Jaime D. Parra. El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot. Planeta. Barcelona. 2001
Cirlot (1916-1973) fue no solo poeta. De formación y vocación al principio musicales, fue hombre de insaciable curiosidad intelectual y descolló en campos tan variados como la Etnología y la Historia de las Religiones, la Crítica de Arte, la Musicología y la Simbología ( su Diccionario de Símbolos, de 1957, con ediciones aumentadas posteriores, es todavía hoy una utilísima obra de referencia traducida a todas las lenguas cultas).
A estos múltiples intereses de Cirlot aplica su cuidadoso análisis y consideración el libro de Parra, distribuyendo la materia entre los distintos ensayos con hábil criterio y con vasto acopio de datos, aparato crítico y bibliografía exhaustiva. Así, en el primero de los ensayos, Cirlot y su tiempo, da cuenta de las orientaciones iniciales, de la posterior trayectoria y del entorno del escritor, que sin abandonar nunca el cultivo de la poesía (llegó a publicar más de medio centenar de libros de versos, aunque con ritmos muy distintos) tuvo unos inicios musicales (compuso en su juventud algunas piezas, en la estela del atonalismo y la música dodecafónica, hoy casi todas perdidas) desde su pertenencia al Círculo Manuel de Falla del Instituto Francés de Barcelona y su temprana dedicación a la crítica de arte en el grupo Dau al Set, los artistas plásticos que se agrupaban en torno a Tápies, Ciuxart y otros, y a escribir numerosos trabajos y artículos en esta materia, sobre el arte abstracto, el arte catalán del siglo XX y las Vanguardias, como Joan Miró (1949), El arte de Gaudí (1950) o La pintura abstracta (1952). De esta época es también El estilo del siglo XX (1952), ensayo muy documentado y sugestivo donde examina con penetración la modernidad, desde el cine y la moda hasta la música y la danza, y atribuye al espíritu del siglo las notas distintivas de rapidez, fragmentación, especialización y desesperanza. A partir de mediados de la década de los cincuenta Cirlot orientó su interés especial al estudio de los símbolos y el esoterismo, bajo el magisterio y con el acicate de maestros como Asín Palacios, Cansinos Assens, Zimmer, Jung y sobre todo Marius Schneider, al que conoció personalmente y que le abriría el camino para la redacción del antecitado Diccionario de 1958. En sus últimos años Cirlot se dedica sobre todo a la poesía hasta culminar el ciclo de Bronwyn (1967-1972) y al sufismo, mientras que en la crítica de arte ---aunque publicó en esos años un menor número de trabajos--- se aplicó tanto a los tiempos pasados--- Pintura gótica europea (1969)--- como recientes ---Picasso, el nacimiento de un genio (1972).
El segundo de los ensayos se dedica a mostrar cómo el tema o núcleo central en la obra de Cirlot tanto en la poesía como en la crítica y erudición fue la búsqueda del centro ---imagen esta que, intuída a partir de la música de Alexandre Scriabin, de las formas atonales y dodecafónicas de Schönberg, de la poesía de Nerval y de Blake, así como de su peculiar lectura del Surrealismo, ante todo de la noción de imán de los Champs Magnétiques de Breton, que atrae y repele a la vez, creando zonas de rechazo y atracción apasionadas--- será sin duda la más reiterada e insistente en él, una especie de visión ya prefigurada en sus libros primeros de poesía como En la En la llama (1945) y luego más visible en El palacio de plata (1955) y en Bronwyn. De aquel libro son los siguientes endecasílabos, buena prueba también de su vibrante y apasionada imaginería : “ El palacio de plata resplandece/ en medio de las aguas del abismo/ y las coronas arden con dulzura./ Y la dorada rueda de las rosas/ levanta su cabeza de aire blanco/ El árbol infinito de la sangre/ atraviesa la roca transparente/ La noche abre sus ojos de fulgor/ sus letras de cristales que respiran. /de la calma del centro nacen llamas”(pág.44) En el Diccionario de Símbolos se dice en la entrada Centro: “ El paso de la circunferencia a su centro equivale al paso de lo exterior a lo interior, de la forma a la contemplación, de la multiplicidad a la unidad, del espacio a lo inespacial, del tiempo a lo intemporal. Con todos los símbolos del centro místico se intenta dar al hombre el sentido del estado paradisíaco primordial y enseñarle a identificarse con el principio supremo” (cit. por Parra en pág. 38). El centro constituye para él pues una fijación, una confluencia de ítems de variada procedencia mítica y simbólica que acaba concretándose, en su última etapa poética, en una mística casi obsesiva, en una especie de trascendencia: “Lo que llamo Bronwyn es el centro del lugar que desde la muerte se prepara para resucitar; es lo que renace eternamente”. Cirlot aisló definitivamente esa idea de centro cuando tuvo la revelación de Bronwyn al ver la película de Franklin Schaffner El señor de la guerra y en ella la interpretación que hace la actriz Rosemary Forsyth y según vino a explicar en repetidas ocasiones se enfrentó con un ente imaginario con una fuerza y capacidad de imposición mayores que su fuera real, pues a la postre lo que descubren los entes imaginarios es que todos lo son y que solo una mínima diferencia de grado los separan de la llamada realidad. El poeta ha creído encontrar el más radiante de los centros, eje de su mundo simbólico y moral, en esa imago femenina, dispensadora de claridad y de verdad, en la que focaliza el Tú de su poesía amorosa última. Bronwyn es un universo que se teje en torno a un espacio hierofánico y a las relaciones entre al pareja agonal del caballero y la doncella, sus funciones y sus metamorfosis, de donde surgen agrupaciones de símbolos recurrentes--- la torre redonda, el lago, el bosque, el anillo, etc,--- con toda una escala de orden ascensional y transformativo, que le sirvió además para plasmar, idealizándolo, el mundo heroico-medieval que le era particularmente querido.
En el ensayo Cine y creación poética toma en consideración Parra, siguiendo en lo esencial a Sánchez Vidal, las relaciones de Cirlot con el cine de Buñuel y la estética surrealista, muy estrechas en su juventud, cuando el poeta vivió en Zaragoza, conoció a Alfonso Buñuel y se imbuyó, bajo su guía, de Surrealismo, pues tuvo acceso a la espléndida biblioteca que con fondos sobre todo franceses custodiaba el hermano del cineasta. Del Surrealismo, del cinematográfico de Buñuel en Un chien andalou y de la influencia del luego inspirador del Postismo Carlos Edmundo de Ory y de Miguel Labordeta tomará Cirlot buena parte de su violenta imaginación verbal de esa época, cuando en realidad era aún un escritor primerizo y no del todo formado (“Espinas y alfileres se clavan en mi boca/ con diademas de llanto coronan mi cintura/ Esperan mis palabras con hoces y cuchillos”, dirá en el antecitado En la llama,) así como la técnica del collage ---el intento de ligar lo que es dispar---y la poética de la fragmentación ---esto es, la reivindicación de todo lo que suponga un desarreglo de los sentidos, la explotación del encuentro fortuito de elementos heterogéneos que pueden provocar visiones sorpresivas y alucinadas. Lo que Cirlot aprendió de la estética surrealista fue la rebelión moral que supone el uso de las imágenes como un acto de subversión y denuncia, y aunque acabó separándose de la ortodoxia de la escuela y moderando mucho su lenguaje, los modos de la escritura surrealista dejaron, en fin, su huella en no pocas zonas de su obra . Considérese, por ejemplo, la llamada enumeración caótica, al estilo de Neruda y su Residencia en la Tierra, en este caso llena de simultaneísmos, de su Elegía a Charlot: “Advierto coches viejísimos, residuos,/palomas destruidas, vidrios sordos,/ con agua temblorosa y crisantemos./ También contemplo jóvenes vestidas/ con harapientas ropas celestes/ de un doliente rumor indefinible”.
En otro ensayo explora el autor la influencia de cine como lenguaje en la obra y la visión del mundo de Cirlot. Del cine no surrealista, en concreto de El gabinete del Doctor Caligari y de Nosferatu, de Wiene y Murnau respectivamente, de la simbología de las adaptaciones de Shakespeare llevada a cabo por Lawrence Olivier y sobre todo la citada película de Schaffner. En estas dos últimas Cirlot creyó entrever una experiencia de lo sagrado, que él interpretó a la luz de cierto gnosticismo, del Evangelio de San Juan y del catarismo en lo que tienen de planteamiento de una situación de extrañamiento del mundo, de conciencia de extranjería en esta tierra, en la que él se consideraba un caído. Así leyó el Hamlet de Olivier de 1948. Esta película “produjo tal transtorno en mi vida espiritual como jamás lo hubo. Podría decirse que esa visión (contemplación e intelección de un drama que en el fondo es el drama gnóstico de la criatura arrojada a un mundo en el que la madre-materia está entregada al demiurgo-mal) me renovó de raíz”(pág.78). El drama consistía para Cirlot, y es fácil comprobar hasta qué punto se proyectaba en sus propios mitos, en tener que ser lo que no se es, y la ficción de Shakespeare le brindaba la ocasión idónea: la madre unida al asesino del padre (madre-materia) y el segundo padre, el falso (demiurgo), sentado en el trono usurpado. Hamlet será así pues una especie de mito gnóstico, certeza a la que Cirlot dijo haber llegado a través del estudio de una cadena de herejías, cátaros, albigenses etc.—y por lo que llamaba resurgencia interior. Respecto a El Señor de la Guerra ya se ha dicho cómo Cirlot halló toda una cosmogonía mística que desde que vio la película por primera vez anduvo desarrollando muchos años, puesto que acabó relacionando a Bronwyn con la que Wagner llamó “mensajera del más allá”, con la Daena de la tradición mística persa, con la mitología céltica ---a la que de todos modos la película es bastante fiel--- y con el ánima de Jung . Bronwyn sería en definitiva “el llamamiento de la vida cuando se está muerto” (pág. 83). La ambientación de la película, en una región pantanosa del Brabante del año 1000, en tiempos de Guillermo el Conquistador, y el encuentro de un caballero normando, Chrysagón de la Cruz, y de la doncella céltica Bronwyn, que viven una apasionada historia de amor, donde la protagonista femenina podría equipararse a todos los aspectos femeninos del cielo y la tierra ---Eva rediviva, Isis, la Magna Mater, Juno, Venus, Diana etc---aspecto que posibilitó el enriquecimiento del mito y facilitó la proyección casi obsesiva de Cirlot en una figura o imago femenina, la gran mediadora, hasta su ascensión y transfiguración final , en una especie de imagen-máscara que está en el fondo, ya se ha mencionado, de su poesía amorosa última hasta sus extraordinarios 44 Sonetos de amor (1973). En los versos de Bronwyn aparece primero como una muchacha rubia y después como princesa, reina y finalmente diosa, figura metamórfica y transcultural que surgiendo del paganismo céltico enlazará con los universos gnósticos del judaísmo, el cristianismo y el sufismo.
El ensayo Kábala y poesía remite a la huella de aquella interpretación esotérica de la Biblia, de Llull a Abraham Abulafia, en la Weltanschuung de Cirlot y de cómo este tomó la intuición de la llamada poesía permutatoria mezclando el letrismo cabalístico de Abulafia y el dodecafonismo de Schönberg. Atribuyendo un valor a cada letra y a cada nota musical, el uso más sencillo de esta técnica se da cuando “se eliminan fragmentos, palabras y versos según la necesidad interna de cada combinación” (p. 97), como el poeta hizo en su Homenaje a Bécquer (1954) y su continuación de 1971, y un uso algo más complejo y sistemático en Bronwyn VII (1969) y en Bronwyn, permutaciones,(1970), libro este al que está dedicado esencialmente el ensayo siguiente, La música como base ordenadora, en el que se intenta una evaluación de la obra estrictamente musical de Cirlot apoyándose en los comentarios que en su día suscitaron sus piezas antes de que el autor destruyera las partituras y cambiara el pentagrama por los versos. A partir de una muy libre interpretación de las ideas musicales de Scriabin, de Schönberg y de Stravisnski trató Cirlot de aplicar sus sistema de permutaciones ( un ejemplo práctico de las cuales aparece reproducido en las pp. 123-25). El atonalismo y el dodecafonismo sirvieron a Cirlot para fundamentar una escritura torturada de raíz expresionista, una vena delirante y eléctrica y una estética del desvarío que él veía en artistas como Van Gogh, Munch, Trakl y otros y que le llevará a tentar los estados-límite, eso que Rudolf Otto llamó en su libro Lo santo “sacrum tremendum”, una actitud ante la divinidad (y Bronwyn es La Dios) caracterizada por la fascinación y el terror ante el amor, ante su tremendum, porque la belleza que lo suscita y alimenta revela el mismo origen terrorífico, aspecto que en Cirlot va incluso más allá del romanticismo más exagerado, como se trasluce leyendo los citados 44 Sonetos, donde abundan las imágenes autodestructivas y semimasoquistas.
Estructuras de la aliteración se refiere al interés de Cirlot por la versificación céltico-germánica, basada, como se sabe, en la aliteración más o menos sistemática (aspecto que también fascinaba a Borges, por ejemplo). Este recurso es más bien escaso en la tradición poética española y románica en general, pero muy frecuente en la poesía de Cirlot a juzgar por la cantidad de ejemplos que Parra nos cita, algunos relativamente sencillos (“helecho/ el hecho/ el lecho” (p.135) y otros más complejos(“tú/ su/mida/ en la no vida/mí/sí/perdida” (p.137) donde aparte de la preeminencia fónica de la i hallamos la rima interna –ida (eco) y la inversión no-sí, o este otro, más dislocado “Ro/to to/do/ Bronwyn/ so/ lo lo/ no,” donde, apunta Parra, “la homofonía vocálica” ---supongo que quiere decir “repetición”--- “de la o podría asociarse con el simbolismo del círculo, como en Blake, pero también con la sílaba OM (=AUM donde A corresponde a la conservación y U a la destrucción”) (p-138). Se aducen también casos más convencionales del tipo de “Bronwyn de los brumosos de Brabante/ bosques donde la búsqueda no vuelve (p. 148) o el tomado también de este ciclo poético que empieza “los cisnes son las alas de las almas,”, en que Cirlot acumula una desmesurada cantidad de apariciones de la palatal /l/ y muchísimas repeticiones de las palabras ángeles, alas y almas , que el autor transcribe por entero en la pág. 150 y que considera un tanto ditirámbicamente como “una verdadera ascensión mística, como quizá no haya otra en la literatura española”.
El ensayo La Ciencia de los Símbolos, en fin, se refiere a los escritos del poeta en esa materia, no solo a El ojo en la mitología. Su simbología (1954) y al ya varias veces citado Diccionario, para cuya redacción tuvo Cirlot muy en cuenta, tal como se ha dicho más arriba, los trabajos de Schneider y otros, sino también a una serie de escritos breves que fueron colaboraciones en prensa en su día y que solo parcialmente se han recogido en volumen, atinentes, entre otros asuntos, a la simbología de las vocales y a su “correspondencia” con los colores (págs.. 165 y ss.) Se insiste asimismo en el modo en que la obra de Schneider le sirvió para desentrañar la película de Schaffner y de cómo esta a su vez se utilizó en su opera maior en poesía, algo que Parra ya había desarrollado en gran parte en otras zonas del libro, y lo mismo podría decirse de Bronwyn y el sufismo, el ensayo que cierra la serie, cuyo contenido aparece ya repetido en gran medida en sitios distintos de la recopilación.