jueves, 11 de agosto de 2011

EL ESTILO DEL MUNDO SEGÚN VERDÚ


Verdú, Vicente. El Estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción. Barcelona. Anagrama. 2003.




Es muy difícil que la lectura del presente ensayo, donde el autor no solo maneja una notable masa de información y hace gala de una encomiable capacidad crítica, sino también exhibe una prosa ágil y fluida que en muy pocas ocasiones condesciende a los giros y bucles más manidos de de la jerga periodística (esos “así que”, “ a nivel de “ “producirse” o “existir” y otros muchos ) deje indiferente a quien lo lea.

Estructurado en seis amplios ejes temáticos a modo de capítulos ---El Mundo, El Doble, La Imagen, El Sexo, La Ilusión, La Muerte--- con algunas subdivisiones menores más un breve y muy lúcido apartado final acerca de la tonalidad azul que ilustra la cubierta del libro, color pálido y frío, paralizante y puerilizador, esa “nada encantadora” como lo calificó Goethe en su Teoría de los colores, que al decir de Verdú simboliza a la perfección también la tendencia y el espíritu de nuestro tiempo, el libro tiene el empeño y la virtud de intentar analizar fenómenos y procesos aparentemente heterogéneos a la luz del concepto de capitalismo de ficción, una categoría que sin duda puede resultar fecunda y útil a la hora de dar cuenta del nuevo estadio del Orden del Capital en estas últimas décadas ---y se toma como referencia la mediáticamente tan cacareada fecha de 1989, con la caída del muro de Berlín—y que en este sentido ilustra asimismo lo específico de múltiples manifestaciones --- entre otros muchos otros ítems: del Urbanismo a los modelos de comportamiento sexual, del deterioro y vaciamiento de contenido de la democracia parlamentaria a la expansión mundial del american flavour, de la banalización del arte a la defensa de los animales, del auge de lo retro en la moda a la compulsión del reciclaje, de la valoración de lo mestizo o lo multicultural a la irradiación del modelo Las Vegas (una apoteosis de ese no-lugar como orgía de la copia, lo evanescente y la falsificación)—del mundo contemporáneo.


A diferencia del capitalismo de producción y del de consumo, que en lo esencial pretendían respectivamente explotar al trabajador y vender el producto, este de ficción ---fundado cada vez más en la uniformización y homogenización---intenta seducir y agradar, ya no está hecho de nada real ni tangible, sino de puro discurso, propaganda e ideología, no ya porque estos no sean menos reales, como Verdú muestra muy bien , que lo productivo o material, sino porque aquel discurso o ideología constituye su verdadera realidad: “En el capitalismo de ficción la materia palpable se reemplaza por los píxels, lo sólido por el plasma, lo pesado por lo liviano, el hormigón por el vidrio, la conexión alámbrica por el wireless” (pág. 159).Es cierto también que las formas más sutiles de propaganda tratan de hacernos creer que nos sintamos “únicos, singulares, artistas, felices” (pág. 130) . En el capitalismo de ficción ni siquiera se pretendería hacer publicidad de ninguna mercancía como tal, por cuanto se parte de la base de que todas son buenas por definición, de modo que lo que se ofrece es un don, una imagen de marca, una ideología y una deferencia para con el cliente. Pues en este modelo de funcionamiento todo es transparente, desde los edificios de los arquitectos de moda a la obscena exhibición pública de lo hace unos pocos años considerado privado o íntimo (que por otro lado la publicidad no deja de vendernos mediante los productos personalizados y la mísera ilusión de ser únicos, de clamoroso éxito porque encuentra ya el campo abonado, en el mundo rico y consumidor, por el individualismo narcisista ),transparencia que podría explicarse como un efecto, como convincentemente se argumenta (pp. 161 y ss.), del fondo del puritanismo anglosajón y su insistencia en lo limpio y empírico, cuyo resultado ha venido a dar, dicho sea de paso, en la vigilancia masiva y universal a caballo del miedo manejado desde arriba y provocado por el llamado terrorismo.Me parece muy de agradecer, en otro orden de cosas, que se insista en bastantes pasajes del texto en la condición sobre todo mediática de la aparición y funcionamiento de este mundo. Cualquier catástrofe o cataclismo, cualquier horror, parecen ocurrir tan solo para hacerse reales en la televisión “ya que solo en el doble, en la repetición de la imagen del suceso, se captura el suceso (…) Como resultado, la televisión se constituye en una realidad que funciona siempre ajena a las críticas de los espectadores, impenetrable a las protestas, invariable a los cambios de dirección, puesto que ella posee su propio reino, su moral y su destino” (pág. 115). En otras palabras, los medios no reflejan ninguna realidad, antes bien, la crean y la fundan, no somos nosotros quienes vemos lo que ellos nos muestran y dicen, sino al revés: ¿cómo no recordar a este propósito la genial intuición del proverbio de Machado“ El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas,/ es ojo porque te ve”?

Sin duda el autor ha ilustrado la cara amable, robotizada, infantiloide, blanda, de este Orden bajo el que vivimos, que padecemos y del que nosotros, por lo menos alguna parte de cada uno, se aprovecha, pero en modo alguno ---y este me parece otro de los aciertos, y no el menor, del libro-- sugiere que este Régimen, Sistema ---como se decía antaño—o como quiera llamárselo, haya cambiado nada en lo sustantivo, en el sentido de que no ha perdido el poder aniquilador y violento que de siempre lo caracterizó. La destrucción del planeta sigue adelante y hoy son mayores que nunca la infelicidad, la miseria y la desgracia para una parte más numerosa de los habitantes de la tierra .No cabe la menor duda, por lo demás, de que si se presentara alguna ocasión de peligro para la supervivencia de este sistema, que es, no lo olvidemos, el garante de los privilegios de que disfruta la exigua parte de ricos del primer mundo, ahí está el ejército americano para intentar de inmediato estabilizar la situación. El libro se publicó en 2003, y acaso habría que revisar algunos de sus presupuestos, toda vez que en los tiempos que corren --- con la pauperización de amplias masas que antes vivían confortablemente, con el desempleo masivo, con el surgimiento de movimientos sociales de los que aún está por ver si acaban languideciendo o si cristalizan en maneras de rebelión, escepticismo y protesta nuevas y duraderas, con la emergencia de China como posible contrapoder frente al dominio americano con la aplastante ubicuidad y hartura mediática de la esta crisis, en la que el dinero mismo parece haberse vuelto loco, con la sombra ubicua y amenazante de esa espantable entelequia de los mercados, especie de deus ex machina y versión moderna de la famosa mano invisible de la que hablaban los primeros teóricos de la economía política--- parece obvio que se está recrudeciendo bastante el antes amable rostro del poder. En todo caso lo que parece fuera de toda duda es la capacidad del sistema para integrar, desactivar y manipular todo lo que pudo presentarse al principio como rebelde o innovador y así por ejemplo se vende como arte cualquier cosa, incluso lo más banal, idiotizador o repulsivo, y los movimientos gays y feministas, por su exceso de éxito, que les ha convertido en fuerzas conservadoras (pp.178 y ss), han provocado el efecto paradójico del actual resentimiento contra el no- poder masculino, el reproche que se hace a los hombres por no ser suficientemente fuertes y la preocupante y ambigua crisis de la heterosexualidad, porque al quedar en suspenso, por lo menos en apariencia, el antiguo poder masculino, la mujer, al dejar de estar alienada por el hombre, deja también de disfrutar de los antiguos privilegios que le eran propios (el encantamiento romántico, el misterio, el galanteo) y en lugar del viejo odio contra la represión aparece un nuevo odio contra la normalización que antes tanto se ansiaba.




Pese a que muchos de los fenómenos descritos supongan una novedad --- no todos: es bien conocido el proceso por el que, para millones de consumidores, la fetichización y reificación de la marca ha suplantado ya al producto en tanto que objeto y no digamos ya a su pretendida utilidad, o el de la conversión del arte y los artistas en un puro camelo: ya se sabía que “el escritor, el novelista, el pintor, el poeta se presentaban antes como almas heridas por la abominable actualidad de su tiempo, pero ahora su mayor lamento es no ser incluido en los telediarios” (pág.144)---,el horror y la infamia de este mundo permanecen, si no se han ahondado aún más, y esto supone de modo indiscutible su recusación y su denuncia morales in toto: baste decir que hay hoy en el planeta más decenas de millones de hambrientos que hace treinta años y que las diferencias entre el mundo rico y el otro u otros –complementarios necesarios y condiciones de posibilidad de aquel ---resulta abismal, como el mismo Verdú pone de manifiesto en varias ocasiones con datos y estadísticas: (p. 98): “ El gasto anual en perfumes de Europa y USA es ya equivalente a la suma necesaria para solucionar la salud y la nutrición en todo el planeta, y el gasto en helados, en Europa, desborda el presupuesto requerido para cubrir las necesidades de agua y saneamiento de la Tierra”.


Es obvio que el horror y la infamia permanecen, digo, y no lo es menos que los modos de vida y los discursos de la publicidad y propaganda descritos por Verdú tan solo afectan de manera directa a una parte relativamente pequeña de la Humanidad, pues ¿qué le van a importar los perfumes de Gucci o los bolsos de Louis Vuitton o los fármacos antidepresivos a un campesino de Botswana o a un indigente de las favelas de Río de Janeiro?.En un par de aspectos muy de detalle, en fin, tengo mis dudas acerca de lo que dice Verdú: en el apartado Copia total (pp. 84 y ss.) no creo que, al contrario de lo que predijo Benjamin en su clásico ensayo de los años 30 (aunque el autor no lo cita, está sin duda pensando en él), el aura de una obra de arte no proceda ya en nuestro tiempo de su unicidad y fijación, sino en que se halle masivamente difundida. No parece razonable que la obra gane aura en proporción al número de copias que se difunden, sino antes al revés, de ahí la banalización, hastío e insustancialidad de los museos y en general del mundo del arte, y tampoco resulta tan claro que la ideología de Occidente o del american way of life irradie con tanto éxito también hacia los países islámicos ( pp. 31 y ss.) donde vemos que con cierta periodicidad estallan movimientos de protesta contra el Imperio, si bien manipulados en gran parte por tiranías caudillistas no menos repugnantes.

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