Joseph Roth. El juicio de la Historia. Escritos 1920-1939. Traducción, prólogo y notas de Eduardo Gil Bera. Madrid.. Siglo XXI. 2009.
Lo primero que uno admira en esta recopilación de crónicas y artículos periodísticos del gran escritor judío de lengua alemana, nacido en la Galitzia polaca, entonces provincia austrohúngara, en 1894, y muerto en prematuras y penosas circunstancias en el exilio parisino en 1939 en una alegal situación de hecho de apátrida, es la soberana libertad e independencia de criterio con que están escritos, algo que me atrevo a suponer no muy común en el periodismo de nuestro tiempo. Pese a algunas erratas, a que no siempre suena a buen español la versión de Gil Bera y a que no le conviene demasiado el algo pomposamente hueco título ---no sé si debido a los editores o al compilador--de El juicio de la Historia, es lo cierto que aquí resplandece por igual tanto el Roth maestro de la sátira política, de la crítica de costumbres, de la reseña de eventos culturales tal la publicación de un libro o una exposición artística, de lo que hoy llamaríamos crónica parlamentaria, de las páginas de sucesos y del reportaje de trincheras, como el fino observador de tipos y actitudes sociales, siempre desde esa ironía ácida y demoledora que no excluye, antes al contrario, la simpatía y la piedad para con las gentes sencillas, las vidas oscuras que suelen ser las víctimas, en su época y en todas, de las turbulencias de la Historia, casi vale decir de los manejos de los poderes establecidos. Por lo demás, su consideración de los años de la República de Weimar parece adivinar oscuramente, como dibujada en hueco, la tragedia que se avecinaba.
La primera y breve sección del libro (pp.3-27) va dedicada a cubrir para el Neue Berliner Zeitung la guerra ruso-- polaca de 1920. Dueño de una prosa ágil, nerviosa y acerada, Roth narra las peripecias y maniobras de los dos bandos con aparente objetividad y cierto distanciamiento irónico, aunque no puede disimular del todo alguna debilidad probolchevique, sobre todo cuando insiste en la buena acogida a las tropas soviéticas por parte de la población civil polaca, seguramente para contrarrestar las informaciones de la prensa conservadora que hacia hincapié en matanzas y ejecuciones masivas ---al parecer falsas--- por parte de los rusos. Parece comprobar siempre, en la medida de lo posible, sus fuentes (transcribe en bastardilla las informaciones recibidas de los mandos de uno u otro ejército, como para sugerir que se limita a transcribir literalmente lo que le dicen) y prefiere fiarse solo de lo que ve con sus propios ojos.
El proceso por el asesinato de Rathenau en 1922 (pp. 23-40) es una memorable reconstrucción del ambiente que rodeó el juicio, celebrado en Leipzig, e incluye agudas descripciones, como en rápida filigrana, del fiscal, los acusados, los abogados defensores y el público (sobre todo de éste: Me asombran cada día las seiscientas personas que no tienen nada que hacer y viven de escuchar. Su oficio es ser "opinión pública"), aunque Roth carga sobre todo contra la manipulación sensacionalista de la prensa nacional (léase derechista, antisemita o pronazi: Rathenau era judío), esa que a diario sirve mascadas sus sandeces a los entendimientos limitados, la descarada parcialidad del fiscal y la osadía y seguridad en sí mismos que se desprende de los acusados: uno de ellos se gasta unas maneras y un pathos que para sí quisiera un cura castrense y otro tiene carita redonda, cabello repeinado a raya, traje bien cosido y una expresión de bebé presumido en la mirada.
Pero la parte más extensa y sustantiva del libro (pp.43-204), la agrupada bajo los marbetes de Reportajes berlineses y Álbum berlinés, se refiere a asuntos del muy variado tipo que hemos mencionado más arriba y aún de algunos otros. Así, cuando glosa la exposición de arte soviético en Berlín (p.61-2) en que, dice, se nota demasiado que la exposición no muestra de manera descriptiva; muestra lo que hay que describir y no le extraña mucho el hecho de que la ingenuidad virtuosa y santa que habla al alma de los campesinos rusos, ahora, bajo la nueva bandera, lo haga con el mismo paternalismo maniqueo con que le hablaban los zares. O cuando destroza (pp.134-6), con todo fundamento, un libro pretendidamente satírico y revelador, pero que no es en el fondo sino un compendio del más cerrado reaccionarismo y un centón de tópicos manidos, puesto que el burlador por oficio solo se diferencia del filisteo curil en la forma de expresión, del mismo modo que el bohemio se hace filisteo cuando convierte la falta de ley en rígida ley y el satírico se hace patético cuando eleva la burla a principio. La misma clarividente lucidez y brillantez expositiva se halla, pongo por caso, al denunciar el apoltronamiento e inconsciente megalomanía de la clase política (pp.161-2) que los efectos perversos de la publicidad (p. 157) , la hipocresía burguesa (p.151-2) a propósito del encausamiento de dos jóvenes pintores acusados de obscenidad , o el monstruo del nacionalismo a propósito de la brutal paliza propinada por un nazi a una mujer hindú en plena calle ante la mirada complaciente de los transeúntes (p.165. Roth apostilla Hubiera sido una fausta ocasión para cantar el Deutschland über alles). La diatriba satírica alcanza a veces cotas notorias de imaginación verbal: el ambiente berlinés de fines de los veinte ya presagiaba lo peor: el aire de la ciudad, escribe, tiene un tufo demencial, huele a viejas barbas germánicas socarradas y a gas venenoso, a remedios caseros hemorroidales y a betún de botas de los tarugos prusianos (p.179)
Registros distintos, próximos a la fantasía lírica, los hay en Mundo muerto (pp. 116-7), a mi juicio uno de los más logrados fragmentos del libro, aquí con una imaginería vanguardista, vecina de la greguería ramoniana : describiendo el vestíbulo nocturno y desierto de la estación de tren, observa Roth que las taquillas reposan con cerrados párpados enigmáticos, o que el quiosco con su techo de madera simula un ataúd de periódicos difuntos. Imaginería que se ve asimismo en el fragmento en que se describe la sensación psíquica de ir en avión (104-5). Pero la metaforización puede hallarse por doquier: El dorado del sol es fluido como purpurina derretida (p. 69); los perseguidos se acurrucaban en sus casas como animales en un rodal del bosque tras una batida (193); la chaqueta del tendero exhibía un lamparón de aceite oscuro como una lágrima pintada. Un cuento ejemplar, por la concreción de su anécdota y su bien dosificado desarrollo, lo constituye el relato del aburrimiento y de la sensación de soledad de los domingos vespertinos de la gran ciudad, al salir de los cines (pp. 257-60).
Un tono diferente, en fin, y una muy disímil coloración política tienen los últimos textos de esta recopilación, los de los años del exilio (pp.280-307), con un Roth mucho menos sarcástico y festivo y como entregado a una especie de escéptica amargura desesperanzada: son los años de su conversión al catolicismo, el abandono del cosmopolitismo republicano, el distanciamiento de cualquier forma de judaísmo y la cada vez más evidente añoranza del Imperio Austrohúngaro y de un régimen autoritario y centralizador. Sorprende en efecto que se lance a defender al Emperador que con tanto ingenio había zaherido poco antes y que considere al monarca superior y más respetable que un presidente republicano electo con el peregrino argumento (p. 287) de que hay muchos sombreros de copa, pero solo una corona, y de que el pueblo observa lo único y lo solitario.