Leopoldo de Luis. Obra poética (1946-2003). Madrid. Visor. 2 vol.635 págs.
Reproduzco
aquí, con leves correcciones, la reseña que en su día publicara Revista de
libros, septiembre de 2004, y que una antigua amiga, enzarzada ahora en
una tesis doctoral sobre la poesía española de los años cincuenta y sesenta me
había pedido leer porque ---me aclaró, ante mi extrañeza---no encontraba
por parte alguna. Valga lo que valiere y le sirva a ella para lo que sea, aquí
la reescribo, ya digo que con algún leve retoque.
Lo que más
llama la atención al hojear los dos extensos volúmenes de este
sobreviviente (todavía en 2004, no ya en estos momentos) de la llamada
Generación del 36 acaso sea la paciente continuidad y dedicación, como de
esforzado artesano, a la práctica del oficio (y esa figura del obrero
que se aplica y vuelca en su tarea aparece, a modo casi de no sé si
autocomplaciente retrato en no pocos de estos poemas, sobre todo en aquellos
incluidos por el autor en diversas antologías) y la fidelidad a una visión del
mundo que estaba en lo esencial ya formada en sus primeros libros y no ha hecho
sino acrecentarse con los años, ganando sin duda en profundidad y extensión,
pero sin librarse ---parece casi inevitable en obra tan dilatada: una treintena
de libros en casi cincuenta años de escritura---de ciertas dosis de
repeticiones y algún que otro merodeo por los despeñaderos de lo banal.
Es la poesía
de este autor en su mayoría de tono elegíaco y dicción grave y reposada (y en
algunas ocasiones también acartonadamente solemne), con ese aire existencial,
tan de postguerra, y esa sordina moral y a veces moralizante
que no resulta difícil percibir y que abarca casi todos sus registros temáticos
y sentimentales, desde la luminosa ternura de su primeriza Aba del hijo hasta
el sombrío rumiar de la segunda parte de Los horizontes o de Elegía
de otoño, desde el nada gesticulante testimonialismo de sus poemarios de
los cincuenta-sesenta, los más sociales como Teatro real o
como Juego limpio, hasta el seco y límpido estoicismo , teñido de
resignación y desengaño, de La sencillez de las fábulas o de los
sonetos que forman el Cuaderno de San Bernardo, muy recientes, tono
que parece comparecerse bien con el reiterado cultivo del estrofismo y la
versificación tradicionales y la visible herencia de algunos clásicos ( San
Juan, Quevedo y Fray Luis sobre todo) y contemporáneos ( A.Machado y Miguel
Hernández), cuya huella podría rastrearse un peu partout.
Lenguaje en general muy literario y marcadamente poetizado, ajeno por tanto a las modulaciones del habla viva, aunque no desdeña del todo el uso aquí o allá de algún coloquialismo o refrán entreverado. A los mecanismos igualmente tradicionales de la metáfora, de matriz aún simbolista, corresponde la mayor parte de la imaginería del poeta: Oigo la diminuta cascada de la risa, (I, 541) o también (I, 81); otras veces, en cambio, aparece más abierta a los parámetros modernos, así en el poema Desolación por la ciudad , esos bronquios con terciopelo de residuos/quemados del monóxido litúrgico/votivo de carbono; muy repetida es, en fin, la imagen que va de lo abstracto a lo concreto, del tipo de la música es un pájaro huido de su jaula (I, 543).
Símbolos
tradicionales de la lírica de tipo elegíaco, como la inmemorial asimilación de
vida humana y río, se utilizan profusamente. Pero hay sin duda
otras formaciones simbólicas específicas de esa lengua poética que actúan
recurrentemente, tal la que podría designarse como casa-ventana-ciudad
sitiada (presente por ejemplo en la poesía de guerra de M. Hernández) aquí a
veces acompañada de una imaginería bélica y en relación compleja con la idea
del intruso que invade un espacio privado, donde se juega, con el primero de
los elementos, como recinto cerrado--hogar---útero---cárcel, que informa la
parte inicial de un libro como Entre cañones me miro y que se
manifiesta muchas veces,; o la del fusilado, que aparece explícita en múltiples
contextos y que responde verosímilmente aun resto semiinconsciente, y larvado
en el poeta, de la Guerra Civil; o la de los centauros (el flechador de la
mitología, y en menor medida de los caballos) que parecen remitir a la idea de
instinto o vitalidad, y véanse a este respecto II,22 o II, 240).
Es Leopoldo
de Luis poeta de muy rica y ceñida adjetivación , y así casi nunca suena
en él esa palabra tópica, o incolora, o demasiado genérica o demasiado
conceptual aunque apenas se atreva a violentar el significado o intención del
epíteto tradicional aplicándolo a contextos insólitos ---de ahí que resulte en
ocasiones previsible---, o haciéndolo deslizarse más allá d sus límites
semánticamente normales, y es difícil también encontrar combinaciones
sintácticas de términos de significados distantes; con todo, precisos en su
especificidad resultan esos riscos cabrales, esa rechinante
noria (I, 170) y precioso en su ceñida imaginería se nos antoja nombrar,
de entre los dones que dan la luz a los ojos, a esos seres aurorales/
nadadores felices/en tu líquida cúpula (I, 254). Feliz se revela asimismo
aquí o allá nuestro autor al saber sacar todas las posibilidades
expresivas al hipérbaton y a los encabalgamientos , como al final de Las
paredes (II, 43) donde hallamos además los aderezos adicionales de la
aliteración, la paronomasia y la rima interna.
La
composición--tipo en esta lírica parece ser en esta lírica la serie de
cuartetos endecasilábicos rimados en serventesio, aunque haya también silvas
asonantadas, romances eneasilábicos y heptasilábicos y liras ---como las tres,
muy conseguidas Como la luz, Como el alegre rayo y Abril
(I, 53-58) de Alba del hijo; en la primera se oyen con claridad
los ecos de Fray Luis: Como el dorado ungüento/ del sol sobre el
paisaje, de tal modo/que viste de portento/ la miseria y el lodo/y baña de
ilusión el mundo todo (ya se ve que esto, por bien que "suene",
no deja de ser un ero ejercicio académico); décimas, canciones de base octosilábica
y rimas en aguda ( así las dos, también del libro antecitado, que principian La
luna bajo el balcón/ para cantarle a la madre/su séptima anunciación) y
sonetos ( véanse los titulados Tríptico de la materia humana, II,
297-99, de lo mejor acaso de su producción, donde resuena la vieja retórica
quevediana: Inevitablemente serás caja/ataúd de mi cuerpo y de mi muerte/No
hay otra realidad, no hay otra suerte:/ en quien nos sigue está nuestra
mortaja) que ocupa versos enteros; mucho menos ha empleado el verso
blanco, que predomina, con todo, en su libro más extenso, Del temor y de la
miseria, y muy poco ha tentado el versículo. El más usado por él es sin
duda el endecasílabo, habitualmente el considerado más "melodioso",
acentos en 4ª, 6ª y 10ª: Un hombre en lo remoto de los siglos/ debió de ver
alguna noche el miedo./ Yo lo he sabido porque entre las sombras/ de mi cuarto
aún fulgir sus ojos siento. Otras veces, en fin (II, 273, y II, 147)
consigue de Luis verdaderos versos rítmicos; en el primer caso,en el poema
inicial de Elegías de Straga, dodecasílabos y eneasílabos de pie
anapéstico, un poco a la manera de tantas composiciones de Rubén Darío: El
tiempo adhería colores y rostros/ y escenas de sacros alardes/La furia y la
guerra injuriaban/ la pátina ingenua del arte./ Fragor de conquista y
asalto/color de martirio y de sangre; en el segundo, con alejandrinos del
mismo pie _ que recuerdan por cierto, hasta en el fraseo, al José Hierro de Alegría
: Yo no sé proclamar la esperanza en el mundo/ Lo he intentado, os lo
juro. He mirado la aurora/ y he quedado en la altura.
Por lo demás, el didactismo, esa manía sde tratar de imponer al lector
una a menudo empobrecedora univocidad de sentido, de ahogar o desdibujar toda
ambigüedad o riqueza mediante la cargante reiteración de la
"explicación" del poema hacia un "fin" o, peor todavía,
"mensaje" que a la postre además le es por definición
ajeno---congruente por lo demás con la pretensión de "cerrar" la
composición de modo rotundo y conclusivo--- lastra inevitablemente buena parte
de esta poesía, en todo caso más de lo que debiera. Así sucede de modo eminente
en Las cosas, (II, 190), donde el afán explicativo fuerza el símbolo
hasta casi vaciarlo: tras haber dejado sentado nada menos que Las cosas nos
imponen sus imágenes,/se instalan hacia adentro, por detrás de los ojos,/y
aclarar luego Somos cosa también, somos el marco/por el que el mundo es
mundo, se cierra el poema diciendo Depredador y depredado somos,/por
eso toleramos el ultraje; y en muchos sitios más (I, 145, II, 142) hay una
sobrecarga de ejemplaridad y sermón que creo funcionales tanto a esa
sordina que no sé si llamar, con cierto pie forzado,
"neorromántica", cuanto a la radical incapacidad para la ironía en de
Luis--- de ahí lo falto de gracia e indisimulado que resulta su uso de la
intertextualidad o de la cita propia o ajena (II, 189, por ejemplo), que puede
venir a dar en casos extremos en una mezcla de trivialidad e ingenuismo, como
en el poema de II, 225 o en llegar a escribir cosas por lo menos tan exageradas
como (I, 367-68) Los árboles son patria en pie./ Los veo trabajadores
forestales, vivos.
Entre las cosas que hay que agradecer a Leopoldo de Luis se podría contar
la al fin y al cabo acaso más importante: habernos ofrecido ---lógico en
un una poesía cuyo asunto señero es sin duda la caducidad---una cierta
imagen de la vida, algo no por elemental menos olvidado con demasiada
frecuencia, que puede tomarse por la quintaesencia de cualquier Lebensweisheit
que se precie--la de una persona razonablemente inteligente---, y que él
supo condensar en un solo verso: a la pregunta por la verdad de la
vida lo más certero es responderse teatro hoy, ceniza en el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario