jueves, 23 de febrero de 2017

LOS DILEMAS DEL SABIO


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George Steiner. Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler.  Traducción de Julio Baquero. Madrid.. Siruela. 2016. 139 pp.


          Leo de una sentada y casi sin poder levantar la vista del libro las conversaciones que la periodista francesa Laure Adler ha mantenido hace poco con el ya bastante anciano y muy prestigioso erudito y profesor en su casa de Cambridge. El librito se estructura en cuatro o cinco digamos grandes zonas temáticas (la experiencia académica, el placer ---y el dolor--- de los libros, el judaísmo, la pluralidad y la variedad de las lenguas, el enfrentamiento con la vejez y la cercanía de la muerte) y en todo él comparece un Steiner tan moralmente sentencioso como irónico, con corrosivo sentido del humor y enamorado de la vida---dice lamentar que no va ya a tener tiempo de emprender un estudio acerca de las relaciones entre sexualidad y lenguaje, partiendo de su experiencia personal, que, si hay que darle crédito, no parece precisamente pobre--- Todo ello aderezado con no pocas anécdotas, a menudo chispeantes  o malévolas, como cuando se refiere a ciertas incalificables bajezas de Sartre o de Freud, entre otros.

            Me parece que el texto alcanza a ofrecer una imagen bastante verosímil  de la idea que uno puede hacerse del sabio, de sus grandezas...pero también de sus miserias. A sus 88 años, es lógico que Steiner  no se corte un pelo y, sin plegarse a lo políticamente correcto, se dé el gustazo de declarar lo que le dé la gana, al menos lo que no tenemos ningún inconveniente en pensar que de veras él piensa o cree. Steiner es muy consciente ---y tampoco se molesta mucho en disimularlo--- tanto de las admiraciones que suscita (y, ay, sin duda también  de las envidias, sobre todo en el mundo académico) como de los odios: es una de las bestias negras  de los sionistas más radicales y del actual gobierno de Tel-Aviv, algo nada extraño esto último, porque aquí sin ir más lejos no se priva de ponerlo a parir. Sabe muy bien que, como se ha escrito ya demasiadas veces, es uno de los últimos ejemplares de una especie que, como los gorilas del África central, parece irremisiblemente condenados a la desaparición. Pertenece a la estirpe de los Auerbach, Curtius, Vossler, Frazer, Canetti o Harold Bloom, los grandes humanistas plurilingües y cosmopolitas que han señoreado las décadas centrales del desdichado siglo pasado, herederos y recreadores de lo mejor (también eso acaso en fase de rápida extinción) de lo que por vieja convención venimos llamando Cultura Occidental.

           La historia de su vida es sobre todo, como no podría ser de otra manera, la de su larga dedicación de erudito en varias lenguas a sus estudios e investigaciones y a su labor docente en Princeton, Ginebra, Cambridge, París o Pekín. Pero por fortuna ---y  considero esto  lo más sustancial de todo cuanto dice de sí mismo-- no parece que su tarea  le haya vuelto ciego, antes al contrario, ante los grandes dilemas morales ni los retos y catástrofes del  mundo contemporáneo. Después de todo Steiner no podría, aunque quisiera, dejar de enfrentarse a las monstruosidades del siglo ni a su condición de judío. Ya se ha convertido en asunto recurrente, desde que lo formularan ---creo que por primera vez, y cito de memoria--- Walter Benjamin ( No hay documento de civilización que no sea al mismo tiempo manifestación de barbarie) y Adorno ( ¿Es posible la poesía después de Auschwitz?) aludir a esa especie de imposibilidad o impotencia del pensamiento ante las devastaciones de la Historia, diosa cruel desde siempre especializada en exigir copiosos tributos de sangre. Sin llegar a los apasionados desgarros de un Paul Celan, que al cabo sí hubo de padecer en carne propia los horrores del Holocausto, Steiner, que logró escapar a ellos, también parece sin embargo haber vivido atenazado por el sheerit, el terrible sentimiento de culpa del sobreviviente: cuenta cómo, de las docenas de muchachos judíos compañeros del liceo Janson-de.Sailly, solo sobrevivieron, además de él, otros dos, y cómo esta circunstancia se le ha marcado de por vida.

           Orgulloso así pues de su saber y su sensibilidad, sí, pero no tan perverso o ingenuo como para ignorar lo cerca que puede estar a veces el sabio humanista, precisamente por la capacidad de su propio saber para justificar cualquier cosa, del bárbaro más cobarde e inhumano, como  se evidencia en la reveladora anécdota-ejemplo que cuenta en la pág. 99 y que acaso podría comentarse por sí sola: Trabajo con mis estudiantes en los actos III a V de El rey Lear (...) y cuando este entra  con su hijo muerto en los brazos  y grita cinco veces la palabra "Jamás" (...) es el final del lenguaje mismo. He aprendido eas escenas de memoria. Pero cuando vuelvo a casa y oigo que alguien grita "Socorro" por la calle... debería acudir, pero no lo hago, porque la agonía real en al calle tiene una especie de desorden  y de contingencia que no aguanta la inmensidad trascendente del sufrimiento tal como queda reflejada en la gran obra de arte. El hecho de que las Humanidades puedan volver insensible, de que, por una suerte de idolatría de la intensidad de la ficción, pueda alejar al sabio, y en general al hombre cultivado, de la vida, de que la llegue a considerar pálida y sin color, no deja de abocarnos a una muy inquietante paradoja. Al fin y al cabo, las grandes masacres, los crímenes masivos y los campos de exterminio nazis y estalinistas son inseparables de la alta cultura europea y rusa. Como recuerda él mismo poco después de ese pasaje, el jardín por el que se paseaba Goethe estaba justo al lado, demasiado cerca de Buchenwald. Cuando se comprueba que los logros más admirables y sublimes de la poesía, el teatro, la música o cualquier otro arte no solo no nos han apartado de la opresión y la barbarie, sino que a menudo han colaborado con ellas, entonces uno se queda sin respuestas, o en todo caso se ve cuando menos obligado a desconfiar del pretendido espíritu humano. Reconoce que le hubiera sido muy arduo vivir en un mundo sin libros, pero admite que quizá los haya sobrevalorado, justo porque  ahora, después de sesenta años de docencia, se da cuenta de que esperaba más de ellos.
        
                Las primeras treinta y tantas páginas de estas trancripciones se refieren ante todo a sus circunstancias familiares, a la huída a América  y a sus años de  primera juventud y formación. Con comprensible nostalgia empieza rememorando su privilegiada infancia parisina, donde nació en 1929 y adonde sus padres acababan de llegar desde Viena. Se habían mudado porque el padre tuvo la corazonada o clarividencia de lo que iba enseguida a venir, toda vez que el antisemitismo arreciaba ya en Centroeuropa. Razona cómo a él, y supongo que no sería el único en su medio social, resultaría difícil aplicar la noción de lengua materna, puesto que en su casa se venían  usando casi indistintamente las cuatro grandes lenguas europeas, sobre todo el francés y el alemán .Su madre, a la que gusta referirse como a una gran dama vienesa, empezaba una frase en la primera y la acababa en la segunda o viceversa, al tiempo que el padre le solía hablar muy a menudo en inglés, que ya entonces él consideraba la lengua del futuro. Fue también la madre quien le inculcó la norma moral del esfuerzo, la fuerza de voluntad y el afán de superación, al ayudarle a soportar la tara física con la que nació, pues tenía el brazo derecho inmóvil y casi literalmente pegado al costado, malformación que con el tiempo y gracias a dolorosos tratamientos fue paliando en parte.  Solo las buenas relaciones, al cabo, con las altas esferas --su padre era un importante funcionario del Estado francés,justo antes de la invasión alemana en 1940, comisionado por el Ministerio de Finanzas en Nueva York---permitirían in extremis al niño George, a la sazón con once años, a su hermana menor y a la madre de ambos embarcar desde Génova para la metrópoli americana, desde donde el padre había conseguido, no sin múltiples maniobras y peticiones de favores, gestionar los visados.

       La adolescencia neoyorquina resultará determinante, puesto que pudo asistir a las clases del Liceo Francés, con compañeros que, como él, eran hijos de familias burguesas centroeuropeas ---Francia, Alemania y Austria, sobre todo---.La institución unía al excelente nivel académico la bronca y la efervescencia política: administrativamente ligada al Gobierno de Vichy  y por consiguiente al menos en las formas leal a él y además con no pocos profesores petainistas, tenía que capear con una mayoría de alumnado (y de sus familias, que eran las que pagaban) de izquierdas, o por lo menos vagamente antifascista. Fuera del Liceo, el joven George se benefició del contacto con unos maestros de excepción porque, dada la arribada a Nueva York de numerosos intelectuales europeos de relumbrón fugitivos del nazismo, desde Levi- Strauss a Jakobson,  y de Maritain a Caillois ,y como no todos consiguieron en poco tiempo trabajos en instituciones universitarias, algunos hubieron de buscar su sustento en clases particulares a grupos muy reducidos, de modo que Steiner asistió a sesiones, para su preparación de ingreso en la Universidad, de Filosofía con Levi-Straus, y Etienne Gilson y de Ciencias con el matemático Gourevitch. Al acabar sus estudios trabaja una breve temporada en Londres, como cronista de The Economist, una labor muy bien pagada en el entonces más prestigioso semanario del mundo anglosajón, para recalar posteriormente, por mediación del físico Oppenheimer ---al que extrañó y a la vez fascinó, cuando se conocieron, el que un joven principiante se atreviese a discutir con él-- en el Institute for Advanced Study de Princeton y luego en otras universidades.

        Pese a que no tiene inconveniente en admitir que lo que al menos desde el siglo XIX ha dado en llamarse  cuestión judía (y todo lo que conlleva: sionismo, antisemitismo, asimilación, el Estado de Israel y la guerra permanente en Oriente Medio etc), es una lata,  lo cierto es que a esos asuntos remite la mayor parte de las conversaciones. Liberal por convicción radical, furibundo enemigo de toda forma de nacionalismo o chovinismo y orgulloso de su estatuto de apátrida, no deja de ser lógico que contemple la condición judía como lo hace.Según él, si los judíos constituyen un fascinante misterio se debe ante todo a su permanencia ( llevan en la tierra al menos cinco mil años y han sobrevivido como pueblo a todos los imperios y civilizaciones; esto explicaría, más que la acusación cristiana de haber asesinado al Mesías,el secular antisemitismo) y a su nomadismo ( el judío encarna como nadie, y esto llena de orgullo a Steiner, lo que Heidegger predicó de la condición humana misma: somos los invitados de la vida, estamos geworfen, arrojados en ella). Al contrario de los que piensan que no tener raíces constituye una terrible carencia, él sugiere que esto es precisamente una impagable ventaja. Cuando Hitler se refirió a ellos, pretendiendo insultarlos, como Luftmenschen, (al parecer años antes, según he leído en no recuerdo ahora qué otro sitio, de que los nazis pensaran en el horno crematorio como garante de la solución final,de modo que no cabe una interpretación macabra) de gente que flota en el aire, que no tiene asidero en la tierra, los retrató de la manera más certera. Ser en todas partes emigrado, vivir en un exilio permanente,supone situarse en las mejores condiciones para abrirse y trata de comprender a todos los otros, y ser  mirado con desconfianza, y en los peores supuestos convertirse en perseguido o apestado parecería haberles conferido una fuerza y una capacidad de resistencia casi indestructibles: llega a decir que el que hoy haya más judíos en el mundo que los que había antes del Holocausto no deja de constituir un escándalo, no ya para el antisemita, sino para él mismo, solo que evidentemente por otras razones. El odio que  el judío suscita reside así en que ha firmado un pacto con la vida (pág. 45) que nace en esa terquedad de negarse a desaparecer y que sin duda algo tiene que ver también con su fetichismo del  Libro  y de la cultura impresa o literaria en general.

      Problema  más espinoso,en fin, pero que en modo alguno Steiner esquiva, es la política del Estado de Israel, e incluso su misma existencia: esta es, pese a lo vergonzoso de su origen --- me parece que al igual que todos los Estados que en este mundo son y han sido, ¿de dónde vienen sino de la guerra y la conquista?--- ya irreversible, y además quizá no había otra salida para muchos de los sobrevivientes en los años cuarenta, pero olvida decir que la emigración a Palestina había empezado antes de la Shoah. Como olvida, dicho sea de paso, pronunciarse, y es lástima que la entrevistadora no se lo pregunte, sobre una expresión, esta también, amén de extravagante, escandalosa, como la de pueblo elegido. Le encolerizan y avergüenzan las masacres de palestinos, el continuo robo de tierras, las expulsiones y el brutal terrorismo del Estado hebreo, pero comprende las críticas de quienes le reprochan que no viva en Israel, bajo las bombas y el continuo y latente estado de guerra, y lance sus invectivas antisionistas desde la liberal y confortable Inglaterra. En todo caso, mucho me temo que la mayor parte de estas opiniones distan de ser ni medianamente generalizables entre las gentes de su raza, con solo que acudamos a la incontestable evidencia de que hay judíos que se han asimilados, desde generaciones, hasta perder el menor atisbo de judeidad y que hay otros muchos ---y no pienso solo en los sionistas más fanáticos--- tan excuyentes o chovinistas como el que más.

   

   


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