domingo, 28 de diciembre de 2014

GRAN ESTILO



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W.G. Sebald. Vértigo. Barcelona. Anagrama. 2010

               Este libro,  que al igual que los otros textos mayores de Sebald, como Austerlitz o Los anillos de Saturno, me atrevo a recomendar a los amantes de la verdad  de la literatura, viene a ser una mezcla de dietario, relato de viajes, ensayo humanístico erudito, reflexiones autobiográficas e historia novelada, constituye ante todo un ejercicio de gran estilo literario, una especie de fascinante viaje interior por las galerías de la memoria y de la cultura, que opera por la acción de capas sucesivas de asociaciones de ideas, resonancias, analogías y correspondencias secretas entre hechos históricos, paisajes, personas y objetos, y todo en una prosa morosa, digresiva, laberíntica (que recuerda un poco el peculiar fraseo de Bernhard, aunque sin sus incantatorias repeticiones y circularidades) ,meditabunda, pletórica de espesor cultural y erudición libresca que, por mostrarse como semioculta o en sordina, jamás llega a cansar al lector. Fiel a su máxima de que ---como declaró en una entrevista a la Vanguardia  en 2001---escribir es como pasear por la historia y la biblioteca de la vida, este tipo de escritura parece remitir inevitablemente al implemento proustiano de la reminiscencia y de la capacidad generativa de la memoria,  y me ha  llevado a pensar en textos como El Danubio de Magris, con el que tiene más de un parentesco, el más obvio el que también se centre en la exploración del espacio cultural de la Mitteleuropa  germanohablante---pero incluyendo en él el norte de Italia---  y su asunción por un narrador culto e hipersensible que explora al mismo tiempo su propia vida. Narrador para el que todo, lo mismo un sueño o una pesadilla que un pasaje libresco o un personaje histórico (de hecho ve a Dante por las calles de Viena, a Luis II de Baviera en una góndola veneciana y encuentra en un tren a Isabel, la princesa inglesa del XVII hija del rey Jacobo I) tiene el mismo estatuto de realidad.

            El libro cuenta además con el impagable complemento de una extraordinaria colección iconográfica ---edificios, billetes de tranvía, exlibris,  facturas de hoteles y restaurantes, mapas, dibujos, anotaciones manuscritas, entradas a museos, recortes de prensa, planos de ciudades y todavía algunas cosas más—que enriquecen el texto y lo dotan de una extraña fidelidad documental.

        De los cuatro fragmentos o movimientos de que consta, el primero, Beyle o el extraño caso del amor, rememora la primera juventud de Sthendal, sus tribulaciones ante la crueldad de la guerra siendo oficial de las tropas napoleónicas, su decisión de convertirse en escritor, su creciente hipocondría y sus atormentados y dolientes amoríos. Se centra ante todo en las circunstancias de la redacción de De l’Amour al hilo de su pasión por  Métilde, de 28 años, a la que ha conocido en su salón milanés, casada con un militar polaco casi 30 años mayor que ella, y de la ocurrencia de la célebre imagen de la cristalización al contemplar una rama muerta recubierta por cristales de sal en los que los reflejos  del sol formaban miles de formas e irisaciones y en las que Sthendal cree ver una
alegoría del crecimiento del amor en las minas de sal de nuestras almas.

       All’ estero relata el melancólico vagabundeo del narrador, que en 1980 viaja desde Inglaterra a Viena pasando por Venecia y otras ciudades del norte de Italia. Todo lo que se cuenta, los lugares, las situaciones y los personajes, se integra en un abigarrado sistema de resonancias, correspondencias y repeticiones. En Viena sufre de depresión y alucinaciones, no habla con nadie salvo con camareros y abandona su aspecto e higiene personal hasta el punto de parecer un pordiosero. Decide ir a Venecia porque ha soñado que baja de un transbordador, no sin antes visitar a su viejo amigo Ernst Herbeck, que vive en un asilo luego de haberse pasado muchos años interno en un psiquiátrico. Hay una maravillosa descripción de un atardecer sobre el Danubio y la contemplación de un siniestro edificio abandonado que provoca, tanto a él como  a Herbeck, una aprensión agónica. Se evoca también un viaje anterior con Olga , a la que el descubrimiento de su pasado origina un llanto convulso, y se incluye acto seguido la larga descripción de una pesadilla en que el narrador se ve apresado entre enormes masas de roca en medio de un terrible temporal de alta montaña. La llegada a Venecia se puntúa con referencias al Diario del viaje a Italia de Grillparzer y a los sufrimientos de Casanova en las prisiones venecianas, para que a continuación la tétrica visión del edificio de un crematorio le lleve a consideraciones de tipo antropológico acerca de la celebración del día de Todos los Santos en su pueblo natal de Wertach  y a la fabricación y simbolismo de los panecillos de ánimas que consumen ese día sus habitantes.  Siguen Verona y su  Giardino Giusti  y el fresco de Pisanello en la Chiesa Sant’ Anastasia, que reaparecerá más tarde. En un viaje posterior --verano de 1987—por los mismos lugares piensa en Kafka (lo que anticipa el tercer fragmento del libro), que en 1913, pasó por allí camino del lago de Garda: en los urinarios de la vieja estación de Desenzano tiene incluso la certeza de que el escritor se miró en el espejo donde él se está mirando. Más tarde se topará en un autobús con dos gemelos de unos 15 años, acompañados de sus padres. Los adolescentes---cuyas miradas y comentarios se le antojan extremadamente estúpidos--- le sugieren un extraordinario parecido con Kafka a la misma edad, y cuando se atreve a pedir a los padres, un matrimonio siciliano, en un balbuciente italiano y luego de una trabajosa explicación acerca de un scrittore ebreo, que le envíen alguna foto de sus hijos, aquéllos se quedan escandalizados y lo toman por un execrable pederasta.

      Viaje del Doctor K. al sanatorio de Riva sigue las andanzas de Kafka por Verona y Venecia para pasar tres semanas en un sanatorio hidroterápico, cita y comenta pasajes de las cartas del escritor a su entonces prometida Felice y  remite finalmente a las extrañas circunstancias del suicidio de uno de los pacientes del sanatorio, personaje solitario con el que Kafka había hecho cierta amistad, hasta el punto de que fue uno de los tres únicos asistentes a su entierro.

      Il  ritorno in patria atiende al relato de la visita del narrador ---después de una ausencia de treinta años--- al pequeño pueblo bávaro de Wertach, su lugar natal, no sin antes hacer una parada en Innsbruck, donde una lluvia constante le sugiere  una lobreguez, opresión y abandono absoluto y donde una camarera del bar de la estación  ---con un giro de lenguaje que recuerda una vez más a Bernhard--- lo insulta de la forma más malvada que uno pueda imaginar. Este capítulo de la estancia en  Wertach supone un buceo en los recuerdos de infancia y en la intrahistoria más íntima de su propio personaje y, al mismo tiempo, trasuda en cada frase una especie de  sombría poesía, toda vez que implica una alegoría implícita del poder totalitario y ubicuo de la muerte y del olvido. Hay una espléndida galería de tipos, casi todos ellos con alguna tara, manía enfermiza o desarreglo psíquico y casi todos muertos, como Rosina, la ex tabernera alcohólica,  la Romana, la posadera a la que el  narrador, entonces casi un niños, hacía objeto de sus primeras ensoñaciones eróticas, el doctor Rambousek. el viejo médico morfinómano, misántropo y sin clientela que acaba suicidándose, o el abuelo mismo del narrador, y objetos, como los cuadros del pintor costumbrista local  Hengge, que se  evocan  con comprensión y ternura, aunque éstos, cuadros de leñadores y segadoras, le aterrorizan y desasosiegan al igual que lo habían hecho en la infancia. Por su informante Lukas, el último sobreviviente de la familia Ambroser, se entera de cómo ha transcurrido la pequeña historia sentimental del pueblo y del decurso de un puñado de pobres vidas humildes en los años del nazismo y de la primera postguerra. Reaparecen aquí algunos motivos ya tratados en partes anteriores del texto, como la batalla de Marengo, traída a colación antes a propósito de Sthendal y retomada ahora por mor de una desastrada marioneta que se agolpa, con otros muchos cachivaches que dan lugar a otras tantas digresiones, en el desván que le muestra Lukas, y el asunto del hombre muerto transportado en un carruaje, que ya había impresionado al narrador en Venecia y que comparece de nuevo aquí a propósito del cazador Schlag, al que encontraron una madrugada sin vida en el bosque. El libro, en fin, concluye con la hermosísima y precisa descripción de una pesadilla (pp. 227-8) en la que el narrador  camina por una zona montañosa: Todo lo que se veía desde arriba era de una especie de color calcáreo , de un gris claro, resplandeciente, en el que centelleaban miríadas de esquirlas de cuarzo(…) No se movía nada. Reinaba la más absoluta calma , pues hacía ya tiempo que el viento había disipado también los últimos vestigios de vida vegetal, la última hoja susurrante o el último pequeño jirón de corteza (…) como un eco casi perdido regresaban entonces las palabras a este vacío desalentado(…)  Un libro, en suma, fascinante e inolvidable.


      
       



 

lunes, 22 de diciembre de 2014

BUEN OFICIO






Juan García Hortelano. Apólogos y Milesios. Barcelona. Ediciones B. 1999.


                 Valiéndose de la dicotomía cervantina entre apólogos, historias que deleitan y enseñan juntamente, y milesios, que atienden solo a deleitar, publicó Hortelano --del que leí tiempo ha  Tormenta de verano y Nuevas amistades, además de su desopilante Gramática parda y de su peculiar poesía, reunida en el pequeño volumen La importancia del comercio, y del que conservo en un anaquel, a la espera, la edición en dos tomos que hiciera Barral de su extensísima  El gran momento de Mary Tribune---en el ya lejanísimo 1975 estos breves textos que, lejos de pasar por obra menor o circunstancial entre las suyas, me parece que podrían legítimamente condensar lo más requintado de su mucho oficio y de su maestría de narrador.


                  He de decir que he pasado un muy divertido y provechosos rato leyendo estos relatos, de modo que por lo menos en mi modesta condición de lector se ha venido a cumplir la funcionalidad cervantina más arriba consignada, porque los he hallado escritos con soberana libertad, fino oído para las modulaciones de la lengua viva, la de la calle, y gran sentido de la ironía, amén de con la puesta en escena de una variada panoplia de recursos técnicos, que van desde la impostación y constantes metamorfosis de la voz narrativa y los cambios continuos de punto de vista hasta la sutil recreación de los registros coloquiales, que no excluye, no obstante, la habilidad para el pastiche literario.


                   El asunto de los tres primeros, Una tarde rota, El último amor y La cosa más loca ---agrupados bajo el pórtico o entradilla de Hablan unas mujeres ---no es sino los desastres que en la sensibilidad y en el alma femenina, pero ay, también en las de los hombres, puede provocar la institución del matrimonio....cuando las cosas vienen mal dadas. Solo que en vez del drama más o menos psicológico, por mucho que haya en la anécdota y en las situaciones mucha soledad, incomprensión y odio, asistimos a una especie de esperpento sublimado por el humor. Se trata de mujeres dominadas, pero no resignadas del todo a esa dominación, por maridos pancistas, aplatanados, inútiles o paradójicamente pusilánimes, mujeres que a veces ---como le ocurre a la protagonista del segundo de los relatos citados-- consigue su propósito: cuando Stefania  logra al fin echar de casa al incómodo y misterioso huésped que ha introducido en ella su marido Benedetto, descansa, aunque no se da del todo por satisfecha. Pero el  mejor de los tres se me antoja el último, en que La Pinta, la narradora, además de la historia de sus amoríos, cuenta cómo ella y su íntima amiga, La Niña ---ambas son marujas relativamente acomodadas gracias a sendos matrimonios ventajosos---entretienen sus ocios cotorreando y robando-- no por necesidad, sino por placer---en los almacenes El Universo Mundo, hasta que es víctima del chantaje de uno de los vigilantes, que lleva mucho tiempo sabiendo sus fechorías y solo espera el momento propicio. Así razona La Pinta: " El abrigo, de cuatro temporadas. Pero me llevaba al cine y se llamaba José Luis o, después, cuando me estaba duchando tras haber despachado con la Niña , se llamaba Ricardo, que luego puso un taller de reparación y lavado de coches, o Faustino, el que más duramos, o Don Ramón, que me aguardaba unas cuantas calles más allá porque no era cuestión que me vieran subir a su auto, o Vitorino, que tenía moto, la primera moto en que yo me monté, gozándola, que se percatasen en el barrio qué muslos tenía la Pinta, percátense, percátense de que yo aquí no me hago vieja(veinte o veintiuno contaría yo por entonces) , o el mismo Fernando, juntos el día entero en la oficina de la fábrica desde la mañana hasta la tarde antes de carme, lloriqueándome, alguna vez a bailar, a dejarme un poco, por gusto y también para luego tener algo que contar a la Niña y que ella me contara, que, eso sí, graciosa y con más sal que ninguna, pero exagerada y un pedazo embustera, la Niña" .


                 La segunda sección del libro ---....y ahora, ocho flores del mal menor---incluye ocho textos más breves, de muy variada  técnica y factura. He aquí una breve noticia de algunos de ellos.  Necromanías es una burla de la incorregible doblez y el cinismo narcisista de la condición humana, apoyándose en la fábula de un escritor recién fallecido que desde el más allá oye los comentarios que de él hacen sus amigos y conocidos. Tu melena enciende la luna es una estupenda parodia del estilo procesal y jurídico-administrativo, que usa la tercera persona en un tono mayestático ---Esta Autoridad(...)---para pergeñar una especie de acta de acusación contra alguien que ha compuesto la letra de una canción amorosa de ese título. Una comedia de costumbres, la minuciosa descripción de una desvencijada sala de teatroconstituye un alarde en el que el autor---como en ciertos pasajes de Benet---juega a embutir el mayor número de subordinadas unas dentro de otras en un único párrafo de dos páginas y media, ya se comprende que de sintaxis harto enrevesada, donde se repiten como en un retornello las expresiones desde la perspectiva de la sala y desde la perspectiva de la escena. El siguiente texto, Jardines al mediodía, es un brillante pastiche de la prosa modernista, con su sintaxis arcaizante y profusión de epítetos, una pintura de una  señorial casa de campo, con la justa dosis de decadencia y sus correspondientes pérgolas, parterres y pistas de tenis. Concierto sobre la hierba, desbordante de imaginación y retranca, es una desternillante burla del mundo futbolístico-patriotero, con el relato de un encuentro entre las selecciones de la Tierra y Marte. Petición de mano, una especie de chiste sobre un chiste a propósito de las trampas de la memoria, parece una parodia a la vez de la novela detectivesca y del peculiar fraseo borgiano:" En cuarenta años de exploraciones, con un único y secreto objetivo, he aprendido los ilimitados contornos de la imprecisión humana. Todo desierto, cualquier extensión polar, la más gigantesca ciudad  o el más impenetrable bosque, acaba en algún punto del espacio". El último de la serie, en fin, de largo y torturado título ---Noticia acerca de los efectos trastocados del bien y del mal en personas aquejadas por estas pasiones---es el relato de la historia de Donato, el artista narciso y triunfador, pero ---en un motivo muy caro a  cierta tradición romántica---íntimamente corroído por el tedio, historia que se quiebra,en un inesperado bucle final, hacia el folletín.

                La última parte del libro se centra en Morfeo en el museo, un irónico elogio de las habitaciones de hotel, que se mete con el tópico tan manido de su tristeza e impersonalidad, y una denuncia de la agobiante presencia de la muerte que parece flotar en la atmósfera de los museos, ese territorio presidido por aquel remedo de eternidad, aquella nada de un sarcasmo mortífero, potenciado por el motivo, tan presente en el relato romántico de fantasmas, de la animación de lo inanimado, pues aquí  los personajes de los cuadros salen de ellos, se desprenden de las superficies coloreadas y cobran una vida siniestra. Y sobre todo en la pieza que cierra el conjunto y que viene a ser como  esa guinda o colofón que sin duda hará las delicias de los amantes de las trastiendas de la literatura, El día que Castellet descubrió a los novísimos o las postrimerías, una desopilante burla ---urdida además con una prosa latinizante, con verbos al final de la frase y oraciones de infinitivo ---de las poses y clichés del mundillo literario, con la fantasmagórica autoridad de la Real Academia incluida, y figurantes que vienen a ser transparentes trasuntos de algunos personajes de la autodenominada gauche divine barcelonesa de los sesenta.           

         

martes, 9 de diciembre de 2014

DE LA TRISTEZA DEL GANADOR



Portada de Contra el olvido

Alberto Oliart. Contra el olvido. Barcelona. Tusquets.1998.



           Me da ahora por releer, después de haberlo hecho por primera vez cuando salió hace catorce años, aureolado además por haber acabado de recibir el Premio Comillas, el libro de memorias de Oliart. Lo recordaba mal, difusamente y solo en algunos detalles o retazos, pero me parece que la agradable impresión que entonces me causó ni desmerece mucho de la que en esta ocasión me ha provocado ni  se ha visto tampoco corregida por el entusiasmo.

         El libro se centra casi exclusivamente en los años que van desde el nacimiento del autor, 1928, hasta 1950, en que, concluida su etapa universitaria barcelonesa, se traslada a Madrid para opositar a abogado del Estado, con la vívida certeza  ---no exenta de melancolía--- de que se cerraba una etapa de su vida y comenzaba otra en buena parte distinta, puesto que rompía (pero solo en parte) con su medio familiar y dejaba el trato directo con  el que hasta entonces había sido su círculo habitual de amigos. Se convertiría con el tiempo en el alto funcionario, político y empresario (hecho que él solo apunta, sin hacer mayores comentarios y dejando entrever que esta segunda etapa de su vida será objeto de un nuevo volumen de prosa autobiográfica, libro que hasta donde alcanzo a saber aún no ha aparecido) que  ---y esto lo digo yo-- poco tenía que ver ya con el personaje de su primera juventud.

           No parece haber preocupado demasiado al autor la voluntad de estilo, toda vez que no hay huella alguna de apoyatura técnica en el arte de la narración. Porque no  hay verdaderos monólogos, ni fragmentos en estilo indirecto libre ni cambios de punto de vista en el narrador, porque  la adjetivación resulta  a menudo tópica y previsible y por la escasez escasez metafórica, casi nunca llega a revelar destellos de maestría ni verdadera fulguración de altura literaria. Pero se trata de una prosa límpida y correcta, en los antípodas de toda floritura barroquizante, que de algún modo alcanza a traslucir verdad, a dar la sensación de que miente lo menos posible, y uno encuentra así verosimilitud en la materia narrada y en su correspondencia con las incitaciones de la realidad y los sentimientos y anhelos del personaje, que por lo demás, casi nunca se aparece como demasiado autocomplaciente. El relato es por lo demás harto desigual, y no causa  extrañeza que muestre en general más seguridad y nervio narrativo en su segunda mitad que en la primera, por mucho que resulten más estimables, pongo por caso,  las descripciones de las tierras extremeñas, en  sus evocaciones y recuerdos de la infancia, con el olor a tierra mojada de las primeras lluvias otoñales, o el impacto que causaban en el niño las lentas, patéticas y solitarias campanadas a muerto en las iglesias de Mérida (que se focalizan mayormente en los dos primeros cap. del  libro, de los ocho de que consta), que algunas anécdotas que se cuentan en más adelante, sobre todo en el cap. 5,  correspondiente a los años universitarios del autor, que se me aparecen algo pálidas y desvaídas, aunque solo sea por el hecho de que su amigo Barral se refiriera a lo mismo, pero años antes ycon mucha más brillantez literaria, en  Los años sin excusa. Con al menos una excepción: el breve fragmento titulado El espejo (pág 322) viene a constituir una especie de poema en prosa que se me antoja de lo mejor del libro.

        Los primeros cap. se demoran en contar con detalle las sensaciones y ambiente de la  niñez y adolescencia, a caballo entre el campo extremeño y Barcelona, los antecedentes familiares (con la figura tutelar y un tanto mitificada del abuelo materno) y los relatos de familia ( uno que ilustra bien la crueldad de casta de los señoritos del campo español: la trágica historia de amor y temprana muerte de uno de sus tíos maternos, Pepe, cuya amante, una de las criadas de su abuela, concibió de él un hijo que nació muerto poco antes de que él mismo muriera de tuberculosis; mientras paría al niño, los amos la insultaban y posteriormente la acabarían echando de casa sin haberle permitido ver a su enamorado; no la dejaron entrar; sí entró la perra loba de Pepe, que el día antes de morir su dueño se fue del cortijo donde la tenían hasta Mérida y se metió debajo de la cama del moribundo, de donde fue imposible sacarla). Siguen acto seguido los días iniciales de la Guerra Civil, que vivió en Barcelona. En su recuerdo de niño de siete años hay una hilera de guardias civiles caminando, bien arrimados a la pared, por la Rambla de Cataluña, una caballería muerta en medio de la calzada, sus padres escuchando ansiosamente la radio, las prisas por huir a Francia, usando sus influencias, de la familia, la estancia de unos meses en París, el paso a zona nacional por San Sebastián y Valladolid hasta llegar a Mérida, los bombardeos republicanos sobre su pueblo natal, los problemas de su padre, que tuvo que escapara a Galicia porque un oficial de la Guardia Civil se empeñó paranoicamente en confundirlo con un peligroso separatista catalán y el regreso en los primeros días de la paz a Barcelona.

       En esta ciudad transcurre su adolescencia y primera juventud. Y también el lento aprendizaje moral que nace de su mala conciencia de señorito que se sabe privilegiado en medio de una sociedad mísera y sombría, de gentes amenazadas y acobardadas. O dicho de otro modo: la paulatina toma de conciencia del joven burgués, inteligente pero no cínico, de las circunstancias de la España franquista, que viene a ser el transparente leiv-motiv de casi todo el relato.  Allí verá un día a un anciano abofeteado en plena calle por unos militares por haberse dirigido a su mujer en catalán, oirá las incendiarias proclamas joseantonianas del futuro filósofo marxista Manuel Sacristán cuando era un cabecilla falangista en el Instituto Balmes, pero verá también el indescriptible entusiasmo de la multitud vitoreando a Serrano Suñer y al conde Ciano mientras discursean desde el balcón de la sede de Falange en el Paseo de Gracia. Allí conocerá a los que serán sus grandes amigos de instituto y luego de Universidad,  sobre todo Carlos Barral, Javier Folch y J.Gil de Biedma, cuyas semblanzas traza, y conocerá también el magisterio universitario de García de Valdeavellano. Sigue con aparente desgana los estudios de Derecho pero oficia, muy influido por sus amigos, de joven letraherido aficionado a la poesía, lo que no obsta para que sea un estudiante empollón. Seguirán los breves viajes de estudios a Francia y Alemania y las francachelas de camaradería y borracheras de su servicio militar como alférez en Ronda y luego en Gerona, al tiempo que las dificultades económicas ---solo relativas---de su familia le abocan a las urgencias de tener que labrarse eso que suele llamarse  un porvenir profesional, que resolverá como se ha dicho más arriba.

         El último pasaje del libro (inmediatamente antes del breve epílogo donde traza, como a vuelapluma, su asentamiento familiar y profesional y los inicios de las imposiciones de la edad adulta) el de la partida en tren a Madrid, es de una punzante melancolía, como corresponde al adiós definitivo a la juventud, pues ahí el autor se despide, como en efecto ocurre, para siempre de su pasado inmediato y de ese unamuniano yo ex-futuro que podía haber sido y no fue.

           

martes, 2 de diciembre de 2014

JUVENTUD, EGOLATRÍA




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Barbara Probst Solomon. Los felices cuarenta. Una educación sentimental.Barcelona. Seix Barral. 1978.


      Pese a que la traducción deja bastante que desear (el traductor parece ignorar el régimen preposicional en español y además calca sistemáticamente galicismos sintácticos ---"fue por entonces (...) que Nicolás vino a verme en Nueva York", p. 286; (...) " comprometido hasta el fin a la idea de España", p.154, y son solo un par de muestras), he leído con curiosidad esta autobiografía de juventud y primera madurez ---en el momento de la publicación del libro la autora anda por los cuarenta años--- que es sin duda a la vez una verdadera novela de formación y que me parece escrita con humildad, lo cual quiere decir con la suficiente falta de petulancia, de pedantería y de autocomplacencia ---lastres de tantos libros de memorias---como para que me haya interesado  casi desde las primeras líneas. La publicista y escritora norteamericana, de la que tuve primera noticia en un ensayo, ahora no recuerdo cuál, de Benet, es autora además de un par de novelas y de algunos guiones cinematográficos. Sin duda porque a los editores les pareció más atractivo y connotado, se  ha traducido al español con el título y subtítulo, de resonancias flaubertianas, que figuran más arriba y que se ha preferido al original  Arriving where we started, un verso de Eliot que se reproduce, traducido junto con otros, como pórtico. El libro es en lo sustantivo el relato de la pérdida de la inocencia, de la dolorosa asunción de las exigencias de la edad adulta y del pálido mecanismo compensatorio de la nostalgia.


     El texto se divide en cuatro partes o secciones. En la primera cuenta la autora su infancia privilegiada en un medio familiar de la alta burguesía neoyorquina de ascendencia judía centroeuropea. No tanto por esta circunstancia, sino por la influencia de una institutriz, Marte, personaje muy importante en su vida a juzgar por las múltiples alusiones que a él se dedican, que le enseña alemán y que le está continuamente hablando de Alemania, desde muy niña Bárbara tiene la obsesión de vivir en Europa en cuanto pueda. A los padres, muy liberales en las costumbres y lo relativo a la educación de los hijos, los veía poco y no parecen haberle dejado demasiada huella, aunque les agradece que le permitiesen hacer siempre más o menos lo que le venía en gana. Ellos estaban muy atareados en sus ocupaciones y en sus relaciones sociales y de hecho hacían vida separada, por mucho que por comodidad o conveniencia siguieran viviendo bajo el mismo techo. Asiste a exclusivos colegios de niña pija y hace después irregulares y breves estudios en la Universidad pública de Washington, a la que decide ir en lugar de a una de las privadas y elitistas, aunque la abandona pronto porque la experiencia le parece frustrante. Los meses de universidad son también los de su toma de conciencia política, sobre todo a través de su relación sentimental con Moe, un joven matemático comunista que acabará suicidándose, y los de los primeros contactos con gentes de otro medio social, aunque hay que decir que Bárbara es  lo suficientemente honrada como para no perder de vista el hecho de que pertenece a una casta privilegiada y no tan cínica como para querer pasar por uno más entre los estudiantes sin recursos ( los veteranos de guerra ven su acceso a las universidades públicas favorecido oficialmente). Tras el desempeño ocasional de algunos oficios, como cajera en un supermercado y enfermera auxiliar militar en un hospital para veteranos de guerra, decide irse a Europa. Tiene vagos planes de convertirse en escritora o quizá en traductora de ruso (para ello ha estado estudiando esa lengua por libre en la temporada pasada en Washington).

      En la segunda parte (pp. 87-163) se cuenta el primer viaje a Europa, inicio para Bárbara de una vida rica en peripecias y conocimientos de ambientes y personajes. En el barco conoce a la madre de Norman Mailer, que le da a leer un manuscrito de su hijo, ya en París y en los inicios de su carrera literaria. Muy viva es la impresión que le causa una Francia aún semidestruida y donde aparecen por doquier las recientes heridas de la guerra. A través de Mailer entra enseguida en contacto con los círculos de jóvenes exiliados españoles en los que se mueve Paco Benet, el hermano del escritor, personaje que resultará determinante en su vida. Benet planea ayudar a escapar a dos presos amigos suyos que cumplen condena a trabajos forzados en Cuelgamuros, Manolo Lamana y Nicolás Sánchez- Albornoz. Fascinada de inmediato con todo lo español, aunque aún no conoce una palabra del idioma, viaja a España y conoce en San Sebastián a Teresa, la madre de los Benet, que la impresiona por su independencia de criterio, libertad de espíritu y fuerza de carácter. En un segundo viaje, junto con Paco y la hermana de Norman Mailer, organizan la fuga de los presos, que se narra en unos pocos párrafos y que resultará sorprendentemente fácil. Se cuenta después el accidentado paso a Francia de todo el grupo, las dos chicas como turistas por la aduana (donde no dejan de tener problemas, aunque logran pasar no sin que los policías las tomen por traficantes de divisas), los dos fugitivos a pie por los Pirineos y Benet, días después, camuflado en una barca de pescadores vascos que lo llevan desde Irún a Hendaya. Reunida con Paco en París y ya convertidos ambos en amantes, se hace comparecer a otros muchos personajes, el más notorio el futuro editor de Ruedo Ibérico Pepe Martínez, que sobrevive malamente como descargador de camiones en Les Halles y que se ve obligado a llevar una existencia semiclandestina al carecer de papeles en regla. Hace constantes viajes a  Madrid como correo de propaganda ilegal, donde conocerá a Juan, el otro de los Benet, que ya anda metido en su papel de terrorista intelectual y del que se traza un retrato tan cariñoso como irónico. Son los tiempos en que en París edita, aunque en condiciones precarias, junto con Benet y Martínez, la revista cultural antifranquista Península.

          La estancia en Alemania, adonde ha seguido a Paco, que ha ido allí a dar clases en la Universidad de Maguncia, ocupa la tercera parte del libro. El país le causa una impresión ambivalente, pues si por un lado se siente conmovida por las penalidades de la gente y por el reencuentro con un idioma para ella muy querido por sus recuerdos de infancia y sus ascendencia familiar, por otro le molestan los esfuerzos que hace todo el mundo por disimular el pasado nazi. En otro orden de cosas, enferma gravemente de asma y se inicia su ruptura con Paco. Regresa a París, donde se cura y acto seguido vuelve a América. Vive una temporada en la finca de sus padres en Conneticut y está de nuevo en Paris en las Navidades del 49, en un intento de reconciliarse con Paco y para ver también a Juan, que ha conseguido al fin un visado para salir de España.

         En la cuarta parte del libro --La vuelta, pp.281-337 --se cuenta  el definitivo regreso a América. Se siente transtornada por la nostalgia y por la conciencia de la derrota tras lo que juzga definitiva ruptura con Paco. Allí, al tiempo que inicia una irregular e intermitente carrera de escritora y publicista, se casa con Harold, un profesor de Derecho con el que lleva una pálida vida matrimonial, del que tiene dos hijas y del que acabará  enviudando pocos años después. Luego hay un largo lapso temporal hasta mediados de los sesenta, en que, enterada por Juan Benet de la muerte en accidente de Paco en Irán, vuelve a Madrid. La ciudad ya no se parece nada a la que había conocido años atrás. Se reencuentra con Benet, con el que no ha perdido el contacto epistolar en todo ese tiempo, y con Teresa, la madre de éste. A través de Benet entra en contacto con muchos y variopintos personajes, desde Ridruejo, Pepín Bello, Caneja y Calvo Serer, el cínico y escurridizo opusdeísta entonces director del periódico Madrid,  hasta Tierno Galván, de todos los cuales hace intuitivos y certeros retratos (de éste último no se le escapa su carácter megalómano y maniobrero). Este tramo final constituye una vívida y muy aguda descripción de los ambientes político-intelectuales antifranquistas madrileños de los sesenta, con la vacuidad y el señoritismo de muchos personajones de la oposición, el conservadurismo tacticista del PCE y la indiferencia de la mayor parte del pueblo, que piensa mayormente en tener un televisor y un frigorífico, todo en un Madrid desarrollista ---como se diría después--- y americanizado que, como la autora repite con insistencia, ya ha perdido el encanto folclórico de la primera postguerra.

lunes, 17 de noviembre de 2014

DE INTELECTUALES Y COMPROMISOS






Herbert Lottman. La Rive gauche. La élite intelectual y política en Francia entre 1935 y 1950. Barcelona. Tusquets. 2006.
Antony Beevor &Artemis Cooper. París después de la liberación. Barcelona. Crítica. 2006.


                Pese a ser más descriptivo y anecdótico ---hasta el punto de convertirse a veces en un centón de anécdotas, algunas hilarantes y otras vitriólicas: se abre con la sonora bofetada que Breton propinó a Ilya Ehrenburg en un estanco por haber éste escrito que los surrealistas solo se dedicaban "al onanismo, la pederastia, el fetichismo, el exhibicionismo e, incluso, la sodomía"(pág.19) y se cierra con el no menos sonoro portazo con que Camus se largó del apartamento de Sartre y que selló para siempre la enemistad entre ambos (pág. 416) --- que crítico-analítico y pese a no comprometerse casi nunca con hipótesis explicativas, a las muchas repeticiones y a las contradicciones más palmarias (empieza sentando la tesis de que casi todos los personajes aquí estudiados o citados se comportaron entre sí con lealtad, poniendo la amistad por encima de todo, para luego mencionar, en numerosos pasajes del libro, cómo buena parte de ellos se traicionaron, enemistaron e incluso delataron bajo la ocupación nazi), lo cierto es que no deja de leerse con interés este largo ensayo del periodista norteamericano residente desde hace años en París, al que se deben otros estudios de tipo biográfico o histórico, entre ellos  una biografía de Camus, otra de Flaubert, El París de Man Ray o Los Rothschild. Historia de una dinastía. El  libro, dividido en cuatro partes y 35 capítulos, no es --ni  creo que pretenda serlo-- un ensayo de crítica literaria, sino más bien un entretenido reportaje de Sociología de la Literatura.  Aquí se pretende historiar el milieu político-intelectual (o mejor al revés) parisino del periodo de entreguerras. En otros términos, partiendo de la tesis, a mi juicio bastante razonable aunque no podría aplicarse a todos los casos, de que la influencia política del intelectual no está en relación directa con el valor literario de la obra, intenta contar las evoluciones y metamorfosis del intelectual comprometido, esa figura tan enraizada en la cultura francesa contemporánea desde el caso Dreyfus como me temo que hoy no ya del todo periclitada y pasada de moda, sino incluso inconcebible (en efecto, ¿cómo podría ahora influir el intelectual, en este mundo globalizado, dominado por los grandes poderes, sobresaturado de información y de Internet y donde ya no hay propiamente ideologías?).

        Lottman cuenta con pormenor las vicisitudes y aventuras---casi siempre con el telón de fondo de las problemáticas relaciones con el PC, que fueron según los casos del servilismo a la consentida instrumentalización o a la rebeldía, con todos los posibles estadios intermedios--- de un puñado de selectos maîtres à penser y escritores más o menos reconocidos por el canon convencional (más una turbamulta de figurantes menores) como Sartre, la Beauvoir, Malraux, Aragon, Breton, Camus, Gide, Drieu, Céline y algún otro. Y lo hace, trazando una especie de topografía político- festiva del Quartier ---"La Revolución, solía decir Clara, la frívola y tornadiza primera mujer de Malraux, es verse mucho---  y a través de la glosa y descripción de los innumerables congresos, manifiestos, revistas, tomas de postura política, tertulias de café y conversaciones que inundaron la Rive gauche en aquellos años y que sin duda hubieron de convertir a la capital francesa en meca intelectual del mundo. La liberación y el surgimiento del populismo gaullista, por un lado, y la pronta instauración del guerra fría acabarían, por lo demás y poco a poco, con el reinado de Saint Germain des Prés.

        Mencionaré solo unos pocos casos de aquellos. Sartre, por ejemplo, combinó su  inicial adhesión a la URSS, pese a estar al corriente de los campos de concentración y el terror estalinista, con fases de independencia y relativa libertad de criterio hasta su final sumisión a las conveniencias de los comunistas y su orgullosa asunción de la categoría de compañero de viaje , como demostró poco después del estreno de Las manos sucias en 1948. Gide resultaba más difícil de manipular ---aunque no era insensible a los halagos--- desgarrado como estaba entre la imagen que quería transmitir de escritor puro y ´sus ansias de popularidad (quería estar en misa y repicando). Con todo, su ambigüedad política se vio finalmente redimida por la valentía y sinceridad de que hizo gala con su Regreso de la URSS. Aragon, en tanto que obispo y celoso guardián de la ortodoxia del PCF, se dedicó a anatemizar todo lo que le parecía que se apartaba de la ortodoxia al tiempo que oficiaba de introductor de ceremonias cuando se trataba de atraer a intelectuales todavía dubitativos y no se sentía demasiado molesto porque los alemanes autorizaran, durante toda la Ocupación, la publicación de algunas de sus obras.De Malraux se traza una semblanza poco complaciente: fue en realidad un escritor mediocre, fascinado por el Poder y mentiroso compulsivo; no creía en nada salvo en su propio narcisismo, lo cual explica los múltiples bandazos que pegó y que acabara como ideólogo y ministro de cultura de De Gaulle. Drieu la Rochelle, por contra, a pesar de su colaboracionismo, tuvo la elegancia de interceder ante los alemanes para que se dejara en paz a Aragon y Malraux, entre otros, le salvó la vida a J. Paulhan, primer director de la NRF,  y tuvo el coraje final de suicidarse.

       Como, seguramente no por casualidad, leía yo casi al mismo tiempo que éste el libro de Beevor y Cooper, parecen casi inevitable las comparaciones. Más versados en las técnicas de investigación histórica, menos complacientes con el anecdotario y más sintéticos y precisos, teniendo en cuenta que remiten a un más variado abanico de cuestiones,  explican mejor y con mayor perspectiva crítica, en un par de apartados y en unas pocas páginas (382-427, las que van desde el cap. El apogeo de Saint Germain des Prés  hasta el titulado La traición de los intelectuales) las cuestiones que Lottman, puesto que se refieren a los mismos hechos, pretende explicar. En el antecitado capítulo se analizan con suma perspicacia los intríngulis de la táctica del PCF para atraerse a intelectuales y escritores, tácticas que hicieron declarar a Breton:" El innoble término engagement,  que se ha vuelto corriente desde la guerra, adolece de un servilismo que resulta terrible para la poesía y el arte", cit pág.410. El ensayo no se limita al medio intelectual, sino que se ensancha hacia una interpretación--con la claridad de criterio y el buen oficio a que Beevor nos tiene acostumbrados, como se prueba por, entre otros, su Stalingrado o su La Guerra civil española-- centrada en la situación francesa pero abierta, como no podía ser menos, a las circunstancias internacionales, de los años que van desde el final de la segunda guerra mundial hasta la política de bloques.

       

lunes, 3 de noviembre de 2014

UNA DIGNA COHERENCIA



Hans Magnus Enzensberger. Hammerstein o el tesón. Barcelona. Anagrama. 2013.




      Como ya ocurriera en, por ejemplo, El corto verano de la anarquía, que leí con sumo interés hace años, nos entrega aquí Enzensberger un bien armado e imaginativo texto, que, como aquél, se sitúa entre el ensayo histórico-biográfico y el reportaje novelizado. Así como El corto verano... se centraba en la figura de Durruti, tan fascinante para algunos como odiosa para otros, el protagonista es ahora el general alemán barón Kurt von Hammerstein  (1878-1943). Figura excepcional de la resistencia antinazi, a este militar y a su familia le tocó vivir el periodo más dramático y turbulento de la historia contemporánea de su país, el que va de la República de Weimar a la ascensión de los nazis al poder, y lo hizo con admirable coraje y coherencia ética, bien anclado en los valores y exigencias de comportamiento que había heredado por educación y que tan bien casaban, por lo demás, con su carácter. Jamás llegó a ser tan fanático o estúpido como para no pensar que el nazismo iba a acarrear la ruina de su país-- y a ese principio se atuvo--- e intuyó enseguida, aunque no fuera hasta 1942 cuando se empezó a saber en los círculos de la oposición moderada de los asesinatos en masa de judíos y el genocidio de poblaciones enteras en el Este, que aquel sería un régimen perverso y criminal.


         Si bien el general no fue el único entre los de su casta que se opuso al nazismo, pues la nobleza militar, a la que pertenecía por nacimiento, estuvo muy lejos, al contrario de lo que podría creerse, de entregarse en bloque al régimen, el decurso vital del clan de los Hammerstein ofrece, de hecho, un ejemplo de cómo una familia puede romper las expectativas de comportamiento que se esperan a tenor de su origen, sin cortar del todo con él, y seguir caminos bien distintos, toda vez que aquí se informa con puntilloso detalle de la peripecia vital de los siete hijos de Kurt y de su esposa Maria. Por cierto, Kurt no se entrometió jamás, lo cual dice mucho de su comportamiento esencialmente liberal, en las vidas de sus hijos, que por consiguiente pudieron hacer siempre lo que les dio la gana.  Las tres hijas mayores, Maria Luise, Maria Therese y Helga, entraron ya antes de la guerra en los ambientes de izquierda revolucionaria, se relacionaron con judíos y militantes comunistas y militaron ellas mismas (Helga, que vivió hasta su muerte en Alemania Oriental, fue durante unos años amante de Leo Roth, judío y dirigente del Komintern que acabaría víctima de los purgas estalinianas en 1936),  dos de los hijos menores, Kunrat y Ludwig, militares ambos, desertaron mediada la guerra y vivieron escondidos y huyendo de la Gestapo hasta la liberación, y otro, Franz, acabaría de pastor protestante en Estados Unidos. El general, por su parte, se jubiló por edad poco después de la llegada de Hitler al poder y tras haber participado, aunque vigilado, en la mayoría de los conciliábulos conspiratorios antihitlerianos. Pero no en todos: no está claro si en 1938, cuando la Wehrmacht echó de nuevo mano de él, pese a estar jubilado, para mandar un cuerpo de ejército en Colonia, cargo en el que solo lo mantuvieron unas semanas, se pudiera de verdad de acuerdo con Witzleben y otros generales para intentar una arresto de Hitler, aunque en todo caso las concesiones que poco después, con el Tratado de Múnich, hicieron Chamberlain y Daladier al tirano  dejaba a los conspiradores sin justificación moral y política. Por fortuna para él, no vivió lo suficiente como para llegar al célebre complot fallido de julio del 44, que sí acarreó la detención y envío a un campo de concentración de su viuda y de una de las hijas menores, que fueron liberadas por los americanos. Solo en el otoño del 45 pudieron los miembros de la familia reunirse tras varios años de no saber nada unos de otros. 




       Valiéndose del estudio sistemático de una copiosa bibliografía, de  archivos y fuentes documentales (cartas, testimonios y entrevistas a personas  aún vivas que lo conocieron) a menudo contradictorias entre sí, y pese a saber con certeza que la memoria engaña, que cada testigo recuerda a su manera y que cada versión de los hechos y de la vida encierra posturas con frecuencia inconciliables y excluyentes, se las apaña  Enzensberger parra tejer con habilidad suma un intrincadísimo puzzle que viene a aunar  los encantos de la novela bien escrita y el rigor ético de la investigación histórica documentada y honesta. En el sucinto pero muy agudo posfacio (pp. 331-344) explica el autor por qué serie de casualidades y conocimientos, librescos y personales ,oyó por primera vez el nombre de Hammerstein y concibió , ya en su juventud, la idea de este libro. Enzensberger se vale además del recurso de la entrevista póstuma ,que le permite en cierto modo insuflar vida  al testigo ya desaparecido, dándole la palabra y la posibilidad de defenderse de las puntillosas y nada complacientes preguntas a que se le somete, pero liberándolo al tiempo de su condición de mero objeto mudo de las especulaciones de un narrador, pero se reserva las que llama glosas (siete fragmentos en total) para filtrar la la información recibida de los testigos y las fuentes e interpretarla según su personal criterio avanzando las hipótesis que juzga más verosímiles.


       De modo que lo que aquí se cuenta--- en este libro que en mi opinión vale la pena leerse--- en una prosa exacta y analítica, que sabe dejar de lado tanto el cargante espesor historicista como la digresión innecesaria, es un buen puñado de vidas ---alguna de ellas fascinante, como la de Ruth von Mayenburg, la aristócrata roja, que fue agente del Komintern utilizada por éste como contacto con la alta sociedad y que acabó, ya desencantada del comunismo, escapando por milagro de las purgas---con  frecuencia entrecruzadas, rotas o heridas las más por la vorágine de las circunstancias,  biografías a menudo de gentes valientes y de loable rigor ético, otras forzadas a una doble vida y otras, en fin, de espías, agentes dobles, conspiradores, delatores y  no pocos asesinos. Y todas ellas como decorado o contrapunto del clan de los Hammerstein, que si resultó atípico ---por ejemplo, al general jamás se le oyó, ni en privado, una palabra de desprecio hacia los judíos cuando lo normal en su clase era una antisemitismo natural y feroz---   lo fue porque hizo esfuerzos por salirse del cerrado círculo social al que pertenecía, aunque nunca lo consiguió del todo, pues ni siquiera las hijas del general, que manifestaron una curiosa preferencia por relacionarse con judíos y comunistas, lograron nunca liberarse por completo del estigma de su ascendencia. Las antiguas y pretendidas virtudes de casta, que según Enzensberger han sobrevivido largo tiempo en una sociedad democrática en la que la nobleza como clase ya no cuenta gran cosa, no pudieron inmunizar a sus miembros,  ya en los años 20 y 30,  contra los desastres y torbellinos que la historia les preparaba, pese a que, en una dictadura que instrumentalizó todas las tradiciones, tampoco se dejaran manipular con facilidad nociones como honor, patriotismo o fidelidad.    


     

    

    

jueves, 23 de octubre de 2014

FIN DE UNA FAMILIA





José Donoso. Coronación. Madrid. Alfaguara. 1995.


                   Vuelvo al escritor chileno ---que ya compareció en este blog hace unos meses con su El jardín de al lado---y a su peculiar mundo atormentado y un poco morboso, de criaturas rotas, psíquicamente inestables o decididamente enloquecidas, que me resulta, no sé por qué, bastante atractivo, quizá porque sigo pensando que el universo de la novela es por antonomasia el ideal para plasmar la variopintas caras de la desdicha humana y, en consecuencia, las novelas de aventuras --en el sentido que esta expresión adquiere en términos coloquiales--y las de final feliz tienden a decepcionarme o aburrirme. Coronación no representa excepción alguna respecto a lo dicho más arriba, pues que  el relato todo aparece inmerso en un clima sórdido, de miseria y degradación anímicos, en que todos --o casi todos-- los personajes arrastran alguna tara o desarreglo psíquico o en todo caso no suponen precisamente un modelo de edificación o conducta moral.


                 Coronación es cronológicamente la primera de las novelas del autor y eso quizá se note en la primera parte, algo dubitativa y vacilante, aunque el relato va ganando, a medida que avanza, en seguridad y ambición narrativa, hasta el punto de parecerme logradísima y espléndida en su segunda mitad, y por eso juzgo recomendable su lectura Se cuenta aquí el proceso de decadencia y final desintegración de una familia de la alta burguesía chilena, o mejor, de los dos últimos especímenes de ella, el cincuentón Andrés Ábalos, al que la prematura muerte de sus padres siendo él veinteañero ha dejado una considerable fortuna, solterón diletante y vacuo cuya vida se reduce a coleccionar bastones de lujo, a sus esporádicas conversaciones con su único amigo el médico Carlos Gros, a acudir al casino y a volver a su apartamento. Siente que  en el fondo se aburre como una ostra y es consciente de su inutilidad e insignificancia, aunque no está exento de cierta sensibilidad y cultura. Este redondo y acabado personaje de Andrés, en el que se practica una despiadada disección del alma burguesa, y el final relato de su neurosis alucinatoria, que lo lleva a refugiarse en una locura autoinducida en un vano intento de escapar del mundo y de sí mismo, puesto que no soporta a ninguno de los dos, se me antoja uno de los más felices logros de Coronación.   El otro sobreviviente es su abuela Misiá Elisita Grey de Ábalos, nonagenaria hipocondríaca, caprichosa y atrabiliaria, con accesos periódicos de locura y megalomanía pero también con algunos momentos de una especie de demoníaca y cruel inteligencia. Elisa vive --es un decir, porque apenas se mueve de la cama---en el viejo y señorial caserón familiar, atendida por dos sirvientas, Lourdes y Rosario, ya bastante metidas en años y a las que tiraniza, aunque ellas no desaprovechen ocasión para, a su manera, llevarle la corriente y  burlarse de la vieja. Andrés tiene por costumbre visitar una vez por semana a la anciana, pero decide establecerse en el caserón cuando descubre que, por mediación de Lourdes, tía de la muchacha, también ha empezado a vivir allí para trabajar como sirvienta, Estela, joven recién llegada del campo a Santiago y cuya agreste belleza encandila desde el primer momento a Andrés. La cosa se complica aún un poco más porque Estela conoce casualmente por la calle a un joven golfillo suburbial sin oficio ni beneficio del que se enamora, Mario,  que si bien es capaz de algún desprendimiento moral (siente algún cariño por ella y puntuales arrebatos de mala conciencia cuando se da cuenta de que la está utilizando de modo despiadado) resulta demasiado dependiente de los consejos y de la educación que trata de insuflarle su hermanastro René, brutalizado y amoral y tan muerto de hambre como él.


                 Estos son los palos con los que se va urdiendo la trama, con lo que ya estaría, como si
dijéramos, servido el planteamiento del conflicto, aunque el lector se engaña ---y en esto reside uno de los logros de la novela---si espera una solución de tipo melodramático convencional, que es lo que hubiera hecho acaso un escritor sin imaginación o sin el background y la sabiduría de la vida de Donoso. Porque tres cuartas partes de la novela, hasta el tercer y último movimiento, La coronación, pp.213-277, constituyen una sutil dosificación del tempo dramático hasta el clímax final (que dicho sea de paso, con las dos criadas borrachas colocando una corona de reina a la vieja, a la que han obligado previamente a beber, me ha recordado ciertas escenas de la Viridiana de Buñuel)  en dos aspectos que vienen a funcionar como las ruedas que mueven la andadura del relato. La primera atañe al paulatino proceso de desintegración mental de Carlos, operado por el doble efecto de su relación de amor-odio hacia su abuela, cuya muerte a la vez desea y teme, y del destructor y obsesivo deseo hacia la muchacha, proceso aquel  cuidadosamente registrado por su amigo Gros, en cierto modo contrafigura de Carlos en la medida en que simboliza la asunción aproblemática de la buena conciencia burguesa como norma natural  de comportamiento (la conversación entre ambos, pp. 198-203) sobre el miedo a la muerte y los falsos consuelos de la religión no tiene desperdicio). La segunda es la incursión, sibilina y por la puerta de atrás, como en un coto particular cuyo acceso hasta entonces le estaba prohibido, del pueblo (René y Mario, pero también Estela, que es el elemento que pone en contacto ambos ambientes) en el mundo de los señores. Andrés comete la imprudencia de, al enterarse de que la muchacha está embarazada por su novio, visitar la casucha donde éste vive con René, pues en su obcecación no sabe si así ganará puntos ante la joven o la lanzará definitivamente al arroyo  (en realidad pretende el aparente imposible lógico de las dos cosas a la vez).

          La novela, en orden al necesario decoro, está escrita en el español coloquial chileno ( el de los estái, querís,  leseras, cabro, huevón etc) cuando se trata de reproducir el habla de los personajes populares y en un español culto y normativo para reflejar la de los señores, y el autor muestra notable maestría tanto en la fabricación de  los abundantes y tormentosos monólogos interiores que pueblan la nebulosa mental  de Andrés como en las incursiones del narrador, a través del llamado estilo indirecto libre, en la mente de los personajes: avergonzado de haberse enamorado de Estela, a Andrés se le hace razonar de esta guisa :" (...) mientras sentado al borde de su cama se cortaba las uñas, se sorprendía en medio de una meditación que sondeaba el porqué del efecto dolorosísimo de la belleza de Estela en su espíritu. ¿Por qué esta terrible sensación de injusticia? ¿Por qué una dosis más crecida del pigmento de la piel , unos milímetros menos de nariz, cierta flexibilidad de movimiento y humedad en los ojos , poseían esa aterradora facultad de atormentar un espíritu como el suyo. por qué esas proporciones misteriosas sumaban algo que para él era belleza? (pp.160-161)   

miércoles, 15 de octubre de 2014

DEL CÁLIDO FERVOR DE LA MEMORIA





Félix Grande. Balada del abuelo Palancas. Barcelona. Círculo de Lectores. 2003.











             A caballo entre la autobiografía, la saga familiar y la memoria novelada, el no hace mucho desaparecido poeta, narrador y ensayista tomellosero ha urdido un libro lleno de poesía y humor, de pasión y de una unción casi religiosa, pero también de dignidad y de esa  honda sabiduría que sabe celebrar tanto la andadura de la vida como el hecho de que ésta se halla fatalmente incardinada en los omnímodos poderes de la muerte. Centrada en la figura idealizada, tutelar y casi totémica del abuelo paterno, Félix Grande Martínez, apodado, él y sus descendientes, Palancas  a raíz de una suculenta y prostibularia anécdota que se refiere al principio y se retoma al final, esta Balada  es probablemente algunas cosas más además de lo consignado más arriba: una pequeña antropología del campesinado manchego, una intrahistoria familiar que atraviesa tres generaciones de humildes menestrales manchegos desde fines del XIX hasta mediados del XX y una crónica, en tono menor y como en sotto voce , de la resistencia, silenciosa y acallada pero firme, de muchas gentes ante las imposiciones más sórdidas del franquismo.













               De manera que leyéndolo uno se entera no solo de la límpida humanidad, el coraje, el sentido común y la sabiduría del abuelo Palancas, el mismo que esperó tranquilamente la muerte  sin volver a salir de la cama a partir del día siguiente de que muriese su mujer, la Anselma, aunque, eso sí, comiendo lo mejor que podía y echándose a la andorga arrobas de vino, sino también de las penas y alegrías de su nuera Mary, la madre del narrador, que se vengó de las humillaciones de la postguerra pariendo hijos, o las de la antecitada  Anselma, que hizo lo propio trasegando vino, aunque éste le sentara peor que a su marido, y aún de las andanzas de otros personajes curiosos y entrañables, como Perico el Postinero, versificador popular y compañero de armas en el ejército republicano en los frentes extremeños, donde encontrará su fin, o las del ingenioso y socarrón Planilla el Cagón, cuya memorable salida, a voz en grito, dejando en ridículo a un político demagogo que mendigaba el voto a base de capciosas zalamerías, se refiere por lo menudo en pág. 192 y ss. También de en qué consiste el juego del tiragarrote y de cómo el Palancas venció en este peculiar deporte al forzudo Hombretón de la Solana (p. 30-37), algo que no impidió que fuesen entrañables amigos el resto de sus vidas.













           Algunos pasajes alcanzan, en fin, una rara felicidad: el largo elogio de las propiedades del vino(pp. 143-44) que Palancas hace ante su hijo adolescente --- pero ya peón en la bodega en la que trabaja también él-- y los otros jornaleros parece moldeado sobre la falsilla del discurso de D. Quijote a los cabreros; el dedicado al arte de limpiar tinajas (pp.163-69) recuerda por su puntillosidad y exactitud un buen poema didáctico; la sesuda conversación entre Ceferino el Botas y Palancas los primeros días de la Guerra Civil tiene asimismo resonancias cervantinas por su sensatez y claridad de juicio. Llama la atención, en fin, la morosa delectación con que se narran los escasísimos banquetes o por lo menos días de relativo buen comer que entonces se podían permitir los pobres, cuyo humilde orgullo --si se me permite el oxímoron--en otras actitudes y comportamientos de la vida aparece adornado con guiños machadianos y con ese ingenuo optimismo pedagógico e ilustrado que irradiara sobre buena parte de las clases populares en los albores republicanos. Y no menos la serena dulzura, exenta de patetismo y sensiblería, con que se cuentan las muertes de la familia, como las de los tres hermanos del narrador que murieron de niños o la de la abuela Anselma (pp. 341 y ss.) Y bien hallado me parece también la bella coda o capítulo final, Fantasía (pp. 359-71), en que el fantasma de nada menos que Bach comparece, invisible para los demás y atravesando paredes, en la alcoba de Palancas para tocar ante él las Variaciones Goldberg y endulzarle así las últimas horas. Menos creíble me han parecido, por el contrario, los intentos del narrador---adobados con un psicoanálisis de guardarropía--- ya hacia el final del libro, de ajustar cuentas con el carácter presuntamente autoritario del padre (que rompió una pared de un puñetazo porque no podía soportar que para Palancas el mayor manjar fueran las cáscaras de naranjas) y con el histerismo y los desarreglos psíquicos de la madre, que cada dos por tres chantajeaba a sus hijos amenazándoles con tirarse a un pozo.














          Y todo esto en una prosa de sintaxis amplia, plagada de correlaciones y paralelismos, de rica adjetivación, no menos rico vocabulario rural  y alto aliento poético en su espléndida, aunque a veces algo recargada y manierista, imaginería metafórica, que no invalida, empero, el valor literario y la notable maestría técnica de este libro. Valga una muestra, con la que acabo:   "qué tiempo el tiempo cuando me asomo al brocal desde donde se ven las aguas misteriosas de las generaciones, escritas en estos documentos remotos; hago descender el zaque hasta el fondo del pozo de la eternidad familiar, tiro de la maroma escuchando el gemido casi humano de la garrucha, asoma el zaque lleno en el brocal, vierto su contenido en el abrevadero de mi mesa, y contemplo la humedad germinal del tiempo vario de la historia de los Palancas en hojas de papel calladas y elocuentes...(p. 327-28).

miércoles, 8 de octubre de 2014

UNA BROMA ALEMANA

                                              

Günter Grass. Partos mentales o los alemanes se extinguen. Madrid. Alfaguara. 1983.




      Imaginemos por un momento que en vez de mil y pico millones de chinos hubiera en el mundo esa misma cantidad de alemanes. ¿Podría el mundo soportar mil millones de alemanes? O mejor, otra posibilidad  --desde luego más verosímil, habida cuenta del bajísima tasa de natalidad de los germanos---, la de que los alemanes se extingan. ¿Qué ocurriría entonces? Quizá para solucionar el tan cacareado problema alemán lo que debería hacerse, como sugiere un ya no tan ingenuo y más desengañado Harm, uno de los personajes de estos Partos mentales, sería prohibirles que se reproduzcan y así provocar su desaparición. Sobre la falsilla de estas dos disparatas hipótesis, dignas de la más atrevida política ficción, se monta este librito, urdido con soberana ironía e incluso  un punto de crueldad y autopunición, que he leído con interés y delectación, pese a que las alusiones políticas a la situación alemana del momento (el texto está escrito en 1979-80) hayan perdido hoy ya casi todo su sentido (¿quién se acuerda ahora de Franz Josef Srauss?). Matizo: habrán perdido su sentido pero no la lucidez con que para la época se formularon: Grass no pudo prever la reunificación de su país --entonces no la podía prever nadie--- pero no se priva de soltar de vez en cuando lo bien que le venía a cada uno de los Estados alemanes la existencia del otro para autojustificarse y fabricarse un enemigo políticamente muy rentable.




         El relato, en el típico estilo frío, seco y analítico de Grass, con pocas concesiones a las descripciones externas y a las florituras digresivas,  resulta en verdad casi inclasificable por su heterogeneidad, pues participa por igual, no obstante su brevedad, del libro de viajes, del ensayo, la sátira y la crónica políticas, la autobiografía intelectual y aun de la evocación dramático-lírica (en la discontinua crónica de los últimos días del escritor Nicolás Born, enfermo terminal de cáncer y amigo íntimo que fuera en su juventud del narrador).




          Tal narrador, que no es sino el mismo Grass, que comparece con su nombre y sin ninguna máscara ni convención al uso, cuenta el viaje que con su mujer Ute y en compañía del cineasta Volker Schlöndorf  y la mujer de éste hacen a algunos países del extremo Oriente como China, la India, Singapur y Thailandia. Con  tal  texto digamos que como referente primario, y a modo de contrapunto, se cuenta también el periplo que a los mismos lugares hacen poco después, junto a un grupo de turistas típicamente alemanes, Harm y Dörte Peters, joven pareja de profesores de instituto con la cabeza llena de prejuicios y de cierto exceso de información estadística y sociológica. Como en el momento de iniciar el viaje la pareja está debatiéndose con la cuestión de tener un hijo o no (uno de los motivos recurrentes en el libro, con las hilarantes disputas y cambios de pareceres que sobre el asunto mantienen Harm y Dörte), los dos jóvenes van a hallar ocasión de comprobar in situ los terribles efectos de la explosión demográfica en Asia, y esto no dejará de complicarles las cosas, pues, tanto a causa de lo que han visto como por las constantes incursiones y comentarios del narrador  ---siempre desmitificadoras e irónicas y a menudo cínicas---acaban su viaje con más perplejidades e inseguridades ideológicas que las que traían al principio.




       Particularmente hilarantes  son los pasajes en que Grass ( que por otra parte se muestra políticamente muy incorrecto, toda vez que no vacila en juzgar con sinceridad y dureza algunos episodios de su pasado, llegando a decir que si hubiese nacido diez años después lo más probable es que se hubiera convertido en un nazi convencido ) imagina, si él fuese dictador, el paquete de medidas que pondría en marcha para solucionar los problemas cotidianos de los alemanes, como el energético (con cortes nocturnos de luz y calefacción y la reintroducción obligatoria del gorro de dormir para combatir el consiguiente frío, con lo cual a lo mejor repuntaba la natalidad), la orgía de planes de estudio y la obsesión nacional por la pedagogía y la educación (para lo que se propone la abolición de la escolaridad obligatoria) y la hipertrofia de la burocracia ( que se solucionaría con la supresión del funcionariado). Y también los consagrados a los rocambolescos malentendidos con los los funcionarios y autoridades chinas a que da lugar el embutido ahumado que Harm lleva como regalo a su amigo Uwe, residente desde hace años en Shanghái, que aquél tiene que llevarse de vuelta a Alemania al no haber podido encontrar a éste.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

DOS VERSIONES LITERARIAS DE LOPE DE AGUIRRE

Miguel Otero Silva. Lope de Aguirre. Príncipe de la libertad. Barcelona. Seix barral, 1979.
Ramón J. Sender. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Madrid. Novelas y Cuentos. 1982.






        Rara vez había yo encontrado, considerando  novelas que traten el mismo asunto( y no he olvidado tampoco la espléndida película de W. Herzog Lope de Aguirre, la cólera de Dios,que vi hace años con no poco provecho y deleite) dos que obtengan a mi juicio resultados tan disímiles y logros tan desiguales como las que acabo de leer. La del venezolano me ha gustado mucho y la del aragonés no me ha gustado casi nada. Lo de menos es que  haya  algunas diferencias en el decurso de la trama, puesto que Sender empieza su novela con Aguirre formando parte ya de la expedición del gobernador Pedro de Ursúa y Otero se demora en contarnos la infancia y los orígenes familiares del personaje, así como su accidentado viaje a Sevilla y su embarque para las Indias, amén de sus primeras peripecias allí y su establecimiento como comerciante. Pero en lo esencial ambas siguen de cerca los hechos que la información histórica disponible y las crónicas de la época han allegado del atrabiliario y alucinado conquistador vasco y ambas también hacen comparecer a los mismos personajes y comparsas (salvo la mujer de Aguirre, la india Cruspa, madre de su hija Elvira, que Otero incluye y Sender no) y ahí puede decirse que acaban las similitudes.






           El retrato que Sender traza resulta me temo que demasiado fiel a la leyenda negra urdida  en torno al personaje, toda vez que lo viene a pintar como una especie de monstruo asesino, un individuo carcomido por la avaricia y el rencor, carente de todo empaque mítico y épico, que mata con impasible frialdad y justifica, para más inri, después sus asesinatos con descarnado cinismo. El  Aguirre de Otero, en cambio, se diría urdido sobre la falsilla del protomártir de los independentismos hispanoamericanos ---al modo de un Tupac Amaru, por ejemplo---y aunque no obvia ni enmascara sus crímenes, sí que comparece revestido, por contradictorio que parezca, de una suerte de honradez y bonhomía naturales e incluso de pinceladas de ternura: siente piedad por los animales, que secretamente prefiere a los hombres, y trata a los negros y mestizos casi de igual a igual, no desde luego como los otros conquistadores.






          Pero más sustantiva es la cuestión del lenguaje,del planteamiento de la novela (en Otero concebida a la manera de un bien dosificado drama hasta el clímax postrero) y de sus virtudes  como artilugio verbal. El relato de Sender, escrito enteramente en tercera persona y a menudo en una prosa deslavazada y chata, carece de cualquier alarde técnico (salvo simples diálogos en estilo directo y el monólogo de Lope de las pp. 163-65, en el que éste evalúa su margen de maniobra para matar al capitán Juan Alonso de la bandera) y se presenta además con un fondo de folclorismo indigenista que se me antoja del todo impostado y como de relleno: hay aquí y allá notas o pinceladas de zoología animal y breves observaciones antropológicas ( del tipo de las costumbres de una subespecie de monos o los ritos funerarios de un pueblo amazónico). Quizá lo más salvable sea la carta que el héroe envía al rey Felipe II --pp.371-376--- en la que Sender alcanza por lo menos en parte a reproducir con cierta verosimilitud su prosa en los moldes del castellano clásico. El de Otero, por el contrario, cambia constantemente de punto de vista narrativo, incluye pasajes pródigos en recursos retóricos, desde arcaísmos sintácticos hasta enumeraciones en cascada y solemnes anáforas, densos monólogos interiores y diálogos dramáticos con ricas y certeras acotaciones que me atrevo a decir que no desmerecen demasiado ---unos y otras--del arte de Valle-Inclán (véase a este respecto, por ejemplo, la imprecación que Aguirre lanza al Amazonas, concebido como un dios a la vez benefactor y terrible, para recordarle sus orígenes míticos, pp.139-40, o la acotación sobre los ruidos de la selva, pp.159-60, que enmarca el diálogo entre los esclavos negros Juan Primero y Hernando Mandinga) y funciona en general pletórico de fuerza dramática y potencia metafórica, Prendas que hallan su digno colofón en el pasaje final, en el que Lope, ya en los infiernos, clama su venganza y jura que su nombre y memoria nunca se borrarán  en las Américas, donde será conocido como Príncipe de la Libertad.

martes, 9 de septiembre de 2014

ENSEÑANZAS DE LA EDAD





Antonio Martínez Sarrión. Poeta en diwan. Barcelona. Tusquets. 2004.

         De entre aquellos  llamados en su día novísimos es Sarrión uno de los pocos que ha seguido publicando versos con cierta regularidad (algunos, como Azúa, han dejado de cultivar la poesía, otros, como J.M. Álvarez, no hacen sino repetirse a sí mismos, y otros, como Panero y Vázquez Montalbán, han dejado ya este mundo) y ésta es,  que yo sepa, su última entrega. Al año siguiente, 2005, vio la luz una antología de su producción, que no  conozco, Última fe,con prólogo de Ángel Prieto de Paula. El poeta ha ido abandonando poco a poco, con claridad desde Horizonte desde la rada,1983, lo más caedizo y coyuntural de aquella estética  más o menos vanguardista y común a todos ellos (acumulación de imágenes ilógicas de matriz surreal, ausencia de signos de puntuación, fuentes principales de inspiración en los mitos de la cultura de masas, el cine, y el universo pop) y centrándose en lo más esencial y propio de su imaginación y su visión del mundo, que por lo demás ya apuntaba en sus primeras contribuciones.

           Este Poeta en Diwan prolonga y recapitula los modos de escritura que ya estaban presentes en Cordura, 1999, que apuntaban a una poesía de dicción seca, algo abrupta, de muy enraizado estoicismo, con mucho background moral y con mucha autoironía en el tratamiento del propio personaje poético y en donde las enseñanzas de la edad y los inevitables desengaños se transfiguran en un como poso o sedimento de resignada aceptación lúcida, acaso ese fondo de sentencioso sentido común de campesino manchego. Poesía intelectual, sí, que se desenvuelve con soltura e ironía en la historia de las ideas ---el poema Pruebas, p. 57 sería un buen ejemplo---  plena de sabiduría libresca y de la otra, pero no poesía de intelectual, no al modo del homme de lettres que hace versos, tipo Octavio Paz (mucho mejor ensayista que poeta) o, salvando las distancias, Álvarez o Carnero entre los de su generación, sino de poeta, por mucho que él, no sé si con algo de falsa modestia, la pretenda menor  y artesana, y esta idea del poeta como modesto artesano de la palabra aparece  como con sordina y un peu partout en estos versos y de modo más claro en composiciones como Alquimia del verbo (p. 101) .

             El poemario, de composiciones en su mayoría breves y cuyo título deriva evidentemente de Goethe, se distribuye en dos partes bien diferenciadas y si en la primera , Diwan de Occidente, los versos apuntan a las miserias e imposiciones, pero también las ventajas, de la senectud, y se debaten con la aleteante sombra de la muerte, en la segunda , Diwan de Oriente, trata de acercarse Sarrión a otras tradiciones, sobre todo la oriental, y reproducir, como él mismo dice en la Nota final, algo de su intensidad, tersura, misterio y trascendida concreción, intentando "que no se perdieran del todo en mis versos", objetivo que a mi juicio consigue  por ejemplo en los dos haikus de la p. 129 y en Cortejo y fuga de la 139.  Maneja Sarrión un castellano jugoso y riquísimo, así en sus inflexiones sintácticas como en sus reverberaciones léxicas, llenas a menudo ambas de resonancias clásicas, en el sentido de fieles a la tradición y al genio de la lengua (y véase a este propósito su espléndida trilogía memorialística, sobre todo las dos primeras entregas, para mí de lo mejor que se ha hecho en las últimas décadas en ese género).

      Virtudes que son asimismo bien perceptibles en esta poesía y que han sido las que me han hecho recomendable y placentera la relectura de este poemario, en la que se  opta mayormente por la silva blanca, la polimetría y la composición en heptasílabos en menor medida y en la que solo ocasionalmente echa mano de la asonancia, como en Enramada (p.75),  en la que se usan con igual maestría variedad de registros, tonos y motivos, desde el exabrupto (Vocaciones tardías, pp.71-72) hasta la autoironía (Confidencia, p.99),  la ácida autobiografía poética ( Juventud y confusiones, pp. 95-96) o la amable cotidianidad, de latente y refrenada ternura ( Duendes domésticos, pp.88-89) y donde se mezclan sin conflicto el ocasional lujo verbal y el estallido de la metáfora audaz y novedosa (" las banderas en llamas/ y los altos castillos estrellados y en vilo" que se dice del Surrealismo en p. 67, Medallones: René Crevel, o ese "nasal disparate de los grajos" de El mismo esplendor, p. 69) con el prosaísmo más neto ("Respecto al resultado/ el lector juzgará", p. 103)

        Pero creo que cuando Sarrión logra resultados más felices es en la evocación desmitificadora de los escenarios y sueños de la infancia y juventud, como ocurre de manera eminente en Pobres estrellas apagadas, pp.49-50, recuerdo de una tal Lolita Garrido que fuera reina --hoy no se acuerda de ella ni su padre--de la canción sentimental en los cuarenta y que al sujeto  poético le hace decir "Todavía me calientan los fulgores/y me pone esa voz/ en languidez prepúber y de pecado a solas" y en alguno de los  medallones aquí incluidos, como el dedicado a Gabriel Ferrater, pp.55-6, algo cruel y sin ningún tipo de concesiones, menos piadoso en todo caso que los que en su día dedicaron al suicida de Reus sus amigos Gil de Biedma y J:M: Valverde: "Echaba mano entonces/ al vaso de ginebra/ Y cosa comprensible,/se alargaban sus límites,/se alargaban las esclusas (y las reglas)/ pero huían las chicas". Un buen resumen del tono general del libro lo constituiría el breve poema final, que pese a basarse en un tópico creo que acierta con ese desprendimiento e impasibilidad propios de un convincente y sensato epitafio y que no me resisto, para acabar esta reseña, a copiar aquí: "Que devoren tus restos las aves carroñeras,/ te deshagas al fondo de una tumba/ o que tu cuerpo quemen en la pira,/¿no es igual de sensato y acordado?".