sábado, 9 de julio de 2011

UNA VIDA SIN VIDA

Félix de Azúa. Autobiografía sin vida. Barcelona. Mondadori. 2010.





Escrita con no poca ironía y un ácido sentido del humor(así, entre otros muchos sitios, en las pág.61, cuando dice que el símbolo del crucifijo debió, en los años 40 y 50, servir como protección "contra la esterilidad,el mal de ojo, la posesión diabólica, los cuñados rijosos, la enfermedad bubónica, los jueces corruptos, la cicuta"), nervio metafórico (como en las espléndidas descripciones del aspecto de los feligreses en los templos del primer gótico --pp.69-70-- o la recreación de ambiente en el pasaje del asesinato de Marat --pp. 93-95) ,pero sin excluir los tonos noblemente elegíacos o líricos (el estupendo pasaje --pp. 132-133-- del paseo vespertino con su perro, donde le asalta la intuición de "un sí rotundo dirigido a la tierra cuyos minerales y vegetales están llamando con canto de sirena a los míos " y cree sentir "la eternidad de todo instante"), esta extraña Autobiografía --- que nada tiene de tal en la acepción convencional de la palabra, por cuanto, como se dice razonablemente ya al principio, toda vida en ese sentido viene a carecer de interés y resulta insignificante o intercambiable con cualquier otra--está toda ella atravesada por un aire de sombría melancolía y un como tono terminal y testamentario que se me ocurre que no hace sino intensificar el atractivo de un texto que, pese a su brevedad ---menos de 200 páginas---supone un ensayo de alto vuelo, ambicioso en sus implicaciones interpretativas y brillante en sus líneas argumentales.





El libro está dividido en dos partes claramente diferenciadas a las que podría añadirse un capítulo inicial (En el mar de las imágenes) de introducción en el que el autor avanza las dos perspectivas, complementarias, desde las que aborda la cuestión.




a) Una biografía "interna", colectiva ---puesto que implica a una pluralidad de sujetos---que se referiría a la cascada de signos que han constituido nuestra vida. Es una filogénesis, puesto que esas imágenes han entrado en uno y lo han fundado como miebro de la especie. Este punto de vista vendría cristalizar en una especie de fotografía, un "mapa visual de la imaginación", un "torrente de signos visibles que va labrando el curso de nuestra imaginación sin que podamos hacer nada ni por detenerlo ni por canalizarlo" (pág.25).




b) Una biografía "externa", individual, por cuanto se refiere a una apropiación privada de las palabras y del lenguaje. Azúa cita el verso de la Antígona de Sófocles "los hombres se procuran el habla" como rastro de la lejana intuición de que los humanos pueden usar la lengua pero nunca apropiársela, puesto que ésta es exterior a ellos, esta fuera. Este segundo punto de vista remitiría a una ontogénesis y sería una especie de grabado atesorado por la memoria que se manifiesta en la "encarnación práctica en palabras" (pág.27).




Los sistemas de signos ---en el uso que esta palabra tiene en la Semiología y que desborda el signo meramente lingüístico---que vehiculan las Artes, la Ciencia y las Religiones cambian poco y muy lentamente y están en todo caso destinados a otorgar un sentido a nuestras vidas, a producir sentido para racionalizar y a la vez disimular nustra condición mortal, funcionan pues como un intento desesperado de tratar ---vanamente--de curarnos del miedo a la muerte. Como los signos, argumenta, cambian con tanta lentitud, apenas cabe en el espacio de una vida el apercibirse de unas pocas mutaciones, que de todos modos se dan: Azúa menciona los casos, para estas últimas décadas, de la representación del desnudo femenino que ---según él aunque a mí me parece un ejemplo dudoso--- ha pasado de ilustrar una pornografía sórdida y culpable a suponer un signo elegante y distinguido, y de las masas gregarias --éste ya más creíble--que se ha digamos positivizado al pasar de representar lo más execrable de la explotación capitalista a significar la convivencia festiva y solidaria de los asistentes al botellón o la multitud de hinchas enfervorizados en los estadios de fútbol.




A partir del cap. 2º historía Azúa mediante algunas calas ---la aparición y triunfo del Cristianismo, la transición del Románico al Gótico, el surgimiento del arte revolucionario etc.--- la larguísima operación de abstracción que ha operado el arte desde las pinturas rupestres de caballos de la cueva de Chauvet, atribuibles a humanos de hace 32.000 años. Esos caballos nos fascinan y nos pasman porque no sabemos por qué están ahí (todas las hipótesis formuladas sobre el arte rupestre han resultado insatisfactoria, de la mágico-religiosa a la venatoria), salvo que se piense que quienes hicieron esas pinturas las necesitaban para consagrar ya para siempre la escisión Hombre- Cosmos: al pintar los caballos ya se practicaba una ideación o abstracción de "caballo" y se les reducía a unidades abstractas e intercambiables, ya no representaban a ningún caballo vivo (en el sentido de masa de huesos, carne y sangre palpable y palpitante), se pasó de lo vivo ---que es precisamente lo efímero e irrepetible y lo vinculado a un lugar-- a lo pintado, a lo permanente. Estamos pues ante el acta de constitución de las Artes, y desde esos remotos orígenes se han ido volviendo más y más complejos los mecanismos de abstracción y simbolización.




El clasicismo griego inventó la noción de lo Bello a base de un compromiso, pero sin dejar de explotar la tensión entre ambos términos, entre lo apolíneo-solar y lo dionisíaco u orgiástico, signo éste que rebrotará con fuerza en el Romanticismo y después en artistas modernos como Goya o Munch y que estuvo desde siempre guiado por Ananké o espíritu de lo necesario, siniestro e inevitable, cuyo lenguaje, sugiere de paso Azúa, es el de la targedia y cuya palabra es el la de la poesía, por eso Platón quiso expulsar a los poetas de la Polis e intentó fundar un nuevo lenguaje, la episteme o ciencia. Pero fue en vano porque la victoria de lo trágico sobre lo apolíneo propició la entronización de un nuevo dios que iba a acabar con los dioses anteriores: la llegada del Cristianismo supuso la interiorización de la tragedia , el reino del Hijo del Hombre, del crucificado, signo de victoria y de muerte presente en artistas como Bacon y Antonio Saura. Enfatizando el hecho de que la Cruz se convirtió en signo de poder universal desde que Constantino lo oficializó al verla reflejada en el cielo e interpretarla como señal de sus victorias futuras, Azúa dedica todo un capítulo a mostrar cómo el crucifijo fue el signo omnipotente y ubicuo en la España de los 40 y 50 y cómo la fría abstracción de la cruz, signo incomprensible, sin sustancia ni contenidos, solo traslucía vacío y espanto, ya que imponía "la presencia obsesiva de una muerte violenta, desde la sinrazón y la vileza, como cifra de nuestras propias muertes"(p.56) y de cómo, en fin, el Cristianismo, tragedia de la escenificación de la muerte de un dios --algo impensable y sacrílego para un griego---implicó asegurar la abstracción y el control de los dioses anteriores a los que estigmatizó con el nombre de demonios.






El surgimiento del arte gótico, que alzó los templos y los llenó de luz, significó un paso más, casi definitivo, para la universalización y triunfo de la fe cristiana, un nuevo hito pues en el proceso de desencantamiento del mundo como diría Max Weber, al romper con las oscuridades románicas, todavía demasiado apegadas a los demonio terrenales: "al sustituir la piedra por vidrio coloreado de manera que el fuego divino limpiara de trasgos la casa de la Verdad" (p. 68), episodio paralelo al invento de la abstracción del espacio en al Arquitectura y del cuadro en la pintura. En este mismo sentido de abandono de las oscuridades de la tierra y ocupación de espacios más controlados e iluminados se interpreta el milagro de la pintura flamenca, una vuelta de tuerca más para que el signo sustituyera a la cosa, la abstracción representada al objeto vivo, en la medida en que el naipe usado, el morro del perdiguero o la copa de vino dejaron de ser instantes y cosas personales, vivientes e inconfundibles, para fungir como signos abstractos y des-personalizados (y así, congruentemente, invierte Azúa y da la vuelta a la interpretación que Heidegger hiciera del célebre cuadro de Van Gogh de las botas del campesino, en el que ya no hay testimonio de dolor humano verdadero, sino una simple abstracción y conversión en icono).






Así como David fue el gran pintor de la Revolución al convertirla---en su cuadro del asesinato de Marat, que Azúa lee en clave cristológica o sacrificial, lo mismo que la insistentente iconología del Che---en algo muerto y petrificado, Goya, pintor del suceso (casi en la acepción periodística de la palabra) prefigura la banalización del mal que hoy inunda nuestras ciudades abstractas y racionales, situación en la que los últimos demonios se han instalado en nuestro interior (porque los hemos expulsado de todos los demás sitios) y en la que el mal ya lo administra el Estado, el ente , como ha demostrado sobre todo la historia de los siglos recientes, de mayor poder de racionalización y ordenación junto a esa otra institución, en el fondo complementaria y coextensiva con la del Estado, el yo o personalidad individual. Azúa lo pinta en los siguientes términos, aunque con un discutible bucle hobbesiano:"Mientras los demonios vivieron en el mundo, en los bosques, en los cruces de caminos, podíamos negociar con ellos, pero ahora que han invadido nuestros cuerpos, y para evitar que nos volvamos todos locos, los representará el Estado"(pág. 105).






El suicidio de Rothko y la performance llevada a cabo por James Lee Byars en la Documenta de Kassel de 1972, cuando irrumpieron los productos artísticos audiovisuales y se generalizaron el plagio y el comentario, certifican para el autor la tragedia y el principio del fin del Arte moderno, momento final de lo que había epezado 30.000 años antes en las cuevas rupestres.






La segunda parte del ensayo, notablemente más breve, trata de dar cuenta de la diferencia entre poesía---inseparable en los orígenes del canto y de la danza---que ha de suponer cercanía de la palabra,entendida como objeto viviente que no cabe apropiarse, puesto que como ya se dijo estará siempre fuera--- y Lenguaje o Literatura entendidos como fría descripción técnica y taxonómica tal como lo describe la Lingüística de Saussure en adelante. En la experiencia poética "no decinos palabras sino que las palabras nos dicen" (p. 143).En dicha cercanía ---Azúa parece creer en una especie de inocencia o ingenuidad semiinconsciente en el lenguaje poético y pone ejemplos al respecto de , entre otros, Góngora y el Poema de mío Cid--- se esfuerza por ver Azúa todavía la verdadera encarnadura de la palabra viva. Pero la poesía moderna, y también la novela (Proust, Kafka, Joyce et alii) quisieron ser poéticas y cayeron al cabo ---quizá involuntariamente--- en el error de imitar a la ciencia, de convertirse casi en ciencia. Ambos habían tratado de recuperar la cercanía viviente de la palabra, aunque de la peor manera posible, acudiendo a las técnicas compositivas, a la filosofía del Arte, a los constructos literarios, en un exceso de autoconsciencia. De ahí, se nos cuenta, que Gil de Biedma respondiera a sus amigos, cuando le incitaban a que siguiera escribiendo poesía, que esta tarea ya se ha había convertido para él en "como si hiciera los deberes del colegio".

Hay que agradecer a Félix de Azúa, en fin, que haya escrito este ensayo ---aun cuando él insiste en que se trata de una novela---quitándose él mismo de en medio y sin caer en la irrelevante chatura del chisme biográfico y del anecdotario y que haya ofrecido en esta insólita Autobiografía el relato --ahora sí---no de su vida, sino del larguísimo proceso de pérdida y despojamiento precisamente de la vida. ¿Desde cuándo?, ¿desde los caballos de Chauvet quizá?











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