viernes, 8 de diciembre de 2017

DOS POEMAS BERLINESES



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                  ¿Será una aparente trivialidad el comprobar cómo las cosas y el mundo permanecen  y quedan y, frente a toda engañosa evidencia, en lo esencial siempre iguales a sí mismos, mientras que uno, de modo inevitable, va pasando? ¿No constituirán el desamparo, la orfandad y en definitiva la conciencia de la caducidad el más triste cuento de la vida?. Parece que estuviéramos hechos de esa manera, que no pudiéramos dejar de sucumbir a la rabia y al rencor de sabernos mortales. Pero haya paz: al fin y al cabo andamos por aquí abajo solo de visita, como pasajeros, y lo más probable es que eso sea lo preferible, pues, ¿quién no ha tenido alguna vez la sensación, si bien se mira liberadora, de estar de más, de ser del todo prescindible?. Y aunque resulte harto dudosa la idea de que la poesía, como algunos creen, se inventara para plasmar las propias perplejidades morales, con cuánta acuidad se siente a veces la lacerante llaga de aquel íntimo desarreglo, de aquella humillante falla. Por ejemplo, cuando se vuelve un par de semanas a un sitio y cuando se han ido nada menos que catorce años desde la última vez que uno se perdiera por allí. Así surgieron estos versos, en aquella ciudad, baqueteado entre la pretensión, seguramente inútil, de no parecer un turista y las dificultades de la lengua. Ahí van, valgan ellos lo que valieran.

                      I


Bajo la dura férula de la helada y el frío,
esos muros protegen
el sagrado sosiego de los ricos,
aunque tú solo quieras ver ventanas
cuya luz tiembla más allá, en lo oscuro,
en la tristura de unos enfebrecidos ojos
que reflejan las aguas cenagosas,
tan pródigas de muerte,
del canal de Landwehr
---es el dios del lugar, te habían contado,
su espíritu invisible---.

Pero lo mismo que la noche cela
estalla como dardo
en el insomne corazón del día,
y por eso se rompen
los lazos que una fábula propicia había estrechado:
quien tú fuiste hace mucho solo es humo
para no más volver con los fantasmas
del ensueño, trocados a su antojo.

Y la fábula al fin,
avergonzada acaso de tanta complacencia,
va perdiendo su brillo ante este cielo
lejano y de ceniza, que te pudre
las frágiles costuras del recuerdo.


              II

Y todo te parece un dejà vu
entre estas anchas calles,
en medio de las ruinas de la vida,
con la insidiosa sensación de haberte
entonces ocurrido lo que aún
ilusamente esperas,
como si hubieras hecho muy de antemano el viaje
antes de haber llegado, pues ninguna
lejanía hay más lejana
que las de los caminos
que se cruzan y borran en la niebla
e intuyes que el rencor
por lo nunca vivido ---y ya irrecuperable---
es el ácido grumo donde se te espesa esta
metáfora sombría
del más secreto e íntimo de los fracasos.

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