lunes, 12 de septiembre de 2011

EL PESO DE LOS INSTINTOS


Gabriel y Galán, José Antonio. La memoria cautiva. Madrid. Alfaguara Bolsillo. 1997 . 2ª ed.




Aunque por el título y la fecha de publicación ---la primera edición data de 1981---cabría quizá pensar en un relato más acerca de la Transición y de eso que se motejó como recuperación de la memoria secuestrada por el franquismo, lo cierto es que esta novela breve trata de otra cosa bien distinta. Nada hay aquí, en primer lugar, de memoria colectiva y nada tiene que ver tampoco con fábula o alegoría política de ningún género. La memoria a que se alude resulta ser exclusivamente individual y los fantasmas que se convocan arraigan en fondos de muy otra índole, sin duda mucho más turbia e inquietante y sin concesión alguna, más bien todo lo contrario, a la edificación moral y a la conciencia ética. El relato planteará, por lo demás, a algunos lectores demasiado escrupulosos el viejo problema --- moral, no literario--- de si se puede hacer buena literatura con materiales tan poco recomendables, pero bien mirado la cuestión se responde por sí sola y hay, desde La Ilíada hasta Santuario de Faulkner para abajo, sobrados ejemplos al respecto. Si lo que de sustantivo juega ---¿qué si no?-- en la literatura es la manipulación y el tratamiento lingüístico, vaya por delante, pues, que a mi juicio vale la pena leer esta Memoria cautiva, así por la excelencia de su lenguaje como por lo relativamente insólito de su asunto.

A la manera de Tiempo de silencio o de algunas novelas de Juan Benet, el texto se estructura en 22 fragmentos sin puntos y aparte y sin numerar, separados por dobles espacios en blanco, y consiste en un largo, fluctuante y sinuoso monólogo interior en que un anciano innominado, en el espacio de unas pocas horas de un 31 de diciembre, al borde ya de la extinción y aquejado de múltiples males, entre los que no figura como el menor una dolorosa y humillante cojera en la pierna derecha, levanta acta de su existencia o, para decirlo con sus palabras y con una metáfora que no da lugar a equívocos, abre "el absceso de la vejez irremediable" (pág.17)

El monólogo parece adaptarse además a la perfección en cuanto la materia narrada, por cuanto incluye bien meditados cambios de ritmo sintáctico en función de aquella, y así se vuelca de modo más rápido y sincopado, como para resaltar el nerviosismo y el peligro, con frase corta y ausencia de nexos, en las partes en que la voz y el sujeto que ahí hablan parecen sentirse más inseguros o agredidos por las circunstancias externas --- pp- 60-61, donde se cuentan las bromas crueles y las sevicias a que somete al narrador un grupo de jovenzuelos borrachos--- y de manera más lenta, con el tono más abstracto y raciocinante que brinda la abundancia de cláusulas subordinadas, en aquellos fragmentos en que el anciano se diría que intenta justificar sus obsesiones --- pp. 30-31, donde describe con pormenor el rito matutino de la defecación, las consoladoras ensoñaciones que para él lleva aparejadas y el placer que le provoca el olor de las propias heces---. Hay varios motivos que comparecen de manera recurrente, el agudo llanto de niño que el narrador siente casi de continuo y que le rompe las meninges, la metáfora de la vida como una partida de ajedrez en la que se pierde o se gana ---"el tablero de ajedrez está ya sentenciado" (pág.110)--- y la visión del mundo como mentira necesaria, que el narrador compara repetidas veces con los relatos de los descubrimientos africanos de Stanley y Livingstone.

Con la frialdad analítica de un héroe sadiano y con un profuso recurso a la escatología y el humor negro, el viejo evoca las psicopatías, perversiones y desarreglos que han constituido su vida, desde las torturas y maltratos que ha infligido a su mujer (a la que, por supuesto, dice querer apasionadamente), a la que ha mantenido encerrada en casa largas temporadas, la sombra tiránica de la madre, que le impidió ser un niño normal y le ha hecho odiar a todas las mujeres, su voyeurismo exhibicionista (espía a los vecinos, sobre todo al notario que vive enfrente y que resulta no ser tampoco moralmente ejemplar) y su cultivo, sin importarle la situación y los convencionalismos sociales, de lo que califica de "pequeños placeres de la vida" (pág. 26) como meterse el dedo en la nariz o tirarse pedos, "pequeños goces que en bloque no eran en absoluto despreciables y que llegaron a obsesionarme como la más sublime manifestación de la libertad" (ibid.) . Nada deja al margen de su rencor y su misantropía, como si con este "ejercicio de vagabundeo senil" (pág. 83), este "feto que flota en mi cabeza" (pág. 98) devolviera al mundo el horror y la miseria que, paradójica y ambiguamente, y esto es lo que más sorprende , esta olímpica gratuidad en la catadura del personaje, reconoce y no reconoceno haber recibido él: hay "un orden carcelario que me avasalla", hay también "un pánico que avanza como una división Panzer" , sí, pero "yo jamás sufrí persecución por la justicia ni por la injusticia" (pág. 31).