martes, 9 de septiembre de 2014

ENSEÑANZAS DE LA EDAD





Antonio Martínez Sarrión. Poeta en diwan. Barcelona. Tusquets. 2004.

         De entre aquellos  llamados en su día novísimos es Sarrión uno de los pocos que ha seguido publicando versos con cierta regularidad (algunos, como Azúa, han dejado de cultivar la poesía, otros, como J.M. Álvarez, no hacen sino repetirse a sí mismos, y otros, como Panero y Vázquez Montalbán, han dejado ya este mundo) y ésta es,  que yo sepa, su última entrega. Al año siguiente, 2005, vio la luz una antología de su producción, que no  conozco, Última fe,con prólogo de Ángel Prieto de Paula. El poeta ha ido abandonando poco a poco, con claridad desde Horizonte desde la rada,1983, lo más caedizo y coyuntural de aquella estética  más o menos vanguardista y común a todos ellos (acumulación de imágenes ilógicas de matriz surreal, ausencia de signos de puntuación, fuentes principales de inspiración en los mitos de la cultura de masas, el cine, y el universo pop) y centrándose en lo más esencial y propio de su imaginación y su visión del mundo, que por lo demás ya apuntaba en sus primeras contribuciones.

           Este Poeta en Diwan prolonga y recapitula los modos de escritura que ya estaban presentes en Cordura, 1999, que apuntaban a una poesía de dicción seca, algo abrupta, de muy enraizado estoicismo, con mucho background moral y con mucha autoironía en el tratamiento del propio personaje poético y en donde las enseñanzas de la edad y los inevitables desengaños se transfiguran en un como poso o sedimento de resignada aceptación lúcida, acaso ese fondo de sentencioso sentido común de campesino manchego. Poesía intelectual, sí, que se desenvuelve con soltura e ironía en la historia de las ideas ---el poema Pruebas, p. 57 sería un buen ejemplo---  plena de sabiduría libresca y de la otra, pero no poesía de intelectual, no al modo del homme de lettres que hace versos, tipo Octavio Paz (mucho mejor ensayista que poeta) o, salvando las distancias, Álvarez o Carnero entre los de su generación, sino de poeta, por mucho que él, no sé si con algo de falsa modestia, la pretenda menor  y artesana, y esta idea del poeta como modesto artesano de la palabra aparece  como con sordina y un peu partout en estos versos y de modo más claro en composiciones como Alquimia del verbo (p. 101) .

             El poemario, de composiciones en su mayoría breves y cuyo título deriva evidentemente de Goethe, se distribuye en dos partes bien diferenciadas y si en la primera , Diwan de Occidente, los versos apuntan a las miserias e imposiciones, pero también las ventajas, de la senectud, y se debaten con la aleteante sombra de la muerte, en la segunda , Diwan de Oriente, trata de acercarse Sarrión a otras tradiciones, sobre todo la oriental, y reproducir, como él mismo dice en la Nota final, algo de su intensidad, tersura, misterio y trascendida concreción, intentando "que no se perdieran del todo en mis versos", objetivo que a mi juicio consigue  por ejemplo en los dos haikus de la p. 129 y en Cortejo y fuga de la 139.  Maneja Sarrión un castellano jugoso y riquísimo, así en sus inflexiones sintácticas como en sus reverberaciones léxicas, llenas a menudo ambas de resonancias clásicas, en el sentido de fieles a la tradición y al genio de la lengua (y véase a este propósito su espléndida trilogía memorialística, sobre todo las dos primeras entregas, para mí de lo mejor que se ha hecho en las últimas décadas en ese género).

      Virtudes que son asimismo bien perceptibles en esta poesía y que han sido las que me han hecho recomendable y placentera la relectura de este poemario, en la que se  opta mayormente por la silva blanca, la polimetría y la composición en heptasílabos en menor medida y en la que solo ocasionalmente echa mano de la asonancia, como en Enramada (p.75),  en la que se usan con igual maestría variedad de registros, tonos y motivos, desde el exabrupto (Vocaciones tardías, pp.71-72) hasta la autoironía (Confidencia, p.99),  la ácida autobiografía poética ( Juventud y confusiones, pp. 95-96) o la amable cotidianidad, de latente y refrenada ternura ( Duendes domésticos, pp.88-89) y donde se mezclan sin conflicto el ocasional lujo verbal y el estallido de la metáfora audaz y novedosa (" las banderas en llamas/ y los altos castillos estrellados y en vilo" que se dice del Surrealismo en p. 67, Medallones: René Crevel, o ese "nasal disparate de los grajos" de El mismo esplendor, p. 69) con el prosaísmo más neto ("Respecto al resultado/ el lector juzgará", p. 103)

        Pero creo que cuando Sarrión logra resultados más felices es en la evocación desmitificadora de los escenarios y sueños de la infancia y juventud, como ocurre de manera eminente en Pobres estrellas apagadas, pp.49-50, recuerdo de una tal Lolita Garrido que fuera reina --hoy no se acuerda de ella ni su padre--de la canción sentimental en los cuarenta y que al sujeto  poético le hace decir "Todavía me calientan los fulgores/y me pone esa voz/ en languidez prepúber y de pecado a solas" y en alguno de los  medallones aquí incluidos, como el dedicado a Gabriel Ferrater, pp.55-6, algo cruel y sin ningún tipo de concesiones, menos piadoso en todo caso que los que en su día dedicaron al suicida de Reus sus amigos Gil de Biedma y J:M: Valverde: "Echaba mano entonces/ al vaso de ginebra/ Y cosa comprensible,/se alargaban sus límites,/se alargaban las esclusas (y las reglas)/ pero huían las chicas". Un buen resumen del tono general del libro lo constituiría el breve poema final, que pese a basarse en un tópico creo que acierta con ese desprendimiento e impasibilidad propios de un convincente y sensato epitafio y que no me resisto, para acabar esta reseña, a copiar aquí: "Que devoren tus restos las aves carroñeras,/ te deshagas al fondo de una tumba/ o que tu cuerpo quemen en la pira,/¿no es igual de sensato y acordado?".