones--- ni por la extraña condición del narrador ---en verdad una especie de nebulosa u oquedad, una conciencia vacía en principio del todo impermeable a cualquier hecho externo --- podría decirse que El diario de Hamlet García constituya un texto más al uso entre la ingente montaña de relatos y novelas que tuvieron como referente los acontecimientos del 36-39 . Eso es me parece lo más inmediato que debería consignarse de esta original novela, publicada por su autor en el exilio mexicano en 1944 y reeditada entre nosotros muchos años después, por cierto que bastante inadvertidamente y sin mucha pena ni gloria: que al menos no se trata, como diría Isaac Rosa, de !otra maldita novela sobre la guerra civil ¡ Es, como muchos otros, un relato hecho desde el campo de los vencidos pero no hay en él ningún afán militante ni denunciatorio. La guerra, que aparece al principio tan solo como una especie telón de fondo, borroso y deshilachado, no parece afectar demasiado a las rutinas y convenciones que sostienen la vida mental--- por lo demás la única que tiene--- del redactor del diario. De la jornada del 18 de julio le queda a Hamlet los días posteriores solo el desagradable recuerdo de "unas grandes masas oscuras vociferantes" (p. 148), pero a medida que el texto avanza acaba sacándolo de la campana de cristal en la que vive y arrojándolo al torbellino de la calle. A mayor abundamiento, en Masip parece obvio que el posible componente autobiográfico y el distanciamiento un tanto objetivador y en parte irónico propiciado por el exilio favoreció --aún más que en Barea, Arconada, Aub y otros---una dimensión emotiva que mitiga y tamiza mucho el radicalismo ideológico, cosa que desde luego no ocurrió en los relatos de los vencedores, del tipo del Foxá de Madrid, de corte a checa.

La prosa nerviosa, rápida, sincopada, de frase corta y como en rápido apunte impresionista (lo único reprochable es el uso sistemático que de los posesivos hace Masip en contextos, sobre todo cuando se refiere a partes del cuerpo, que rechaza el genio del castellano) recuerda las maneras vanguardistas del primer Ayala y de Max Aub ---con cuyo Luis Alvarez Petreña tiene esta novela más de un parentesco temático, sobre todo en lo que se refiere a la crónica de un fracaso y un desbordamiento---y alcanza sus momentos más felices en la fuerza metafórica de algunas descripciones, así en la pág. 93 (...): "el pueblo, una entidad multitudinaria y heterogénea, (...) monstruosa como un mar cuyas olas no fueran de agua sino de rocas y barro (...)" o en la 78, cuando, contemplando la noche madrileña desde el balcón, dice Hamlet "(...) se advierte que la llanura manchega está ahí, detrás de esas casas y que si un juego de tramoya pudiera levantarlas, aparecería a mis pies con su horizonte ilimitado y su nobleza seca y la alucinación de sus caminos lunares, polvorientos, cauces de fantasías dislocadas."

He aquí un personaje que es a la vez la concreción existencial de un dilema filosófico, el pretexto de una fábula política y la plasmación de una contradicción insoluble. Permanentemente desgarrado por sus contradicciones ( aunque se sabe del todo prescindible, se aferra a sus prejuicios y rutinas y lo que más teme es mezclarse o verse sobrepasado por algo que escape a la estrechez de su horizonte), Hamlet remite un tanto a los medio seres de algunos relatos de Gómez de la Serna y a los hollow men de los poemas de Eliot. Un personaje descompuesto, trazado podríamos decir al modo cubista, en el sentido de hecho de retazos inconexos. Un ser que está en el mundo tan solo porque, como con certera ironía reza el dicho popular, tiene que haber de todo. Es un apacible y rutinario pequeñoburgués, cuyo inverosímil nombre de pila, corregido en parte por la aplastante vulgaridad del apellido, parece ser lo más reseñable de su oscura y chata existencia. Casado --- para más inri, su mujer se llama Ofelia---y con dos hijos, ejerce el poco habitual oficio de profesor ambulante de metafísica, es decir, tiene unos cuantos alumnos a los que da clases particulares de filosofía. La vida de este peculiar Privatdozent se reduce a sus libros, sus lecciones y sus disquisiciones filosóficas, que por otra parte nunca se molesta en explicar con algún detalle. Teme e ignora todo lo que viene del exterior: el roce con los demás, las implicaciones y servidumbres de la vida práctica, los embates del deseo, las convenciones a que obliga la mera condición social de la existencia. Su mujer le reprocha la inanidad de su carácter, pero él, aunque tampoco podría decirse que se tome demasiado en serio su propia vida (a veces se odia cuando se mira al espejo) está en lo esencial satisfecho con lo que es y lo que tiene, pese a ser consciente de su insignificancia:"quizá sea yo un poco Vía Láctea desparramada sin objeto ni contorno en la noche de la vida contemporánea"(pág.18), conciencia que según dice le permite no tener miedo a la muerte: " desaparecer, deshacerse en polvo, disgregarse, volatilizarse, sumirse en la tierra, en el aire y en el agua, perder conciencia del existir y del haber existido se me antoja programa de voluptuosidades" (pp. 81-82).

La cosa se complica porque, sin abdicar en absoluto de sus convicciones, pero arrastrado por una serie de circunstancias que no ha previsto ni provocado ( el estallido de la guerra, la ausencia de su familia, de veraneo en Avila y de la que él no vuelve a saber nada, la huída con un miliciano, de la que está enamorada, de Cloti, la criada, la aparición de un pariente de su mujer, Sebastián, grotesco personaje que se cuenta entre los militares del bando rebelde y que le pide que lo esconda en su casa , el incómodo ejemplo de Daniel, el joven discípulo, convertido en esforzado combatiente republicano, el trato con el señor Salus el tabernero y con su familia), se ve arrojado al barro de la vida, él, al que siempre ha aterrorizado salir de su mísera torre de marfil. De ella se ve compelido a salir de continuo, ya desbordado por los acontecimientos, sobre todo en dos de los pasajes a mi juicio más logrados del libro, el de las pp. 117-136, el del encuentro casual, la misma noche del 18 de julio, con la prostituta Adela y la larga conversación con ella en el burdel, en la que la chica se desahoga hasta el llanto y él queda conmovido, que recuerda, por su tinte sainetesco y melodramático, tanto un episodio de La colmena como un capítulo de Luces de bohemia, y en el de la cohabitación con Eloísa (pp.209-216) , la joven discípula, especie de niña bien un tanto cursi y caprichosa, que representa no obstante para él la fresca tentación de la sensualidad y la carne, de la que, al no tener más remedio que acoger contra su voluntad, se da cuenta de que se está medio enamorando de manera tan tierna como infantil y ridícula y de la que por eso mismo trata de huir despavorido.

No deja de ser lógico que al final, desquiciado, la guerra se le aparezca como el parto de un monstruo (pág. 267), como una gigantesca rotura de aguas, como una suerte de recreación del Diluvio Universal y que él, rotas las frágiles compuertas que habían garantizado su mundo y sus defensas, desemboque en la disolución y la locura: herido por un bombardeo en el parque del Oeste, deliraba mientras lo llevaban al hospital: " He parido una niña muerta... Se llamaba Eloísa".