viernes, 30 de junio de 2017

LA IMANTACIÓN DE LA MEMORIA


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Antonio Martínez Sarrión.  Infancia y corrupciones( Memorias I), Una juventud (Memorias II). Madrid. Alfaguara. 1993 y 1997,  328 y 361 pp. respectivamente.

            Leí los tres libros de memorias del poeta Martínez Sarrión a medida que fueron saliendo al mercado (el primero hace ya más veinte años) y lo he vuelto a hacer ahora, en el apartamiento y la soledad de mi pueblo, en los---para decirlo con unas palabras tomadas de un poema de Sarrión  de entre los que más me gustan ---limbos aldeanos. Matizo: he releído, con sumo placer y fruición, los dos primeros. No he podido hacer lo propio con el tercero, Jazz y días de lluvia, porque me ha sido imposible localizarlo por ningún anaquel. Igual lo presté a alguien o lo perdí, no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que, sin dejar de reconocer en él una muy pulcra escritura, no me hizo tanta gracia como sus hermanos anteriores, pues me resultó un pelín monótono y reiterativo por la sobreabundancia de nombre propio y ---lo que es más importante--- por lo que me pareció cierta autocomplacencia y beatería del autor, sobre todo en la última sección, donde hacía desfilar a un montón de escritores españoles contemporáneos y amigos suyos. En todo caso, a su condición de notable poeta hay que conceder a Sarrión la de no menos excelente prosista.

           Se trata de una prosa sinuosa, ceñida, pletórica de reverberaciones, matices e imágenes y servida por un castellano de estupenda factura y riqueza léxica, tan moderna como castiza, que con igual maestría sabe dar cauce tanto a los registros de la lengua como a la muy variada coloratura de los sentimientos. Aquí se encontrarán lo mismo la introspección más lírica que la efusión más tierna y admirativa; tanto las huellas del dolor, la desolación y la irrupción de lo siniestro, como el juicio político y la reflexión moral; tanto la nota sociológica y la morosidad y justeza de las descripciones más aparentemente neutras, como el diestro pulso narrativo para contar de modo memorable un sucedido o una anécdota, junto a todas las gradaciones de la ironía, la sátira más despiadada y desternillante o el chafarrinón más esperpéntico. Pero no sobre la nada: las peripecias del héroe se sitúan con naturalidad en el trasfondo de un país y una sociedad que jamás se pierden de vista, esos sesenta años de vida española que van del parte final de guerra de abril del 39 ----Sarrión se complace en recordar que él vino al mundo exactamente dos meses antes---hasta los primeros sesenta y, si se considera también el último volumen, hasta los albores mismos del XXI, en que el autor fechaba el fin su trilogía autobiográfica.

            Los libros están separados por contundentes ritos de paso, que sin duda Sarrión considera centrales en su peripecia vital y en el proceso de creación de su propio personaje: si el primero acaba cuando el autor finaliza el bachillerato en su ciudad natal ---la egolatría del adolescente, como con justeza escribe Carmen Martín Gaite en el entusiasta prólogo que encabeza Infancia...---, el segundo se centra, en otro lugar de residencia, en sus estudios universitarios, y el tercero, con nuevo cambio de localización, abordaba su primera edad adulta y la consolidación de su oficio de escritor. Y casi siempre, me parece, con el pertinente tono, el acierto en la adjetivación, la cuidadosa artesanía sintáctica y la coherencia lógica más adecuados a los modos de elocución y a la andadura de la voz narrativa. Esta ha acertado a mantener la necesaria cesura entre el tiempo revivido y el momento de la redacción para facilitar así el también aconsejable distanciamiento irónico respecto al yo- protagonista. El cual, dicho sea de paso, y sin entrar ahora en la fatigosa cuestión del estatuto genérico de unas memorias, siempre he pensado que constituye también, de uno u otro modo, un personaje de ficción.

         El sujeto de Infancia y corrupciones ---contrafactura, como se sabe, del título de un archiconocido poema de Gil de Biedma---es un niño, luego un adolescente, tímido, asustadizo y apocado en sus relaciones sociales, pero que parece haber interiorizado desde el principio una luciferina y orgullosa conciencia de su superioridad intelectual. Lector voraz, poseído del virus de la literatura y fascinado desde muy niño con la música (a través de la radio) y con el cine, sin duda usó estas vías de escape, siquiera fuese inconscientemente, como reacción contra la estolidez y miseria moral del medio en el que transcurrieron sus primeros años. Hijo de un secretario de Ayuntamiento ---hombre conservador, rutinario, tranquilo y comido del vicio de la caza---y de una maestra de escuela cuyo cerrado catolicismo y excesiva observancia de las convenciones no llegaron a vedarle cierta capacidad de iniciativa y coraje, la familia pertenecía, también por abuelos, bisabuelos y parientes colaterales, a esa pequeña burguesía rural o de capital de provincia de tercer o cuarto orden que se sintió vencedora  en el 39. El ambiente familiar de crudo reaccionarismo católico-franquista, inducido sobre todo por Manolita, la formidable tía materna, fantasiosa y conspirativa, que vivía una suerte de aristocratismo adventicio y por procuración, queda reflejado con suma gracia en la consideración que de los prohombres republicanos se tenía en casa: Negrín era un tipo pequeño, un bracero renegrido por los soles, mal afeitado, andrajoso y bizco (...) Azaña, un monstruo coloidal, lascivo y asmático que escupía a los crucifijos (...) Companys, un payaso insolidario que hablaba un grotesco dialecto (...) Prieto, un ogro bilbaíno de cabezota monda de forzudo de circo e instintos caníbales, que satisfacía engulliendo tibios y católicos corazones infantiles mientras blasfemaba entre eructos y espumarajos. Con no menor acierto se cuenta por lo menudo el episodio, ocurrido en plena guerra y agigantado por la mitología familiar, del ocultamiento de un cura, dechado de santidad, que se aplicaba el cilicio a diario y se azotaba exactamente los miércoles y sábados por la mañana, en casa de la abuela materna, donde el ensotanado daba misa en clandestinidad, lo que, al descubrirse, acarrearía a aquélla y a dos de sus hijas un proceso y encarcelamiento durante algunos meses. Las atrocidades de la guerra, sobre todo las cometidas por los republicanos, pero sin excluir de vez en cuando y con circunloquios y medias tintas las perpetradas por los franquistas, circulaban entonces con sordina. En los pueblos de Albacete, donde el padre sirvió como funcionario y cuyo ambiente moral y medio físico se pintan con viveza y acuidad, aún eran brutalmente visibles el atroz ansia de venganza y la separación neta entre vencedores y vencidos.

         La asfixiante beatería y el untuoso clericalismo de la época se trazan con maestría en no pocos pasajes: las misas, ordinarias o cantadas, triduos, novenas, fervorines, trisagios, responsorios, coronaciones canónicas,visitas y entradas de obispos y arciprestes, visitas al Santísimo, jueves eucarísticos, adoraciones noctrunas, catequesis, salves y sabatinas, tenidas de Acción Católica, rosarios de la aurora, procesiones y romerías, transformaban el año en una función litúrgica continuada. Y de modo particularmente feliz y desternillante en aquel (pp.155-6) en que se da cuenta de una presunta aparición de la Virgen a un chico de familia pobre en el pueblo de Pozo Berrueco, revuelo del que el narrador fue testigo y que dio en la consiguiente descarga, dadas las circunstancias, de histeria colectiva y en los no menos explicables terrores nocturnos del impresionable muchacho horas después de presenciar lo que sigue: un joven insignificante, desmadrado, cargado de espaldas y con el cuerpo contraído hasta el último músculo, se adelantó de la muchedumbre (...) allí se postró con los brazos en cruz. "Aquí está, aquí está", lanzó lastimero y semiahogándose. Nadie observó nada anormal, pero un sacudón eléctrico de histeria contagiosa envolvió como una nube a los presentes, quienes se sentían de nuevo apelados por los chillidos de rata de aquel desequilibrado:"Arrodillaos, arrodillaos todos, que Ella lo pide". También en el relato de las réplicas y ecos que tuvo en su ciudad de Albacete ---y en cualquier otra--la celebración del Congreso Eucarístico de Barcelona en 1950, cuando una especie de milenarismo medieval, fervor hipnótico y locura colectiva pareció apoderarse de la gente, fenómenos potenciados por las llamadas Misiones. que siguieron de inmediato a la carnavalada barcelonesa, predicaciones de asistencia casi obligatoria ---la policía empujaba a la población a acudir---a cargo de los curas más tremendistas y fanáticos, sobre todo jesuitas, obsesionados con los pecados de la carne.

           La evocación de personajes peculiares, raros o aquejados de alguna manía o desarreglo psíquico, se hilvana, según los casos, ora con piedad y ternura, ora con ese trazo grueso que llega a veces a la cruda caracterización esperpéntica. Memorables son los retratos de seres que podrían adscribirse a los arquetipos del tonto del pueblo, del señorito vago y calavera o de la beata ridícula y compulsiva, pero también del alma pura e incontaminada o santo laico. Un par de ejemplos. Agustín, un tronado de Munera que no responde del todo al primer modelo, pero que no tiene desperdicio (y me disculpo por lo largo de la cita): era un chiflado figurón de edad indefinida, que día y noche patrullaba las calles con atuendo peregrino y todo él en jirones: una guerrera militar, calzón del mismo tipo (...) pantorrillas envueltas en trapos y unas polainas desabrochadas (...) arrastraba, a guisa de sable, una gruesa garrota de nudos pendientes a un tahalí de su invención (...) en el consumido pecho se había cosido o clavado con imperdibles una ringlera de chapas de gaseosa, tuercas y culos de botella(...). A resultas de un tiro en la cabeza en la guerra del Rif, se había transtornado para los restos quedando colgado del delirio militar. A toda persona que cruzaba se le cuadraba con toda marcialidad, fuese niño o adulto. Pero lo mejor de este patético quijote era que, para redondear su figura, estaba perdidamente enamorado de una muchacha del lugar, desde lejos y, por supuesto, de modo platónico. Cuando ella murió, a una edad no muy provecta, le llevaba flores silvestres al cementerio, de noche, tirándolas por encima de las bardas. Por contra, el viejo boticario Don Amable, apacible solterón que parecía hacer honor a su nombre y rico por su casa, expendía gratuitamente fármacos a los pobres, disfrutaba repartiendo caramelos a los niños y, tras su jubilación, malvendió todos su bienes y se retiró a vivir con austeridad en una chabola del arrabal más humilde. Podrían también citarse ---no todos, porque sería una muy extensa galería de raros, aunque no precisamente al modo de la de D. Ramón Carande---la bonhomía de Perico, el guarda jurado amigo y confidente del padre del narrador, la irrefrenable y brutal sensualidad del cura Eduardo, que, cuando prescribía la penitencia desde el confesonario, soltaba una tufarada  a tabaco rancio, cera, ajo, dudosa higiene corporal, incienso, muelas picadas y testículos en exceso cargados, o de Epifanio, que provocaba el terror del niño Antonio cuando, camino de la tienda por algún recado, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de aquel pobre hombre. Era el tal Epifanio un baldado oligofrénico y bestial (...) babeante, pálido como un difunto y vestido siempre con una horrible zamarra(...); cuando sentía la presencia de alguien ululaba potente y lastimero, farfullando ronquidos, interjecciones y resoplidos. Poseía un vozarrón de macho recluido, bien alimentado y en celo, que podía oírse a más de una legua. Más de una anécdota, ésta sí en verdad hilarante y grotesca y que parece excluir toda piedad, tuvo como actor principal al narrador, tal como ocurre cuando su padre pretende aficionarlo a la caza, con el resultado de que, en la primera batida, el muchacho, pese a ser previamente instruido, liquida al perro en vez de al conejo: mi padre me miró, demudado, un instante, el dueño del perro musitó una sarta de blasfemias mientras remataba al animal de un tiro en la cabeza y todo el mundo dio por terminada la cacería, volviendo al pueblo en un silencio atronador.

         Lo siniestro, lo angustioso y todo lo relativo a la muerte no dejan de comparecer en fragmentos asimismo memorables, que no desmerecen demasiado de algunos de Valle-Inclán o Solana. En pp. 134-5 se avanza una muy plausible interpretación simbólico-feudiana de la muerte de Manolete, quizá el suceso más emotivamente vivido en España desde el fin de la guerra civil, como apunta Sarrión, como he leído en otros testimonio contemporáneos y como oí más de una vez a mi propio abuelo. Lo cierto es que la figura del torero cobró con su muerte dimensiones míticas y pesadillescas. Se corrió la leyenda de que, minado por la tuberculosis, necesitaba grandes cantidades de sangre, que sus secuaces compraban clandestinamente a precio de oro a padres de niños sanos: el angustioso deseo colectivo de taponar imaginariamente la femoral por la que se había escapado la sangre y la vida del torero grabó en el inconsciente colectivo una fantasmagoría paranoica, en la que Manolete acabó deviniendo una especie de Drácula, aunque puede que ello tradujera una alusión censurada al mismo Franco, cuyo régimen al fin y al cabo chupaba también la sangre de buena parte de los españoles. La muerte y sus rituales provocaba entonces --- pienso que como ahora, solo que hoy sobre todo por amplificación mediática y en aquella época más, digamos, carnalmente o de visu.--- el morbo más escandaloso. Los entierros, por ejemplo, a los que asistía quien quisiera y sin invitación, sobre todo los niños, que no podían reprimir la curiosidad: Bastante antes de la llegada del cura, el sacristán y un monago, vestidos y a cruz alzada, ya estábamos mosconeando a la puerta de la casa mortuoria, aunque sin franquearla jamás. Seguían luego los espantosos alaridos de las mujeres,que eran como desgarrones en el silencio absoluto de la prima tarde. los elogios desmesurados y grotescos, también a gritos, de las pretendidas virtudes del muerto y, al fin, las garras aullantes de las gritonas que intentaban aferrarse al ataúd hasta que un deudo o pariente varón las apartaba de un manotazo, todo lo cual provocaba en el niño testigo la comprensible reacción: los jugos de mi débil estómago comenzaban a removerse y una argolla de hierro helado, compuesta a mitades de angustia y miedo, se iba cerrando en torno a mi garganta.


          El mundo encantado de la infancia, los juegos y los enamoramientos infantiles, tan tiernos como ridículos, se evocan con tan temblorosa poesía como habilidad y buen tino. Pronto sobreviene el despertar del sexo y la pubertad, el momento en que se entra en la brutal fratría de los machos.A la salida de la adolescencia participa con otros dos muchachos en una frustrada y patética experiencia prostibularia, anécdota  que por cierto vuelve a relatar con otras palabras en Una juventud. También ocupan su lugar el ambiente de tosca camaradería entre alumnos de instituto y los primeros amigos. Uno de ellos, que también hace sus pinitos literarios, además de prestarle libros de Simome de Beauvoir y de Gide, lo introduce en una tertulia albaceteña donde oye hablar por primera vez de Sartre  y Beckett. Estupendas semblanzas le inspiran las figuras de los pocos profesores que le dejaron huella (positiva, con los otros no vale la pena extenderse, como aquel docente de Física, sobre incompetente y haragán,sádico) en el adolescente. Resulta imborrable Don Jerónimo Toledano, personaje chejoviano, viejo profesor de aires institucionistas, judío de Tánger que, tras sufrir depuración en el 39 y caer en Albacete, tuvo una vida desdichada y un final prematuro. Casado con una de las hijas de Valle-Inclán, contaba en clase ocurrencias y chismes de éste y también de Unamuno, Gómez de la Serna y otros, a los que había tratado en las tertulias de preguerra. Solía leer a los alumnos un poema, algo sensiblero y ripioso, de un tal José Carlos de Luna (me imagino que algún decimonónico hoy olvidado), se diría tan solo para que se diera en él una masoquista identificación con el antihéroe de los versos ( A chufla lo toma la gente!/ A mi me da pena/ y me causa un respeto imponente!), hasta que se le saltaban las lágrimas. Entonces, con exquisito pudor tiraba del pañuelo, nunca impoluto, se lo llevaba a un ojo y volviéndose a la pared nos decía: "Perdonen ustedes pero se me entró una pestaña en el ojo". E igual de memorable se nos aparece la silueta que se traza de D. Francisco Pérez, profesor de Matemáticas, excelente didacta, lector voraz, hombre culto en varias disciplinas y secreta y furibundamente antifranquista, con el que ha seguido en contacto y al que considera uno de sus maestros.

         La conclusión del bachillerato y las buenas notas hace que los padres le regalen, en compañía de la tía Matilde, un viaje a Madrid, la ciudad tantas veces soñada a través de las lecturas---para entonces ya ha empezado a descubrir, aunque con cuentagotas, a Baroja, Unamuno y Azorín--- y el cine, y ahí se nos presenta la capital ante los ojos fascinados e ingenuos del chico de 16 años. La descripción de la pensión (de tanta tradición literaria) a la que van a parar tiene un inequívoco aire barojiano, si se hace abstracción de la enumeración, a la que tan aficionado parece Sarrión: (...) se daban cita olores a linóleo gastado, a entelado de pared, a insecticida en suspensión, a naftalina, a bacín nocturno, a bolas de carbón para guisar, a escape de gas, a caca de gato, a crecepelo y a esa embrocación que utilizan los deportistas para sus torceduras y los valetudinarios para sus lumbagos. La última tarde de permanencia en la ciudad, al adolescente, inficionado de literatura y comido de las ansias de su, digamos, prueba de artista, no se le ocurre mejor cosa que acudir al Café Gijón y, armándose de valor, solicitar al camarero de turno, junto a un café con leche, recado de escribir. La mirada del individuo debió de ser de tan olímpico y humillante desprecio, que hizo al muchacho ---que se largó enseguida avergonzado---sentirse una lombriz enroscada en una silla.

         Una juventud
principia cuando, en un otoño de mediados los cincuenta,  un joven, deseoso de experiencias y encandilado con las ensoñaciones de gloria literaria propias de un héroe sthendaliano, llega  a Murcia para empezar la carrera de Derecho. Muy neto le parece el contraste ---el clima, los peculiares olores de la huerta: aquella tufarada de aromas densos y oleaginosos que mezclaba el de caballones regados, especies vegetales, frutos pútridos y excrementos de ganado---con el sobrio secano manchego de su ciudad natal. Se aloja en el Cardenal Belluga, un colegio mayor cuyas instalaciones y comodidades podrían parangonarse, para la época, con las un hotel de lujo. El minucioso relato de las salvajes sevicias con que los veteranos obsequian a los recién llegados se tensa en una especie de soterrado lirismo, que lo hace prevalecer, sin excluirlos del todo, sobre la autocompasión y el rencor retrospectivos. El primer día, en el comedor, lo reciben con lo que solo sería el prólogo de un viacrucis de humillaciones y torturas: "Nuevo, saque esa flor del búcaro y hágame el favor de tomársela de aperitivo". Aterrorizado, se tragó el clavel. Más adelante reconocerá con vergüenza que él, cuando al curso siguiente se vio en el pelotón de los viejos, no dejaría de participar en semejantes salvajadas. Sarrión rememora el hecho con el cargo en la conciencia de ese morboso y enfermizo placer, la obscena ebriedad  que la omnipotencia sobre un ser humano indefenso, aun pasajera y con límites, provoca. Particular relieve adquiría, año tras año, la fiesta de fin de curso, tolerada y hasta dirigida por los responsables del colegio y caracterizada por la zafiedad y chusquería.


         En rápida silueta y como en escorzo se dibuja a unos cuantos docentes de las facultades de Derecho y de la contigua de Letras, profesores que destacaban algo por encima de la casi general rutina y mediocridad, Cerdá, Truyol, Valbuena Prat y otros. Mucho más y con no poca delectación se demora Sarrión en Luciano de la Calzada, envanecido y maniobrero capitoste que a su condición de catedrático y decano de Derecho añadía múltiples prebendas y sinecuras, amén de regir con mano de hierro el Belluga, y en el rector Bosch, entonces al frente de la Universidad de Murcia y aún más ligado al poder que el otro, por cuanto era procurador en Cortes nombrado por Franco. De ambos personajones se ofrecen  al lector sendos retratos, tan certeros e hilarantes como maliciosos.

          Pero la vida en el Belluga y en Murcia muestra pronto su lado amable: los primeros amigos, los muchos más que va juntando y los conocidos---algunos harto extravagantes-- entre los colegiales. A todos ellos los hace comparecer, en larga retahíla. No menor importancia adquieren para él el lento descubrimiento de la politización antifranquista ---que solo afectaba a una exigua minoría de los residentes, los más eran señoritos de pueblo que seguían sus estudios, sin demasiado vocación ni provecho, para contentar a sus padres----y, sobre todo, las mayores posibilidades de satisfacer su pasión lectora y bibliómana: en la notable biblioteca del colegio, que incluía fondos de distinto origen, incluso expolios de la guerra, tiene acceso a obras y autores hasta entonces vetados o desconocidos y a través de un viejo librero se hace con ediciones de Blas de Otero, César Vallejo y una en dos tomos con la obra casi completa de Valle-Inclán, que devora y que le provoca gran conmoción. Asiste a un festival de teatro organizado por el entonces muy activo TEU, lleno de gente inquieta y potencialmente roja. En tal ocasión ve, embelesado, una versión, increíblemente no censurada, de Los cuernos de Don Friolera, que parte del público interrumpe con aplausos. Empieza a descubrir dos de las que serán más constantes aficiones de su vida: el mejor cine negro americano y el jazz. Conoce y tratará luego durante años a Miguel Espinosa, y del escritor murciano, pp.161-70, de su trayectoria intelectual y su ejemplo ético traza una admirativa semblanza. Al tiempo, consigue colocar alguna cosa, en prosa o verso y según dice aún muy endebles y vergonzantes, en revistillas locales, pero ya se sabe que para un aprendiz de poeta tal paso constituye el placer más impagable.

       
 Supera sin demasiadas dificultades los cursos y a su conclusión se enrola en el llamado Viaje de fin de carrera, que entonces todavía se estilaba. Tiene así ocasión por fin de pisar el extranjero (París, la Provenza, Suiza). Lugares que le dejan fascinado, sobre todo la que antaño solían llamar ciudad de ciudades, tan cargada de mitología cinematográfica y literaria, cuyo dibujo dice tener en mente antes de conocerla por haberse pasado horas ante un plano con las estaciones de Metro bien señalizadas. En París le absorbe sobremanera el Jeu de Paume de los impresionistas y disfruta con el bullicio callejero, pero le desagrada la fachada del Moulin Rouge, que encuentra insignificante y astrosa, y más que cualquier otra cosa, en un paseo por Pigalle, la codicia y el estentóreo afán de los empleados de locales nocturnos y de streap-tease por captar clientes.

       
 El regreso a Murcia coincide con el momento en que esa ciudad estaba a punto de iniciar su proceso de cristalización en la memoria, lista para constituir uno de los más centrales y hondos alvéolos en la mía propia. El último año se había distanciado un tanto del mundo del colegio porque allí empezaban a tomar posiciones y a hacer proselitismo los aguerridos cuadros del Opus y más que nada, porque se había echado novia. Una historia de amor que estaba, como casi todas, destinada a ser eterna pero que acabaría truncándose, provocándole hondísima desolación, por abandono de ella. Liaison  relatada con tanto pormenor como efusión  del alma pero sin sin asomo de sensiblería ni patetismo. La inevitable convalecencia moral y resaca de la ruptura lo lleva, tras la licenciatura, a refugiarse en el hogar materno en Albacete, desde donde, tras meses de lamerse las heridas y la consiguiente parálisis semicatatónica, se traslada a Madrid para ocupar un puesto burocrático de la Administración. Pero ésta es ya otra historia. Antes (pp.257-60) puede leerse una especie de interludio lírico que quizá se cuente entre lo mejor de todo el libro: en un rápido viaje a Murcia, treinta y tantos años después de haber vivido allí, visita el que había sido su colegio y al reconocer al viejo portero y charlar brevemente, tiene que salir para ocultar las lágrimas. Hasta tal punto se le viene encima la conciencia del pasado, la certeza de que ya se es otro,de cuánto socava el tiempo la entraña misma de la identidad.

        Interés y amenidad rezuma la parte del libro destinada a contar las impresiones, las nuevas amistades y contactos en la capital y los frecuentaderos  de su vida nocturna, como cierto local en Argüelles donde podía escucharse chanson  francesa, o el bar Avión, que ofrecía a la progresía del momento jazz en vivo.No obstante, mucho más me ha divertido lo que se refiere a la sórdida y apoltronada Administración de la época, que el autor recrea con finísima mano para la sátira y la burla esperpéntica. Sarrión entra a trabajar ---al parecer no demasiado--- a principios de los sesenta en unas dependencias del entonces llamado Ministerio de la Gobernación. Las tareas ejecutadas en tales covachuelas, y en particular las que le encomendaron a él, resultaban en gran parte del todo inútiles. Para hacerse una idea el ambiente en aquellas peculiares ergástulas, basten algunos detalles. Tufos a papel viejo, a polvorientos Aranzadis, a cortinas sucias descoloridas por el sol y acribilladas de insectos aplastados, a tabaco rancio, pues en aquellos mechinales y pocilgas se fumaba continua, compulsiva y universalmente. Allí, en aquella basílica de la sordidez y la podre, podía uno encontrar de todo, pero para botón bien vale una muestra, que en este caso bordea lo sublime( y con ello acabo esta reseña, que me va pareciendo ya harto prolija): Otra especie de tufo(...) era el causado por ciertos servidores de la cosa pública, provectos en general y con algún que otro braguero de herniado (...) los cuales, en toda la escala corrida que iba de Jefe Superior de Administración a Jefe de negociado de tercera, por exceso de expedientes retrasados, ciáticas, perlesías, incontinencia o irremontable galbana, cuando las ganas apretaban, tiraban de llavín y de un hondo y bajuno cajón de su mesa de escritorio, extraían un panzudo y reluciente bacín de peltre y, despatarrados, meaban beatífica, cadenciosamente. 

 
        
         

     

           

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