jueves, 24 de noviembre de 2016

EL CHUTE DEL REICH






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Norman Ohler. El gran delirio. Hitler, drogas y el tercer Reich. Barcelona. Crítica, 2016. 325 pp. Traducción de Héctor Piquer.


            Que los ejércitos ---siempre, pero sobre todo los modernos--habían recurrido a algún tipo de drogas para insensibilizarse, brutalizarse aún más, darse valor en el combate o simplemente  para soportar la tensión de éste, era cosa bien sabida. Pero de lo que nos enteramos, gracias a este serio, exhaustivo y muy documentado ensayo del joven estudioso alemán, es de que, durante la Segunda Guerra, la Wermacht acudió, de manera masiva y con métodos y mecanismos perfectamente planeados y organizados por las altas instancias, a casi toda la panoplia posible de estupefacientes y psicóticos para poder llevar a cabo, con la mayor eficacia posible, no solo la fulgurante Blitzkrieg  de los primeros meses de la contienda, sino la mayor parte de operaciones militares hasta el el fin de las hostilidades (también y sobre todo en el Ostfront, donde el poderío militar nazi empezó a ver palidecer su estrella). Pero hay más: no solo se drogó--- desde arriba primero, y luego ellos mismos---a cientos de miles de oficiales y soldados, sino también a buena parte de la población civil, que, por las mismas razones que los uniformados, acabó igual de enganchada.

       
   La metanfetamina, comercializada con el nombre de Pervitin por los laboratorios Temmler, era ya de consumo masivo en la Alemania de fines de los años treinta, luego de que el director químico de esa empresa, del doctor Hauschild, hubiera quedado impresionado por los éxitos de los deportistas americanos en la Olimpiada de 1936, achacables sin duda alguna a la Bencedrina, un tipo de antetamina estadounidense, que los alemanes se apresuraron a imitar y superar. La metanfetamina no solo vierte los neurotransmisores en las hendiduras sinápticas, sino que además bloquea su reposición; por ello los efectos duran mucho tiempo: las neuronas se aceleran  y la verborrea y la excitación se dispara. Desaparece el miedo y la conciencia moral, pero una dosis fuerte puede provocar transtornos de lenguaje, déficit de atención y, en circunstancias extremas, una descomposición cerebral generalizada.Ya en la primavera de 1940, con la invasión de Francia y el Benelux, numerosos jefes de unidades solicitaron miles de dosis para la soldadesca. Anota Ohler ---con encomiable sentido del humor, que es una de las virtudes, y no la menor, de su libro: No eran las "tempestades de acero" narradas por Jünger en sus memorias sobre la Primera Guerra Mundial, sino verdaderas tormentas químicas mezcladas con lluvias de ideas eufóricas que aumentaban al máximo el nivel de actividad .(...)Descarga tras descarga, la meta se encendía en los cerebros, los neurotransmisores arremetían como proyectiles, retumbaban, reventaban y derramaban su cargamento explosivo: las vías nerviosas se convulsionaban, los huecos neuronales se encendían, solo se oían silbidos y zumbidos (pp. 90-91)

           Con todo, ese no es el asunto central del libro. Lo es la peculiar relación que unió a Hitler y a su médico personal, Theo Morell, desde que aquel lo nombrara para el cargo tras haberlo conocido casualmente en una velada en la casa muniquesa de Heinrich Hoffmann, el fotógrafo oficial de la alta jerarquía nazi. Durante esa cena en casa de los Hoffmann, el tirano se entera de que el dermatólogo berlinés  es nada menos que el médico de moda entre la élite de la capital y de que había recientemente curado a Hoffmann de una inflamación de pelvis causada por una gonorrea. De inmediato, Hitler lo cita en su residencia de Berchtesgaden, en los Alpes bávaros, y allí le confiesa que tras cualquier comida un poco más copiosa de lo normal, sufre de atroces flatulencias acompañadas de eccemas en las piernas, que le originaban agudos picores, hasta el punto de impedirle llevar botas.El médico --calvo, mofletudo, con gafas de culo de vaso y con la frente constantemente bañada en sudor --- le receta Mutaflor, un preparado bacteriano inventado por un médico bacteriólogo de Friburgo, Nissle, amigo suyo, y al parecer en pocos días el Führer vio aliviadas sus malas digestiones.

            Desde ese momento Morell es su médico privado y nace entre ellos una relación de intimidad y de máxima confianza (Hitler se solía referir a Morell, entre su círculo más próximo, como mi doctorcito ). Una relación extremadamente perversa, hecha de dependencia mutua, adulación, servilismo, e incluso no exenta de ciertos ribetes de larvado enamoramiento y sadomasoquismo, puesto que Morell acabaría haciéndose, al menos en parte,  dueño de la voluntad
del tirano, hasta que, ya al final éste, pocas semanas antes de suicidarse, muy destruido por la química y del todo paranoico, acabara por despedirlo. Atrás quedaban nueve años en que el médico atiborró a Hitler, mediante inyecciones intravenosas, de toda suerte de estupefacientes, sobre todo cocaína (que tuvo que dejar de administrarle a los pocos meses porque el jefe supremo ya estaba absolutamente colgao  de la farlopa), metanfetamina y Eukodal, un narcótico tan fuerte como la heroína. Morell convirtió al Führer (el "Paciente A" en las numerosas notas que día a día escribía el galeno en sus diarios) en un politoxicómano. También trataba a Eva Braun. A Hitler le administraba testosterona para aumentar la libido, a su amante le daba medicamentos para cortarle el periodo, con el fin de que fluyera la química ---literalmente---entre ambos y propiciar así(...) por lo menos el éxito sexual (p.176).  El médico tuvo mal fin: apresado por una patrulla americana  en la aldea bávara en la que se había escondido, interrogado ---y probablemente también torturado-- ,sin que se le sacase información relevante alguna --ni siquiera se le obligó a personarse en el juicio de Nüremberg---acabó muriendo, pocos años después de acabada la guerra, en un hospital de Múnich, adonde lo llevo una enfermera medio judía, que se apiadó de él cuando lo encontró en la calle descalzo, hambriento, aterido de frío y en pleno proceso ya de descomposición mental.

         Cuenta Ohler en los primeros capítulos cómo Alemania, a la que califica como país de drogas, se convirtió ya desde fines del XIX, desde que Felix Hoffmann, químico de la Bayer, sintetizara el ácido acetilsalicílico a partir de un principio activo de la corteza del sauce, en la sede de la más potente industria e investigación química del mundo, y cómo en los años de Weimar, con la agudísima crisis social que los caracterizó, en las grandes ciudades, y en Berlín sobre todo, miles de individuos de todas las capas sociales buscaban una salida en cualquier forma de desenfreno y evasión, fuera la pornografía, el alcohol o el consumo de todo tipo de estupefacientes, todos ellos legales y adquiribles a bajo precio. Ya Döblin en su Berlin Alexanderplatz se refería a la capital alemana como la ramera de Babilonia y anota Ohler el dato de que a mediados de los años veinte no menos del 40% de los médicos berlineses eran morfinómanos. Posteriormente demuestra el autor, ya he dicho que con rotunda documentación, proveniente de múltiples archivos médicos y militares,cómo, pesar de  la prohibición oficial, y no sin contradicciones y conflictos de criterio y jurisdicciones entre no pocas autoridades nazis, se facilitó ( por lo menos hasta el último año de guerra, en que la falta de materias primas no permitía ya la fabricación de droga alguna) una especie de chute general, tanto en el ejército como en la ciudadanía.

          Desde antes de la toma del poder, y en realidad desde los inicios mismos del NSDAP, los ideólogos y dirigentes nazis supieron montar todo  un sistema de propaganda, ya en pleno contexto de agitación racista y antisemita, basado en la consecución de una nación sana, en que se exhortaba al ciudadano alemán a poner toda su existencia al servicio de su pueblo y a denunciar a cualquier toxicómano del tipo que fuera. En 1933 las Drogas fueron declaradas ilegales y perseguidas con saña, sin excluir  tratamientos de desintoxicación obligatorios, rápidos y forzosos, e incluso algunos casos ---pocos al principio---de ingresos en campos de concentración. Pero ya se ha mencionado cómo esas medidas no solo no disminuyeron un ápice la tendencia al consumo de drogas de amplias capas de la población, sino que en cierto modo la exacerbaron.  Es más, la ansiedad y el shock masivos a resultas de la guerra llevó a parte de la élite nazi al convencimiento de que tan solo con una drogadicción general sería posible mantener, o contener hasta donde fuera posible, el terrible desgaste psíquico de la guerra. Fácil es suponer que todo acabaría como el rosario de la aurora. Desde la segunda mitad del 44, los alemanes solo cosechaban derrotas: habían sido expulsados de Rusia, de los Balcanes, casi también de Italia y para más inri los americanos ya habían entrado en el territorio del Reich por Tréveris. Un comandante de unidad blindada informa a la superioridad: Conducimos sin parar hasta salir de Rusia. Hacemos relevos cada 100 kilómetros, tragamos pervitina y aguantamos hasta repostar (p.217). En los últimos meses de la guerra la produccción de drogas era ya muy complicada; con todo, aun en 1944 la Temmler envió una carta al Comisario General para la Sanidad e Higiene Pública,en la que se le solicita remesas de efedrina, cloroformo y cloruro de hidrógeno para producir pervitina. Con grandes dificultades y problemas logísticos, lo que todavía se podía producir se había trasladado al pequeño pueblo de Meisenheim, a las instalaciones abandonadas de una fábrica de cerveza: así, las dos drogas favoritas de los alemanes en tiempos de guerra---la cerveza y la metanfetamina---se elaboraron bajo un mismo techo durante un tiempo (p 218).

           Una breve consideración final, metódica y que considero de la máxima importancia, Lo consigno porque creo que es la primera vez que lo veo así escrito y formulado y me parece muy de agradecer. Algo que a mí me ha parecido obvio y de sentido común desde hace muchos años:en el prólogo ---pág. 11--se advierte del riesgo de que el lector ---el más ingenuo---se crea todo esto demasiado al pie de la letra y construya así una leyenda histórica más. Pero resulta que la historiografía nunca es solo ---ni siquiera primordialmente-- ciencia, sino que es sobre todo, ficción. No hay libros de no ficción, Y no los hay porque la propia clasificación de los hechos es un proceso creativo en sí mismo o---como mínimo, se apoya e modelos interpretativos sometidos a influencias culturales externas---Concienciarse de que la historiografía es, en el mejor de los casos, literatura, reduce el peligro de engaño durante la lectura. Pues eso.

domingo, 20 de noviembre de 2016


LA GUERRA DE LOS LISTOS





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Curzio Malaparte. Kaputt. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2009. Traducción de David Paradela. 511pág.

         Escrita entre 1941 y 1944 y con una curiosa y zigzagueante peripecia editorial en su publicación, de la que informa convenientemente el hábil y esforzado traductor en el prólogo, la presente novela es sin duda de las que vale la pena que se lean. Y le dedico esos dos adjetivos al traductor porque creo en verdad que ha logrado dar un excelente texto español para esta novela atípica y compleja, en la que además Paradela ha tenido el buen criterio de dejar sin traducir los numerosos fragmentos, expresiones o palabras aisladas que hay en el libro en lenguas distintas del italiano (sobre todo, en francés, pero también en rumano, finés y sueco), por muy buenas razones, que también explica con acierto y que se refieren en lo esencial a que de este modo se consigue trasladar el efecto---que sin duda estaba ya en la intención, consciente o no, de Malaparte ---de babélico mosaico europeo en los años treinta, mosaico que coincidió con la pavorosa ola de horror, barbarie y degradación moral que se abatió sobre Europa con ocasión de la Segunda Guerra.


          Redactada íntegramente en primera persona, por un narrador lábil y sinuoso, siempre metido de hoz y coz en los hechos que narra, disfrazado mitad de cronista bélico mitad de intelectual observador, que se mueve como pez en el agua entre los centros de decisión de los poderosos y que, si bien es capaz a veces de sentir la compasión y la piedad, no es menos cierto que es asimismo lo suficiente honrado como para saberse no demasiado distinto, en la fibra más íntima de su catadura moral, de la mayoría de los otros personajes. Algunos de los cuales, dicho sea de paso, parecen corresponderse, al menos de nombre, con personajes históricos o reales, como algunos diplomáticos y escritores de la época, ciertos aristócratas y algunos altos oficiales fineses y alemanes.  De Agustín de Foxá, por ejemplo,  se ofrece aquí un memorable retrato, sobre todo p. 228 y ss,  aunque aparece muy a menudo: provocador, alcohólico, descarnadamente cínico y de brillante inteligencia, que lo mismo dice admirar los Diarios de Azaña, que asegura haber leído, como deja caer, sotto voce, lo mismo por cierto que el narrador, su secreta simpatía por los soviéticos y el no menos secreto deseo de que sean ellos quienes acaben ganando la guerra.

         La materia narrada se inscribe, en un continuo balanceo y vaivén entre uno y otro contexto, tanto en los frentes de batalla de media Europa (Finlandia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Rumanía) como en los bien resguardados medios y ambientes de la retaguardia, de las cancillerías, los cuarteles generales y los palacios de la nobleza, sobre todo la morosa descripción de las veladas en la embajada finesa en la neutral Suecia, los palacios de la aristocracia romana y el palacete que sirve de residencia a Fischer, máximo jerarca nazi en la Varsovia ocupada. Y todo, pero de modo esencial en los pasajes descriptivos y en buena parte de los diálogos, haciendo alarde de una tupida diversidad de referencias culturales y literarias, de la arquitectura finlandesa del XIX a la geografía urbana de Varsovia, de las peculiaridades rítmicas de la épica coral eslava a las eddas escandinavas o la gastronomía tradicional rumana, que no pueden menos que dar al lector una información a menudo provechosa y sobremanera útil y que además en absoluto rompen o cortocircuitan, antes al contrario, el trepidante ritmo de la novela.

        Novela que se halla entre lo más duro y cruel ---pero en múltiples trechos también, por paradójico que parezca, entre lo más hermoso--- de lo que uno ha alcanzado a leer entre la enorme turbamulta de publicaciones, literarias o no, que generó la Guerra del 39-45. Kaputt  resiste bien la comparación, a este respecto, con no importa qué y no desmerece en modo alguno de, por ejemplo,  pienso ahora, a bote pronto, ciertas zonas del Grossman de Tiempo de guerra o de un ensayo tan soberbio como el relativamente reciente Continente salvaje de Keith Lowe.

         Maneja Malaparte con igual maestría, me parece, todos los registros, desde la descripción ceñida y detallista hasta la pintura esperpéntica o la caricaturización grotesca de un personaje o situación, o los diálogos elegantes e hipercultos, llenos a la vez de sobreentendidos irónicos, la mostración de lo horroroso y lo cruel o la pura poesía. Valga como ejemplo de lo que digo la estremecedora descripción del ghetto de Varsovia (pp. 116 y ss.), los bombardeos aliados en Nápoles, casi al final de la novela o---casi sin solución de continuidad con lo primero---el banquete de los capitostes nazis, y de algunas de sus mujeres, amantes, soplones y aduladores, en el palacete de Fischer, que comparece como hombre cultivado pero al que al mismo tiempo se considera un psicópata infantiloide (pp.129 y ss.). El lector podrá también asistir a las infames pruebas de lectura a las que un coronel de las SS somete a grupos de prisioneros soviéticos, pp.264-71, la grotesca y lograda caricatura de Himmler en la sauna, p. 424, el terrible espectáculo de los soldados alemanes sin párpados, porque, quemado por el terrible frío de la estepa, el párpado puede llegar a desprenderse como una piel muerta, pág 328), la tremebunda anécdota del sanguinario Ante Pavelic, el caudillo de los ustache croatas, que le muestra al narrador y al embajador de Italia una cesta con lo que parecen viscosas y gelatinosas ostras, pero que resultan ser ojos humanos que han arrancado a los prisioneros (p.352), la horrenda y maravillosa visión de  los caballos congelados en el lago Ladoga, al pie de Leningrado (p. 74: El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballos. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos aún ardía la llama blanca del terror (...) Parecían los caballos de madera de un tiovivo (...) una escena de un cuadro de El Bosco.).  No menos espléndido arte literario y/o intensidad dramática tienen la descripción de la muchacha Ilse, p.342, urdida con un empedrado de metáforas gongorinas, y la más pura poesía (en medio del horror) salta en la hermosísima fábula del niño ruso miliciano y el oficial nazi del ojo de cristal, p.336-40, o el juego de traiciones mutuas, delealtades y soterradas luchas por el poder entre los decadentes figurones de la aristocracia romana y algunos altos funcionarios fascistas, Ciano et alii, dignos, en su perspicacia psicológica y maestría narrativa, de un Stendhal o un Flaubert.

       Lo que decía al principio: una de las novelas (más bien pocas, de las miles y miles que circulan por ahí, y eso que yo ésta la he llegado a conocer bastante tarde) que bien vale la pena el trabajo ---y el placer---de leerla.



































































































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Curzio Malaparte. Kaputt. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2009. Traducción de David Paradela. 511pág.


         Escrita entre 1941 y 1944 y con una curiosa y zigzagueante peripecia editorial en su publicación, de la que informa convenientemente el hábil y esforzado traductor en el prólogo, la presente novela es sin duda de las que vale la pena que se lean. Y le dedico esos dos adjetivos al traductor porque creo en verdad que ha logrado dar un excelente texto español para esta novela atípica y compleja, en la que además Paradela ha tenido el buen criterio de dejar sin traducir los numerosos fragmentos, expresiones o palabras aisladas que hay en el libro en lenguas distintas del italiano (sobre todo, en francés, pero también en rumano, finés y sueco), por muy buenas razones, que también explica con acierto y que se refieren en lo esencial a que de este modo se consigue trasladar el efecto---que sin duda estaba ya en la intención, consciente o no, de Malaparte ---de babélico mosaico europeo en los años treinta, mosaico que coincidió con la pavorosa ola de horror, barbarie y degradación moral que se abatió sobre Europa con ocasión de la Segunda Guerra.



          Redactada íntegramente en primera persona, por un narrador lábil y sinuoso, siempre metido de hoz y coz en los hechos que narra, disfrazado mitad de cronista bélico mitad de intelectual observador, que se mueve como pez en el agua entre los centros de decisión de los poderosos y que, si bien es capaz a veces de sentir la compasión y la piedad, no es menos cierto que es asimismo lo suficiente honrado como para saberse no demasiado distinto, en la fibra más íntima de su catadura moral, de la mayoría de los otros personajes. Algunos de los cuales, dicho sea de paso, parecen corresponderse, al menos de nombre, con personajes históricos o reales, como algunos diplomáticos y escritores de la época, ciertos aristócratas y algunos altos oficiales fineses y alemanes.  De Agustín de Foxá, por ejemplo,  se ofrece aquí un memorable retrato, sobre todo p. 228 y ss,  aunque aparece muy a menudo: provocador, alcohólico, descarnadamente cínico y de brillante inteligencia, que lo mismo dice admirar los Diarios de Azaña, que asegura haber leído, como deja caer, sotto voce, lo mismo por cierto que el narrador, su secreta simpatía por los soviéticos y el no menos secreto deseo de que sean ellos quienes acaben ganando la guerra.



         La materia narrada se inscribe, en un continuo balanceo y vaivén entre uno y otro contexto, tanto en los frentes de batalla de media Europa (Finlandia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Rumanía) como en los bien resguardados medios y ambientes de la retaguardia, de las cancillerías, los cuarteles generales y los palacios de la nobleza, sobre todo la morosa descripción de las veladas en la embajada finesa en la neutral Suecia, los palacios de la aristocracia romana y el palacete que sirve de residencia a Fischer, máximo jerarca nazi en la Varsovia ocupada. Y todo, pero de modo esencial en los pasajes descriptivos y en buena parte de los diálogos, haciendo alarde de una tupida diversidad de referencias culturales y literarias, de la arquitectura finlandesa del XIX a la geografía urbana de Varsovia, de las peculiaridades rítmicas de la épica coral eslava a las eddas escandinavas o la gastronomía tradicional rumana, que no pueden menos que dar al lector una información a menudo provechosa y sobremanera útil y que además en absoluto rompen o cortocircuitan, antes al contrario, el trepidante ritmo de la novela.



        Novela que se halla entre lo más duro y cruel ---pero en múltiples trechos también, por paradójico que parezca, entre lo más hermoso--- de lo que uno ha alcanzado a leer entre la enorme turbamulta de publicaciones, literarias o no, que generó la Guerra del 39-45. Kaputt  resiste bien la comparación, a este respecto, con no importa qué y no desmerece en modo alguno de, por ejemplo,  pienso ahora, a bote pronto, ciertas zonas del Grossman de Tiempo de guerra o de un ensayo tan soberbio como el relativamente reciente Continente salvaje de Keith Lowe.



         Maneja Malaparte con igual maestría, me parece, todos los registros, desde la descripción ceñida y detallista hasta la pintura esperpéntica o la caricaturización grotesca de un personaje o situación, o los diálogos elegantes e hipercultos, llenos a la vez de sobreentendidos irónicos, la mostración de lo horroroso y lo cruel o la pura poesía. Valga como ejemplo de lo que digo la estremecedora descripción del ghetto de Varsovia (pp. 116 y ss.), los bombardeos aliados en Nápoles, casi al final de la novela o---casi sin solución de continuidad con lo primero---el banquete de los capitostes nazis, y de algunas de sus mujeres, amantes, soplones y aduladores, en el palacete de Fischer, que comparece como hombre cultivado pero al que al mismo tiempo se considera un psicópata infantiloide (pp.129 y ss.). El lector podrá también asistir a las infames pruebas de lectura a las que un coronel de las SS somete a grupos de prisioneros soviéticos, pp.264-71, la grotesca y lograda caricatura de Himmler en la sauna, p. 424, el terrible espectáculo de los soldados alemanes sin párpados, porque, quemado por el terrible frío de la estepa, el párpado puede llegar a desprenderse como una piel muerta, pág 328), la tremebunda anécdota del sanguinario Ante Pavelic, el caudillo de los ustache croatas, que le muestra al narrador y al embajador de Italia una cesta con lo que parecen viscosas y gelatinosas ostras, pero que resultan ser ojos humanos que han arrancado a los prisioneros (p.352), la horrenda y maravillosa visión de  los caballos congelados en el lago Ladoga, al pie de Leningrado (p. 74: El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballos. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos aún ardía la llama blanca del terror (...) Parecían los caballos de madera de un tiovivo (...) una escena de un cuadro de El Bosco.).  No menos espléndido arte literario y/o intensidad dramática tienen la descripción de la muchacha Ilse, p.342, urdida con un empedrado de metáforas gongorinas, y la más pura poesía (en medio del horror) salta en la hermosísima fábula del niño ruso miliciano y el oficial nazi del ojo de cristal, p.336-40, o el juego de traiciones mutuas, delealtades y soterradas luchas por el poder entre los decadentes figurones de la aristocracia romana y algunos altos funcionarios fascistas, Ciano et alii, dignos, en su perspicacia psicológica y maestría narrativa, de un Stendhal o un Flaubert.



       Lo que decía al principio: una de las novelas (más bien pocas, de las miles y miles que circulan por ahí, y eso que yo ésta la he llegado a conocer bastante tarde) que bien vale la pena el trabajo ---y el placer---de leerla.