lunes, 21 de noviembre de 2011

DEL EQUÍVOCO ENCANTO PROVINCIANO





Jiménez Lozano, José. Las señoras. Barcelona.Seix Barral. 1999.



Cae en mis manos esta novelita del laureado y prolífico --más de una docena de novelas, amén de bastantes libros de ensayo y de poesía---autor castellano, del que hasta ahora solo conocía la recopilación de artículos, previamente publicados en la revista Destino, que bajo el marbete La ronquera de Fray Luis y otros ensayos viera la luz, hace ya bastantes años, en la editorial del mismo nombre, y que eran una especie de reflexiones o divagaciones de un cristiano comprometido, como se decía entonces, preocupado por poner al día el pensamiento católico, muy en la línea de Aranguren, que recuerdo que era el prologuista del libro. Algunos críticos han comparado a Jiménez con Delibes, pero a juzgar por esta novela el autor que nos ocupa saldría más bien malparado.

En una pequeña e innominada ciudad de provincias, dos hermanas ancianas y rentistas, Clemencia y Constancia, ---repárese en lo catolicísimo y preñado de virtudes de ambos nombres--- respetadas y admiradas por todos, deciden participar en un concurso televisivo del estilo de aquel inefable Un, dos, tres de antaño, al objeto de, aprovechando la plataforma mediática, proclamar la estupidez de todo cuanto hay y de la televisión misma. El trazo de ambos personajes parece tener un lejano dibujo galdosiano por cuanto destacan con nitidez de un medio paralizado, inerte y moralmente inferior y al mismo tiempo una cierta ascendencia quijotesca, toda vez que son redichas y apodícticas en sus formulaciones, como poseídas por esa obsesión e intolerancia que, al igual que la del hidalgo manchego, consiste en, viviendo a través de lo que se ha leído, la quimera de implantar la justicia en el mundo. Su encanto, por lo demás , se acentúa cuando no parecen caer en la cuenta de su propia ridiculez: "Nosotras somos relativamente jóvenes, pero ya no estamos en edad de jugar a las canicas" (pág. 68).

Me da la impresión de que Las señoras pretendía en la intención del autor ser una especie de fábula política de altos vuelos, pero las obviedades de que el mundo es un desastre y de la mortífera influencia de la televisión requerían sin duda de otros mimbres narrativos y de otra trama distinta de esta y no confiada meramente a tan esquemática anécdota, cuya entraña policíaca además aparece desdibujada y difusa, lo mismo que el personaje de la señorita Simone, que podría haber dado más juego pero a la que el narrador, tras haberse medio olvidado de ella, hace aparecer al final de un modo un tanto forzado. Ha quedado sin embargo en una amable sátira de la vida provinciana, corroída por la mezquindaz y agusanamiento en la medida en que aparece entregada a los manejos de la mentalidad de orden y de la ubicuidad de la sospecha, que solo se asienta en las habladurías, los chismes y la circulación de los rumores. Sátira de la que podría decirse que su mayor defecto es precisamente el ser demasiado amable, toda vez que se asienta en unos personajes (los secundarios sobre todo, así el comisario y los doctores Bosch y Capdevila, el canónigo y el médico) como narcotizados por su ingenuidad y bonhomía y cuya única función consiste en servir de pimpampún o sparring para el terrorismo intelectual de Constancia y de Clemencia. En los personajes de las dos viejas, por contra, me parece que reside el mayor encanto de la novela, en su desmesura y su inverosimilitud: son cultísimas, hablan y leen varias lenguas --- latín entre ellas--- hacen de continuo alusiones y citas librescas de Descartes, Freud, Spinoza, San Agustín, Hegel o Kant entre otros y por si fuera poco se proclaman, no menos de continuo, ante los estupefactos oídos de quienes las oyen, nada menos que como " agustinianas, demócratas, republicanas, anarquistas y reaccionarias" (pág. 34) .




El resultado, en suma, es muy desigual, y me pregunto si en verdad la novelita, tal como está urdida, daba para mucho más. Pese a que los diálogos funcionen muy a menudo de modo ágil e ingenioso, a que el narrador demuestre un hábil uso del estilo indirecto libre y a que algún pasaje, por ejemplo el de tintes grotescos y suavemente esperpénticos del loro de madera que arenga a los jóvenes congregados en la calle mientras una de las ancianas falsea la voz (pp. 162 y ss.) se lea con fruición como no del todo increíble alegoría de la idiotez y manipulabilidad de las masas, la prosa deviene afeada sin remedio por el sistemático laísmo y --aún peor--- el loísmo en otras ocasiones: "Luego sacó los vasos del pequeño locero (...) y Constancia los daba vueltas e invitaba a la señorita Simone y al comisario a que los tocasen (pág. 71) y por la paupérrima y desmayada sintaxis de alguna que otra frase: "contestó que, naturalmente, no fumaba cuando recibía visitas, y que en cualquier caso tenía que haberlas pedido permiso, pero que las agradecía saber que no las molestaba" (pág. 79) o: " Y el comisario solía devolver todo solucionado, pero no se atrevía a más , incluso si un día se las encontró riendo porque no podían hacer frente a una cantidad" (pág. 125).

martes, 8 de noviembre de 2011

EL INÚTIL DE LA FAMILIA

Edwards, Jorge. El inútil de la familia. Alfaguara. Madrid. 2004.




Con este texto, cuyo título recuerda de modo inevitable el del monumental ensayo que Sartre dedicara a Baudelaire, El idiota de la familia, ha intentado Edwards honrar la memoria de un tío abuelo suyo, Joaquín Edwards Bello, escritor y publicista hoy bastante olvidado pero que gozó al parecer de cierto éxito y predicamento allá por los años treinta en su Chile natal. No es desde luego una novela que pueda calificarse de convencional o al uso, en la medida en que acarrea materiales textuales muy heterogéneos: participa a la vez de la autobiografía y de la biografía ficticia, de la crónica familiar, de la novela de costumbres y del ensayo literario ---practicado aquí y a estas alturas, como no podría ser menos, desde un notable distanciamiento irónico--- de tintes historicistas y positivistas (no es casualidad que el nombre de Saint Beuve aparezca en no pocas ocasiones en estas páginas, como para apoyar las muy numerosas elucubraciones del narrador para establecer posibles correspondencias y paralelismos entre Joaquín y ciertos personajes de sus novelas, sobre todo el Eduardo Briset de El inútil ), adobado todo ello además con un vago aire como de picaresca, toda vez que el héroe, más bien el antihéroe, del relato resulta ser a la postre, como el pícaro, un buscavidas y un desclasado, solo que aquí al revés, o sea, en sentido descendente en la escala social.




Pese a que se trata de un personaje, éste de Joaquín, al que se juzgaría en principio un tanto forzado, puesto que acumula ---demasiaso ad hoc, al menos en apariencia--- buena parte de los ingredientes capaces de convertirlo en intrínsecamente novelesco, lo cierto es que funciona, y lo hace aceptablemente, como soporte de este relato gracias al muy calculado juego de ambiguos claroscuros y espejos montados por el narrador, que lo presenta a veces como criatura de contornos nítidos y versosímiles y otras como una difusa silueta desdibujada por la leyenda, y en este sentido resulta atractivo: histriónico y atrabiliario, de azacaneada y variopinta biografía de rebelde sin causa, traidor a su clase más por afán de provocación que por algún tipo de convencimiento ideológico, jugador y putañero empedernido, con tanta atracción por la mala vida ---como ocurre con muchos señoritos de cuna---- como por las fiestas y saraos del grand monde, verdadera oveja negra de su acaudalada familia y escritor que se sentía a sí mismo en la estela de Maupassant, del Zola más naturalista y de Valle Inclán.




Hay un constante cambio de perspectiva narrativa --- muy a menudo en el mismo párrafo-- con el consiguiente trueque de persona gramatical, según cuente lo acaecido un narrador externo o se pase a otro interno que a veces es Joaquín y a veces el mismo Edwards que se asoma a su vida ( a la de Joaquín y a la suya ) y a sus fantasmas familiares con continuas apostillas y digresiones sobre lo vivido y pensado por el primero.Y es que el autor parece haber tratado a su personaje como a una especie de palimsesto con múltiples costurones, tachaduras y espacios en blanco, apoyándose en lo que de él dijeron otros también comparecientes en el texto y presuntamente "reales" e "históricos"( como algunos de los mejor iluminados y urdidos en la novela, y pienso en Jorge Cuevas, Cuevitas, el que acabó en multimillonario por un oportuno y hábil braguetazo, el amigo predilecto de juventud de Joaquín, o la tía Elisa, ultrarreaccionaria hasta el paroxismo y poseída por una energía milagrosa que ella atribuía a la intercesión de la Virgen ), e imponiendo así un orden o diseño en la confusa proliferación de los hechos.




La novela arranca con la evocación de aquella tarde de fines de los cincuenta en que Joaquín, ya a las puertas de la vejez, se queda sin blanca ---último eslabón de una larga cadena de ruinas por el juego--- en el Hipódromo Chile de Santiago y del ataque al corazón que le sobreviene esa misma noche, que le deja ya enfermo y semiparalizado para lo que le queda de vida y que prefigura su decadencia final, y se cierra, trescientas y pico páginas más adelante, con el relato pormenorizado de su suicidio a fines de los sesenta precisamente con la pistola que su padre agonizante le había regalado " Para que defiendas ---dijo, ahogado, con un pecho agitado, con ojos turbios --- tu honra. !Es lo único que vale en la vida, lo demás es paja picada¡ Y comprendiste que se refería, con mala leche, con amargura, a la plata de su primo hermano" ( p. 46), y con una especie de coda, irónica e inesperada, que ocupa el capítulo último y que tiene como motivo la misma pistola. Entre medias, entre uno y otro episodio, se abre un vasto paréntesis que constituye el cuerpo de la novela en sí, la vida y peripecias del héroe desde su infancia en el Valparaíso de los amenes del XIX.

Notables son el brío y la plasticidad de no pocas descripciones de ambientes o figurantes (" La baronesa de Clifford, fantasma reseco que bajaba por temporadas desde las islas británicas a las salas de juego del continente y que luego desaparecía, con sus nmanos huesudas, sus brazos descarnados cubiertos de brazaletes sonoros, su pecho flaco lleno de manchas negras y de joyasque resplandecían bajo las lámparas lujuriosas, podrida en plata, según se murmuraba", pág.137). Algunos pasajes ---los más--- están contados con mano maestra, por ejemplo los conciliábulos que en el medio familiar y social de Joaquín se llevan a cabo para preparar la conspiración antibalmacedista (cap IV), el fulminante enamoramiento que el protagonista siente por Lila Pires, la grotesca escena del primer encuentro erótico entre ambos y luego la teatral ruptura propiciada por él (pp- 84-91), o la muerte de Doña Paca ( p. 176) descrita con tintes esperpénticos y solanescos, pero otros ---los menos--- se me aparecen en exceso farragosos y repetitivos, así la larga digresión del cap. XXXIII acerca de las pautas de comportamiento y ritos de la tribu literario- chilena y la presunta imposición de la autocensura en el escritor para preservar la concordia familiar ( aunque supongo que de ser así eso solo afectará a los de buena familia), o francamente sobrantes, como las glosas y comentarios al Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, acotaciones lexicográficas que lo único que hacen es romper el ritmo del relato.




Por lo demás, y sirva esto como colofón de estos comentarios, toda identidad ---toda máscara--se sitúa siempre en esa zona de penumbra entre la ficción y la sedicente realidad, y de alguna manera resulta inapresable, aunque solo se deba a que, como se dice muy bien en la pág. 311 " los cambios de vida, por radicales, por extremos que sean, nunca son tan completos como se pretende. Siempre queda algo del personaje anterior: algo adherido, o escondido, o reprimido"

domingo, 30 de octubre de 2011

EL ABRECARTAS

Molina Foix, Vicente. El abrecartas. Barcelona. Anagrama.2006

Lo primero que llama la atención en esta extensa --más de 400 páginas--- y muy celebrada novela ---en 2007 se le concedió el Premio Nacional de Narrativa, aunque esto no tiene por qué constituir garantía de calidad alguna--- es lo original de su disposición estructural y la notable habilidad con que Molina ha sabido desarrollarla hasta hacerla literariamente creíble: formada a base del intercambio de docenas de cartas entre una serie de personajes ligados con maña y sutileza unos a otros en un cañamazo de voces narrativas, colocadas a modo de piezas de un mecanismo relojero cuya urdimbre ha de ir el lector descubriendo poco a poco, a medida que avanza la lectura, hasta que al final se ilumina todo el puzzle. Nada importa que algunos de esos personajes, como Lorca, Aleixandre, Miguel Hernández, Eugenio D'Ors y un extenso etcétera sean, tal como se dice, "históricos", y que otros vengan de la inventiva del autor: unos y otros funcionan aquí o intentan hacerlo como entes narrativos, soportes de voces que apuntan cada uno a su particular mundo evocado, a su estatuto subjetivo y a su trayectoria vital. En este sentido El abrecartas no es una novela histórica (y este me parece uno de los méritos, y no de los menores, del libro, el haber sabido evitar el peligro, siempre latente en una novela de este tipo, de convertirse en una galería de fantasmas), por mucho que todo un periodo de la historia de España, el que va de los años veinte del pasado siglo hasta ahora mismo, comparezca como fondo del tapiz, sino una novela sobre un puñado de vidas truncadas y abocadas a un destino trágico.

Las primeras cartas son las que Rafael González Sanahuja, niño pobre compañero de escuela de primeras letras de Lorca, envía a éste desde la admiración distante y un tanto conmovedoramente ingenua que le generan sus propios y semisecretos anhelos de convertirse en escritor. Este Rafael viene a ser el primer eslabón de la cadena que abrirá paso, como digo, a una larga sucesión de corresponsales, en primer lugar dos que resultan ser de los más proteicos y de más enjundia, espesor y firme trazado del libro, hasta el punto de que bien puede decirse que viven en él varias vidas diferentes: la prima de aquel, Sefetilla, humilde maestra en los años republicanos, después locutora radiofónica de novelones sentimentales y al final insospechada escritora de éxito, y Alfonso Enríquez, profesor universitario de izquierdas desde su primera juventud, luego represaliado por el franquismo, liberado gracias a una casualidad, exiliado de lujo en una universidad suiza---lo que da pie a la entrada en liza de otro personaje conmovedor, Angelico--- hasta concluir, desengañado y desligado de cualquier vínculo con la cultura, dando tumbos por el norte de Africa y por Latinoamérica. Ambos personajes acabarán además resolviendo algunas de las claves cifradas o detalles semiocultos de la novela, así el destino de una pieza teatral, presuntamente desaparecida, de Cernuda, o el papel escrito que cierta esposa deja a su marido cuando decide abandonarlo, y forman, junto a la actriz Manuela Riera ---personaje sin embargo mucho más desdibujado---un extraño triángulo amoroso que es uno de los ejes vertebradores del relato.


Pero el mayor hallazgo del libro, en cuanto a creación lingüística, verosimilitud y decoro de la voz narrativa, me parece el personaje del censor y policía político Trinidad López Douce --- Ramiro Fonseca en los puntillosos informes que envía a sus superiores--- desgarrado por el rencor y la mala conciencia y condenado a una existencia esquizofrénica que acabará aniquilándolo. Fonseca es el pretexto para que el autor, además de hacerlo reaparecer, en un final golpe de efecto, a la conclusión del relato, no solo lleve a cabo una muy eficaz parodia de la prosa plúmbea y amazacotada del lenguaje policíaco-administrativa, que da a menudo en efectos desopilantes ---"Se ha podido igualmente averiguar que estando la casa propiedad del Sr. D'Ors (...) adosada a una antigua ermita, el Obispado de Barcelona intervino hace unos meses ordenando tapiar la ventna interior que comunicaba directamente el dormitorio de Don Eugenio con la capilla de la ermita, en prevención de que, hallándose expuesto el Altísimo en el altar, hubiese simultáneamente una ocupación concupiscente del lecho, dado que, aun en su acvanzada edad, el escritor mantiene relaciones venéreas con varias de las señoras a él devotas" (p. 94)---, sino para que también demuestre su habilidad para el cambio de registro congruente con la transformación del personaje, como se demuestra en la larga misiva (pp. 375-390) que el policía arrepentido dirige, a modo de desnudamiento o autoanálisis, a sus antiguas víctimas, a las que tenía que vigilar y delatar " (...) a todos, mis perseguidos y odiados, mis envidiados, mis perjudicados, mis perjudicadores, mis encartados, a vosotros os cuento, ahora que ya no sirve, mi verdad, lo poco o nada de Trinidad López Douce que hubo en Ramiro Fonseca, ese espantajo que yo creé, no para sobrevivir trampeando, que es lo que podría parecer, sino para matar al que dentro de mí se odiaba a sí mismo" (p. 377).




El hecho de que entre los aspectos más flojos o menos felices de El abrecartas cabría citar el que no de todos los personajes podría decirse lo mismo que de los antecitados, toda vez que algunos se me antojan forzados por demasiado planos o previsibles, así los jóvenes conspiradores antifranquistas (pp.227-272) de los sesenta y setenta, mundo que Molina ya había tratado en una anterior entrega, La quincena soviética, o el ambiente de la intelectualidad republicana en torno a figurantes como Alberti o María Teresa León, o de que el autor se haya dejado llevar un tanto por el cotilleo de mundillo literario en el relato pormenorizado del affaire amoroso entre Vicente Aleixandre y Andrés Acero (pp. 123-146), aun cuando el retrato del poeta sea fiel a la fama de humanidad y bonhomía que todos le han atribuido, no obsta para considerar el libro que comentamos como un título mayor de la novelística española de estos últimos años y un más que logrado experimento narrativo.



jueves, 20 de octubre de 2011

UNA VIDA CENTENARIA


Broggi, Moisés. Memòries d'un cirurgià. (1908-1945). Barcelona. Edicions 62. 2002.



Pese a que de mi ya vieja frecuentación del género tengo la muy arraigada sospecha de que, de un modo u otro y en mayor o menor grado, todos los libros de recuerdos personales son, en rigor, falsos por las inevitables trampas, anfractuosidades y falsificaciones de la memoria y por los propios mecanismos psíquicos de la fabricación de la máscara-persona, hay algo que me ha hecho transitar con sumo placer por las más de cuatrocientas páginas de este texto.Y es ello que no obstante lo dicho me ha parecido que de esta prosa sencilla y eficaz, lejos de la excelencia literaria por ejemplo de la de las Memòries de Sagarra, pero mucho más legible que las de Fabián Estapé, pongo por caso, se traduce una especie de verdad , una modestia y naturalidad del personaje, un coraje moral y un agradecimiento al hecho mismo de la vida, que aquí se evoca sin atisbo de rencor ni amargura, que lo hace singularmente atractivo y lo aleja de la autocomplacencia y el narcisismo de otros.

Hay una versión castellana en Península del mismo año que la castellana y en 2008, con ocasión de los cien años del autor, Edicions 62 publicó en un solo volumen sus dos libros autobiográficos, éste que nos ocupa y su continuación, Anys de plenitud, que aún no he leído pero que algún día espero leer. Acabo de enterarme de que hace solo unos días Broggi ha aceptado --!a sus 103 años¡ ---encabezar las listas de ERC al Senado en las elecciones del 20 de noviembre.


La infancia de Broggi fue la quizá normal en un retoño de la burguesía media catalana de principios del siglo pasado. La emigración a Cataluña, esde el norte de Italia, de uno de los bisabuelos, a quien debe el apellido, inauguró unas generaciones de individuos emprendedores y de espíritu innovador, que hubieron de pasar por altibajos de fortuna pero que se mantuvieron siempre en el orbe social que va de una honrada menestralía al pequeño empresariado. En los primeros capítulos se rememoran, junto a los antecedentes familiares, los idílicos veraneos en L'Escala en casa de la tía Lola ---al descubrimiento del mar le acompañó una extraña pesadilla que habría de aparecer recurrentemente: unas mujeres vaciaban, garrafa a garrafa, el Mediterráneo hasta dejarlo convertido en un inmenso yermo,de modo que se comprende y es casi inevitable que Broggi escriba: "Que diferent és aquest mar que ara contemplem ¡. Aquells munts d'algues s`han acabat, convertits en fastigosos plastics i escombraries, i aquella vida tan exuberant que pertot bullia s'està apagant visiblement" (p.63) ---También los compañeros de juegos, las apasionadas lecturas infantiles de Verne y Stevenson, la admiración y la ternura que le provocaban las visitas del viejo y bondadoso médico de familia que le visitaba en sus entonces frecuentes problemas de salud, la escuela, los estudios de bachilletato, la impresión que le produjo, en los primeros años veinte, la aparición de la navegación a motor que desplazó enseguida a "l'entranyable vela latina" (p-69) o los vehículos con motor de explosión que sustituyeron a los carros y las tartanas.

Y aún más le sorprendería ---con esta anécdota entra Broggi en el capítulo que titula Conflictes socials i opinions polítiques--- a él, que habría de ver tantos ,la visión del primer cadáver, en 1918, un esquirol acribillado a balazos por los faístas en una calle de Barcelona: "No oblidaré mai aquell espectacle, la gent apinyada al voltant del cos inert d'aquell infeliç i l'oncle Juli, que ens va fer anar a casa a buscar un llençol per cobrir-lo mentre s'esperava l'arribada del jutge" (p. 84). Se extiende acto seguido en la orientación política y el ambiente cultural de su familia. El padre, conservador moderado, se movía en el posibilismo de la Lliga, aunque no estaba afiliado a ninguna organización, mientras que la familia materna tenía una orientación nacionalista más radical y algunos de sus parientes acabarían siendo miembros destacados de Esquerra Republicana o de Estat Català. Describe asimismo con viveza el ambiente político de aquellos años, los del llamado pistolerismo callejero, la huelga de la Canadiense y la epidemia de gripe de 1918. Los asesinatos de patronos y sindicalistas no podían menos que escandalizar en su medio, naturalmente de orden, aunque deploraran también la brutal represión desencadenada por Martínez Anido y su Ley de fugas. En su familia se alaba el hecho de que, con solo la muy reducida autonomía vigente con la Mancomunidad de Diputaciones, se consiguieran levantar, en poco tiempo, La Escuela del Trabajo, El Instituto de Estudios Catalanes o La Escuela de Bibliotecarios.

Las páginas 101-165 se dedican a contar por lo menudo el inicio de sus estudios universitarios y sus primeras experiencias dramáticas "d'afrontament de la medician contra la mort prematura" (p.116) como aprendiz de cirujano al lado de los hermanos Trías i Pujol --- a los que siempre considerará , sobre todo a Antoni, como sus maestros--, al estado de la cirugía en aquel tiempo y a los avances que entonces estaban teniendo lugar, a su práctica de médico interno en la Clínica Fargas, al relato del movimiento de renovación universitaria que acabará culminando en la creación, ya con la República, de la efímera pero según todos los testimonios justamente añorada Universidad Autónoma de Barcelona en la que tuvo un empeño especial su maestro Antoni Trías en tanto que miembro del Patronato y a su propia labor médica en el nuevo Servicio de Urgencias del Hospital Clínico, modélico en punto a sus dotaciones técnicas y profesionales --alli se empezaron a implantar por primera vez en España las nuevas técnicas de tracción esquelética y de inmovilización precoz de Böhler--- Rememora Broggi también con entusiasmo la renovación pedagógica y organizativa del medio universitario de aquellos tiempos, la creación y rápido ascendiente que tuvo la Revista de cirugia de Barcelona y la ejemplar liberalidad y amplitud de miras con que entonces no pocos doctores practicaban la medicina, por ejemplo en el uso terapéutico de la heroína y otras drogas, del que él mismo fue pionero: "Malauradament, les legislacions actuals, amb l'intenció mal entesa d'evitar l'adicció, no fan més que posar obstacles a l'hora d'aplicar-les i amb aixó són molts el pacients que moren amb sofriments facilment evitables"(p.165)


En esa época de interno en el Clínico es cuando le coge el estallido de la guerra civil, eventualidad que no le sorprende demasiado toda vez que al recordar los acontecimientos de octubre del 34 ya dice ver en ellos un negro augurio de lo que vendrá después. La interpretación de lo ocurrido en las primeras semanas de guerra--- Broggi no es un político ni un historiador--- no difiere mucho de lo tantas veces expuesto por la historiografía hoy más comúnmente admitida y por multiples testimonios de todo tipo, aunque tiene sin duda la viveza y la frescura de lo visto de primera mano y sobre el terreno: de cómo la tarde misma del 18 de julio un médico, compañero del hospital al que solo conocía de vista, trató de convencerlo para que acudiera a prestar sus servicios al convento de las Carmelitas de la Diagonal, donde, le dijo,esa noche pasaría algo importante y se le podría necesitar, y de cómo el desconfiar y no aceptar el ofrecimiento le sirvió para no haber estado en grave peligro de muerte tres días después, cuando los milicianos consiguieron desalojar el Convento, que resultó ser uno de los sitios de concentración de los conspiradores y falangistas; de cómo se le llamó a practicar curas al cuartel de los Guardias de Asalto en la Barceloneta, donde se evacuó a muchos heridos de los combates de las Atarazanas; de cómo hubo de trabajar sin descanso, varios días seguidos, atendiendo a centenares de heridos en el Cínico (todos los hospitales de Barcelona quedaron desbordados), y al fin de cómo se le movilizó después para ayudar a crear pequeños hospitales de sangre en los frentes de Barbastro y Sariñena. En el Clínico él y algunos otros médicos se atrevieron a proteger a los heridos provenienbtes del bando rebelde, escondiéndolos en los sótanos o falsificando el nombre, para así librarlos de la furias de los milicianos. Inequívocamente republicano y opuesto a los golpistas, Broggi elogia la firmeza y el sentido común de Escofet, al frente de la Comisaría General de Orden Público de la Generalitat, esencial para contener a los sublevados, pero no puede menos que deplorar el daltabaix generalizado y sentir algo de antipatía por los dirigentes anarquistas y los milicianos, a los que se refiere como "grups de gent armada" (...) que "es dedicaren al saqueig i al assassinat"(p. 185) y es así como se refiere en las páginas siguientes al terror en la retaguardia llevado a cabo más que nada por los anarquistas, y a la desbandada de muchas gentes barcelonesas, tanto partidarias de Franco como familias de clase media, republicanas y catalanistas ---no pocas de ellas conocidas de él o de su familia---, pero temerosas de las arbitrariedades de algunos grupos de milicianos.


A fines de 1936 recibe el aviso del Consejo de Guerra de la Generalitar de incorporarse a las Brigadas Internacionales, en cuyos servicios médicos permanecerá más de un año y recorrerá varios frentes, de Navacerrada a Guadalajara y de Brunete a Teruel, y que habrá de constituir su verdadera experiencia de guerra, apasionante para él ---tuvo la oportunidad de practicar la cirugía traumática y probar los avances e innovaciones en su profesión, que le fascinaba--- pese a los horrores que hubo de presenciar. Va ilusionado al frente, aun convencido en lo más íntimo de la inevitabilidad de la derrota de los suyos (es muy consciente del contexto internacional, de la falta de una dirección centralizada y de las inconciliables disensiones internas en el bando republicano), pero insiste en el ambiente de camaradería y libertad de movimientos que había entre los sanitarios --españoles y extranjeros-- de las Brigadas y en la carencia de cualquier adoctrinamiento y control políticos, a pesar de lo mucho que se ha escrito en sentido contrario. Por supuesto, no era tan ingenuo o tan ciego como para ignorar que allí los comunistas llevaban la voz cantante: había que tener cierta prudencia con lo que se hablaba ---en conversaciones privadas, algunos de los médicos españoles de su equipo no tenían inconveniente de confesarle su simpatía por el bando franquista y de hecho unos cuantos se pasarían al otro lado, aprovechando la confusión de una retirada desorganizada en el frente de Aragón---. Las innovaciones técnicas, el excelente material sanitario y quirúrgico ---fue la primera vez en una guerra en que se utilizaron quirófanos móviles o Auto-Chir-- y la competencia de los profesionales permitieron reducir la mortandad entre los combatientes y aumentar la calidad de las curas y de los postoperatorios. Evoca Broggi con emoción y nostalgia a muchos compañeros de aquellos días, sobre todo a las enfermeras americanas Esther y Thora, voluntarias cuáqueras, a Timoteo, campesino manchego que servía como excelente ayudante en el quirófano y en cualquier otra tarea y a Bob Webster, el chófer del camión-quirófano, norteamericano del American Medical Bureau, que acabaría muriendo decapitado por una bomba y en cuyo enterramiento siente el médico cómo las lágrimas le bajan por las mejillas: "En aquells moments se'm barrejava, juntament amb la mort del amic, el penós ambient de derrota que ens envoltava. Em va fer l'efecte que, amb el cos de Bob, estava enterrant tot aquell món al.lucinant que fins aleshores m'havia envoltat" (p. 31o).

Desmovilizado por enfermedad cuando su unidad se hallaba en el frente de Gandesa, a principios del 38, retorna a Barcelona y tras recuperarse sigue trabajando en el línico y en el entonces nuevo Hospital de Vallcarca. Sabe que la guerra está perdida y por doquier es bien perceptible el ambiente de derrotismo. Hace balance de lo que ha supuesto la Guerra Civil, en medio de tanta destrucción y horrores, para el progreso de la sanidad militar: los hospitales móviles, los bancos de sangre y la sistematización en el tratamiento de las heridas, que ha sido posible, dice, y de modo sorprendente , en el bando republicano, precisamente por la falta de disciplina y de organización, esto es, la relajación de las jerarquías castrenses : "Els assaigs, les innovacions i l'adquisició de material adequat hauria estat dificilment acceptat per part d'uns jerarques generalment lligats a mètods antics i poc inclinats a canvis" (p. 321).


Las últimas páginas del libro, fácilmente se entiende que las más amargas y melancólicas, se dedican a contar, hasta 1944-45, las circunstancias de l'ocupació, el destino de los sobrevivientes (los hermanos Trias y otros conocidos, amigos o colegas huyeron a Francia o a Latinoamérica), la paz de los vencedores, con la instauración del nuevo orden, los juicios sumarísimos y las depuraciones. Broggi pudo haber salido del país pero no lo hizo porque pensó que era su deber quedarse con sus padres. Por una pura casualidad no se le sometió a juicio --- un médico falangista, amigo desde los años de formación en el hospital, intercedió por él---pero, con todo, se le expulsó del Clínico y se le prohibió toda la labor en la salud pública. Tuvo que dedicarse desde el 39, con no pocos apuros y dificultades, y en un ambiente de ostracismo y casi semiclandestinidad, al ejercicio privado de la medicina, al principio con una modesta clientela de vecinos de su barrio, en un despacho que montó en casa de sus padres, hasta que fue mejorando poco a poco su posición apoyándose en médicos amigos. Lo que vino después lo cuenta Broggi en la segunda parte de sus recuerdos.

miércoles, 5 de octubre de 2011

DE LA LIMPIEZA DEL TESTIMONIO




Levi, Primo. La tregua. Barcelona. El Aleph. 2002.


Tengo para mí que de la ingente balumba de escritos más o menos literarios que han provocado el universo concentracionario de los Lager nazis destaca, por muy buenas razones, la estremecedora trilogía que a ellos dedicó el gran escritor judío italiano, y sobresale, además de por sus virtudes literarias, por otra que podríamos llamar moral, y es que, a diferencia de la inmensa mayoría de aquella literatura, no se halle aquí el consabido maniqueísmo simplón y acusatorio ni se pueda encontrar el menor aire de proclama o adoctrinamiento, por cuanto acierta a situarse al margen tanto de cualquier tono imprecatorio como del deseo de venganza, de insulto o de rencor, de la delectación morbosa y masoquista en el dolor ---con ser este casi inconcebible--- y del menor atisbo de capitalización política a posteriori, como si el narrador protagonista Levi, al haber acometido esa terrible mirada retrospectiva, esa memoria del horror, con tal voluntad de objetivación y de distanciamiento, haya alcanzado a brindar al lector este relato tan limpio, sin digresiones, sobrecarga psicologicista ni prédica política. En el momento de la libertad, siente el narrador cómo le fluye por las venas, junto a la sangre extenuada, "el veneno de Auschwitz" y el tiempo de peregrinaje hasta llegar a casa se le imponía como "una tregua, un paréntesis de ilimitada disponibilidad, un don providencial pero irrepetible del destino" (p. 345)


Levi había nacido en Turín en 1917 y en la postguerra se dedicó a su profesión de químico al tiempo que levantaba una obra ---él, que siempre se tuvo por un escritor aficionado-- no demasiado extensa aunque sí de extraordinaria hondura y rigor, hasta su nunca del todo aclarado suicidio en 1987. Es posible que, al igual que Paul Celan o Jean Améry, no llegara a superar la carga del sheerit, de la conciencia de culpa del sobreviviente.


En vano buscar en La tregua insistencia alguna en anécdotas o episodios nauseabundos o repulsivos; lo que impera es esa fría mirada analítica y como distante, no exenta de un humor en absoluto ácido o amargado ---el pasaje , pp.283 y ss., que refiere el teatrillo o revista de variedades que montan los expedicionarios, más que nada para matar la ansiedad y los tiempos de espera, resulta memorable por lo irónico y suavemente esperpéntico--- , que incluso sabe ver destellos de ternura y humanidad hasta en el fondo de la inmundicia y de la degradación moral generalizadas, pero que jamás dejó de aprehender, lúcidamente y hasta el fondo, la experiencia del mal absoluto que significó el nazismo, cuyo legado y consecuencias no dejan de sonar, como con sordina, a lo largo de estas páginas. También dignos de recordarse se me aparecen, por ejemplo, la puntillosa descripción de la Starije Doroghi o Casa roja, viejo acuartelamiento ucraniano del ejército ruso que sirve de residencia durante unos días a los viajeros (pp.227 y ss.), la fulguración nada ocasional del verdadero hallazgo verbal ---de las letrinas de unos de los muchos campos de refugiados por los que pasan en su periplo se dice que "lo único que había era un pavimento de tablas sueltas y cien agujeros cuadrados, de diez en diez, como una gigantesca y rabelesiana tabla pitagórica"(pág. 207)---, o la visión del regreso a su patria, en caótico desorden, de las unidades del Ejército Rojo, "espectáculo a un tiempo épico y solemne, como una migración bíblica, y agitanado y variopinto como un viaje de saltimbanquis" (pág. 126)


Al final del primero de sus tres relatos autobiográficos, Si esto es un hombre (1958) escribía Levi que había intentado ---y sin duda dejaba caer implícitamente que lo seguiría haciendo en obras posteriores--- narrar su atroz experiencia con el "lenguaje sobrio y mesurado del testigo". Me parece que ha cumplido a la perfección tal objetivo. Al citado libro habrían de seguirle La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986). Se ha dicho que Levi debe tales sobriedad y mesura a su formación científica ---a sus conocimientos químicos debió en parte el salvar el pellejo en Auschwitz---pero el argumento no me parece de demasiado peso. Si en aquel primero se centraba en los once meses que hubo de pasar en Auschwitz y el último, publicado solo un año antes de su muerte, insistía en la función cauterizadora y purificadora de la memoria para todos, tanto para los sobrevivientes y las víctimas como para los verdugos, en este que comentamos se cuenta la larga odisea del viaje de regreso a su país, entre enero y octubre del 45, a través de media Europa y en desvencijados trenes de mercancías,, con hambre, frío y ocasionales maltratos, de mil y pico ex-prisioneros italianos.


Hay en el libro una larga serie de admirables retratos de tipos inolvidables, captados con tanta comprensión y verismo como con mano maestra: Thylle, el viejo militante comunista alemán convertido de buen grado en uno de los kappos del campo hasta que, en el momento de la liberación, estalla en un llanto compulsivo e inconsolable tras una breve conversación con el narrador; Hurbinek, el hijo de la muerte, un niño de tres años, paralítico y mudo, con una mirada "salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y dolor" (pág. 31); Henek, el muchacho húngaro, apenas un adolescente, que se encargaba de cuidarlo con piedad y entrega; Frau Vita, una joven viuda que se esforzaba hasta la extenuación atendiendo a los demás presos, sobre to do a los enfermos y a los niños, y que se pasaba la noche, incapaz de soportar la soledad, canturreando y bailando en el pasillo del barracón mientras apretaba contra su pecho a un hombre imaginario; el coronel Rovi, un atrabiliario e histriónico bufón que se autoatribuye el mando de los expedicionarios; Ferrari, que "leía" todo periódico o libro, en cualquier lengua, que cayera en sus manos, aun cuando no entendía nada y se limitaba a deletrear y reconstruir trabajosamente cada palabra, cuyo significado por lo demás no le interesaba; el fiel compañero y amigo Cesare; Galina, la esforzada enfermera rusa agregada a la Komandantur del Ejército Rojo a la que el narrador admira e idealiza en secreto, y sobre todo Mordo Nahun, el griego, personaje que se diría sacado de la novela picaresca, especie de hábil buscavidas que se les ingenia para progresar con trueques y trapicheos, y muchos más.

Pero la huella del Lager es indeleble, invade los sueños , fija los gestos y los reflejos, marca el alma para siempre. Ya casi al final del viaje, tras haber superado la estación postrera de su viacrucis y como accediendo a una especie de purificación o exorcismo, la contemplación de una Viena destruida le provoca "no compasión, sino una pena más profunda que se confundía con nuestra propia miseria, con la sensación pesada, inmimente, de un mal irreparable y definitivo, omnipresente, anidado como una gangrena en las vísceras de Europa" (p. 337). La breve parada del convoy en Múnich, mientras sentía el número tatuado en el brazo "gritar como una herida", le permite comprobar hasta qué punto los alemanes derrotados no les miraban a los ojos a los ex deportados, sus recientes víctimas: "eran sordos, ciegos y mudos, pertrechados en sus ruinas como en un reducto de voluntaria ignorancia"(p. 342). Al llegar a Turín, una terrible pesadilla puebla sus noches, un sueño lleno de espanto anida dentro de aquel otro de paz y felicidad acariciado tanto tiempo: "estoy otra vez en el Lager y nada de lo que había fuera del Lager era verdad. El resto era una vacación breve, un engaño de los sentidos " (p.347)

sábado, 1 de octubre de 2011

SANTA DERIVA

Cursiva



Gallego, Vicente. Santa deriva. Madrid. Visor. 2002.



Si los tres primeros libros de Vicente Gallego, La luz, de otra manera (1988), Los ojos de extraño (1990) y La plata de los días (1996) , en parte reescritos y no poco cribados en la recopilación posterior El sueño verdadero, permanecían aún en la órbita de eso que la crítica, a falta seguramente de un remoquete mejor, llamó poesía de la experiencia, este poemario, que leí en el momento de su aparición, cuando se le otorgó el prestigioso Loewe, y que releo ahora, me parece que supone una casi plena maduración en la trayectoria del autor y un apartamiento, por lo menos parcial, de lo más caedizo y reiterativo de la retórica de aquella escuela: demasiada explicitud y sobreexplicación de la anécdota que suele servir de desencadenante del poema, concepción y montaje de este a modo de acertijo cuya solución al final además se revela o sugiere, cierta confusión y oscuridad sintácticas, puntuales recaídas en la trivialidad y, en fin, ese aire de jerga de tribu y de dejà vu. Por lo demás, con posterioridad a esta Santa deriva Gallego ha dado otras dos entregas, Cantar de ciego (2005) y Si temierais morir (2008), que no conozco.

Con unos resortes métricos que vienen a ser los mismos en lo esencial que los desplegados en su producción anterior ---los endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos blancos, con la eventual inclusión de algunos versos más cortos---demuestra aquí el poeta una saludable capacidad fabulatoria y un poder metaforizador que sirven de vehículo al desgarrón existencial y al sombrío espesor melancólico que recorre todo el libro. Poesía tan hímnica--- la idea, recurrente en el poemario, de que hay una música consoladora y una dulzura implícita aun en medio de la desolación y la barbarie del mundo---como noblemente elegíaca, que acierta a menudo a cristalizar, con una certera tersura en la dicción, en imágenes logradas y creíbles, así en el cierre de un poema, La razón ebria, de asunto tan no poco arriesgado como los presuntos paraísos artificiales que facilitarían ciertas drogas: "Y solo hay salvación en este empeño/ de ser como la rama que, feliz, / florece ante un barranco sin pensar/ que su fruto ha de ser para el abismo". Poesía, también, tan consciente de la desposesión y del vacío, de la herida misma del vivir y de la certidumbre ---"Futuros galeotes/ de este secreto engañoso(...)"--- de nuestra desoladora condición, que da a menudo en una tremebunda alegorización del mal supremo, como en Equivalencias, una de las composiciones a mi juicio mejor concebidas del libro, donde "Un intenso desorden/ de pedrería rota sangra el cielo" y acaba proyectándose en el mismo barro que tenemos aquí abajo, que no hace sino reflejar lo de arriba, "las altas luces mudas/de la ardiente capilla en la que nace/ el maltratado cuerpo de este sueño".

La sostenida simbolización, el cerco al objeto mediante una serie de metáforas dispuestas como en círculos concénctricos, se resuelve felizmente en composiciones como Cántaro, un poema que al igual que otros del libro debe mucho, tanto en la disposición y el fraseo como en la mirada celebratoria ante las cosas del mundo,a la manera de operar de Claudio Rodríguez ---uno de los maestros reconocidos de Gallego---, Fetichismo, que consigue sugerir un halo de erotismo fúnebre, tanto más conmovedor cuanto más seguro el sujeto poético de su sombría y necesaria resignación: "Seda negra en tu cuerpo/ para abrigar el alma,/ y en la margen del río que nos lleva/el oasis remoto donde el instinto busca/claro cauce en su noche", o Delicuescencia, la excelente pieza que abre el libro, particularmente diestra en el arte de pensar en imágenes y en la sugestión y acotamiento del símbolo, esas " altas nubes de junio", cuya fungibilidad y aérea inconsistencia funcionan bien como verosímiles trasuntos de la vida.



Excelentes poemas son asimismo aquellos que se sitúan, como Descabalada ciencia, con tan doliente sapiencia como resignado estoicismo, ante la certeza de lo vano e imposible del deseo loco de vencer a lo inevitable, aunque acaso quede en la última duermevela el pobre consuelo de ese " amortiguado eco/ lejano y cadencioso de nosotros", incapaz no obstante de retener algún destello de las luces de la vida: " Firmamento irisado de los días felices/ quién pudiera salvarte/ como imagen cumplida del trayecto,/en la hueca retina del no ser,/ o siquiera preñar el negativo/estricto de la nada que seremos/ con el polen de luz de esta alegría". No son pocas las ocasiones, en fin, en que se llega a remozar imágenes ya muy usadas, como en La mañana del mundo, donde, si el sol es una lanza que se clava en la espalda del mar, este resulta ser un "cadáver metálico", o también en El sueño verdadero, donde se consigue insuflar nueva vida al senequista y quevediano quotidie morimur mediante el expediente de, aceptando su verdad incontrovertible, darle la vuelta desde dentro " Todo vive muriendo y, sin embargo,/ qué arraigado saberse cierto y hondo/ en la misma raíz del desarraigo,/ qué mirada a cubierto en la brusca intemperie,/ qué verdad este sueño/ cristalino de agosto", y ,todavía, en El olivo, en que al enfrentarse el poeta a un motivo, como es el de este caso, ya muy manoseado desde la tradición machadiana y sus epígonos , resultaba ya difícil decir algo novedoso ", pese a ello se canta ese árbol en estos términos: "encallecida mano codiciosa/ cuyos dedos se tuercen arrancándole al aire/un pellizco de vuelo". Relativamente airoso sale también Gallego cuando se sitúa ante un tema ---así en Homo sapiens, (pág. 53-54)--- tan ambicioso, abstracto y resbaladizo como sin duda es el sentido de la existencia a partir de la memoria filogenética de la humanidad, que resuelve, en el crescendo de su tensión dramática, con buen oficio y tino.



Ya se entiende que, como no podría ser casi de otra manera, ni todos los poemas llegan al mismo grado de honrosa maestría e incluso de excelencia, ni siempre da el poeta con la expresión feliz: abusa un tanto gratuitamente del hipérbaton, que muy a menudo desnaturaliza y acartona la andadura misma del verso :" y el ala va segando/ del pájaro que cruza/ la estacional espiga/ de lo que brota y pasa" (pág. 16) o ---y este ni siquiera justificable, como podría ocurrir con el ejemplo anterior, por las constricciones métricas--- "a este grave licor que a la más descarnada/ vigilia nos somete de la carne" (pág.19); y abusa asimismo de las antítesis, que no solo suenan en ocasiones demasiado tópicas : "su solemne silencio atronador" (pág.44), sino que incluso alguna vez da la impresión de que el poema entero está montado sobre ellas, así en El barro del prodigio (pp. 79-80), intento fallido y poco convincente de ensalzar la pretendida verdad de la carne y de poner en tela de juicio la antinomia cuerpo-alma: "agónico estertor sin agonía/ cuerpo puro/ del alma". Pese a que hay poemas flojos y apagados, como La condición severa (pág. 64), empedrado de imágenes bastante triviales y previsibles, u Ofrecimiento ( pág. 25), imprecación al amor por sus servidumbres y miserias, que no consigue en mi opinión desmarcarse de lo mil veces repetido, algún pequeño lío con la sintaxis ( me pregunto qué demonios quiere decir " Contemplado del hombre, siendo solo/ por nosostros que somos solamente una sombra", pág. 77) y alguna que otra recaída en la sensiblería, como ese "rocío del mirar enamorado" (pág. 63), no puede decirse que Santa deriva no se afirme como un libro casi siempre respetable y en algunos momentos mucho más que eso, y como tal de lectura del todo recomendable.
























lunes, 26 de septiembre de 2011

EL ESPACIO DEL MAL




Fonollosa, J.M. Ciudad del hombre: Nueva York. Barcelona. Quaderns Crema. 1996.



He de empezar reconociendo que la lectura de este singular y origínalísimo poemario, bastante insólito en el panorama de la lírica española de las últimas décadas, no ha dejado de provocarme algún desconcierto y desazón. En el breve pero sustantivo prólogo de Gimferrer que precede a esta edición, y puestos a buscar parecidos, se emparenta a esta poesía con las de Ferrater y Blas de Otero. Si algo hay, en efecto, en el fraseo y en el tono narrativo, ya que no en la soterrada ternura, que puede vincular a Fonollosa con el primero, la relación con el segundo me parece más traída por los pelos.





Fonollosa (1922-1991) fue un poeta semisecreto y solitario que hubo de esperar hasta sus años finales para adquirir algo de notoriedad en los medios literarios, tras su regreso a Barcelona luego de una larga estancia en Cuba y Nueva York. Aun cuando el nombre de esta ciudad aparezca en el título y aunque los de algunos de sus calles y plazas hayan servido para titular los poemas, lo cierto es que la referencia o la analogía ---salvo una alusión al jazz y a los negros norteamericanos en West 52 Street (pp. 97-98)---no van mucho más allá, en el sentido de que la viñeta narrativa o la anécdota que encierran cada una de estas composiciones podrían haberse dado en cualquier otra metrópoli moderna. El libro constituye sin duda un avatar más en la larga línea que desde Poe y Baudelaire ha focalizado la voz poética en la gran urbe de la modernidad, línea que ha tenido ilustres continuadores en, entre otros muchos, el París de Balzac, el Berlín de Benjamin, la Lisboa de Pessoa o el Nueva York de Lorca, cuyo aire y cuyo espíritu, aunque en absoluto en este caso su lenguaje e imaginería, es casi inevitable que resuenen no obstante en la memoria del lector.



Nueva York se toma evidentemente aquí como símbolo y epítome de eso en lo que ha venido a parar la civilización moderna en este desdichado reino de los hombres. La disgregación , el vacío y la deriva del hombre contemporáneo es sin duda el tema de estos versos, y en este sentido la metrópoli resulta ser una creación humana, demasiado humana. Al fondo comparecen siempre la violencia y la agresividad latente en el medio urbano, las prisas de los transeúntes, el patético arañazo de la soledad entre las multitudes, la neurosis --- y la ambigua atracción-- del neón, de los callejones sombríos y malolientes y del ruido enloquecedor de los coches en las grandes avenidas.



Todos los poemas van en endecasílabos blancos, el verso que en la tradición castellana parece adecuarse más a una intención didáctica y expositiva, salvo el poema de la página 81, asonantado en los pares, y el soneto de la 89, urdido para burlarse, si bien con no demasiada gracia, de las constricciones que impone esta forma estrófica. El tono de prosaísmo coloquialista se compensa con un uso bastante sistemático del encabalgamiento y de la disposición paralelística de no pocas composiciones, y no deja de sorprender también el recurso de vez en cuando al hipérbaton (" Que no estoy preparado eso demuestra", pág. 106, "como su fruto suelta generoso", pág. 117) en estos versos, por lo demás, como digo, casi desnudos de cualquier aderezo metafórico ( tan solo en el poema de las pág. 104-105 se intenta un tipo de imaginería hermética y surreal). Pese a que hay, en otro orden de cosas, imperfecciones menores, del tipo de algún que otro verso mal ritmado ( " no pude siquiera encogerme de hombros", pág. 25, con acento en quinta), o hipermétrico( salvo que sea una errata ,"se esconden con sus bienes más apreciados", pág. 117, tiene doce sílabas), además de una molesta utilización de los posesivos en contextos, como los que hacen referencia a las partes del cuerpo, que el español no tolera, aquellas no llegan a afectar a la ambivalente fascinación que el libro provoca.



Un pesimismo desconsolado, radical y casi metafísico atraviesa todo el poemario, que se basa en una dicción seca y gélida y en un tono diríase que apodíctico, como de dicho fulminante y definitivo, pero las voces que en estos versos hablan resultan ser plurales y en ocasiones incluso contradictorias. Si a menudo revelan la impávida amoralidad de un héroe sadiano, que no solo pone en la picota los valores morales considerados sacrosantos por el orden social, sino que también parece consagrar toda una estetización del crimen y de la transgresión, otras veces se hace un lugar al matiz y a la comprensión (así, por ejemplo, si el poema de la página 53, Mercer Street, se acoge al prejuicio antifemista más resobado y casposo, en el de las 56-57, Prince Street, se reconoce honradamente la tradicional opresión de las mujeres y la prepotencia y las miserias del sexo dominador). Predominan no obstante los casos en que se celebra y justifica el maltrato sexual, la crueldad gratuita, el rencor, la venganza, la idolatría del dinero o el ansia de notoriedad a cualquier precio, de modo que hacen acto de presencia aquí el proxeneta, el matón, el asesino por diversión, por hastío o, lo que es aún peor, por una especie de convicción o postulado filosófico. Una lectura, en suma, si no demasiado edificante, sí recomendable.