sábado, 8 de abril de 2017

UN CUENTO TRISTE







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Luis Mateo Díez. La mirada del alma. Madrid. Alfaguara.1996. 143 pp.

              Esta breve pero intensa novelita se ciñe en lo esencial a la historia que el narrador, un pobre desgraciado innominado, ya en la vejez y que vive en un sanatorio de enfermos difícilmente curables ---presumiblemente tuberculosos, aunque solo sea por aquello del tópico romántico----cuenta a dos compañeros de infortunio que le escuchan sin demasiado interés, el resignado y cínico Romero y el timorato y cobarde Crespo. Y la historia que les cuenta  y que se cuenta al lector no es sino la suya propia, la del narrador, más exactamente, la de la huella que han dejado dos miradas infantiles separadas por cincuenta años, por cuanto al final se nos viene a  se nos viene a revelar  hasta qué extremo lo contado por el primero resulta inseparable de lo que acabará, en una especie de comentario o contrapunto, contando Romero en el fragmento o capítulo cuarto y último..


               En una lóbrega y decadente pequeña ciudad provinciana, algo funambulesca y espectral, el narrador ha sido un aspirante a una plaza de empleado de Correos y luego oficinista bisoño cuya vida parece haber consistido en un precipitado de sordideces. Huérfano desde muy joven, a la salida de la adolescencia vive en una mísera fonda provinciana mientras recibe un insuficiente estipendio por catalogar los fondos de una polvorienta  biblioteca semiabandonada, al tiempo que sigue en una Academia los cursos de acceso a la Administración de Correos. Para más inri ha tenido que arrimarse, en busca de un mejor pasar, a la dudosa protección de unos tíos que lo humillan y desprecian y que no dejan de reprocharle su desaliño en el vestir y su poco aseado aspecto, típico al parecer también de su difunto padre.

                Nuestro antihéroe, que parece tener a gala su propio apocamiento e insignificancia, teñidos de hosca timidez y de misantropía, siempre ha resistido no obstante mejor los embates del hambre que los del deseo insatisfecho, torturas ---sobre todo la segunda---que lo han atormentado la mayor parte de su existencia. Y es que el hecho central de su vida moral, valdría mejor decir de su vida tout court, es el recuerdo de la mirada de cierta niña, cincuenta años atrás. Una niña cuyo perfil la oscuridad le impidió ver con claridad, que había entrado en una alcoba para dejar una toalla y una palangana, en cierta ocasión en que él  había resuelto al fin satisfacer sus instintos en el barrio de perdición de La Ceranda, por donde gustaba de merodear con la seguridad de que en la intención de mis paseos perduraba el atractivo de ese derrotero que me llevaría al pasaje sin que mi voluntad lo impidiese, como una meta inconfesable que una y otra vez iba alcanzando con creciente zozobra. De modo que, tembloroso y hechizado, es incapaz de resistir a la tentación de aquella penumbra que manaba del zaguán como un humo turbio.


                   A partir de ahí asistimos a la extraña e intermitente relación con esa mujer, Olfina de nombre, con la que ha compartido lecho por primera vez y con la que, si bien llega a  medio creer que ha encontrado el verdadero amor, eso que ha estado buscando y temiendo toda su vida, no deja al mismo tiempo de sufrir todo tipo de desencuentros y desplantes (no soy una mujer como tú quieres, le dice en varias ocasiones), puesto que ella juega perversamente con su pasión al irle dejando pistas (un pendiente con una perla, un pañuelo, una carta certificada) a modo de vías de salida pero que son en verdad nuevas encerronas. Nada sabe de ella al principio, aunque va descubriendo poco a poco, sin ser quizá muy consciente de ello, la oscura moralidad y el turbio simbolismo que constituyen el telón de fondo de su vida, su enfermedad del alma: la conducta imprevisible y el carácter hosco  y aparentemente imperturbable, la obsesión con la sangre, el fetichismo del pie desnudo y de las aguas de albañal y la abracadabrante manía---ayudada en esto por Doral, una especie de fámulo o alcahuete que comparte su ambigua fascinación necrofílica---de enterrar, después de matarlos, perros y gatos callejeros.


             La novela está escrita con suma corrección y puesta en un español casi siempre cabal, que sabe dosificar la mezcla entre los registros más coloquiales y los modos de empaque más literario, salvo quizá en el sistemático empleo a la inglesa de los posesivos ante sustantivos que denotan partes del cuerpo y que pierden así, como es sabido, su carácter contrastivo. No deja de llamar la atención, por lo demás, que el inicial entramado costumbrista-realista acabe sirviendo de envoltorio a una nouvelle trágica y romántica, casi de tintes góticos. Pero hay precedentes: me han venido a la memoria, mientras la leía, tanto Aura, de Carlos Fuentes, como Professor Unrat, de Heinrich Mann, relatos que se inscriben en la tradición del que nos ocupa al guardar sin duda vagos pero insistentes paralelismos con el texto de Díez, por cuanto abren una ventana ---indiscreta--- a los fondos más desasosegantes de la condición humana. Y también es de resaltar el decoro en el habla del personaje, la pertinencia y adecuación lingüística de su expresión, más certeras y lúcidas cuanto mayores parecen ser la deprimente chatura de su existencia y la mísera irrelevancia de sus rutinas: su irrupción en mi vida no podía acabar sin el daño palpable que promueven los hallazgos que trastornan no solo lo que vivimos sino lo que somos, esa alteración de la existencia que desvela la parte más oculta de nuestros anhelos.


            La mirada del alma es un cuento triste, casi tanto como una balada de suburbio, pero transido de una suerte de lírica acongojada, de esa conciencia del desarraigo y de la muerte que alcanza a transmitir una peculiar y turbadora poesía. Por eso creo que esa mirada del alma, a la que alude el título y que constituye también el leiv-motiv del relato, funciona, desesperanzada pero plausiblemente, como el más fiel retrato de nuestra condición, como alegoría de la imposibilidad de la felicidad.

                 

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