lunes, 26 de septiembre de 2011

EL ESPACIO DEL MAL




Fonollosa, J.M. Ciudad del hombre: Nueva York. Barcelona. Quaderns Crema. 1996.



He de empezar reconociendo que la lectura de este singular y origínalísimo poemario, bastante insólito en el panorama de la lírica española de las últimas décadas, no ha dejado de provocarme algún desconcierto y desazón. En el breve pero sustantivo prólogo de Gimferrer que precede a esta edición, y puestos a buscar parecidos, se emparenta a esta poesía con las de Ferrater y Blas de Otero. Si algo hay, en efecto, en el fraseo y en el tono narrativo, ya que no en la soterrada ternura, que puede vincular a Fonollosa con el primero, la relación con el segundo me parece más traída por los pelos.





Fonollosa (1922-1991) fue un poeta semisecreto y solitario que hubo de esperar hasta sus años finales para adquirir algo de notoriedad en los medios literarios, tras su regreso a Barcelona luego de una larga estancia en Cuba y Nueva York. Aun cuando el nombre de esta ciudad aparezca en el título y aunque los de algunos de sus calles y plazas hayan servido para titular los poemas, lo cierto es que la referencia o la analogía ---salvo una alusión al jazz y a los negros norteamericanos en West 52 Street (pp. 97-98)---no van mucho más allá, en el sentido de que la viñeta narrativa o la anécdota que encierran cada una de estas composiciones podrían haberse dado en cualquier otra metrópoli moderna. El libro constituye sin duda un avatar más en la larga línea que desde Poe y Baudelaire ha focalizado la voz poética en la gran urbe de la modernidad, línea que ha tenido ilustres continuadores en, entre otros muchos, el París de Balzac, el Berlín de Benjamin, la Lisboa de Pessoa o el Nueva York de Lorca, cuyo aire y cuyo espíritu, aunque en absoluto en este caso su lenguaje e imaginería, es casi inevitable que resuenen no obstante en la memoria del lector.



Nueva York se toma evidentemente aquí como símbolo y epítome de eso en lo que ha venido a parar la civilización moderna en este desdichado reino de los hombres. La disgregación , el vacío y la deriva del hombre contemporáneo es sin duda el tema de estos versos, y en este sentido la metrópoli resulta ser una creación humana, demasiado humana. Al fondo comparecen siempre la violencia y la agresividad latente en el medio urbano, las prisas de los transeúntes, el patético arañazo de la soledad entre las multitudes, la neurosis --- y la ambigua atracción-- del neón, de los callejones sombríos y malolientes y del ruido enloquecedor de los coches en las grandes avenidas.



Todos los poemas van en endecasílabos blancos, el verso que en la tradición castellana parece adecuarse más a una intención didáctica y expositiva, salvo el poema de la página 81, asonantado en los pares, y el soneto de la 89, urdido para burlarse, si bien con no demasiada gracia, de las constricciones que impone esta forma estrófica. El tono de prosaísmo coloquialista se compensa con un uso bastante sistemático del encabalgamiento y de la disposición paralelística de no pocas composiciones, y no deja de sorprender también el recurso de vez en cuando al hipérbaton (" Que no estoy preparado eso demuestra", pág. 106, "como su fruto suelta generoso", pág. 117) en estos versos, por lo demás, como digo, casi desnudos de cualquier aderezo metafórico ( tan solo en el poema de las pág. 104-105 se intenta un tipo de imaginería hermética y surreal). Pese a que hay, en otro orden de cosas, imperfecciones menores, del tipo de algún que otro verso mal ritmado ( " no pude siquiera encogerme de hombros", pág. 25, con acento en quinta), o hipermétrico( salvo que sea una errata ,"se esconden con sus bienes más apreciados", pág. 117, tiene doce sílabas), además de una molesta utilización de los posesivos en contextos, como los que hacen referencia a las partes del cuerpo, que el español no tolera, aquellas no llegan a afectar a la ambivalente fascinación que el libro provoca.



Un pesimismo desconsolado, radical y casi metafísico atraviesa todo el poemario, que se basa en una dicción seca y gélida y en un tono diríase que apodíctico, como de dicho fulminante y definitivo, pero las voces que en estos versos hablan resultan ser plurales y en ocasiones incluso contradictorias. Si a menudo revelan la impávida amoralidad de un héroe sadiano, que no solo pone en la picota los valores morales considerados sacrosantos por el orden social, sino que también parece consagrar toda una estetización del crimen y de la transgresión, otras veces se hace un lugar al matiz y a la comprensión (así, por ejemplo, si el poema de la página 53, Mercer Street, se acoge al prejuicio antifemista más resobado y casposo, en el de las 56-57, Prince Street, se reconoce honradamente la tradicional opresión de las mujeres y la prepotencia y las miserias del sexo dominador). Predominan no obstante los casos en que se celebra y justifica el maltrato sexual, la crueldad gratuita, el rencor, la venganza, la idolatría del dinero o el ansia de notoriedad a cualquier precio, de modo que hacen acto de presencia aquí el proxeneta, el matón, el asesino por diversión, por hastío o, lo que es aún peor, por una especie de convicción o postulado filosófico. Una lectura, en suma, si no demasiado edificante, sí recomendable.