miércoles, 25 de febrero de 2015

ALTA DIPLOMACIA



John Cornwell. El papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XI. Barcelona. Planeta. 2006.
                Este libro del historiador británico ---católico, para más señas—John Cornwell viene a demostrar de modo bastante concluyente la ceguera culpable y el disimulo, en el mejor de los casos, y la connivencia, en el peor, entre buena parte de los altos dirigentes de la Iglesia Católica de los años 30 y 40 y el régimen nazi, ante todo en el de Eugenio Pacelli, Pío XII a partir de 1939. Grave injusticia sería, no obstante,  el no reconocer la oposición al nazismo de no pocos sacerdotes católicos ---alemanes y de otros sitios---y de centenares de miles de fieles de esa religión, tal como queda debidamente documentado en el libro que comentamos. Muestra en definitiva, cómo el Poder es sustancialmente uno y el mismo y cómo, por encima de las eventuales diferencias entre Poderes pretendidamente distintos y enfrentados, todos acaban actuando funcional y estructuralmente como si del mismo se tratara. Vaya por delante que por su excelente documentación y por lo razonable y ponderado de sus juicios es por lo que me parece que el libro merece su lectura.

       El texto, publicado originalmente en inglés en 1999, provocó en su día gran polémica e hizo correr mucha tinta no solo en los medios oficiales católicos ---máxime si se tiene en cuenta que por entonces aún estaba muy reciente el proceso de canonización de Pacelli---sino también entre algunas personalidades judías como Pinchas E. Lapide, cónsul israelí en Milán en los años setenta, que escribió un libro en el que trataba de demostrar la ayuda proporcionada por el Vaticano a los judíos durante la guerra. De la aportación de Lapide y de otros, así como del manejo selectivo de fuentes , y de su voluntaria ignorancia y ocultación por parte de apologistas y detractores de la figura de Pío XII, se da cumplida cuenta en el último capítulo del libro (pp. 569-588).

        Los primeros se dedican a narrar, someramente, la infancia y orígenes familiares de Pacelli---varias generaciones de abogados laicos al servicio del Papado---a la consideración de sus escritos de juventud y los rasgos de carácter que estos mismos revelan, ante todo su temprano y fanático antisemitismo  y, con bastante más detenimiento,a sus primeros pasos en la burocracia vaticana y su paulatino ascenso, a lo largo de más de treinta años, de la mano de Monseñor Pietro Gasparri, desde 1901 subsecretario de Asuntos Extraordinarios en la Secretaría de Estado vaticana  y futuro Secretario de Estado, al que Pacelli sustituiría en el cargo en 1930, cuando él mismo empezaba a estar convencido de que le faltaba muy poco para llegar a la silla de Pedro. Ya muy temprano mostró el joven Eugenio su personalidad fría, distante y calculadora, no incompatible con un relativo desprecio por los placeres y comodidades mundanas, y su aguda conciencia del poder y de la misión histórica de la Iglesia o, para decirlo en corto y por derecho, de que el reino de ésta también debe de ser de este mundo.

            Pacelli ya había sido, junto con el antecitado Gasparri, uno de los principales redactores del Código de Derecho Canónico, publicado bajo Pío X, documento que regulaba de modo exhaustivo el aparato administrativo y legal interno de la Iglesia, de cuyo funcionamiento el texto se consideraba unicus et authenticus fons y que entre otras cosas consagraba aún más el modelo piramidal de autoridad  en el Papa, cuya supremacía quedaba consagrada en el canon 218 como  la suprema y más completa jurisdicción, tanto en cuestiones de fe y de moral como en  lo que respecta a su disciplina y gobierno en todo el mundo. Muy pronto se convencería también Pacelli, en lo que coincidía con Pío X, de la inconveniencia de partidos políticos católicos, pues ambos pensaban que la mezcla de política y religión era especialmente peligrosa para la Iglesia (esto es, traducido: resultaba preferible que ésta hiciera su propia política, desde arriba y desconfiando de la iniciativa que pudieran tener las masas católicas, pues al fin y al cabo el rebaño estaba para obedecer ), lo que hizo que 20 años después, siendo ya Secretario de Estado, favoreciera una aquiescente y dócil colaboración con el partido nazi en lugar de apoyar al católico Zentrumspartei , pues este último suponía un nada despreciable obstáculo que Hitler debía eliminar en su camino hacia la dictadura. En otro orden de cosas, las circunstancias de la negociación del Concordato Serbio, en las que la diplomacia vaticana, con Pacelli a la cabeza, se dejó guiar, como no podía ser menos, por su particular política de Estado y por la ambición de querer controlar a los católicos eslavos, contribuyó no poco a agudizar las tensiones que desembocarían en la I Guerra Mundial.


        Los cap. 5 a 9, parte central y más sustantiva del libro, se dedican a historiar la actividad de Pacelli como nuncio en Múnich y en Berlín, en los años de la República de Weimar, donde se vino a   acentuar su visceral antibolchevismo  y su instintiva desconfianza hacia las democracias parlamentarias, y donde  conspiró para desmontar lo que en las leyes quedaba aún de la Kulturkampf bismarckiana (las medidas anticatólicas de ese canciller) y para tratar de imponer al canciller Brüning un concordato global para el Reich  ---que éste rechazó, pese a ser devoto católico, por considerarlo en exceso ventajoso para las escuelas católicas y perjudicial para las protestantes---.  Al mismo tiempo, presionaba al católico Partido del Centro, a través de Ludwig Kaas, cura, ex máximo dirigente de esa organización y colaborador y amigo de Pacelli desde hacía muchos años, para que aquel aceptara una coalición con el partido de Hitler. Hay que decir que por entonces Kaas publicaba un ensayo sobre el Tratado Lateranense en el que razonaba la conveniencia, también para Alemania, de un Concordato integral y sin fisuras, como se demostraba con el buen funcionamiento, beneficioso para ambos, del pacto entre Mussolini y la Iglesia vigente desde 1922. Literalmente: “Nadie podría comprender mejor la reclamación de una ley general, como la demandada por la Iglesia, que el dictador que en su propia esfera ha establecido un edificio fascista radicalmente jerárquico, incuestionado e incuestionable” (p. 207). Defenestrado Brüning y desactivada en gran parte la capacidad de respuesta del Partido del Centro, quedaba el camino allanado para la firma del Concordato. En un escrito al partido nazi de julio de 1933, pocos meses después de la toma del poder, el Führer confesaba que un tratado entre el Vaticano y la nueva Alemania significaría el reconocimiento del Estado Nacionalsindicalista por parte de la Iglesia Católica y que eso sin duda mostraría al mundo la falsedad de la creencia de que el régimen era hostil a la religión. En una reunión ministerial un poco posterior, con una clarividencia que resultaría aterradoramente profética, declaró: “ El concordato entre el Reich y la Santa Sede concede a Alemania una oportunidad para crear un ámbito de confianza que será especialmente significativo en la urgente lucha contra la judería internacional”. (p.208)

              A partir de ese momento, y pese a que la aplicación del concordato no significó el fin del acoso  gubernamental a las organizaciones católicas, allí donde se daba una resistencia al régimen o donde los nazis juzgaban que podría darse, los acontecimientos se precipitaron ya por un camino sin retorno, pues el concordato obligaba a la Iglesia a guardar silencio, por ejemplo, ante la aprobación y puesta en práctica de la llamada Ley para la prevención de nacimientos de individuos genéticamente enfermos,  de julio del 33, que ordenaba la esterilización, cuando no el asesinato, de los que padecían ciertas enfermedades mentales y cognitivas, incluidas la ceguera y la sordera, pese a que contradecía frontalmente  la inviolabilidad de la vida humana consagrada por Pío XI en su  encíclica  Casti connubii de 1930. En abril de aquel mismo año miles de sacerdotes se vieron obligados, por las buenas o por las malas, a implicarse en una investigación burocrática antisemita, pues debieron aportar detalles de pureza de sangre facilitando al régimen datos de bautizos y matrimonios. En suma, la colaboración, forzada o no, del clero católico con el régimen nazi seguiría, impuesta por la aplicación centralizada y exclusiva del Código de Derecho canónico y del Concordato,  por las que tanto batalló Pacelli,  hasta bien entrada la guerra y acabaría implicando a la Iglesia Católica, como en menor medida a las protestantes, en el exterminio y los campos de concentración. A cambio de generosas concesiones en el terreno de la enseñanza, la Iglesia se veía con las manos atadas y en medio de una trampa mortal: reacia a quejarse de manera pública por miedo a violar los términos del concordato y a ofender a Roma ---además de que así podría aumentarse la persecución o suprimirse  las prebendas concedidas por el régimen---la jerarquía, por lo menos la parte de ella no descaradamente pronazi, buscaba en Pacelli normas sobre cómo actuar, pero éste callaba y dejaba pudrirse la situación, cuya demora iba en beneficio  de los nazis, porque los inductores del terror oficial seguían manteniendo que actuaban contra organizaciones políticas y  éstas acababan disolviéndose una tras otra bajo la presión y la violencia.

       En los capítulos siguientes  se refiere el autor a asuntos como el  viaje de Pacelli, en su calidad de secretario del Vaticano, a Estados Unidos, donde consigue sustanciosas donaciones de los católicos ricos de ese país y arranca un principio de acuerdo diplomático con Roosevelt para que éste por fin accediera a nombrar un representante ante la Santa Sede a cambio de que aquél le ayudase  a acallar la voz de un cura ultra  que desde un programa de radio clamaba contra el New Deal. O también a la participación de Pacelli en la pérdida  de la encíclica Humanis generis unitas encargada por un ya moribundo Pío XI a tres jesuitas alemanes y donde se deploraba el tradicional antisemitismo católico. El original del texto en alemán nadie lo ha visto hasta ahora, pero sí el borrador en francés descubierto al parecer por unos investigadores belgas. La cuestión es importante porque era la única ocasión en que un texto papal manifiestaba una inequívoca preocupación por la suerte de los judíos. No hay pruebas de que Pío XI diera instrucciones para su publicación, pero se sabe con certeza que entre la muerte de este Papa y el cónclave, Pacelli, ya con un poder omnímodo en el Vaticano, lo ocultó.   

         Posteriormente se remite Cornwell a las circunstancias de la elección y a la ceremonia de coronación ---digna de la de un Emperador--- de Pío XII y  a su nunca del todo aclarada participación   --dadas los muy contradictorios testimonios de los testigos y supervivientes---en el intento de complot para deponer a Hitler en los primeros días de la Guerra. El plan consistía en que Pacelli consultara a Chamberlain, a través de Neville, embajador  británico ante el Vaticano, para pedirle garantías  de una paz honorable entre las democracias y Alemania, una vez dado el golpe, cuyos principales  dirigentes eran el general Ludwig Beck, antiguo jefe de Estado Mayor del ejército, y otros altos oficiales. Y a cuestiones no menos espinosas, como el poco disimulado apoyo que ya como Papa y en plena guerra prestó Pacelli al sanguinario régimen fascista de Croacia, al silencio que mantuvo sobre el Holocausto, pese a las presiones de los Aliados, y a sus ambigüedades y ocultaciones en la célebre carta de protesta, que acabó permitiendo que se remitiera a Berlín, contra la deportación de los judíos romanos. Carta que fue auspiciada hasta por los jefes militares alemanes en la Roma ocupada, que temían un levantamiento de la población si se seguía con las deportaciones.

        Los últimos tramos del libro hacen alusión a la adecuación o aggiornamento de la política vaticana tras la guerra, ya en el contexto de la nueva relación internacional de fuerzas, a su lucha contra el entonces poderoso comunismo italiano y, en fin,a la hipócrita campaña propagandística que le presentó como Papa de la Paz, en la apoteosis de su poder personal  absoluto y su prestigio  mundial y en el marco de la Iglesia triunfante de la segunda mitad de los cuarenta y durante los cincuenta, hasta su muerte en el 59.

    







jueves, 19 de febrero de 2015

UNA DIVERTIDÍSIMA BOUTADE




















Carlo M. Cipolla. Allegro ma non troppo. Barcelona. Crítica. 2004
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      He de agradecer el haber  tenido noticia de este librito a la buena amiga que el otro día me lo prestó tras hablarme fervorosamente de él. Se trata de uno de los textos más provocativamente turbadores --- sobre todo  para la ingenuidad bien pensante--- y divertidos que a uno le han caído en las manos. Redactado a mediados de los setenta por el que fuera reputado historiador de la Economía, al parecer no con la intención de darlo a las prensas, sino de distribuirlo en edición no venal entre sus amigos, podría parecer una adecuada ilustración ampliada, por hiperbólica ironía, tanto del célebre dictamen de Einstein --- Solo existen dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy totalmente seguro de lo primero--- como de la convicción de Baroja de que la estupidez humana no tiene remedio  o del aforismo no recuerdo ahora si de Talleyrand o La Rochefoucault  o algún otro moralista francés a propósito de que la única diferencia entre los estúpidos y los malvados radica en que los primeros nunca descansan .












      El primero de los dos ensayos que forman el pequeño volumen, El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media,  es una desopilante parodia de los estudios de Historia económica, ---o por lo menos de los más convencionalmente académicos---donde con sostenida  y subyacente ironía, pero manejando hábilmente la máscara de la respetabilidad expositiva, se viene a atribuir a la escasez de pimienta las bruscas oscilaciones demográficas y la eventual  ruina económica de los reinos cristianos de Occidente en la Baja Edad Media. Pero no solo eso: casi me atrevo asegurar que es una burla de la noción misma de causalidad simplificadora que preside la hermenéutica histórica ( pues lo mismo lo podría haberse a tribuido a las oscilaciones del precio del trigo o a la desecación de los pantanos), para lo que el autor se vale de una serie de ingeniosos silogismos y aparentes asociaciones de ideas, amén de algunas formalizaciones matemáticas (ese lenguaje formalizado, el considerado más prestigioso y capaz de dar cuenta  de verdad de los hechos). Así por ejemplo, el obispo de Bremen y Pedro el Ermitaño serían los inventores del imperialismo europeo, el uno por haber excitado a los alemanes contra los eslavos y  haberlos lanzado de ese modo a la colonización del Este y el otro por haber preparado el terreno de las Cruzadas con el secreto objetivo de reabastecer a Europa de pimienta al volver a abrir las rutas comerciales con Oriente. Cipolla hace también responsable a aquella del desencadenamiento de la peste de 1348 ---especie de castigo divino por el excesivo consumo de esa especia, juzgada afrodisíaca--- y de la Guerra de los Cien Años ---esta junto con las tribulaciones matrimoniales y la rijosidad de Leonor de Aquitania y la debilidad de la nobleza inglesa por los vinos franceses---, lo mismo que de la construcción de templos y catedrales, pues los dineros de la Iglesia habrían nacido de las generosas donaciones que le hicieron los mercaderes italianos, movidos por su mala conciencia de sobrevenidos nuevos ricos  por el comercio, ni que decir tiene que sobre todo de pimienta.












         Aún más retranca trasuda el segundo ensayo, Las leyes fundamentales de la estupidez humana, cuya  lapidaria y apodíctica formulación, a modo de axiomas irrebatibles, es sin duda imitación paródica de las de la Termodinámica. Hay cinco de esas Leyes fundamentales aplicables a cuatro categorías (concebidas quizá, aunque él no lo dice, al modo de los Tipos Ideales de Max Weber) de humanos, sin posibilidad de mezcla o componenda entre los rasgos específicos de cada una de ellas: el incauto, el inteligente, el malvado y el estúpido. Puesto que este último se define como una persona que causa un daño a otra persona o grupo sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio (Tercera Ley Fundamental), es fácil imaginar cómo se define a los otros tres.  Al principio parte el autor de que los males y desastres de la Humanidad se deben  al excesivo número de individuos estúpidos, siempre una proporción parecida en todos los grupos profesionales, clases sociales y niveles de cultura. Luego, tras el enunciado de sus Leyes,  se encarga de fabricar  ad hoc una serie de modelos matemáticos que pretenden ilustrar y prever científicamente algo tan resbaladizo e inasible como el comportamiento humano, lo que me parece que solo es posible con la aceptación implícita de cosas  tan volátiles y problemáticas como  una voluntad individual soberana, una racionalidad incondicional e incluso un mito tan siniestro como el del homo oeconomicus, que como se sabe está en la base de la invención de la Economía Política en tanto ciencia, en la medida que presupone una especie de egoísmo innato en el hombre, suposición tan gratuita como interesada....que Cipolla finge aceptar. Del mismo modo ---y valga esto de inevitable corolario y me atrevo a conjeturar que acaso también de moraleja y disimulada intención de la invectiva del autor --- que se nos incita a aceptar  la inanidad y superchería de tantos presupuestos que están en la base de nuestro pretendido conocimiento del mundo. En definitiva: una provocación ingeniosa y brillante.

domingo, 8 de febrero de 2015

TÍTERES CON CABEZA

Portadas del libro El cura y los mandarines




Gregorio Morán. El cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España 1962-1996. Madrid. Akal. 2014.


            Hay que agradecer a ese francotirador que es Gregorio Morán el que, al igual que ocurriera con sus El maestro en el erial  o con Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, donde puso en tela de juicio algunos de los tópicos más por lo común admitidos sobre, respectivamente, Ortega y la militancia comunista bajo la Dictadura, con este desigual y extenso libro (800 páginas de texto más las otras 30 que albergan el copiosísimo índice onomástico, que me atrevo a suponer que son las que algunos lectores se hayan apresurado antes de nada  a consultar)  nos haya ayudado ahora a comprender, quizá  bastante mejor de lo que lo pudiera hacer un ensayo de factura más académica, las relaciones, por lo habitual perversas o non sanctas, entre el aparato de poder y el estamento intelectual en la España de las últimas décadas. Libro que, sobre exitoso ---va por la tercera edición en menos de dos meses, pues que además ha sabido encontrar el autor un título y subtítulo con el suficiente arrastre mediático, por mucho que reconozca haberlos tomado  del de una novela china del XVIII, de un llamado Wu Jingzi, y del célebre ensayo de Simone de Beauvoir ---no ha de poder menos también que, et pour cause, levantar muchas ronchas y herir algunas sensibilidades, como se suele decir de las  imágenes escabrosas y de la pornografía. No ha hecho más que  añadir morbo al asunto la circunstancia de que Planeta rompiera el precontrato de edición cuando el autor se negó, en un gesto que ni que decir tiene que le honra, a retirar las últimas 11 páginas del libro, según exigía la editorial al pensar que lo que en ellas se decía podría perjudicar sus relaciones económicas con la RAE.



            Califiqué antes el texto de desigual, pero se hace de todo punto recomendable. Aunque esté escrito con mucha mala baba y quizá por ello caiga de vez en cuando en cierta frívola  cotillería  y en más de un desmesurado  ataque ad hominem (los aficionados al anecdotario más o menos vitriólico hallarán aquí un fructífero vivero, y algunas de las citas que Morán trae a cuento, salidas de la boca o de la pluma de ciertos personajes, van de lo canallesco a  lo alucinante),  amén de que, en otro orden de cosas, a veces se olvide de los pronombres y del pertinente régimen preposicional --- (...) ahí todos coinciden, más o menos, en ese recordatorio cruel de la Guerra Civil que solo el franquismo se niega a pasar página, p. 221;  (....) el Opus triunfará creando su propia universidad en Navarra a partir de 1960, en dos etapas que ahora no merece la pena detenerse, p. 317; (...) ni los secretarios generales de los partidos dudarían en lo acertadas de estas palabras, igual que en su inanidad, p. 560---, no es menos  cierto que  maneja con criterio, habilidad y nervio narrativo una ingente información que acierta a ilustrar la tesis de fondo del ensayo, la de cómo una parte de la clase intelectual que había hecho carrera bajo el franquismo se convirtió en liberal al acercarse la Transición y cómo otra, que había hecho gala del más desaforado radicalismo gauchiste en el tardofranquismo, se mudó a un cómodo mandarinato bien instalado en las instituciones y las estructuras de poder, sobre todo a partir del triunfo electoral de los socialistas. En este sentido el libro  no va a dejar indiferente a nadie y se entiende que  resulte demoledor, en lo que atañe a ciertas carreras y prestigios, al revelar aspectos del pasado oculto o interesadamente olvidado de numerosos personajes, desde oscuros jefecillos y prominentes jerarcas del régimen hasta franquistas arrepentidos y brillantes intelectuales de la oposición. No hay operación política de camarilla, fundación de revista de importancia , campaña de propaganda oficial o cenáculo conspirador que Morán no demuestre conocer a fondo, tanto en las alcantarillas del franquismo como en la oposición democrática. Por aquí desfilan, es claro que cada uno con su radio de influencia  e interés, desde Arias Salgado, Robles Piquer o Fernández de la Mora hasta Laín Entralgo, Aranguren, Ridruejo, Cela, Juan Benet, Javier Pradera y un larguísimo etcétera.


             Morán se sitúa en el año 1962, el del contubernio de Múnich, las huelgas mineras de Asturias, la ejecución de Grimau y la llegada al poder de los Fraga, López Bravo et alii, por considerarlo significativo tanto de un cambio de tendencia u orientación en la evolución del Régimen como de un giro tímidamente modernizador y revitalizante, dentro de lo que cabía entonces, en el erial cultural del dilatado periodo franquista. Y a partir de ahí considera, para atrás y sobre todo para adelante, tanto las estrategias, movimientos y campañas de propaganda del franquismo como, tal en un orquestado baile de figurantes, la trayectoria de una variadísima gama de  políticos y escritores,  en la que coloca como hilo conductor y maestro de ceremonias a la figura de Jesús Aguirre, el cura, el que siempre, hasta su oscurecimiento final, sabría estar en el momento justo y en la ocasión adecuada, camaleónico e inefable personaje elevado aquí a la categoría de metáfora por antonomasia de mandarín, cuya vida y milagros se reconstruyen pormenorizadamente nada menos que en cinco calas ---una en cada parte de las cinco en que se divide el libro--- y con el que, como digo,  vienen a confluir o interconectar las peripecias de muchos de aquellos.

              Algunos de los 34 capítulos del libro destacan por su agudeza, profundidad de análisis y ecuanimidad. Así por ejemplo La intensa brevedad de Luis Martín Santos, pp.165-199, donde se reconstruye la brillante y exitosa, aunque cortada en plena madurez, trayectoria vital del escritor y la importancia que para la narrativa española tuvo Tiempo de silencio, mucho mayor a juicio de Morán que la que pudo tener la obra anterior de Cela, que se aborda, lo mismo que su peculiar personaje, en pp. 329-353, o la posterior de Benet , pp. 749-760. En Max Aub. Una anomalía pp. 427-455, al hilo de las circunstancias de la redacción de La gallina ciega y del cruel desengaño que le provocó su estancia en España en 1969, se rinde homenaje al gran escritor del exilio, poco leído y peor comprendido, cuya altura literaria e integridad moral son convenientemente resaltadas. Parecida justicia y reparación se lleva a cabo  en  La doble derrota de Manuel Sacristán, pp. 679-709, en que se argumenta convincentemente acerca de la altura de la obra, la honradez intelectual y la atormentada vida del filósofo barcelonés, sin duda el más grande pensador marxista español y uno de los grandes perdedores y olvidados de la cultura española reciente. En El País como parodia del intelectual colectivo pp. 541-585 cuestiona Morán, con bastante razón y considerando las luchas internas en el periódico y el tipo de vinculación con el poder político del momento, el mito de este diario como continuador de la tradición liberal de preguerra, habida cuenta sobre todo de su temprana y muy interesada canonización de la Transición y su no menos interesado olvido  del Régimen del 18 de julio.