domingo, 28 de diciembre de 2014

GRAN ESTILO



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W.G. Sebald. Vértigo. Barcelona. Anagrama. 2010

               Este libro,  que al igual que los otros textos mayores de Sebald, como Austerlitz o Los anillos de Saturno, me atrevo a recomendar a los amantes de la verdad  de la literatura, viene a ser una mezcla de dietario, relato de viajes, ensayo humanístico erudito, reflexiones autobiográficas e historia novelada, constituye ante todo un ejercicio de gran estilo literario, una especie de fascinante viaje interior por las galerías de la memoria y de la cultura, que opera por la acción de capas sucesivas de asociaciones de ideas, resonancias, analogías y correspondencias secretas entre hechos históricos, paisajes, personas y objetos, y todo en una prosa morosa, digresiva, laberíntica (que recuerda un poco el peculiar fraseo de Bernhard, aunque sin sus incantatorias repeticiones y circularidades) ,meditabunda, pletórica de espesor cultural y erudición libresca que, por mostrarse como semioculta o en sordina, jamás llega a cansar al lector. Fiel a su máxima de que ---como declaró en una entrevista a la Vanguardia  en 2001---escribir es como pasear por la historia y la biblioteca de la vida, este tipo de escritura parece remitir inevitablemente al implemento proustiano de la reminiscencia y de la capacidad generativa de la memoria,  y me ha  llevado a pensar en textos como El Danubio de Magris, con el que tiene más de un parentesco, el más obvio el que también se centre en la exploración del espacio cultural de la Mitteleuropa  germanohablante---pero incluyendo en él el norte de Italia---  y su asunción por un narrador culto e hipersensible que explora al mismo tiempo su propia vida. Narrador para el que todo, lo mismo un sueño o una pesadilla que un pasaje libresco o un personaje histórico (de hecho ve a Dante por las calles de Viena, a Luis II de Baviera en una góndola veneciana y encuentra en un tren a Isabel, la princesa inglesa del XVII hija del rey Jacobo I) tiene el mismo estatuto de realidad.

            El libro cuenta además con el impagable complemento de una extraordinaria colección iconográfica ---edificios, billetes de tranvía, exlibris,  facturas de hoteles y restaurantes, mapas, dibujos, anotaciones manuscritas, entradas a museos, recortes de prensa, planos de ciudades y todavía algunas cosas más—que enriquecen el texto y lo dotan de una extraña fidelidad documental.

        De los cuatro fragmentos o movimientos de que consta, el primero, Beyle o el extraño caso del amor, rememora la primera juventud de Sthendal, sus tribulaciones ante la crueldad de la guerra siendo oficial de las tropas napoleónicas, su decisión de convertirse en escritor, su creciente hipocondría y sus atormentados y dolientes amoríos. Se centra ante todo en las circunstancias de la redacción de De l’Amour al hilo de su pasión por  Métilde, de 28 años, a la que ha conocido en su salón milanés, casada con un militar polaco casi 30 años mayor que ella, y de la ocurrencia de la célebre imagen de la cristalización al contemplar una rama muerta recubierta por cristales de sal en los que los reflejos  del sol formaban miles de formas e irisaciones y en las que Sthendal cree ver una
alegoría del crecimiento del amor en las minas de sal de nuestras almas.

       All’ estero relata el melancólico vagabundeo del narrador, que en 1980 viaja desde Inglaterra a Viena pasando por Venecia y otras ciudades del norte de Italia. Todo lo que se cuenta, los lugares, las situaciones y los personajes, se integra en un abigarrado sistema de resonancias, correspondencias y repeticiones. En Viena sufre de depresión y alucinaciones, no habla con nadie salvo con camareros y abandona su aspecto e higiene personal hasta el punto de parecer un pordiosero. Decide ir a Venecia porque ha soñado que baja de un transbordador, no sin antes visitar a su viejo amigo Ernst Herbeck, que vive en un asilo luego de haberse pasado muchos años interno en un psiquiátrico. Hay una maravillosa descripción de un atardecer sobre el Danubio y la contemplación de un siniestro edificio abandonado que provoca, tanto a él como  a Herbeck, una aprensión agónica. Se evoca también un viaje anterior con Olga , a la que el descubrimiento de su pasado origina un llanto convulso, y se incluye acto seguido la larga descripción de una pesadilla en que el narrador se ve apresado entre enormes masas de roca en medio de un terrible temporal de alta montaña. La llegada a Venecia se puntúa con referencias al Diario del viaje a Italia de Grillparzer y a los sufrimientos de Casanova en las prisiones venecianas, para que a continuación la tétrica visión del edificio de un crematorio le lleve a consideraciones de tipo antropológico acerca de la celebración del día de Todos los Santos en su pueblo natal de Wertach  y a la fabricación y simbolismo de los panecillos de ánimas que consumen ese día sus habitantes.  Siguen Verona y su  Giardino Giusti  y el fresco de Pisanello en la Chiesa Sant’ Anastasia, que reaparecerá más tarde. En un viaje posterior --verano de 1987—por los mismos lugares piensa en Kafka (lo que anticipa el tercer fragmento del libro), que en 1913, pasó por allí camino del lago de Garda: en los urinarios de la vieja estación de Desenzano tiene incluso la certeza de que el escritor se miró en el espejo donde él se está mirando. Más tarde se topará en un autobús con dos gemelos de unos 15 años, acompañados de sus padres. Los adolescentes---cuyas miradas y comentarios se le antojan extremadamente estúpidos--- le sugieren un extraordinario parecido con Kafka a la misma edad, y cuando se atreve a pedir a los padres, un matrimonio siciliano, en un balbuciente italiano y luego de una trabajosa explicación acerca de un scrittore ebreo, que le envíen alguna foto de sus hijos, aquéllos se quedan escandalizados y lo toman por un execrable pederasta.

      Viaje del Doctor K. al sanatorio de Riva sigue las andanzas de Kafka por Verona y Venecia para pasar tres semanas en un sanatorio hidroterápico, cita y comenta pasajes de las cartas del escritor a su entonces prometida Felice y  remite finalmente a las extrañas circunstancias del suicidio de uno de los pacientes del sanatorio, personaje solitario con el que Kafka había hecho cierta amistad, hasta el punto de que fue uno de los tres únicos asistentes a su entierro.

      Il  ritorno in patria atiende al relato de la visita del narrador ---después de una ausencia de treinta años--- al pequeño pueblo bávaro de Wertach, su lugar natal, no sin antes hacer una parada en Innsbruck, donde una lluvia constante le sugiere  una lobreguez, opresión y abandono absoluto y donde una camarera del bar de la estación  ---con un giro de lenguaje que recuerda una vez más a Bernhard--- lo insulta de la forma más malvada que uno pueda imaginar. Este capítulo de la estancia en  Wertach supone un buceo en los recuerdos de infancia y en la intrahistoria más íntima de su propio personaje y, al mismo tiempo, trasuda en cada frase una especie de  sombría poesía, toda vez que implica una alegoría implícita del poder totalitario y ubicuo de la muerte y del olvido. Hay una espléndida galería de tipos, casi todos ellos con alguna tara, manía enfermiza o desarreglo psíquico y casi todos muertos, como Rosina, la ex tabernera alcohólica,  la Romana, la posadera a la que el  narrador, entonces casi un niños, hacía objeto de sus primeras ensoñaciones eróticas, el doctor Rambousek. el viejo médico morfinómano, misántropo y sin clientela que acaba suicidándose, o el abuelo mismo del narrador, y objetos, como los cuadros del pintor costumbrista local  Hengge, que se  evocan  con comprensión y ternura, aunque éstos, cuadros de leñadores y segadoras, le aterrorizan y desasosiegan al igual que lo habían hecho en la infancia. Por su informante Lukas, el último sobreviviente de la familia Ambroser, se entera de cómo ha transcurrido la pequeña historia sentimental del pueblo y del decurso de un puñado de pobres vidas humildes en los años del nazismo y de la primera postguerra. Reaparecen aquí algunos motivos ya tratados en partes anteriores del texto, como la batalla de Marengo, traída a colación antes a propósito de Sthendal y retomada ahora por mor de una desastrada marioneta que se agolpa, con otros muchos cachivaches que dan lugar a otras tantas digresiones, en el desván que le muestra Lukas, y el asunto del hombre muerto transportado en un carruaje, que ya había impresionado al narrador en Venecia y que comparece de nuevo aquí a propósito del cazador Schlag, al que encontraron una madrugada sin vida en el bosque. El libro, en fin, concluye con la hermosísima y precisa descripción de una pesadilla (pp. 227-8) en la que el narrador  camina por una zona montañosa: Todo lo que se veía desde arriba era de una especie de color calcáreo , de un gris claro, resplandeciente, en el que centelleaban miríadas de esquirlas de cuarzo(…) No se movía nada. Reinaba la más absoluta calma , pues hacía ya tiempo que el viento había disipado también los últimos vestigios de vida vegetal, la última hoja susurrante o el último pequeño jirón de corteza (…) como un eco casi perdido regresaban entonces las palabras a este vacío desalentado(…)  Un libro, en suma, fascinante e inolvidable.