Molina Foix, Vicente. El abrecartas. Barcelona. Anagrama.2006
Lo primero que llama la atención en esta extensa --más de 400 páginas--- y muy celebrada novela ---en 2007 se le concedió el Premio Nacional de Narrativa, aunque esto no tiene por qué constituir garantía de calidad alguna--- es lo original de su disposición estructural y la notable habilidad con que Molina ha sabido desarrollarla hasta hacerla literariamente creíble: formada a base del intercambio de docenas de cartas entre una serie de personajes ligados con maña y sutileza unos a otros en un cañamazo de voces narrativas, colocadas a modo de piezas de un mecanismo relojero cuya urdimbre ha de ir el lector descubriendo poco a poco, a medida que avanza la lectura, hasta que al final se ilumina todo el puzzle. Nada importa que algunos de esos personajes, como Lorca, Aleixandre, Miguel Hernández, Eugenio D'Ors y un extenso etcétera sean, tal como se dice, "históricos", y que otros vengan de la inventiva del autor: unos y otros funcionan aquí o intentan hacerlo como entes narrativos, soportes de voces que apuntan cada uno a su particular mundo evocado, a su estatuto subjetivo y a su trayectoria vital. En este sentido El abrecartas no es una novela histórica (y este me parece uno de los méritos, y no de los menores, del libro, el haber sabido evitar el peligro, siempre latente en una novela de este tipo, de convertirse en una galería de fantasmas), por mucho que todo un periodo de la historia de España, el que va de los años veinte del pasado siglo hasta ahora mismo, comparezca como fondo del tapiz, sino una novela sobre un puñado de vidas truncadas y abocadas a un destino trágico.
Las primeras cartas son las que Rafael González Sanahuja, niño pobre compañero de escuela de primeras letras de Lorca, envía a éste desde la admiración distante y un tanto conmovedoramente ingenua que le generan sus propios y semisecretos anhelos de convertirse en escritor. Este Rafael viene a ser el primer eslabón de la cadena que abrirá paso, como digo, a una larga sucesión de corresponsales, en primer lugar dos que resultan ser de los más proteicos y de más enjundia, espesor y firme trazado del libro, hasta el punto de que bien puede decirse que viven en él varias vidas diferentes: la prima de aquel, Sefetilla, humilde maestra en los años republicanos, después locutora radiofónica de novelones sentimentales y al final insospechada escritora de éxito, y Alfonso Enríquez, profesor universitario de izquierdas desde su primera juventud, luego represaliado por el franquismo, liberado gracias a una casualidad, exiliado de lujo en una universidad suiza---lo que da pie a la entrada en liza de otro personaje conmovedor, Angelico--- hasta concluir, desengañado y desligado de cualquier vínculo con la cultura, dando tumbos por el norte de Africa y por Latinoamérica. Ambos personajes acabarán además resolviendo algunas de las claves cifradas o detalles semiocultos de la novela, así el destino de una pieza teatral, presuntamente desaparecida, de Cernuda, o el papel escrito que cierta esposa deja a su marido cuando decide abandonarlo, y forman, junto a la actriz Manuela Riera ---personaje sin embargo mucho más desdibujado---un extraño triángulo amoroso que es uno de los ejes vertebradores del relato.
Lo primero que llama la atención en esta extensa --más de 400 páginas--- y muy celebrada novela ---en 2007 se le concedió el Premio Nacional de Narrativa, aunque esto no tiene por qué constituir garantía de calidad alguna--- es lo original de su disposición estructural y la notable habilidad con que Molina ha sabido desarrollarla hasta hacerla literariamente creíble: formada a base del intercambio de docenas de cartas entre una serie de personajes ligados con maña y sutileza unos a otros en un cañamazo de voces narrativas, colocadas a modo de piezas de un mecanismo relojero cuya urdimbre ha de ir el lector descubriendo poco a poco, a medida que avanza la lectura, hasta que al final se ilumina todo el puzzle. Nada importa que algunos de esos personajes, como Lorca, Aleixandre, Miguel Hernández, Eugenio D'Ors y un extenso etcétera sean, tal como se dice, "históricos", y que otros vengan de la inventiva del autor: unos y otros funcionan aquí o intentan hacerlo como entes narrativos, soportes de voces que apuntan cada uno a su particular mundo evocado, a su estatuto subjetivo y a su trayectoria vital. En este sentido El abrecartas no es una novela histórica (y este me parece uno de los méritos, y no de los menores, del libro, el haber sabido evitar el peligro, siempre latente en una novela de este tipo, de convertirse en una galería de fantasmas), por mucho que todo un periodo de la historia de España, el que va de los años veinte del pasado siglo hasta ahora mismo, comparezca como fondo del tapiz, sino una novela sobre un puñado de vidas truncadas y abocadas a un destino trágico.
Las primeras cartas son las que Rafael González Sanahuja, niño pobre compañero de escuela de primeras letras de Lorca, envía a éste desde la admiración distante y un tanto conmovedoramente ingenua que le generan sus propios y semisecretos anhelos de convertirse en escritor. Este Rafael viene a ser el primer eslabón de la cadena que abrirá paso, como digo, a una larga sucesión de corresponsales, en primer lugar dos que resultan ser de los más proteicos y de más enjundia, espesor y firme trazado del libro, hasta el punto de que bien puede decirse que viven en él varias vidas diferentes: la prima de aquel, Sefetilla, humilde maestra en los años republicanos, después locutora radiofónica de novelones sentimentales y al final insospechada escritora de éxito, y Alfonso Enríquez, profesor universitario de izquierdas desde su primera juventud, luego represaliado por el franquismo, liberado gracias a una casualidad, exiliado de lujo en una universidad suiza---lo que da pie a la entrada en liza de otro personaje conmovedor, Angelico--- hasta concluir, desengañado y desligado de cualquier vínculo con la cultura, dando tumbos por el norte de Africa y por Latinoamérica. Ambos personajes acabarán además resolviendo algunas de las claves cifradas o detalles semiocultos de la novela, así el destino de una pieza teatral, presuntamente desaparecida, de Cernuda, o el papel escrito que cierta esposa deja a su marido cuando decide abandonarlo, y forman, junto a la actriz Manuela Riera ---personaje sin embargo mucho más desdibujado---un extraño triángulo amoroso que es uno de los ejes vertebradores del relato.
Pero el mayor hallazgo del libro, en cuanto a creación lingüística, verosimilitud y decoro de la voz narrativa, me parece el personaje del censor y policía político Trinidad López Douce --- Ramiro Fonseca en los puntillosos informes que envía a sus superiores--- desgarrado por el rencor y la mala conciencia y condenado a una existencia esquizofrénica que acabará aniquilándolo. Fonseca es el pretexto para que el autor, además de hacerlo reaparecer, en un final golpe de efecto, a la conclusión del relato, no solo lleve a cabo una muy eficaz parodia de la prosa plúmbea y amazacotada del lenguaje policíaco-administrativa, que da a menudo en efectos desopilantes ---"Se ha podido igualmente averiguar que estando la casa propiedad del Sr. D'Ors (...) adosada a una antigua ermita, el Obispado de Barcelona intervino hace unos meses ordenando tapiar la ventna interior que comunicaba directamente el dormitorio de Don Eugenio con la capilla de la ermita, en prevención de que, hallándose expuesto el Altísimo en el altar, hubiese simultáneamente una ocupación concupiscente del lecho, dado que, aun en su acvanzada edad, el escritor mantiene relaciones venéreas con varias de las señoras a él devotas" (p. 94)---, sino para que también demuestre su habilidad para el cambio de registro congruente con la transformación del personaje, como se demuestra en la larga misiva (pp. 375-390) que el policía arrepentido dirige, a modo de desnudamiento o autoanálisis, a sus antiguas víctimas, a las que tenía que vigilar y delatar " (...) a todos, mis perseguidos y odiados, mis envidiados, mis perjudicados, mis perjudicadores, mis encartados, a vosotros os cuento, ahora que ya no sirve, mi verdad, lo poco o nada de Trinidad López Douce que hubo en Ramiro Fonseca, ese espantajo que yo creé, no para sobrevivir trampeando, que es lo que podría parecer, sino para matar al que dentro de mí se odiaba a sí mismo" (p. 377).
El hecho de que entre los aspectos más flojos o menos felices de El abrecartas cabría citar el que no de todos los personajes podría decirse lo mismo que de los antecitados, toda vez que algunos se me antojan forzados por demasiado planos o previsibles, así los jóvenes conspiradores antifranquistas (pp.227-272) de los sesenta y setenta, mundo que Molina ya había tratado en una anterior entrega, La quincena soviética, o el ambiente de la intelectualidad republicana en torno a figurantes como Alberti o María Teresa León, o de que el autor se haya dejado llevar un tanto por el cotilleo de mundillo literario en el relato pormenorizado del affaire amoroso entre Vicente Aleixandre y Andrés Acero (pp. 123-146), aun cuando el retrato del poeta sea fiel a la fama de humanidad y bonhomía que todos le han atribuido, no obsta para considerar el libro que comentamos como un título mayor de la novelística española de estos últimos años y un más que logrado experimento narrativo.