sábado, 1 de octubre de 2011

SANTA DERIVA

Cursiva



Gallego, Vicente. Santa deriva. Madrid. Visor. 2002.



Si los tres primeros libros de Vicente Gallego, La luz, de otra manera (1988), Los ojos de extraño (1990) y La plata de los días (1996) , en parte reescritos y no poco cribados en la recopilación posterior El sueño verdadero, permanecían aún en la órbita de eso que la crítica, a falta seguramente de un remoquete mejor, llamó poesía de la experiencia, este poemario, que leí en el momento de su aparición, cuando se le otorgó el prestigioso Loewe, y que releo ahora, me parece que supone una casi plena maduración en la trayectoria del autor y un apartamiento, por lo menos parcial, de lo más caedizo y reiterativo de la retórica de aquella escuela: demasiada explicitud y sobreexplicación de la anécdota que suele servir de desencadenante del poema, concepción y montaje de este a modo de acertijo cuya solución al final además se revela o sugiere, cierta confusión y oscuridad sintácticas, puntuales recaídas en la trivialidad y, en fin, ese aire de jerga de tribu y de dejà vu. Por lo demás, con posterioridad a esta Santa deriva Gallego ha dado otras dos entregas, Cantar de ciego (2005) y Si temierais morir (2008), que no conozco.

Con unos resortes métricos que vienen a ser los mismos en lo esencial que los desplegados en su producción anterior ---los endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos blancos, con la eventual inclusión de algunos versos más cortos---demuestra aquí el poeta una saludable capacidad fabulatoria y un poder metaforizador que sirven de vehículo al desgarrón existencial y al sombrío espesor melancólico que recorre todo el libro. Poesía tan hímnica--- la idea, recurrente en el poemario, de que hay una música consoladora y una dulzura implícita aun en medio de la desolación y la barbarie del mundo---como noblemente elegíaca, que acierta a menudo a cristalizar, con una certera tersura en la dicción, en imágenes logradas y creíbles, así en el cierre de un poema, La razón ebria, de asunto tan no poco arriesgado como los presuntos paraísos artificiales que facilitarían ciertas drogas: "Y solo hay salvación en este empeño/ de ser como la rama que, feliz, / florece ante un barranco sin pensar/ que su fruto ha de ser para el abismo". Poesía, también, tan consciente de la desposesión y del vacío, de la herida misma del vivir y de la certidumbre ---"Futuros galeotes/ de este secreto engañoso(...)"--- de nuestra desoladora condición, que da a menudo en una tremebunda alegorización del mal supremo, como en Equivalencias, una de las composiciones a mi juicio mejor concebidas del libro, donde "Un intenso desorden/ de pedrería rota sangra el cielo" y acaba proyectándose en el mismo barro que tenemos aquí abajo, que no hace sino reflejar lo de arriba, "las altas luces mudas/de la ardiente capilla en la que nace/ el maltratado cuerpo de este sueño".

La sostenida simbolización, el cerco al objeto mediante una serie de metáforas dispuestas como en círculos concénctricos, se resuelve felizmente en composiciones como Cántaro, un poema que al igual que otros del libro debe mucho, tanto en la disposición y el fraseo como en la mirada celebratoria ante las cosas del mundo,a la manera de operar de Claudio Rodríguez ---uno de los maestros reconocidos de Gallego---, Fetichismo, que consigue sugerir un halo de erotismo fúnebre, tanto más conmovedor cuanto más seguro el sujeto poético de su sombría y necesaria resignación: "Seda negra en tu cuerpo/ para abrigar el alma,/ y en la margen del río que nos lleva/el oasis remoto donde el instinto busca/claro cauce en su noche", o Delicuescencia, la excelente pieza que abre el libro, particularmente diestra en el arte de pensar en imágenes y en la sugestión y acotamiento del símbolo, esas " altas nubes de junio", cuya fungibilidad y aérea inconsistencia funcionan bien como verosímiles trasuntos de la vida.



Excelentes poemas son asimismo aquellos que se sitúan, como Descabalada ciencia, con tan doliente sapiencia como resignado estoicismo, ante la certeza de lo vano e imposible del deseo loco de vencer a lo inevitable, aunque acaso quede en la última duermevela el pobre consuelo de ese " amortiguado eco/ lejano y cadencioso de nosotros", incapaz no obstante de retener algún destello de las luces de la vida: " Firmamento irisado de los días felices/ quién pudiera salvarte/ como imagen cumplida del trayecto,/en la hueca retina del no ser,/ o siquiera preñar el negativo/estricto de la nada que seremos/ con el polen de luz de esta alegría". No son pocas las ocasiones, en fin, en que se llega a remozar imágenes ya muy usadas, como en La mañana del mundo, donde, si el sol es una lanza que se clava en la espalda del mar, este resulta ser un "cadáver metálico", o también en El sueño verdadero, donde se consigue insuflar nueva vida al senequista y quevediano quotidie morimur mediante el expediente de, aceptando su verdad incontrovertible, darle la vuelta desde dentro " Todo vive muriendo y, sin embargo,/ qué arraigado saberse cierto y hondo/ en la misma raíz del desarraigo,/ qué mirada a cubierto en la brusca intemperie,/ qué verdad este sueño/ cristalino de agosto", y ,todavía, en El olivo, en que al enfrentarse el poeta a un motivo, como es el de este caso, ya muy manoseado desde la tradición machadiana y sus epígonos , resultaba ya difícil decir algo novedoso ", pese a ello se canta ese árbol en estos términos: "encallecida mano codiciosa/ cuyos dedos se tuercen arrancándole al aire/un pellizco de vuelo". Relativamente airoso sale también Gallego cuando se sitúa ante un tema ---así en Homo sapiens, (pág. 53-54)--- tan ambicioso, abstracto y resbaladizo como sin duda es el sentido de la existencia a partir de la memoria filogenética de la humanidad, que resuelve, en el crescendo de su tensión dramática, con buen oficio y tino.



Ya se entiende que, como no podría ser casi de otra manera, ni todos los poemas llegan al mismo grado de honrosa maestría e incluso de excelencia, ni siempre da el poeta con la expresión feliz: abusa un tanto gratuitamente del hipérbaton, que muy a menudo desnaturaliza y acartona la andadura misma del verso :" y el ala va segando/ del pájaro que cruza/ la estacional espiga/ de lo que brota y pasa" (pág. 16) o ---y este ni siquiera justificable, como podría ocurrir con el ejemplo anterior, por las constricciones métricas--- "a este grave licor que a la más descarnada/ vigilia nos somete de la carne" (pág.19); y abusa asimismo de las antítesis, que no solo suenan en ocasiones demasiado tópicas : "su solemne silencio atronador" (pág.44), sino que incluso alguna vez da la impresión de que el poema entero está montado sobre ellas, así en El barro del prodigio (pp. 79-80), intento fallido y poco convincente de ensalzar la pretendida verdad de la carne y de poner en tela de juicio la antinomia cuerpo-alma: "agónico estertor sin agonía/ cuerpo puro/ del alma". Pese a que hay poemas flojos y apagados, como La condición severa (pág. 64), empedrado de imágenes bastante triviales y previsibles, u Ofrecimiento ( pág. 25), imprecación al amor por sus servidumbres y miserias, que no consigue en mi opinión desmarcarse de lo mil veces repetido, algún pequeño lío con la sintaxis ( me pregunto qué demonios quiere decir " Contemplado del hombre, siendo solo/ por nosostros que somos solamente una sombra", pág. 77) y alguna que otra recaída en la sensiblería, como ese "rocío del mirar enamorado" (pág. 63), no puede decirse que Santa deriva no se afirme como un libro casi siempre respetable y en algunos momentos mucho más que eso, y como tal de lectura del todo recomendable.
























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