jueves, 15 de mayo de 2014

GENOCIDIO, JUSTICIA Y RAZÓN DE ESTADO







Hannah Arenddt. Eichmann y el Holocausto. Madrid. Taurus. Colección Great Ideas. 2012.
      Cayó en mis manos hace unos días este librito ( al muy módico precio de 1 euro, gracias a que un muchacho gitano, casi un adolescente, lo tenía a la venta en una de las entradas del Retiro junto a una docena de libros más, todos ellos morralla prescindible, alguno incluso de ésos que llaman de autoayuda) y tras ojearlo un momento me entero de que no es sino una especie de antología o selección de largos extractos del mismo que en su día,1963,se publicara con el título de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, del que mucho se ha escrito y del que ya había oído hablar desde hace años, pero que no había tenido ocasión de leer. Puesto que el texto digamos original, al que aquí se ha cambiado el título, resulta ser no mucho más extenso, es lógico suponer que uno puede darse por satisfecho con lo  ahora republicado, que verosímilmente vendrá a constituir lo esencial de aquél . La curiosidad se me hizo irrefrenable porque se da el caso, además, de haber visto hace unos meses la que me pareció excelente película de Margarethe Von Trotta Hannah Arendt, cuyo guión se basa en el libro. Y la verdad éste vale la pena y no tiene desperdicio. La filósofa judía, que como se sabe tuvo de jovencita, cuando era estudiante, una tormentosa liaison, de la que se da cumplida ilustración en la película de Von Trotta, con su entonces maestro directo Heidegger ---que como es no menos sabido se convertiría al poco en defensor y propagandista del nazismo---tuvo no pocos problemas nada más publicado el texto. Hubo de soportar toda una campaña de calumnias y difamaciones, de la que se ofrece lúcida noticia en el Postscriptum que ocupa las páginas finales (127-153), desde los medios del judaísmo oficial, al que se le hacían harto incómodas y  molestas algunas de las tesis y aseveraciones del libro (notablemente el asunto, bien documentado al menos desde la monumental investigación de Raúl Hilberg  La destrucción de los judíos europeos, del colaboracionismo de la mayor parte de los dirigentes de las organizaciones judías, y la no menos espinosa cuestión de las oscuras razones de Estado, del de Israel y del de la RFA, que de algún modo exigían la fabricación del tranquilizador mecanismo del chivo expiatorio).
       Estamos ante una prosa  límpida, tersa, acerada, podría decirse que perfectamente funcional a lo bien montado  de sus mecanismos razonadores, a su pasión por la verdad y a lo sólido y muy difícil de desmontar de su potencial argumentativo. Para combatir  la fantasiosa tesis----fabricada desde el principio por el tribunal israelí que juzgó a Eichmann, tribunal que no tuvo ningún empacho en acudir incluso a falsos testimonios--- de la "total responsabilidad de Adolf Eichmann" y de que "una mente estaba detrás de todo", reconstruye la autora tanto los inicios de la carrera política de aquél en las SS, marcados por su obsesión por ascender en el escalafón---declaró en el juicio que la mayor amargura de su vida había sido no haber podido pasar de Standartenführer o coronel de las SS-- como el perfil y los rasgos básicos de su personalidad, un hombre taciturno y gris cuya única preocupación parecía ser el cumplimiento del deber  o, lo que viene a ser lo mismo,  la  máxima eficacia en la realización de las tareas que como funcionario del partido se le encomendaban. Aunque se trataba pues de una mente y un espíritu puramente funcionarial o burocrático, de modo que hubiese desempeñado con igual eficacia cualquier otro trabajo distinto al de organizar la deportación masiva, lo cierto es que Eichmann , cuando su primer jefe, un tal Von Mildestein, le ordenó ocuparse de la cuestión judía, llevó su puntillosidad al extremo de leer  la obra clásica del sionismo, Der Judenstaat, de Theodor Herzl (muy probablemente el único libro que alcanzó a leer en toda su vida, puntualiza Arendt) e incluso de aprender un poco de hebreo, lo que le permitió seguir, siquiera fuese a medias, los periódicos en yiddish.  Desde entonces parece fuera de toda duda  que Eichmann quedara fascinado por el mundo judío y se convirtiera, de hecho, en un sionista. Esto último pudiera acaso parecer algo escandaloso, aunque bien mirado no lo es tanto: al igual que los judíos sionistas (no así, obviamente, los asimilacionistas), pensaba que la judía era una civilización aparte, inasimilable a ninguna otra, y que como tal debía vivir sin mezclarse con otras culturas o sociedades. De ahí la insistencia de Herzl mismo en la necesidad del regreso a Palestina y la relativa aquiescencia que algunos dirigentes judíos mostraron años después para con la posibilidad ---que algunos jerarcas nazis  barajaron antes de optar por la solución final en el célebre cónclave de Wandsee de 1941, al que Eichmann asistió, emocionado porque al fin podía ver con sus propios ojos a los jefes supremos, los Heydrich, los Ribbendropp, los Müller y compañía, esto es, la vieja y amada por él burocracia del partido--- de una deportación masiva a Madagascar para fundar allí un  Estado Judío.



       Como carecía de sentido moral, no se planteaba las consecuencias de lo que hacía, éstas se le aparecían como indiferentes, y en este sentido es en el que habla Arendt, lo que tanta incomprensión le acarreó, de banalización del mal. Entendámonos: Eichmann fue evidentemente un criminal repulsivo como todos los demás jerarcas nazis ( no pocos de ellos mucho más inteligentes y perversos que él),  pero eso no excluye el matiz ni la relativización, que es siempre el estadio más próximo a la verdad. No en vano afirma Arendt que el texto alemán del interrogatorio, grabado por la policía, con sus páginas corregidas y aprobadas por Eichmann "constituye una verdadera mina para un psicólogo, a condición  de que sea lo bastante sensato para comprender que lo horrible puede ser no solo grotesco sino completamente cómico" (pág. 25), comicidad acentuada por el leve tartamudeo que padecía el acusado, que confundía con frecuencia palabras y frases hechas , y que incluso en su época escolar había sido tratado al parecer de una moderada afasia. Arendt subraya en varios pasajes el acentuado contraste entre la relativa insignificancia del personaje, con sus continuas contradicciones, sus muecas, entre tremebundas, patéticas e infantiloides, sus sobradas muestras de pocas luces e inteligencia y sus esporádicos ataques de cólera (sobre todo cuando un testigo proclamó que lo había visto asesinar a palos a un muchacho judío, cosa que tiene todo el aspecto de falso testimonio dado el carácter de Eichmann, muy preocupado siempre de no mancharse las manos personalmente) y el escenográfico aparato propagandístico que rodeó el juicio. En fin : "A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era ningún monstruo, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que no fuera un payaso (p. 34)". Eichmann no tenía, así pues, problemas de conciencia, quizá porque su psique ordenancista y volcada hacia la despersonalización  burocrática le había provocado  una  especie de insensibilización brutal, quizá porque la poquedad de su inteligencia no le daba para llegar a tenerlos o quizá por ambas cosas. Quien, no es que los tuviera, sino que sabía cómo solucionarlos cuando aparecían, era por ejemplo Himmler ---acaso, con Speer, el más diabólico y manipulador de los dirigentes nazis--- que en sus célebres soflamas a los comandantes de los Einsarzgruppen y a los altos jefes de las SS y de la policía solía inventar eslóganes que acababan haciendo fortuna. Decía cosas como (cit. pág 54) "La orden de solucionar el problema judío es la más terrible orden que una organización podía jamás recibir. Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es algo sobrehumano, esperamos que seáis sobrehumanamente inhumanos". Por cierto, el único de estos eslóganes que Eichmann parecía recordar (y que repitió muchas veces, como si fuera un mantra, durante el juicio , ante la exasperación de los jueces, era "Estas son batallas que las futuras generaciones no tendrán que librar", refiriéndose obviamente, además de al exterminio de los judíos, al peculiar método nazi de solucionar el problema de los gitanos, de los niños enfermos, de los viejos y demás bocas improductivas. El problema de la conciencia, es decir, el de eliminar la piedad meramente instintiva que todo ser humano normal suponemos que experimenta ante el espectáculo del sufrimiento ajeno, lo solucionaban los nazis --- y en realidad cualquier aparato o sistema de poder de no importa qué tipo--- con el mecanismo, simple pero probablemente muy eficaz, de invertir la dirección de aquellos instintos, en fabricarse una especie de perversa piedad de sí mismo, de modo que el asesino en masa se diría algo como "Qué sacrificado soy, qué horribles espectáculos me veo obligado a contemplar en el sagrado cumplimiento del deber, qué dura es mi misión etc".




      Para ilustrar hasta qué punto la inmensa mayoría del pueblo alemán estaba entregada en cuerpo y alma al delirio nazi ( y por eso hay que tomarse con mucha prudencia el alcance de la famosa y fallida conspiración de julio del 44l liderada por el conde Von Stauffenberg , para asesinar a Hitler y negociar una paz con los aliados, que Arendt analiza agudamente en las pp. 45-51) cuenta Arendt, apoyándose en el testimonio del novelista  Reck-Malleczewen, que acabaría muriendo en un campo de exterminio, que en 1944, cuando Alemania ya tenía sobradamente perdida la guerra, una dirigente nazi acudió a unas cuantas aldeas bávaras para pronunciar unas charlas que elevaran la moral de los campesinos. La tal señora no gastó mucho tiempo en alabar las armas milagrosas que les darían al final la victoria, sino que se enfrentó directamente con la perspectiva de la derrota, posibilidad que no debería inquietar a nadie porque "el Führer, en su gran bondad, tiene ya preparada para todo el pueblo alemán una muerte sin dolor, mediante gases" (p. 63). En vez de tirarla al río o apedrearla, que hubiera sido lo humanamente esperable, aquellos campesinos regresaron a sus casos meneando la cabeza. Y es que ese y no otro parece ser según algunos el verdadero problema, no la responsabilidad personal de Eichmann o de cualquier otro, sino la de todo un pueblo. Y si grande y casi inexpiable es la responsabilidad del alemán, ¿qué decir de aquellos judíos que colaboraron con más o menos entusiasmo en su propia destrucción ? No pocos dirigentes judíos, por egoísmo, ambición, pusilanimidad o por una errónea noción del humanitarismo, colaboraron en algún grado con los nazis, así (p. 76 y ss) Chaim Rumkovski, decano de los rabinos de Lodz, que se hacía llamar Chaim I, emitía moneda con su firma y sellos de correos con su efigie y  se paseaba por las calles en un coche de caballos, o Leo Baeck, ex rabino mayor de Berlín, que ocultó la verdad a sus hermanos de raza porque "vivir en la espera de la cámara de gas hubiera sido aún más terrible", o Adam Czerniakov, presidente del Consejo Judío de Varsovia, que terminaría suicidándose sin duda acuciado por sus problemas de conciencia, o los dirigentes de menor nivel que en las comunidades de Budapest, Ámsterdam, Varsovia y de todos los sitios colaboraban facilitando a los nazis listas de personas con expresión de sus bienes, obtenían dinero de los condenados a la deportación, llevaban un registro de las viviendas vacías etc, para no hablar de los que toleraron de buen gusto el entrar a ocuparse de tareas administrativas y policíacas (como quedó debidamente documentado en el juicio y han demostrado investigaciones como la citada de Hilberg,, las últimas cacerías de judíos en Berlin, por ejemplo, fueron obra exclusivamente de la policía judía). Es pues evidente que para los judíos el papel que desempeñaron sus dirigentes en la destrucción de su propio pueblo constituye uno de los capítulos más tenebrosos e incómodos de su historia, y no lo es menos que, en el juicio a Eichmann, "la postura de la acusación hubiera quedado debilitada si se hubiera visto obligada a reconocer que la determinación de los individuos que debían ser enviados a la muerte era salvo escasas excepciones tarea de la administración judía" (p. 78) y, aún más, que la actuación de los jueces tendió en todo momento a evitar --aunque como se ha visto no lo consiguió del todo---que estos hechos salieran a la luz, lo que hubiera puesto en un brete a la Administración Adenauer. La comparecencia en el juicio de testigos que participaron, por el contrario, en la resistencia judía---que también la hubo, afortunadamente--- dejó claro que la tarea material de matar (fueron comandos judíos quienes trabajaron en las cámaras de gas y en los crematorios, quienes arrancaban a los cadáveres los dientes de oro, cavaban las tumbas y las volvían a abrir para no dejar rastro de los asesinatos masivos y técnicos judíos quienes construyeron las cámaras en Theresienstadt, por ejemplo, donde la autonomía de los judíos llegó a ser tal que incluso el verdugo encargado de la horca lo era) quedó en manos de los judíos y, como escribe Arendt (p.82-83) "contribuyó a disipar el triste espectro de cooperación universal, la sofocante y emponzoñada atmósfera que rodeó la Solución Final".


      La pena a muerte para Eichmann era, en fin, lo que casi todo el mundo esperaba y lo que satisfizo a casi todos, aunque a última hora --el procedimiento de apelación duró solo una semana--- parte de la prensa israelí y algunos altos funcionarios del Estado hebreo propusieran otras soluciones como la condena a Eichmann, de por vida, a trabajos forzados en el desierto del Neguev. Martin Buber calificó la ejecución (cit p. 104) de "error de proporciones históricas" por cuanto "serviría para que muchos jóvenes alemanes expíen sus sentimientos de culpabilidad", aunque, como argumenta en este caso no sé si muy convincentemente Arendt (pp. 105 y ss)  esos sentimientos de culpabilidad resulten no pocas veces más que dudosos, al tratarse  de un refugio en un sentimentalismo barato ante la presión de otros problemas más acuciantes y actuales para ellos,como la preocupación por el éxito en sus trabajos y carreras, por ejemplo. Digo que no sé si muy convincentemente porque no es desde luego ésa la impresión que yo he tenido en el trato con algunos no ya hijos, sino nietos de los verdugos: el sentimiento de culpa y vergüenza por lo que hicieron sus ascendientes me pareció sincero. En todo caso, las interpretaciones según las cuales el acusado simbolizaba el pueblo alemán en general, el antisemitismo en todas sus formas tal como se ha dado en el mundo contemporáneo y, aún más, la naturaleza humana e incluso el pecado original suponen salirse por la tangente, obvian la cuestión esencial y resultan un tanto delirantes; se diría incluso, como anota con agudeza Arendt, que parecen diseñadas a la medida de aquéllos que están obsesionados por descubrir "un Adolf Eichmann en el interior de cada uno de nosotros"(p.134).


        Digo que orillan la cuestión esencial y no favorecen el entendimiento racional del asunto, a lo que sí contribuye, en cambio, este libro. Entendimiento que no es otro sino el de comprender lo que dio de sí al cabo el tan sobado fantasma inventado por Hitler y por Goebbels ( y, lo que es peor, creído por millones de personas) de "la batalla del destino del pueblo alemán" ( der Schicksalskampf des deutschen Volkes). Y es que el antecitado libro de Hilberg, éste que comentamos y otros demuestran sin lugar a dudas cómo la explicación de la Shoah sigue siendo una cuestión abierta aún hoy y cómo una abigarrada conjunción de políticas, iniciativas y comportamientos --en gran parte planificados cuidadosamente desde arriba --- posibilitaron la destrucción de una fracción considerable de la población europea apelando a su carácter étnico o cultural inasimilable, y cómo en ese proceso de destrucción concurrieron las prácticas, los saberes y las técnicas de las sociedades europeas (sobre todo de sus clases dirigentes, fascinadas por la ideología y la mística de un Estado criminal y depredador como el nazi, y de qué manera, pues si no sería difícilmente explicable el éxito del experimento, participaron con entusiasmo la mayor parte de las capas y estratos sociales y sus grupos profesionales.