miércoles, 15 de octubre de 2014

DEL CÁLIDO FERVOR DE LA MEMORIA





Félix Grande. Balada del abuelo Palancas. Barcelona. Círculo de Lectores. 2003.











             A caballo entre la autobiografía, la saga familiar y la memoria novelada, el no hace mucho desaparecido poeta, narrador y ensayista tomellosero ha urdido un libro lleno de poesía y humor, de pasión y de una unción casi religiosa, pero también de dignidad y de esa  honda sabiduría que sabe celebrar tanto la andadura de la vida como el hecho de que ésta se halla fatalmente incardinada en los omnímodos poderes de la muerte. Centrada en la figura idealizada, tutelar y casi totémica del abuelo paterno, Félix Grande Martínez, apodado, él y sus descendientes, Palancas  a raíz de una suculenta y prostibularia anécdota que se refiere al principio y se retoma al final, esta Balada  es probablemente algunas cosas más además de lo consignado más arriba: una pequeña antropología del campesinado manchego, una intrahistoria familiar que atraviesa tres generaciones de humildes menestrales manchegos desde fines del XIX hasta mediados del XX y una crónica, en tono menor y como en sotto voce , de la resistencia, silenciosa y acallada pero firme, de muchas gentes ante las imposiciones más sórdidas del franquismo.













               De manera que leyéndolo uno se entera no solo de la límpida humanidad, el coraje, el sentido común y la sabiduría del abuelo Palancas, el mismo que esperó tranquilamente la muerte  sin volver a salir de la cama a partir del día siguiente de que muriese su mujer, la Anselma, aunque, eso sí, comiendo lo mejor que podía y echándose a la andorga arrobas de vino, sino también de las penas y alegrías de su nuera Mary, la madre del narrador, que se vengó de las humillaciones de la postguerra pariendo hijos, o las de la antecitada  Anselma, que hizo lo propio trasegando vino, aunque éste le sentara peor que a su marido, y aún de las andanzas de otros personajes curiosos y entrañables, como Perico el Postinero, versificador popular y compañero de armas en el ejército republicano en los frentes extremeños, donde encontrará su fin, o las del ingenioso y socarrón Planilla el Cagón, cuya memorable salida, a voz en grito, dejando en ridículo a un político demagogo que mendigaba el voto a base de capciosas zalamerías, se refiere por lo menudo en pág. 192 y ss. También de en qué consiste el juego del tiragarrote y de cómo el Palancas venció en este peculiar deporte al forzudo Hombretón de la Solana (p. 30-37), algo que no impidió que fuesen entrañables amigos el resto de sus vidas.













           Algunos pasajes alcanzan, en fin, una rara felicidad: el largo elogio de las propiedades del vino(pp. 143-44) que Palancas hace ante su hijo adolescente --- pero ya peón en la bodega en la que trabaja también él-- y los otros jornaleros parece moldeado sobre la falsilla del discurso de D. Quijote a los cabreros; el dedicado al arte de limpiar tinajas (pp.163-69) recuerda por su puntillosidad y exactitud un buen poema didáctico; la sesuda conversación entre Ceferino el Botas y Palancas los primeros días de la Guerra Civil tiene asimismo resonancias cervantinas por su sensatez y claridad de juicio. Llama la atención, en fin, la morosa delectación con que se narran los escasísimos banquetes o por lo menos días de relativo buen comer que entonces se podían permitir los pobres, cuyo humilde orgullo --si se me permite el oxímoron--en otras actitudes y comportamientos de la vida aparece adornado con guiños machadianos y con ese ingenuo optimismo pedagógico e ilustrado que irradiara sobre buena parte de las clases populares en los albores republicanos. Y no menos la serena dulzura, exenta de patetismo y sensiblería, con que se cuentan las muertes de la familia, como las de los tres hermanos del narrador que murieron de niños o la de la abuela Anselma (pp. 341 y ss.) Y bien hallado me parece también la bella coda o capítulo final, Fantasía (pp. 359-71), en que el fantasma de nada menos que Bach comparece, invisible para los demás y atravesando paredes, en la alcoba de Palancas para tocar ante él las Variaciones Goldberg y endulzarle así las últimas horas. Menos creíble me han parecido, por el contrario, los intentos del narrador---adobados con un psicoanálisis de guardarropía--- ya hacia el final del libro, de ajustar cuentas con el carácter presuntamente autoritario del padre (que rompió una pared de un puñetazo porque no podía soportar que para Palancas el mayor manjar fueran las cáscaras de naranjas) y con el histerismo y los desarreglos psíquicos de la madre, que cada dos por tres chantajeaba a sus hijos amenazándoles con tirarse a un pozo.














          Y todo esto en una prosa de sintaxis amplia, plagada de correlaciones y paralelismos, de rica adjetivación, no menos rico vocabulario rural  y alto aliento poético en su espléndida, aunque a veces algo recargada y manierista, imaginería metafórica, que no invalida, empero, el valor literario y la notable maestría técnica de este libro. Valga una muestra, con la que acabo:   "qué tiempo el tiempo cuando me asomo al brocal desde donde se ven las aguas misteriosas de las generaciones, escritas en estos documentos remotos; hago descender el zaque hasta el fondo del pozo de la eternidad familiar, tiro de la maroma escuchando el gemido casi humano de la garrucha, asoma el zaque lleno en el brocal, vierto su contenido en el abrevadero de mi mesa, y contemplo la humedad germinal del tiempo vario de la historia de los Palancas en hojas de papel calladas y elocuentes...(p. 327-28).

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