lunes, 21 de noviembre de 2011

DEL EQUÍVOCO ENCANTO PROVINCIANO





Jiménez Lozano, José. Las señoras. Barcelona.Seix Barral. 1999.



Cae en mis manos esta novelita del laureado y prolífico --más de una docena de novelas, amén de bastantes libros de ensayo y de poesía---autor castellano, del que hasta ahora solo conocía la recopilación de artículos, previamente publicados en la revista Destino, que bajo el marbete La ronquera de Fray Luis y otros ensayos viera la luz, hace ya bastantes años, en la editorial del mismo nombre, y que eran una especie de reflexiones o divagaciones de un cristiano comprometido, como se decía entonces, preocupado por poner al día el pensamiento católico, muy en la línea de Aranguren, que recuerdo que era el prologuista del libro. Algunos críticos han comparado a Jiménez con Delibes, pero a juzgar por esta novela el autor que nos ocupa saldría más bien malparado.

En una pequeña e innominada ciudad de provincias, dos hermanas ancianas y rentistas, Clemencia y Constancia, ---repárese en lo catolicísimo y preñado de virtudes de ambos nombres--- respetadas y admiradas por todos, deciden participar en un concurso televisivo del estilo de aquel inefable Un, dos, tres de antaño, al objeto de, aprovechando la plataforma mediática, proclamar la estupidez de todo cuanto hay y de la televisión misma. El trazo de ambos personajes parece tener un lejano dibujo galdosiano por cuanto destacan con nitidez de un medio paralizado, inerte y moralmente inferior y al mismo tiempo una cierta ascendencia quijotesca, toda vez que son redichas y apodícticas en sus formulaciones, como poseídas por esa obsesión e intolerancia que, al igual que la del hidalgo manchego, consiste en, viviendo a través de lo que se ha leído, la quimera de implantar la justicia en el mundo. Su encanto, por lo demás , se acentúa cuando no parecen caer en la cuenta de su propia ridiculez: "Nosotras somos relativamente jóvenes, pero ya no estamos en edad de jugar a las canicas" (pág. 68).

Me da la impresión de que Las señoras pretendía en la intención del autor ser una especie de fábula política de altos vuelos, pero las obviedades de que el mundo es un desastre y de la mortífera influencia de la televisión requerían sin duda de otros mimbres narrativos y de otra trama distinta de esta y no confiada meramente a tan esquemática anécdota, cuya entraña policíaca además aparece desdibujada y difusa, lo mismo que el personaje de la señorita Simone, que podría haber dado más juego pero a la que el narrador, tras haberse medio olvidado de ella, hace aparecer al final de un modo un tanto forzado. Ha quedado sin embargo en una amable sátira de la vida provinciana, corroída por la mezquindaz y agusanamiento en la medida en que aparece entregada a los manejos de la mentalidad de orden y de la ubicuidad de la sospecha, que solo se asienta en las habladurías, los chismes y la circulación de los rumores. Sátira de la que podría decirse que su mayor defecto es precisamente el ser demasiado amable, toda vez que se asienta en unos personajes (los secundarios sobre todo, así el comisario y los doctores Bosch y Capdevila, el canónigo y el médico) como narcotizados por su ingenuidad y bonhomía y cuya única función consiste en servir de pimpampún o sparring para el terrorismo intelectual de Constancia y de Clemencia. En los personajes de las dos viejas, por contra, me parece que reside el mayor encanto de la novela, en su desmesura y su inverosimilitud: son cultísimas, hablan y leen varias lenguas --- latín entre ellas--- hacen de continuo alusiones y citas librescas de Descartes, Freud, Spinoza, San Agustín, Hegel o Kant entre otros y por si fuera poco se proclaman, no menos de continuo, ante los estupefactos oídos de quienes las oyen, nada menos que como " agustinianas, demócratas, republicanas, anarquistas y reaccionarias" (pág. 34) .




El resultado, en suma, es muy desigual, y me pregunto si en verdad la novelita, tal como está urdida, daba para mucho más. Pese a que los diálogos funcionen muy a menudo de modo ágil e ingenioso, a que el narrador demuestre un hábil uso del estilo indirecto libre y a que algún pasaje, por ejemplo el de tintes grotescos y suavemente esperpénticos del loro de madera que arenga a los jóvenes congregados en la calle mientras una de las ancianas falsea la voz (pp. 162 y ss.) se lea con fruición como no del todo increíble alegoría de la idiotez y manipulabilidad de las masas, la prosa deviene afeada sin remedio por el sistemático laísmo y --aún peor--- el loísmo en otras ocasiones: "Luego sacó los vasos del pequeño locero (...) y Constancia los daba vueltas e invitaba a la señorita Simone y al comisario a que los tocasen (pág. 71) y por la paupérrima y desmayada sintaxis de alguna que otra frase: "contestó que, naturalmente, no fumaba cuando recibía visitas, y que en cualquier caso tenía que haberlas pedido permiso, pero que las agradecía saber que no las molestaba" (pág. 79) o: " Y el comisario solía devolver todo solucionado, pero no se atrevía a más , incluso si un día se las encontró riendo porque no podían hacer frente a una cantidad" (pág. 125).

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