George Steiner. Errata. El examen de una vida. Trad. de Catalina Martínez. Madrid. Siruela. 2001.
Si bien este espléndido y enjundioso ensayo corresponde bastante bien a lo que tradicionalmente se venía entendiendo por autobiografía intelectual, lo cierto es que el resultado va muchísimo más allá, en brillantez y radicalidad, de lo que suele ser normal en el género. Así, a bote pronto, solo se me ocurre ahora otro que podría parangonársele, el no menos espléndido Les mots de Sartre, que publicara Gallimard allá por 1964 y tradujera años después para Alianza, yo creo que con harta competencia, Aurora Bernárdez. Así como el texto de Sartre era más íntimo, más, digamos para entendernos, freudiano (recuerdo el hincapié que hacía en las determinaciones de su medio familiar y la huella indeleble que dejaron en él la seca rigidez y el árido puritanismo del protestantismo alsaciano de sus padres, y también el peso de sus traumas y complejos infantiles, ese niño feo y bizco del que todo el mundo parecía burlarse, y cómo insistía de modo casi obsesivo en la idea, que le poseyó desde muy niño, de que el ansia de leer y escribir iba destinada a vengarse de su existencia), este que nos ocupa está, por lo menos en apariencia, más abierto y volcado a las incitaciones del mundo, es a la vez más ambicioso y más modesto, más en cierto modo convencional ---pero más rico--- que el de Sartre y también menos lacerante y más pudoroso, aunque no podamos saber si lo que oculta lo hace porque no lo considera relevante o porque cree no tener nada que ocultar, claro que ¿qué hombre, o por lo menos qué hombre prominente no tiene nada que ocultar?
En Steiner parecen darse unidas ---y permítaseme el fácil juego de palabras--- la pasión de la inteligencia y la inteligencia de la pasión , hasta tal punto resultan obvias el ansia de rigor y profundidad en el tratamiento de cualquier problema o cuestión y la huida de la apariencia y la banalidad, por cuanto éstas vienen a ser el mayor pecado del escritor: la descortesía, la ofensa al entendimiento del lector. Errata está presidido y atravesado por dos certezas, primera, la de que la cultura judía centroeuropea, de los judíos laicos y emancipados, que va desde la liberación de los guetos por la revolución Francesa y Napoleón hasta la llegada de los nazis, de aproximadamente 1800 hasta 1930, desde Heine a Wittgenstein pasando por Marx, Freud, Mahler, Einstein, Schönberg, Kafka, Adorno, Lévi-Strauss o Benjamin entre otros, constituye el cénit de lo más alto, digno y requintado de la cultura occidental moderna y segunda, la de que no solo esa misma alta y excelsa cultura es en rigor inseparable de la barbarie y el horror con los que convivió y que acabarían por devorarla, sino que los restos, ya maltrechos y averiados, de aquella, que a duras penas consiguieron llegar a la última Modernidad, no muestran más que su patética impotencia ante la nueva ola de barbarie y degradación, no tan vistosas como la de los nazis pero no menos devastadoras, que se abrió con las ruinas, humeantes aún, de la Segunda Guerra Mundial.
Steiner es, desde luego, un sabio en la erudición humanística y filológica ---acaso uno de los últimos que queden --- aunque demuestra tener muchísima información de primera mano en el campo de las ciencias, y demasiado admirado en unos medios y no tanto en otros, y su vida ---este libro se publicó en inglés en 1997, cuando su autor estaba a punto de cumplir los 70---parece haber sido en lo esencial la de sus trabajos, estudios y publicaciones, pero me llama gratamente la atención que no se haya quedado ahí; quiero decir que aquellos trabajos e investigaciones no le hayan cegado ,como se demuestra en el libro, hasta el punto de descuidar la vigilante atención para con los desastres del mundo, si bien en absoluto a la manera de los intelectuales comprometidos de antaño , y acaso no estaría de más consignar aquí que no deja de ser curioso que el actual desprestigio de tal marbete haya venido en estos últimos tiempos a correr paralelo con el de su pretendida contrafigura, la de los exquisitos o encerrados en su torre de marfil.
Estructurado en once capítulos o movimientos de parecida extensión y organizada la materia narrativa en gran parte no de modo visiblemente continuo mediante el hilo cronológico ni en virtud de ningún otro (el cap. sexto entero se dedica, por ejemplo, a argumentar acerca de la intraducibilidad de la música, de la imposibilidad de reducirla o cualquier otro lenguaje) y aparece sometida además a grandes elipsis o saltos, llevada al papel a modo como de fogonazos o reverberaciones, Errata arranca con la evocación del ruido de la lluvia en los oídos infantiles--- así empiezan también las memorias de Neruda, Confieso que he vivido---, en este caso en la aldea del Tirol, a mediados de los años treinta, donde sus padres, judíos vieneses recién emigrados a París la década anterior, pasaban las vacaciones; en un país, Austria, en el que, como se dice de inmediato, ya se percibía en el ambiente el inminente destino de tierra ocupada: la Anchluss o anexión por la Alemania nazi estaba al caer.
De modo que el niño cree intuir algo oscuro o levemente siniestro , aunque no puede entender nada, que se desprende de las conversaciones entre su padre, judío liberal no sionista, y su tío gentil, pero, único crío entre cuatro adultos, se refugia, para mayormente matar el hastío, en la lectura compulsiva. De álbumes, de compendios de geografía, de historias fantásticas de viajes y , sobre todo, de una guía ilustrada de los escudos de armas de las familias principescas y arzobispales de Salzburgo, a través de la cual se da cuenta de que ninguna enciclopedia infantil, ningún libro de género alguno podía llegar a ser exhaustivo, y de ahí la mise en abyme de vislumbrar la casi inconmensurable variedad del mundo: siempre podía quedar un detalle, por insignificante que fuese, que escapara a la total catalogación, a la pretensión de agotar una descripción de esto o de aquello, de lo que fuera. Pero pasada la primera fascinación, caótica y espontánea, las lecturas son ya guiadas: el padre, que al igual que el hijo es perfectamente trilingüe en inglés, francés y alemán, le obliga a leer en voz alta primero y aprender de memoria después fragmentos de muchos autores, de Sthendal a Blake, de Kafka a Shakespeare, y le inició desde muy temprano en el estudio del griego y el latín: este culto y esta idolatría por la palabra escrita serán ya desde el comienzo su humus, su fuente nutricia y la raíz de su ser. Pese a su condición de no creyentes, los padres se sentían judíos:" el orgulloso judaísmo de mi padre estaba, como el de Freud o Einstein, teñido de agnosticismo mesiánico. Destilaba racionalidad, promesa de ilustración y tolerancia" (pág. 22-23). Ya aquellos años los vivían con temor, y para conjurarlo se aferraban a lo que más querían; en el judaísmo emancipado y más o menos asimilado del XIX, sobre todo en el ejemplo de Heine, y por extensión en lo mejor de la cultura austroalemana, veían ellos o creían ver el espejo profético del judaísmo europeo moderno, puesto que "en virtud de lo que acabaría por convertirse en insostenible paradoja, este judaísmo de esperanza laica buscaba en la filosofía, la literatura, la erudición y la música alemanas sus garantías talismánicas".
El padre vivía de su más que suficiente sueldo de alto funcionario de un Banco, pero las inversiones bancarias le interesaban en el fondo muy poco, en todo caso mucho menos que sus lecturas y sus curiosidades lingüísticas (cuand o murió, ya en os años sesenta, estaba estudiando ruso), de manera que se impuso la tarea de que el hijo se ganara la vida con algo totalmente distinto y de que nunca supiera nada del oficio de su padre: sería profesor. Cuando, años después, en el internado estudiantil de La Universidad de Chicago en el que vive (p.67), lee y comenta en voz alta a unos compañeros el último párrafo de Los muertos, de Joyce, y observa cómo las lágrimas ruedan por los párpados de uno de ellos, el considerado más rudo e insensible, sabrá ya inequívocamente cuál habría de ser su destino O quizá incluso antes, cuando hacía el bachillerato, que se centraba entonces en el estudio sistemático de la lengua y la explication de texte, en el Liceo francés de Nueva York, recién llegado a América con sus padres ---institución de cuyo ambiente a principios de los cuarenta se hace aquí (págs. 43 y ss.) una vívida y estupenda evocación---: "algunos profesores tenían una excelente cualificación (...) otros eran mediocres vestigios del pasado y daban muestras de decrepitud personal o profesional (...)". El Director "era un personaje vagamente elegante, espectral, fascinado por clásicos literarios menores, como Pierre Loti y poco convencido de la inocencia de Dreyfus" Casi todos eran descarados colaboracionistas o filonazis, aunque no pocos cambiaron oportunamente de chaqueta a partir de 1944. Allí también, cuando oye de no recuerda quién el verso de Eluard le dur désir de durer y lo relaciona de inmediato con lo que le pasa, conoce el enamoramiento: siente una irreprimible adoración por una chica de origen ruso, pelo negro azabache, que sigue un curso superior al suyo, pero no tarda en pasársele, ante el orgullosos desdén de ella, y siente vergüenza de su "estúpida veneración", no sin cerrar el relato de la anécdota de esta guisa: " Derrotado por la madurez, ¿vuelve uno a estar tan completamente enamorado?" .
La Universidad de Chicago a fines de los cuarenta era un hervidero: Una ciudad que nunca dormía, una ciudad en donde la brutalidad en la política, en el arte, en el jazz, en la música clásica, en la ciencia atómica, el comercio y las tensiones raciales resultaban palpables y se dejaban sentir como una descarga. una megalópolis de intensidad pura" (p.57) Allí el joven tímido y estudioso perderá, en todos los sentidos de la palabra, la virginidad: palpará el racismo, el antisemitismo, la violencia policíaca, las diferencias de clase; allí su compañero de habitación, un brutal ex paracaidista llamado Alfie, que empieza por preguntarle si él era muy listo y del que se hará de inmediato inseparable amigo, le lleva una noche a un burdel donde tendrá lugar "una iniciación tan concienzuda como bondadosa". A los ojos de su amigo el paracaidista ya era, así pues, un hombre. Steiner le devolverá el favor invitándole a cenar langosta y ensalada César. Ya se mencionó mas arriba el episodio de la lectura de Los muertos. Sí: sería profesor.
El cap. 5 del libro (pp.69-85) viene a ser una brillante y apasionada, pero inevitablemente polémica, exposición-fundamentación del ser judío, aunque al final reconoce honradamente que la cuestión le parece, por lo menos en parte, insoluble. Si, por un lado, como gusta de imaginar la ortodoxia sionista, la cuestión judía o, mejor aún, la condición judía, su mera existencia, "representa lo que los físicos modernos llamarían la singularidad, un hecho o suceso al margen de las normas, ajeno a la probabilidad y a los dictados del sentido común. El judaísmo irradia energía como un agujero negro en la galaxia histórica" (p.69) no es menos cierto por otro que sin embargo, como todo, el judaísmo no deja de ser una cuestión relativa, cultural, sujeta a las circunstancias históricas, y en este sentido un judío laico, liberal e inequívocamente Weltburger , ciudadano del mundo, tendría que pensar que el asunto de los judíos, su extraña supervivencia después de dos mil años de persecución y opresión no son un misterio ontoteológico. Han sobrevivido, pero podrían haber podido perfectamente no haberlo hecho. Para Steiner su larga historia, como la de los chinos, es el resultado de una peculiar interacción de aislamiento y presiones externas. Es más: tiene que consolarse pensando que, incluso después del accidente nazi, los indicadores demográficos demostrarían " al menos en el Occidente liberal y laico, que la asimilación y el olvido de uno mismo en un clima de creciente tolerancia e indiferencia pueden conducir la crónica del judaísmo a una conclusión indolora. Solo determinadas comunidades ortodoxas, incluso dentro del Israel laico, conservarán una identidad auténtica (p.72) Cierto. Podría ser. Pero no les dejan. Además, está el hecho consumado de la existencia del Estado de Israel, y el hecho, no menos indiscutible e históricamente documentado, de que ya antes del Holocausto hubo múltiples intentos--- las matanzas medievales en Renania, la expulsión por la Inquisición, los progromos de Europa del Este durante el XIX--- de erradicar a los judíos, no en lo esencial por razones económicas, políticas o de otro tipo, aunque ésta tuvieran su importancia, sino para literalmente hacer lo que dice el verbo, arrancarlos de raíz: "la intención abiertamente declarada por el nazismo era ontológica. Era la desaparición definitiva de la identidad judía de la faz de la tierra (...) porque ser judío es, para los que odian, el pecado original" " (p.73).Luego la razón de ser del judío es, en el fondo, también para él, religiosa y está en la Biblia :"Para bien o para mal, Roma y la Meca son hijas (¿matricidas?) de Jerusalén" (p.74). El judío sería, según la certera expresión de Karl Barth, krank an Gott, enfermo de Dios. Y es, por naturaleza, errante ( Luftmenschen, criaturas del aire, sin raíces ni patria, " y por ende, aptas para ser convertidas en ceniza", apostilla Steiner). Quizá, pero como dije más arriba, está el hecho del Estado de Israel y no sé si habrá que suponer que éste sea también obra divina, naturalmente se su Dios ( el Israel de hoy sobrevuela como un fantasma, probablemente algo incómodo, todo el texto; se diría que Steiner deplora sotto voce su existencia a la vez que no deja de sentirse fascinado por la proeza de su fabricación y por sus pretendidos logros: en alguna ocasión lo llama milagro triste). Reconoce que "es un defecto lógico del sionismo, un movimiento laico-político, invocar una mística teológico -escritural que en honor a la verdad no puede suscribir." Y no lo puede suscribir, añado yo, sin traicionar sus orígenes y su sentido primigenio. "Sería, creo, algo escandaloso (...) que los milenios de revelación, de llamamientos al sufrimiento, que la agonía de Abraham y de Isaac, del monte Moriah y de Auschwitz tuviesen como resultado final la creación de un estado-nación armado hasta los dientes, de una tierra para especuladores y mafiosos como todas las demás. Esta normalidad sería para los judíos otra vía de desaparición" (76) ¿Dónde radica, en fin, el secular y universal odio a los judíos? Para Steiner no en la supuesta acusación de deicidio, en la supuesta complicidad de los judíos en la muerte de Cristo, sino en algo anterior y más hondo : sin duda el odio al judío se acrecentó por el cristianismo paulino y de otros padres de la Iglesia, pero es previo a esas fatalidades: "no es el sacrificio de Dios en al persona de su hijo, al margen de lo que este macabro fantasma pueda llegar a significar, el núcleo fundamental (....) , es la creación, la invención, la definición y reevaluación de Dios que hay en el monoteísmo judío y en su ética. Lo que no se le perdona al judío no es el que sea el asesino de Dios, sino el hecho de ser su descendiente" (p.80) Lo que en definitiva estaría en la raíz del judaísmo es lo peculiar del mandato ( según interpreta nuestro autor la célebre tautología de Éxodo, 3, 14 Soy/El que Soy) del Dios de Moisés y de Amós: "Deja de ser lo que eres(...) Conviértete, aun a costa de un terrible precio de abnegación, en lo que podrías ser" (p. 81) Si esto es así, habría que concluir que, por una macabra paradoja, Hitler tenía razón al proclamar lapidariamente "El judío ha inventado la conciencia".
Reevaluar, interpretar , traducir y explicar sin fin el mito y la maldición de Babel, la maravilla de las lenguas del mundo ( Después de Babel. aspectos del Lenguaje y de la Traducción, se llama la gran monografía que publicó en 1975 y que es sin duda el más ambicioso y rico de sus libros) viene a ser al fin y al cabo la tarea más idónea para un erudito trilingüe, y a ello se consagra el cap. 7 (pp. 105-122). Junto a ciertas observaciones sobre los límites de la llamada traducción simultánea y otras, muy cautas y razonables, acerca de la posible existencia de los universales chomskianos ( puede ser que haya "ciertas estructuras profundas de tenor formal y metamatemático con reglas y limitaciones válidas para todas las lenguas"), se prodigan aquí ataques a ese multilingüismo que, desde una cierta corrección política o sentido común --según los cuales la mente del niño, segmentada entre lenguas distintas, se desorganiza y desarticula hasta el extremo de que luego de adulto le sea imposible integrarse eficazmente en un grupo social o comunidad---no deja de parecerle a Steiner, con razón, que bordea, pura y simplemente, la estupidez más crasa, se hallan aquí lúcidas diatribas contra por ejemplo las turbias especulaciones acerca de un presunto esperanto adánico o lingua franca mundial, que por lo demás hoy no podría ser otro, a remolque de la tan cacareada globalización, que el inglés americano. Y es que el mito de Babel, tomado en cierto sentido y aunque se exponga de la manera más atractiva ("Allí donde la creación divina tejiera una prenda perfecta de expresión de la verdad, la catástrofe de Babel no dejó más que retales: una colcha confeccionada con los retazos de aproximaciones, malentendidos, mentiras y provincianismo"--p.111--) resulta demasiado simple y consolador como para convencer a un espíritu despierto: no hay que deshacer ---antes al contrario-- la maldición de Babel: es maravilloso que haya muchas lenguas, cuantas más mejor, aun cuando sea tan evidente que los tiempos no vayan por ahí. Conviene asimismo, correlativamente, desmontar todo chovinismo lingüístico, toda creencia y lucha por la pureza incontaminada de una lengua ( idea en sí misma ya sospechosa) basada en la espuria pretensión de que solo el monóglata o individuo enraizado en su propia lengua materna podría tener acceso pleno a los matices, meandros y profundidad de ésta, y que el políglota, aunque sensible al matiz y la especificidad, nunca poseerá esa sensación, idea tan radicalmente falsa como desmentida, en la realidad y la historia, por comunidades enteras (buena parte de los judíos europeos de entreguerras como él mismo) y grandes escritores como Beckett, Conrad o Nabokov.
Dije al principio de esta reseña que Steiner no estaba ciego ---más bien todo lo contrario---para con los desastres del mundo contemporáneo ( y entre ellos vuelve una y otra vez, obsesivamente, al Holocausto), que ilustra y cataloga en no pocos párrafos de los últimos capítulos, y a aquellos no tiene otra cosa que oponer que el coraje y el ejemplo ético--- pese a que, como él mismo reconoce en muchos pasajes, haya dado ya sobradas muestras de impotencia--- del humanismo : "Una manida aunque justificable retórica insiste en la brevedad, la animalidad, la fealdad o el aburrimiento fundamental de la amplia mayoría de las vidas(...) un realismo irrefutable valida el postulado griego arcaico según el cual lo mejor es no nacer y lo segundo morir joven, siendo la vejez, con escasas excepciones, un hediondo desperdicio "---p.112-- y sin embargo...hay motivos para la luz, para un mínimo destello de esperanza (¿ fleco o resabio de ese mesianismo que es al parecer consustancial al alma judía?), incluso en un mundo donde cada día se inventan y reactualizan formas sin fin de brutalidad, de terror y de opresión, incluso en un mundo quizá ya irremediablemente convertido en gigantesco depósito de residuos tóxicos, en un mundo ---éste solo el de los países ricos-- que se va convirtiendo en un gigantesco asilo de ancianos, una gerontocracia enferma, y hay esperanza por la sola razón de que somos animales lingüísticos, y es este atributo el que vuelve soportable y, por increíble que parezca, fructífera nuestra efímera condición de humanos.
Casi todo el cap. 9 se consagra a honrar la memoria de los que considera sus maestros(los que conoció y trató en vida, no los muertos de los libros), que no fueron según parece precisamente pocos. De cada uno de ellos da unas pocas pinceladas en las que la a menudo punzante ironía no alcanza a vedar del todo un agua subterránea de admiración y cariño. Un par de muestras: de Jean Boorsch, su viejo profesor de Griego Antiguo en el instituto de Manhattan, escribe que "tenía una mirada mesmérica y mostraba un rictus de cáustica tristeza ante nuestros esfuerzos"; de Allen Tate, de la Universidad de Chicago, dice que lo que más le fascinó fue " el acento y la expresión ante bellum , exquisitamente elegantes, ciertamente distinguidos y cargados con una chispa de veneno, de fingida consternación, de condescendencia"; de un tal R. P. Blackmur, de la misma institución que el anterior, se dice que estaba obsesionado por T.S. Elliot, por el éxito y prestigio entre los alumnos de su colega y rival Tate y que "el alcohol dominaba cada vez más su modo de vida a un tiempo gregario y solitario"; de Alexis Philonenko, su colega en la Universidad de Ginebra, se consigna que depende del humor que tuviera ese día, su compañía podía ser "deslumbrante, seductora," o por el contrario "puede encerrarse en su infatigable flujo mental, en un monólogo solo en parte audible, dirigido hacia adentro y rodeado por el halo opaco del fumador empedernido". Pero la consideración más hermosa sin duda es ésta: "La mayor recompensa para un maestro es lograr el compromiso de aquellos alumnos a los que considera más capaces que él mismo, aquellos cuyas capacidades generarán, deberían generar en el futuro logros mayores que los del propio maestro" (p. 176).
Así empieza el cap. penúltimo con el que medio concluye este libro admirable, capítulo que es un repertorio de los lugares y parajes queridos, en primer lugar una alabanza del silencio (" a medida que mi capacidad auditiva se debilita, el martilleo de la música de rock en el taxi en Manhattan, la cháchara de los teléfonos móviles me resultan más insoportables"), el que se disfruta en la casa de pueblo o campo que él y su mujer poseen en una aldea perdida y apartada del Franco Condado, que se pinta en términos idílicos, entreverados ---por contraste--- con el enjambre de voces y transeúntes de todas las lenguas en la calle 47 de Nueva York, los comerciantes judíos de diamantes en particular (que sin embargo le parece no menos fascinante), la luz del atardecer un día de verano en el desierto del Neguev, el call de Gerona, tres ciudades y tres ríos --- los ríos son "alegorías del tiempo" ( Zúrich y el Limmat, Florencia y el Arno, Basilea y el Rhin, tres breves joyas descriptivas de geografía emocional.
En Steiner parecen darse unidas ---y permítaseme el fácil juego de palabras--- la pasión de la inteligencia y la inteligencia de la pasión , hasta tal punto resultan obvias el ansia de rigor y profundidad en el tratamiento de cualquier problema o cuestión y la huida de la apariencia y la banalidad, por cuanto éstas vienen a ser el mayor pecado del escritor: la descortesía, la ofensa al entendimiento del lector. Errata está presidido y atravesado por dos certezas, primera, la de que la cultura judía centroeuropea, de los judíos laicos y emancipados, que va desde la liberación de los guetos por la revolución Francesa y Napoleón hasta la llegada de los nazis, de aproximadamente 1800 hasta 1930, desde Heine a Wittgenstein pasando por Marx, Freud, Mahler, Einstein, Schönberg, Kafka, Adorno, Lévi-Strauss o Benjamin entre otros, constituye el cénit de lo más alto, digno y requintado de la cultura occidental moderna y segunda, la de que no solo esa misma alta y excelsa cultura es en rigor inseparable de la barbarie y el horror con los que convivió y que acabarían por devorarla, sino que los restos, ya maltrechos y averiados, de aquella, que a duras penas consiguieron llegar a la última Modernidad, no muestran más que su patética impotencia ante la nueva ola de barbarie y degradación, no tan vistosas como la de los nazis pero no menos devastadoras, que se abrió con las ruinas, humeantes aún, de la Segunda Guerra Mundial.
Steiner es, desde luego, un sabio en la erudición humanística y filológica ---acaso uno de los últimos que queden --- aunque demuestra tener muchísima información de primera mano en el campo de las ciencias, y demasiado admirado en unos medios y no tanto en otros, y su vida ---este libro se publicó en inglés en 1997, cuando su autor estaba a punto de cumplir los 70---parece haber sido en lo esencial la de sus trabajos, estudios y publicaciones, pero me llama gratamente la atención que no se haya quedado ahí; quiero decir que aquellos trabajos e investigaciones no le hayan cegado ,como se demuestra en el libro, hasta el punto de descuidar la vigilante atención para con los desastres del mundo, si bien en absoluto a la manera de los intelectuales comprometidos de antaño , y acaso no estaría de más consignar aquí que no deja de ser curioso que el actual desprestigio de tal marbete haya venido en estos últimos tiempos a correr paralelo con el de su pretendida contrafigura, la de los exquisitos o encerrados en su torre de marfil.
Estructurado en once capítulos o movimientos de parecida extensión y organizada la materia narrativa en gran parte no de modo visiblemente continuo mediante el hilo cronológico ni en virtud de ningún otro (el cap. sexto entero se dedica, por ejemplo, a argumentar acerca de la intraducibilidad de la música, de la imposibilidad de reducirla o cualquier otro lenguaje) y aparece sometida además a grandes elipsis o saltos, llevada al papel a modo como de fogonazos o reverberaciones, Errata arranca con la evocación del ruido de la lluvia en los oídos infantiles--- así empiezan también las memorias de Neruda, Confieso que he vivido---, en este caso en la aldea del Tirol, a mediados de los años treinta, donde sus padres, judíos vieneses recién emigrados a París la década anterior, pasaban las vacaciones; en un país, Austria, en el que, como se dice de inmediato, ya se percibía en el ambiente el inminente destino de tierra ocupada: la Anchluss o anexión por la Alemania nazi estaba al caer.
De modo que el niño cree intuir algo oscuro o levemente siniestro , aunque no puede entender nada, que se desprende de las conversaciones entre su padre, judío liberal no sionista, y su tío gentil, pero, único crío entre cuatro adultos, se refugia, para mayormente matar el hastío, en la lectura compulsiva. De álbumes, de compendios de geografía, de historias fantásticas de viajes y , sobre todo, de una guía ilustrada de los escudos de armas de las familias principescas y arzobispales de Salzburgo, a través de la cual se da cuenta de que ninguna enciclopedia infantil, ningún libro de género alguno podía llegar a ser exhaustivo, y de ahí la mise en abyme de vislumbrar la casi inconmensurable variedad del mundo: siempre podía quedar un detalle, por insignificante que fuese, que escapara a la total catalogación, a la pretensión de agotar una descripción de esto o de aquello, de lo que fuera. Pero pasada la primera fascinación, caótica y espontánea, las lecturas son ya guiadas: el padre, que al igual que el hijo es perfectamente trilingüe en inglés, francés y alemán, le obliga a leer en voz alta primero y aprender de memoria después fragmentos de muchos autores, de Sthendal a Blake, de Kafka a Shakespeare, y le inició desde muy temprano en el estudio del griego y el latín: este culto y esta idolatría por la palabra escrita serán ya desde el comienzo su humus, su fuente nutricia y la raíz de su ser. Pese a su condición de no creyentes, los padres se sentían judíos:" el orgulloso judaísmo de mi padre estaba, como el de Freud o Einstein, teñido de agnosticismo mesiánico. Destilaba racionalidad, promesa de ilustración y tolerancia" (pág. 22-23). Ya aquellos años los vivían con temor, y para conjurarlo se aferraban a lo que más querían; en el judaísmo emancipado y más o menos asimilado del XIX, sobre todo en el ejemplo de Heine, y por extensión en lo mejor de la cultura austroalemana, veían ellos o creían ver el espejo profético del judaísmo europeo moderno, puesto que "en virtud de lo que acabaría por convertirse en insostenible paradoja, este judaísmo de esperanza laica buscaba en la filosofía, la literatura, la erudición y la música alemanas sus garantías talismánicas".
El padre vivía de su más que suficiente sueldo de alto funcionario de un Banco, pero las inversiones bancarias le interesaban en el fondo muy poco, en todo caso mucho menos que sus lecturas y sus curiosidades lingüísticas (cuand o murió, ya en os años sesenta, estaba estudiando ruso), de manera que se impuso la tarea de que el hijo se ganara la vida con algo totalmente distinto y de que nunca supiera nada del oficio de su padre: sería profesor. Cuando, años después, en el internado estudiantil de La Universidad de Chicago en el que vive (p.67), lee y comenta en voz alta a unos compañeros el último párrafo de Los muertos, de Joyce, y observa cómo las lágrimas ruedan por los párpados de uno de ellos, el considerado más rudo e insensible, sabrá ya inequívocamente cuál habría de ser su destino O quizá incluso antes, cuando hacía el bachillerato, que se centraba entonces en el estudio sistemático de la lengua y la explication de texte, en el Liceo francés de Nueva York, recién llegado a América con sus padres ---institución de cuyo ambiente a principios de los cuarenta se hace aquí (págs. 43 y ss.) una vívida y estupenda evocación---: "algunos profesores tenían una excelente cualificación (...) otros eran mediocres vestigios del pasado y daban muestras de decrepitud personal o profesional (...)". El Director "era un personaje vagamente elegante, espectral, fascinado por clásicos literarios menores, como Pierre Loti y poco convencido de la inocencia de Dreyfus" Casi todos eran descarados colaboracionistas o filonazis, aunque no pocos cambiaron oportunamente de chaqueta a partir de 1944. Allí también, cuando oye de no recuerda quién el verso de Eluard le dur désir de durer y lo relaciona de inmediato con lo que le pasa, conoce el enamoramiento: siente una irreprimible adoración por una chica de origen ruso, pelo negro azabache, que sigue un curso superior al suyo, pero no tarda en pasársele, ante el orgullosos desdén de ella, y siente vergüenza de su "estúpida veneración", no sin cerrar el relato de la anécdota de esta guisa: " Derrotado por la madurez, ¿vuelve uno a estar tan completamente enamorado?" .
La Universidad de Chicago a fines de los cuarenta era un hervidero: Una ciudad que nunca dormía, una ciudad en donde la brutalidad en la política, en el arte, en el jazz, en la música clásica, en la ciencia atómica, el comercio y las tensiones raciales resultaban palpables y se dejaban sentir como una descarga. una megalópolis de intensidad pura" (p.57) Allí el joven tímido y estudioso perderá, en todos los sentidos de la palabra, la virginidad: palpará el racismo, el antisemitismo, la violencia policíaca, las diferencias de clase; allí su compañero de habitación, un brutal ex paracaidista llamado Alfie, que empieza por preguntarle si él era muy listo y del que se hará de inmediato inseparable amigo, le lleva una noche a un burdel donde tendrá lugar "una iniciación tan concienzuda como bondadosa". A los ojos de su amigo el paracaidista ya era, así pues, un hombre. Steiner le devolverá el favor invitándole a cenar langosta y ensalada César. Ya se mencionó mas arriba el episodio de la lectura de Los muertos. Sí: sería profesor.
El cap. 5 del libro (pp.69-85) viene a ser una brillante y apasionada, pero inevitablemente polémica, exposición-fundamentación del ser judío, aunque al final reconoce honradamente que la cuestión le parece, por lo menos en parte, insoluble. Si, por un lado, como gusta de imaginar la ortodoxia sionista, la cuestión judía o, mejor aún, la condición judía, su mera existencia, "representa lo que los físicos modernos llamarían la singularidad, un hecho o suceso al margen de las normas, ajeno a la probabilidad y a los dictados del sentido común. El judaísmo irradia energía como un agujero negro en la galaxia histórica" (p.69) no es menos cierto por otro que sin embargo, como todo, el judaísmo no deja de ser una cuestión relativa, cultural, sujeta a las circunstancias históricas, y en este sentido un judío laico, liberal e inequívocamente Weltburger , ciudadano del mundo, tendría que pensar que el asunto de los judíos, su extraña supervivencia después de dos mil años de persecución y opresión no son un misterio ontoteológico. Han sobrevivido, pero podrían haber podido perfectamente no haberlo hecho. Para Steiner su larga historia, como la de los chinos, es el resultado de una peculiar interacción de aislamiento y presiones externas. Es más: tiene que consolarse pensando que, incluso después del accidente nazi, los indicadores demográficos demostrarían " al menos en el Occidente liberal y laico, que la asimilación y el olvido de uno mismo en un clima de creciente tolerancia e indiferencia pueden conducir la crónica del judaísmo a una conclusión indolora. Solo determinadas comunidades ortodoxas, incluso dentro del Israel laico, conservarán una identidad auténtica (p.72) Cierto. Podría ser. Pero no les dejan. Además, está el hecho consumado de la existencia del Estado de Israel, y el hecho, no menos indiscutible e históricamente documentado, de que ya antes del Holocausto hubo múltiples intentos--- las matanzas medievales en Renania, la expulsión por la Inquisición, los progromos de Europa del Este durante el XIX--- de erradicar a los judíos, no en lo esencial por razones económicas, políticas o de otro tipo, aunque ésta tuvieran su importancia, sino para literalmente hacer lo que dice el verbo, arrancarlos de raíz: "la intención abiertamente declarada por el nazismo era ontológica. Era la desaparición definitiva de la identidad judía de la faz de la tierra (...) porque ser judío es, para los que odian, el pecado original" " (p.73).Luego la razón de ser del judío es, en el fondo, también para él, religiosa y está en la Biblia :"Para bien o para mal, Roma y la Meca son hijas (¿matricidas?) de Jerusalén" (p.74). El judío sería, según la certera expresión de Karl Barth, krank an Gott, enfermo de Dios. Y es, por naturaleza, errante ( Luftmenschen, criaturas del aire, sin raíces ni patria, " y por ende, aptas para ser convertidas en ceniza", apostilla Steiner). Quizá, pero como dije más arriba, está el hecho del Estado de Israel y no sé si habrá que suponer que éste sea también obra divina, naturalmente se su Dios ( el Israel de hoy sobrevuela como un fantasma, probablemente algo incómodo, todo el texto; se diría que Steiner deplora sotto voce su existencia a la vez que no deja de sentirse fascinado por la proeza de su fabricación y por sus pretendidos logros: en alguna ocasión lo llama milagro triste). Reconoce que "es un defecto lógico del sionismo, un movimiento laico-político, invocar una mística teológico -escritural que en honor a la verdad no puede suscribir." Y no lo puede suscribir, añado yo, sin traicionar sus orígenes y su sentido primigenio. "Sería, creo, algo escandaloso (...) que los milenios de revelación, de llamamientos al sufrimiento, que la agonía de Abraham y de Isaac, del monte Moriah y de Auschwitz tuviesen como resultado final la creación de un estado-nación armado hasta los dientes, de una tierra para especuladores y mafiosos como todas las demás. Esta normalidad sería para los judíos otra vía de desaparición" (76) ¿Dónde radica, en fin, el secular y universal odio a los judíos? Para Steiner no en la supuesta acusación de deicidio, en la supuesta complicidad de los judíos en la muerte de Cristo, sino en algo anterior y más hondo : sin duda el odio al judío se acrecentó por el cristianismo paulino y de otros padres de la Iglesia, pero es previo a esas fatalidades: "no es el sacrificio de Dios en al persona de su hijo, al margen de lo que este macabro fantasma pueda llegar a significar, el núcleo fundamental (....) , es la creación, la invención, la definición y reevaluación de Dios que hay en el monoteísmo judío y en su ética. Lo que no se le perdona al judío no es el que sea el asesino de Dios, sino el hecho de ser su descendiente" (p.80) Lo que en definitiva estaría en la raíz del judaísmo es lo peculiar del mandato ( según interpreta nuestro autor la célebre tautología de Éxodo, 3, 14 Soy/El que Soy) del Dios de Moisés y de Amós: "Deja de ser lo que eres(...) Conviértete, aun a costa de un terrible precio de abnegación, en lo que podrías ser" (p. 81) Si esto es así, habría que concluir que, por una macabra paradoja, Hitler tenía razón al proclamar lapidariamente "El judío ha inventado la conciencia".
Reevaluar, interpretar , traducir y explicar sin fin el mito y la maldición de Babel, la maravilla de las lenguas del mundo ( Después de Babel. aspectos del Lenguaje y de la Traducción, se llama la gran monografía que publicó en 1975 y que es sin duda el más ambicioso y rico de sus libros) viene a ser al fin y al cabo la tarea más idónea para un erudito trilingüe, y a ello se consagra el cap. 7 (pp. 105-122). Junto a ciertas observaciones sobre los límites de la llamada traducción simultánea y otras, muy cautas y razonables, acerca de la posible existencia de los universales chomskianos ( puede ser que haya "ciertas estructuras profundas de tenor formal y metamatemático con reglas y limitaciones válidas para todas las lenguas"), se prodigan aquí ataques a ese multilingüismo que, desde una cierta corrección política o sentido común --según los cuales la mente del niño, segmentada entre lenguas distintas, se desorganiza y desarticula hasta el extremo de que luego de adulto le sea imposible integrarse eficazmente en un grupo social o comunidad---no deja de parecerle a Steiner, con razón, que bordea, pura y simplemente, la estupidez más crasa, se hallan aquí lúcidas diatribas contra por ejemplo las turbias especulaciones acerca de un presunto esperanto adánico o lingua franca mundial, que por lo demás hoy no podría ser otro, a remolque de la tan cacareada globalización, que el inglés americano. Y es que el mito de Babel, tomado en cierto sentido y aunque se exponga de la manera más atractiva ("Allí donde la creación divina tejiera una prenda perfecta de expresión de la verdad, la catástrofe de Babel no dejó más que retales: una colcha confeccionada con los retazos de aproximaciones, malentendidos, mentiras y provincianismo"--p.111--) resulta demasiado simple y consolador como para convencer a un espíritu despierto: no hay que deshacer ---antes al contrario-- la maldición de Babel: es maravilloso que haya muchas lenguas, cuantas más mejor, aun cuando sea tan evidente que los tiempos no vayan por ahí. Conviene asimismo, correlativamente, desmontar todo chovinismo lingüístico, toda creencia y lucha por la pureza incontaminada de una lengua ( idea en sí misma ya sospechosa) basada en la espuria pretensión de que solo el monóglata o individuo enraizado en su propia lengua materna podría tener acceso pleno a los matices, meandros y profundidad de ésta, y que el políglota, aunque sensible al matiz y la especificidad, nunca poseerá esa sensación, idea tan radicalmente falsa como desmentida, en la realidad y la historia, por comunidades enteras (buena parte de los judíos europeos de entreguerras como él mismo) y grandes escritores como Beckett, Conrad o Nabokov.
Dije al principio de esta reseña que Steiner no estaba ciego ---más bien todo lo contrario---para con los desastres del mundo contemporáneo ( y entre ellos vuelve una y otra vez, obsesivamente, al Holocausto), que ilustra y cataloga en no pocos párrafos de los últimos capítulos, y a aquellos no tiene otra cosa que oponer que el coraje y el ejemplo ético--- pese a que, como él mismo reconoce en muchos pasajes, haya dado ya sobradas muestras de impotencia--- del humanismo : "Una manida aunque justificable retórica insiste en la brevedad, la animalidad, la fealdad o el aburrimiento fundamental de la amplia mayoría de las vidas(...) un realismo irrefutable valida el postulado griego arcaico según el cual lo mejor es no nacer y lo segundo morir joven, siendo la vejez, con escasas excepciones, un hediondo desperdicio "---p.112-- y sin embargo...hay motivos para la luz, para un mínimo destello de esperanza (¿ fleco o resabio de ese mesianismo que es al parecer consustancial al alma judía?), incluso en un mundo donde cada día se inventan y reactualizan formas sin fin de brutalidad, de terror y de opresión, incluso en un mundo quizá ya irremediablemente convertido en gigantesco depósito de residuos tóxicos, en un mundo ---éste solo el de los países ricos-- que se va convirtiendo en un gigantesco asilo de ancianos, una gerontocracia enferma, y hay esperanza por la sola razón de que somos animales lingüísticos, y es este atributo el que vuelve soportable y, por increíble que parezca, fructífera nuestra efímera condición de humanos.
Casi todo el cap. 9 se consagra a honrar la memoria de los que considera sus maestros(los que conoció y trató en vida, no los muertos de los libros), que no fueron según parece precisamente pocos. De cada uno de ellos da unas pocas pinceladas en las que la a menudo punzante ironía no alcanza a vedar del todo un agua subterránea de admiración y cariño. Un par de muestras: de Jean Boorsch, su viejo profesor de Griego Antiguo en el instituto de Manhattan, escribe que "tenía una mirada mesmérica y mostraba un rictus de cáustica tristeza ante nuestros esfuerzos"; de Allen Tate, de la Universidad de Chicago, dice que lo que más le fascinó fue " el acento y la expresión ante bellum , exquisitamente elegantes, ciertamente distinguidos y cargados con una chispa de veneno, de fingida consternación, de condescendencia"; de un tal R. P. Blackmur, de la misma institución que el anterior, se dice que estaba obsesionado por T.S. Elliot, por el éxito y prestigio entre los alumnos de su colega y rival Tate y que "el alcohol dominaba cada vez más su modo de vida a un tiempo gregario y solitario"; de Alexis Philonenko, su colega en la Universidad de Ginebra, se consigna que depende del humor que tuviera ese día, su compañía podía ser "deslumbrante, seductora," o por el contrario "puede encerrarse en su infatigable flujo mental, en un monólogo solo en parte audible, dirigido hacia adentro y rodeado por el halo opaco del fumador empedernido". Pero la consideración más hermosa sin duda es ésta: "La mayor recompensa para un maestro es lograr el compromiso de aquellos alumnos a los que considera más capaces que él mismo, aquellos cuyas capacidades generarán, deberían generar en el futuro logros mayores que los del propio maestro" (p. 176).
Así empieza el cap. penúltimo con el que medio concluye este libro admirable, capítulo que es un repertorio de los lugares y parajes queridos, en primer lugar una alabanza del silencio (" a medida que mi capacidad auditiva se debilita, el martilleo de la música de rock en el taxi en Manhattan, la cháchara de los teléfonos móviles me resultan más insoportables"), el que se disfruta en la casa de pueblo o campo que él y su mujer poseen en una aldea perdida y apartada del Franco Condado, que se pinta en términos idílicos, entreverados ---por contraste--- con el enjambre de voces y transeúntes de todas las lenguas en la calle 47 de Nueva York, los comerciantes judíos de diamantes en particular (que sin embargo le parece no menos fascinante), la luz del atardecer un día de verano en el desierto del Neguev, el call de Gerona, tres ciudades y tres ríos --- los ríos son "alegorías del tiempo" ( Zúrich y el Limmat, Florencia y el Arno, Basilea y el Rhin, tres breves joyas descriptivas de geografía emocional.